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Un sorprendente y paradójico mundo en constante cambio

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La pandemia de covid-19 obligó a la humanidad a reaccionar con rapidez ante un viejo problema -las epidemias- con características inéditas: su alcance global y su rápida diseminación

Por Alfredo Barrionuevo

Más allá de sus graves consecuencias para individuos y Estados, la pandemia de covid-19 planteó a éstos todo tipo de desafío y dilemas, comenzando por la búsqueda de una solución ante un fenómeno desconocido. Desde las primeras semanas de 2020 las personas comenzamos a ocuparnos del virus y -de alguna manera- tuvimos que posicionarnos ante él. Creer en su existencia o considerarlo una «cortina de humo», esta vez de dimensiones globales, para desviar la atención o tapar problemas mayores o de difícil o imposible solución -tales como el cambio climático, la escasez de combustibles o el hambre-. Creer en su origen o adherirse a alguna de las diversas teorías conspirativas que afirman que fue creado en un laboratorio con la intención de ser -por lo menos- una cortina de humo, como mencionábamos antes, o con un objetivo aún peor.

Unas semanas después, en marzo, tuvimos que plantearnos posiciones más concretas ante el virus: creer en su poder letal o continuar con la teoría de la cortina de humo y desoír recomendaciones o exhortaciones al cuidado, e -incluso- informarnos o evitar hacerlo. Una parte de esas decisiones las tomamos con base en información extraída de diferentes fuentes; otra parte la tomamos orientados por nuestra intuición o creencias de todo tipo. Independientemente de ello, esas decisiones -de las que tal vez no tengamos siquiera conciencia- fueron la base para un cambio personal inevitable ya sea ante el virus y su amenaza o ante los cambios impuestos por las autoridades.

Un cambio brusco e inesperado

Sucede que, en marzo, a causa del avance del virus en el mundo, los Estados comenzaron a tomar medidas tanto para evitar la expansión de la pandemia como para crear una estrategia para enfrentar sus efectos, sobre todo en lo relativo a la atención a la población. El jueves 19 de ese mes, el presidente Alberto Fernández se dirigió a la nación para comunicar una estrategia para enfrentar la contingencia basada en una serie de medidas cuyo objetivo era ganar tiempo para crear condiciones para la atención de pacientes. Era necesario tener un número suficiente de las denominadas «camas críticas», es decir, lugares en hospitales equipados con respiradores y -además- contar con profesionales entrenados para utilizarlos.

Tamaño desafío para el Estado nacional y otros del mundo significó un doble reto para los ciudadanos -de aquí y de todo el orbe-: lidiar con el virus, más allá de su postura ante él, y -además- con las injerencia de las medidas de los gobiernos en la vida propia. Ya no bastaba con «creer» o no en el virus: era mandatorio acatar reglas de todo tipo, comenzando con la obligación de aislarse, es decir, quedarse en casa y salir sólo para lo esencial -básicamente, compras en comercios de cercanía-. Salvo las excepciones de las «esenciales», toda otra actividad estaba prohibida, so pena de incurrir en infracciones a la ley sanitaria.

No es la intención de esta nota recordar o enumerar de manera exhaustiva todas las restricciones a las que debió adaptarse el ciudadano común sino llamar a la reflexión de quien la lee sobre cómo encaró esa alteración brusca en su vida y cuáles cambios ésta impulsó. Con ese propósito, es un ejercicio interesante tratar de enumerar los cambios hicimos en nuestros estilos de vida a causa de la pandemia -independientemente de si los encaramos de buena gana o a regañadientes- y plantearnos si no se trata de cambios que haríamos o habríamos hecho aun en otro contexto.

