El último proceso a una célebre obra literaria: pocas causas, en Inglaterra, mostraron mejor las hipocresías de la sociedad británica.
Por Luis R. Carranza Torres
Entre los flashes de los fotógrafos e iluminados por las primeras cámaras de la televisión, bajo el arco de entrada de los tribunales penales del “Old Bailey” en Londres, hicieron su ingreso ese 20 de octubre de 1960 las partes del juicio por obscenidad que la corona inglesa seguía contra la editorial Penguin Books, a fin de prohibir la pretensión de ésta de que se publicara en su versión original e íntegra, sin cortes en las escenas de la trama ni reemplazo de palabras vulgares, la novela de D.H. Laurence, El amante de Lady Chatterley.
Era también un duelo de personalidades conocidas en los estrados judiciales. Por la defensa, el muy astuto abogado del derecho de autor, Michael Rubenstein. Por la fiscalía, nada menos que John Griffith-Jones, un aristócrata, héroe de la Segunda Guerra Mundial, quien había sido uno de los acusadores destacados por Gran Bretaña en los juicios de Nuremberg.
La “Obscene Publications Act”, de 1959, bajo cuyos términos se sustanciaba el proceso, permitía el testimonio de “expertos” a los efectos de demostrar una prohibición injustificada. Y ya que la definición de quien era “experto” era más que vaga, Rubinstein se aprovechó de ello para citar en calidad de testigos de la defensa a 35 personas. También “llamó en reserva” -“called in reserve”, una suerte de banco de suplentes- a personalidades de la cultura como Iris Murdoch, el premio Nobel T. S. Eliot y Aldous Huxley.
La obra había sido escrita 32 años antes y su autor había muerto hacía ya de tres décadas, el 2 de marzo de 1930. El objetivo de la defensa era hacer primar los méritos literarios de la obra por sobre su uso de ocasionales expresiones vulgares respecto de prácticas sexuales o partes del cuerpo humano. Para la fiscalía debía defenderse su obscenidad, considerándolo un libelo procaz que abundaba en lujo de detalles sobre cómo una aristócrata se acuesta con el guardaparques plebeyo de su residencia.
Por el sitial de testigos desfilaron algunas de las personalidades de la cultura más conocidas de su tiempo, como el escritor Edward Morgan Forster, la crítica literaria y académica Helen Gardner, el sociólogo y especialista en literatura Richard Hoggart, el profesor de arte dramático y sociólogo Raymond Williams y el jurista Norman St. John-Stevas, autor de la obra Obscenity and the Law, aparecida en 1956, por citar sólo algunos. Otros se negaron a defender la obra, como por ejemplo Robert Graves, quien al rechazar el ofrecimiento le escribió a Rubinstein que “no se le ocurriría jamás colocar en su biblioteca un libro de Lawrence”.
A más de los testimonios, durante el juicio se leyeron, a pedido de la fiscalía, las partes supuestamente más lascivas del libro, en tanto un abogado de la corona llevaba la cuenta precisa de cada palabra que se considerara obscena, esas “impublicables palabras de cuatro letras” que referían al sexo, en opinión del fiscal.
En sus alegatos, la defensa apeló al mérito literario y a la libertad de expresión y pensamiento. En tanto que la fiscalía remató su discurso con las siguientes preguntas a los jurados: “¿Aprobarían ustedes el que sus hijos o sus hijas -porque las chicas saben leer tan bien como los chicos- leyesen este libro? ¿Es acaso un libro que ustedes dejarían en cualquier rincón de sus casas? ¿O qué desearían que leyesen sus esposas o sus sirvientes?”.
Quedó en claro, entonces, que la prohibición no era otra cosa que un capricho propio de una moral del tiempo victoriano. El 2 de noviembre el jurado emitió su veredicto de “no culpable”, allanando de tal forma el camino para su venta al público.
Ocho días más tarde, el 10 de noviembre, fue el primer día de oferta al público de la obra. La mayor tienda de libros de Londres por ese tiempo, W&G Foyle Ltd, vendió sus 300 copias en sólo 15 minutos. Unas 400 personas, hombres mayoritariamente, habían estado aguardando la apertura del negocio para adquirir la novela. Su competencia, la librería Hatchards, en la zona de Piccadilly, vendió una existencia similar en 40 minutos y tomó luego encargos por varios cientos de ejemplares. En Selfridges desaparecieron también en minutos sus 250 copias y, según su gerente, “podríamos haber vendido 10.000 si las hubiéramos tenido”. El fiscal John Mervyn Guthrie Griffith-Jones no sólo había fallado al interpretar la ley. También se había equivocado por completo en interpretar los sentimientos del británico común. En total se vendieron más de dos millones de ejemplares.
En la segunda edición, al siguiente año, Penguin Books incluyó una poco común dedicatoria de la editorial, en los siguientes términos: “Por haber publicado este libro, Penguin Books fue enjuiciada bajo los términos de la Obscene Publications Act, 1959 en los tribunales de Old Bailey en Londres, desde el 20 de octubre al 2 de noviembre de 1960. Esta edición está dedicada a los doce jurados, tres mujeres y nueve hombres, quienes con su veredicto de “no culpable” hicieron posible que la última novela de D.H. Lawrence pudiera por primera vez estar a disposición de los lectores del Reino Unido”.
No pocas veces en la historia del Derecho existieron leyes supuestamente moralizadoras, mucho más obscenas que aquello que declamaban combatir. Éste fue uno de tales casos.