<?xml version="1.0"?><nbibliografica> <intro></intro><body><page>El Dr. Marcelo J. Sayago ha sido profesor de Derecho Penal en la Universidad Nacional de Córdoba y en la de Río Cuarto, y contratado en la Universidad Blas Pascal, integrante del antiguo Instituto de Derecho Penal, de larguísima trayectoria en el Poder Judicial de Córdoba, al que dedicó casi toda su vida, y autor de numerosos trabajos y notas en revistas especializadas. Presenta en la oportunidad, este libro sobre el robo con armas según la ley 25882, que consta de una primera parte donde se aborda el estudio de esta modalidad delictiva antes de la vigencia de la referida ley y, en una segunda, se consideran las cuestiones a que da lugar el actual art. 166, CP. Muy seguramente, una vez concluida la lectura, quien lo haya hecho se podrá preguntar por qué este trabajo ha resultado excelente. Si aquel lector nos lo permitiera, le podríamos decir, en términos generales, que por lo común –más allá de ciertas cualidades que siempre las hay en todo autor–, lo primero será tener un conocimiento más o menos acabado de la materia escogida y que, para adquirir esos conocimientos, se hace necesario estudiarla, meditarla y reflexionarla con paciencia y con dedicación. Lo segundo será tener presente que la interpretación de la ley –sobre todo de la ley escrita como es la nuestra–, se halla sometida a ciertas pautas o métodos que, si no se respetan, no se guardan ni se observan, las cosas no podrán salir de la manera en que se imaginaron. Es que se podrá –casi seguro– naufragar, por más empeño y dedicación que en el curso expositivo se hubiese guardado. La tercera es la observancia estricta de ciertas y determinadas reglas que no se han construido de un día para otro, sino que tienen existencia milenaria. Quizás, y en último término, podríamos sugerir la adopción de una determinada actitud: el autor no debe sentirse que está dotado de la facultad de presentar originalidades o de hacer cosas originales. La originalidad no está permitida en el ámbito de lo jurídico, y puede correr el peligro –por otra parte– de asumir una postura de cierta pedantería y, al mismo tiempo, hasta de cierta superficialidad. En suma, a ese lector le diríamos, simplemente, que siga los pasos de Marcelo Sayago, y que recuerde, por ejemplo, que la ley general es derogada por la especial; que cuando la ley no distingue no debe distinguir, y que cuando ocurre lo contrario, deberá hacerlo. Le podríamos sugerir, y con alguna insistencia, que debe tener siempre presente que cuando la ley no distingue, no debe esforzarse en distinguir, porque con ello le habrá hecho decir a la ley lo que efectivamente ella no dice. También le diríamos que, a los fines interpretativos, lo primero a observar es el método gramatical, que consiste en descubrir el sentido y el alcance de la ley a través de sus palabras, de lo que ellas significan, y que tenga presente que esa tarea no equivale a descubrir la voluntad de quien hizo la ley, sino la voluntad de ella misma. Que también observe el método sistemático, porque las normas jurídicas pertenecen todas ellas a un sistema, y que recurra, en su medida, al método histórico, no ya como sociología jurídica, sino como la historia jurídica que pudiera reconocer la norma que desea interpretar. Nos parece que si aquel lector llegara a observar todo esto y se decidiera al fin a escribir, habrá hecho un buen intento para no equivocarse. La obra presenta un capítulo, muy singular por cierto –el penúltimo de la primera parte–, donde se consideran las “Novedosas opiniones respecto al concepto de armas impropias", donde se exponen y se critican –con profundidad y minuciosidad– las distintas opiniones de la doctrina y de la jurisprudencia. El capítulo es decisivo en razón de que aunque el autor diga que no ha sido su propósito rebatir todos y cada uno de los puntos de vista interpretativos, al final el lector verificará –aunque ese fin no fuera el perseguido– que todos y cada uno de esos criterios fueron rebatidos exitosamente, y hasta diríamos, con elegancia literaria, con solidez y profundidad jurídica, y –por qué no decirlo– con fina y delicada pluma. Podrá preguntarse el lector la razón por la cual el Dr. Marcelo Sayago perforó aquellos puntos de vista. Si es así, tendrá que descubrir que aquellos intérpretes transgredieron, o al menos no tuvieron presente, una regla que es fundamental: no observaron, o soslayaron, precisamente, aquello de que cuando la ley no distingue, tampoco ellos debieron hacerlo. Cuando el robo se calificaba por el empleo de armas o se cometía con armas, quizás el empeño pudiera haberse dirigido a saber si el robo se había cometido con armas cuando el autor las usaba, las blandía, o si era suficiente para agravar al delito que las hubiese tenido