<?xml version="1.0"?><nbibliografica> <intro></intro><body><page>Osvaldo Alfredo Gozaíni, a quien desde luego no hace falta presentar en el ámbito del procesalismo argentino –puesto que es sobradamente conocido como profesor titular de la Cátedra de Derecho Procesal de la Universidad de Buenos Aires y escritor prolífico en el área específica de los Derechos Procesal Civil y Procesal Constitucional–, ha dado a la luz ahora, presentándola en el reciente XXIII Congreso Nacional de Derecho Procesal de Mendoza, una obra en la cual la disciplina del proceso es encarada de una manera que podría decirse extraña o, si se quiere, distinta de la que es habitual y corriente en las producciones jurídicas. Tal diversa y original manera consiste más que en exponer el contenido completo de la materia –tarea ya realizada ampliamente por el autor– o en investigar una institución procesal determinada –labor cumplida también, recuérdese por ejemplo el libro sobre las “costas procesales”–, más que en todo esto, decimos, en recomponer desde sus comienzos el itinerario recorrido por la disciplina en el siglo que transcurre desde que, lograda su independencia a partir de la elaboración de los conceptos autónomos de acción y proceso, es elevada a la dignidad de ciencia. Pero la tarea ha sido realizada –y en esto reside acaso su mayor originalidad– con el propósito no tanto de trazar el cuadro evolutivo de las ideas y corrientes del procesalismo, como de dar a conocer a los hombres que las forjaron desde las perspectivas de sus perfiles humanos y de sus múltiples y variados quehaceres (académicos, bibliográficos, doctrinales, políticos, legislativos, militares); también, tratándose de las personalidades más descollantes y reconocidas, hasta de sus relaciones personales, familiares, de sus amistades e incluso de sus caracteres, conflictos, inclinaciones o enfermedades. En la mayor parte de los casos, además, y dejando a salvo las omisiones de las de Tomás Jofré y David Lascano –reputadas “insuperables” por el propio autor–, el retrato de los maestros incluye una o algunas de sus fotografías junto a la descripción de su personalidad. De esta manera y como imborrable homenaje a cada uno de ellos, el autor se ha tomado el trabajo, “producto de un gran esfuerzo de colaboración”, de recopilar sus imágenes para difundirlas y conservarlas “ad perpetuam memoriam”. Esto no quiere decir, como lo resalta el mismo Gozaíni, que la obra sea un mero catálogo de apellidos ordenados en forma secuencial como en una guía telefónica. Para comprender plenamente el valor y la trascendencia de cada figura dentro de su propio contexto histórico, en las conexiones con las corrientes y tendencias de su época y en sus relaciones con los maestros y discípulos que en mayor o menor medida todos tuvieron, era menester que la exposición se hiciera de conformidad con un plan o un criterio ordenador. El autor ha diagramado este plan a través de los distintos capítulos del libro, en cada uno de los cuales la pléyade de juristas ha sido clasificada y emplazada en función de las coordenadas históricas y geográficas de cada uno de sus integrantes. El primer grupo está formado por la larga lista de egregias figuras que desde los inicios de la práctica de los procedimientos en la Roma primitiva fueron marcando los sucesivos hitos que hicieron posible la consagración científica del Derecho Procesal hace poco más de cien años. De allí el nombre de este primer capítulo, “El derecho procesal como ciencia”, y de allí también su contenido, que comienza con un vistazo general de la elaboración procesal romana –hecha sin pretensión teórica y al impulso de su formidable inspiración práctica–, sigue con la formación del derecho “común”, fruto de la fusión de los procesos germánico y canónico sobre el tronco del romano; aborda luego la eminente figura de Savigny y las iniciales especulaciones de la Escuela Histórica, para concluir finalmente, pasando por Bethmann-Hollweg, en las investigaciones de Windscheid y Muther, protagonistas de la célebre polémica sobre la “actio” a partir de la cual se tiene ya el germen, el primer embrión, de la construcción científica del Derecho Procesal actual. Cierran el capítulo Von Büllow, Kohler y Wach quienes, partiendo de la distinción nacida de la polémica anterior entre derecho subjetivo y derecho de accionar ante la justicia, echarían las bases de la teoría de la relación jurídica procesal. De aquí a Chiovenda no hay más que un paso, y ésta es justamente la materia del segundo capítulo (“La escuela de Chiovenda – El procesalismo italiano”), que arranca con un repaso de los iniciadores, ubicados todavía en la llamada fase procedimental o del derecho judicial: Pescatore, Mattirolo, Pisanelli, Mancini y los que gravitaron más intensamente sobre el futuro procesalismo como Scialoja y Mortara. Por cierto, la mayor atención recae luego sobre Chiovenda, cuya célebre prolusión de Bologna de 1903 es considerada como el acta de nacimiento del Derecho Procesal y el germen de la prodigiosa escuela que al lado del Maestro y con más o menos fidelidad integraron Calamandrei, Carnelutti y Redenti, y a la que pertenecieron también con inspiraciones a veces ortodoxa y a veces disconformista otros grandes como Satta, Liebman, Rocco, Allorio, Cappelletti y tantos más. A todos ellos dedica el autor un prolijo y por momentos afectuoso comentario. Las páginas que Gozaíni dedica a esta escuela traen a la memoria aquel admirable trabajo que le dedicó Couture en el prólogo al libro de Calamandrei sobre las “providencias cautelares”. “El derecho procesal alemán” constituye la materia del tercer capítulo dedicado al repaso de los juristas que en el terreno del proceso recogieron y