Un nuevo contexto con “viejas” soluciones

Tal vez el ejemplo más elocuente de ello -ya no en el plano individual sino en el social- sea la digitalización, con la consecuente dinamización, de diversos aspectos de la vida en sociedad. Los comercios -aun los de cercanía, que reverdecieron durante la pandemia- comenzaron a aceptar formas de pago diferentes del tradicional efectivo; si bien éstas existen desde hace años -algunas, incluso décadas- siempre fueron resistidas por los comerciantes; los pocos que las aceptaban penalizaban a los clientes con recargo. La resistencia de los ciudadanos a bancarizarse sufrió un duro golpe con consecuencias positivas para la sociedad.

Además de todo aquello relacionado con pagos y otras actividades bancarias, otros ámbitos de la vida sufrieron una «digitalización forzosa y acelerada»; por ejemplo, la actividad educativa. Docentes y alumnos -y los padres de éstos- hicieron un enorme esfuerzo para actualizarse y adaptarse a la nueva circunstancia. Para los estudiantes, las pantallas dejaron de estar vinculadas exclusivamente al entretenimiento; para los docentes, el esfuerzo del trabajo aumentó, más allá de que disminuyeron los traslados con la pérdida de tiempo que ocasionan.

En una situación similar a la de los docentes se encontraban otros trabajadores que podían laborar desde su casa, vía Internet. Las empresas debieron adaptarse a la nueva modalidad -y sus empleados, también-. Las vidas personal y laboral se comenzaron a (con)fundir con la laboral. El alivio por el fin de la necesidad de trasladarse era (y sigue siendo) contrarrestado por los nervios causados por la lentitud de la conexión o por los cortes de luz. El sueño de trabajar en pijama y pantuflas muchas veces se convirtió en la pesadilla de tener que buscar un lugar para hablar con calma con el jefe, lejos del alboroto de los niños de la casa.

Bancarización, formas de pago, clases virtuales y home office ya existían -con sus ventajas y desventajas- en el mundo prepandemia; sin embargo, por diferentes motivos eran resistidos. Una vez superada la necesidad de aislamiento -aun cuando no podamos decir que la pandemia realmente terminó- estas «viejas novedades» persisten: substituyeron las formas de vida prepandemia o conviven con ella. Como ejemplo basten las clases virtuales en el ámbito universitario, así como las formas de pagos y el trabajo a distancia. Se dice que «vinieron para quedarse», así como esta remanida expresión idiomática.

Resulta interesante plantearse, más allá de que -afortunadamente- muchas de estas «modernidades» no fueron desechadas con el fin de la necesidad de aislamiento, si realmente era necesario un disparador trágico y siniestro como una pandemia para que las adoptáramos. «Somos hijos del rigor», pensará más de uno. Personalmente, siempre me resistí a creer en esa frase hecha; pienso que el ser humano es capaz de pensar mundos mejores sin necesidad de ser intimado por la necesidad y la urgencia.

Más allá de la pandemia

Como vimos, la pandemia nos obligó a acelerar procesos que -tal vez- podríamos haber iniciado antes, en un contexto menos acuciante. También puso a prueba la capacidad del ser humano para resolver gravísimos problemas en poco tiempo: la creación de las vacunas es una clara demostración de ello, más allá de las críticas que puedan recibir los procesos que se siguieron para desarrollarlas o distribuirlas. Un problema inédito fue resuelto en un tiempo relativamente corto gracias a la cooperación entre los humanos y al conocimiento que acumularon a lo largo de los siglos.

Sin embargo, resulta paradójico observar como otros problemas -para nada inéditos sino de vieja data-, tales como la pobreza y el hambre que azotan a millones de seres humanos en diversas regiones del mundo, algunas no muy lejanas de nuestros hogares, no encuentran solución. Podríamos citar problemas «domésticos» como la inflación, sin ir más lejos con nuestro pensamiento y -también- problemas «revividos» como el resurgimiento de la poliomielitis, flagelo del que Argentina se libró hace alrededor de medio siglo pero que vuelve a acechar.

Ante este cuadro, cabe preguntarnos -como individuos, como sociedad y hasta como especie- qué actitud queremos tomar: la de seres que se adaptan al cambio o la de seres que se resisten a él.

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