ocultas entre sus ropas. Podía también el empeño interpretativo hallarse dirigido a saber si el robo era simple o si sigue siéndolo, cuando el ladrón hubiese simulado emplear un arma. Todo eso quizás podía o pueda aun hoy ser materia de concordancias, de disensos y hasta de matices. Pero cuando se concluye en el sentido de que el robo exigía que el arma fuera un arma propia y, además, de fuego, se trasgredía la regla en razón de que el art. 166 no se refería a las armas de fuego sino a las armas. Aquella interpretación –que por eso resultó original– llegó a sostener que las armas impropias, como palos, ciertas y determinadas herramientas, ciertos objetos como un látigo, una tijera, una botella o una aguja de metal utilizable para el tejido de lana, no eran armas, y que el empleo de ellas determinaba que el hecho se tuviera como un simple robo. Se entendió, de manera incorrecta, que no podían ser considerados armas, porque con ello se aplicaba la ley por analogía y en malam partem. ¿No parece todo esto una originalidad? Pero, además, este punto de vista fue el resultado de la inobservancia del método gramatical: un arma es toda cosa, todo elemento o todo objeto que sirve para ofender o para defenderse. Es que cuando se omite el empleo del diccionario se yerra, y entonces ocurre que las palabras de la ley pasan a ser interpretadas libremente, y con ello –es seguro porque la experiencia lo demuestra– se va formando una cierta anarquía jurisprudencial y doctrinaria que en nada favorece, sino todo lo contrario. Cuando ello ha ocurrido, la interpretación de la ley queda distorsionada. Pasamos por alto que cualquier ciudadano puede sentirse perplejo cuando llegara a conocer que la ley, así interpretada y de esa forma aplicada, importa que un garrote no sea un arma, como que tampoco sea un arma el bastón empleado para robar. Se preguntará aquel ciudadano si eso es de sentido común. Resulta ser así que, con ese tipo de interpretaciones, se va formando en torno a la ley una especie de Torre de Babel, edificio en el cual todos hablan y nadie se entiende. De ahí es que se pueda oír que la gente diga que si un garrote no es un arma, entonces que se modifique la ley, porque esa ley carece, pues, de sentido común. Una mala interpretación de los textos legales puede determinar –y de hecho determina– una deformación de la opinión y aleja a la gente del apego y del respeto a la ley misma. Estimamos, pues, que esta primera parte tiene el especial mérito –gran paciencia mediante– de permitir el ingreso a la segunda, donde se analizan los textos vigentes y se procura –con el mismo empeño e idéntica metodología– saber cuál es el sentido y cuál es el alcance de la ley vigente. La claridad expositiva sigue siendo la misma, y el Dr. Sayago se preocupa ahora –porque el art. 166 distingue– en saber qué es un arma de fuego, qué queda para la expresión armas y qué representa un arma de utilería. En la primera categoría quedan comprendidas las que así son tenidas por el decreto reglamentario de la ley de armas y explosivos; en la segunda, las armas que no son de fuego y las armas impropias, para entender que el arma de utilería es aquella que simula serlo. El análisis de toda esta materia se halla expuesta, en cada caso, con sencillez, con claridad y con fundamento jurídico. Podría decirse que la ley 25882 debió ser mejor redactada y que, a falta de ello, puede presentar ciertas debilidades y puntos flacos en su estructura. Pero con criticarla y encontrarle defectos al por mayor o al por menor, esos puntos flacos permanecerán siendo tales. La cuestión no es limitar el análisis al defecto como tal ni presentar a la ley tal cual debió ser a juicio del intérprete, sino tal como ella es y, a partir de sus defectos, debilidades y a sus eventuales virtudes, encontrar todavía en ella su sentido y su alcance. A nuestro entender, el Dr. Marcelo J. Sayago cumple acabada y sobradamente su cometido. Por eso, su obra resultará todo un éxito y merecerá la aprobación de quienes, por uno u otro motivo, transitan por el camino del Derecho y particularmente por la senda del Derecho Penal. La obra comienza con una evocación al maestro Francesco Carrara y se cierra con una referencia al maestro Sebastián Soler, que por su profundidad y hasta por su belleza, nos permitimos recordarla: “... la actitud correcta del intérprete, en particular la del juez, lejos de consistir en una acentuación de sus propias intuiciones de la justicia, debe centrarse en un reconocimiento de la heteronomía de la ley, a la cual él mismo, como juez, es el primero en el deber de sometimiento... Dentro del complejo mundo de regulaciones de la ley, no fuera de ellas, el intérprete debe saber iluminar, revelar y hacer esplender a la justicia" &#9632;</page></body></nbibliografica>