continuaron la obra de los pandectistas. Los precursores integrantes de la “primera época dorada” del Derecho Procesal alemán (Von Büllow, Kohler, Wach, Hellwig, Stein) y los que, signados con fortunas diversas por los flagelos de ambas guerras, dieron lugar a la llamada “segunda época dorada”, todos ellos autores de obras que han sido traducidas a nuestro idioma (Kisch, Goldschmidt, Schönke, Rosenberg). De “El derecho procesal español”, objeto del cuarto capítulo, dice el autor que no llegó a conformar propiamente una escuela, si bien generó numerosas figuras aisladas tanto en la etapa procedimental que tiene a José Vicente y Caravantes como jurista prominente, como en la fase procesal en la cual destacan las personalidades señeras de Alcalá Zamora y Castillo, Gómez Orbaneja, Prieto Castro y Guasp. A todos ellos y a sus discípulos y continuadores (Fairén Guillén, Fenech, Carreras, Serra Domínguez, Pérez Gordo, Vázquez Sotelo, etc.) dedica el autor un comentario señalando sus obras, sus cátedras, sus influencias y sus diversas filiaciones académicas. El quinto capítulo, el más extenso de la obra, está dedicado a “El derecho procesal en Latinoamérica”, temática que es analizada desde la perspectiva –destacable entre otros motivos por su minuciosidad– de los juristas más representativos de cada país. Salvedad hecha de Argentina, a la cual está dedicado el capítulo siguiente, se puede observar, como lo destaca el autor, que la ciencia procesal no alcanzó en todos ellos niveles semejantes y que no habiéndose generado escuelas propias prácticamente en ninguno (con la excepción tal vez de la escuela de San Pablo), el mayor grado de evolución fue alcanzado en aquellos países que recibieron la impronta personal de emigrantes europeos o de figuras vernáculas de valor extraordinario. Es el caso, entre los primeros, de Enrico Tulio Liebman en Brasil (de quien Buzaid, el autor del Código, es heredero directo), de Niceto Alcalá Zamora y Rafael de Pina en México, y de Santiago Sentís Melendo en Argentina. Entre los segundos, se trata naturalmente de Eduardo J. Couture en Uruguay, de Luis Loreto en Venezuela y de Hernando Devis Echandía en Colombia. Países que no contaron con estos modelos y conductores eminentes y que por esa causa no lograron alcanzar los niveles de los anteriores son Bolivia, Chile, Ecuador, Paraguay, Perú y todos los de Centroamérica. La obra concluye con el repaso de “El derecho procesal en Argentina” a través de las dos etapas, ya clásicas en estudios de esta naturaleza, entre procedimentalismo y procesalismo. De la primera, formada bajo el influjo todavía hoy perdurable de los escritores españoles, recuerda el autor entre otras las figuras ilustres de Manuel Antonio de Castro (autor del célebre “Prontuario”), Estévez Saguí, Salvador de la Colina y Máximo Castro (a quien se debe el famoso “Curso de Procedimientos Civiles”). La segunda tiene su precursor en Tomás Jofré, que fue en el país el “descubridor” de las ideas de Chiovenda, y su consagración definitiva en Alsina –autor del celebérrimo “Tratado”, obra de inspiración netamente chiovendiana– y a la vez director de la Revista Argentina de Derecho Procesal. Hugo Alsina y David Lascano sucedieron respectivamente a Jofré y Castro en la Cátedra de Derecho Procesal Civil de la Universidad de Buenos Aires en la que continuaron luego eminentes y conocidos profesores, hasta la generación actual a la que pertenece el propio Gozaíni. En paralelo con aquellas figuras iniciales del procesalismo menciona el autor a Ramiro Podetti, a Santiago Sentís Melendo (el verdadero “importador” de obras italianas) y, para completar el podio de los grandes formadores de las actuales camadas de juristas, a las figuras ya clásicas de Augusto Mario Morello, el líder de la escuela de La Plata y autor de centenares de libros, y Lino Enrique Palacio, cuyo “Manual” –para no hablar del “Tratado”– representó la obra de estudio de varias generaciones de alumnos. La lista sigue luego con el repaso de las personalidades salientes de cada jurisdicción provincial. Para recordar tan sólo a los más conocidos y representativos, puesto que por su número sería imposible incluir a todos en esta recensión, bastaría mencionar a Berizonce, Hitters, Sosa y Condorelli en La Plata; a José V. Acosta en Corrientes; a Castiglioni, Vallejo y Borguignon en Tucumán; a Reimundín, Snopek y Loutayf Ranea en Salta y Jujuy; a Podetti y Quevedo Mendoza en Mendoza; a Vélez Mariconde, Clariá Olmedo, Arbonés y Zinny en Córdoba; a Rosas Lichtschein, Garrote, Alvarado Velloso y Peyrano en Santa Fe; a Chiara Díaz y Enderle en Entre Ríos, y a Larrain, Jorge Ramírez y Constantino en Mar del Plata y costa atlántica. La nómina podría extenderse más pero no es necesario. Lo relevante es que concluida la lectura del libro –por cierto también del prólogo salido de la mano del mismísimo Morello– se tiene la grata impresión de haber presenciado, en versión resumida, los sucesivos actos de ese drama apasionante que a lo largo de más de cien años permitió forjar, a través de marchas y contramarchas, lo que hoy llamamos la Ciencia del Derecho Procesal. Pero lo notable es que el espectador del drama tiene la sensación de haber asistido a él no desde la platea y de frente al escenario, como lo había hecho hasta ahora, sino desde bambalinas y con la observación puesta no tanto en el acto mismo, que de todos modos proporciona el contexto, como en la intimidad de los actores. No podría ser de otra manera: Gozaíni explica desde un comienzo que la obra nació como fruto de la curiosidad. Y es en efecto al impulso de esta curiosidad que el lector es conducido ante la presencia misma de los protagonistas del drama &#9632;</page></body></nbibliografica>