<?xml version="1.0"?><jurisprudencia> <intro><bold>Daños causados por animal doméstico. Matanza de aves. RESPONSABILIDAD DEL DUEÑO O GUARDIÁN DE LA COSA RIESGOSA. Aplicación del art. 1113, CC. PRUEBA. Análisis. Sistema de causalidad adecuada. PRUEBA DE INDICIOS. Presunción razonable de la intervención del can en el hecho dañoso. Procedencia de la demanda</bold> </intro><body><page>1– El tema central a dilucidar en los presentes es si fue o no “el perro de los demandados el que entró al corral, atacó los ñandúes y los mató”. En ese sentido, y con relación al extremo relativo a la sangre en las manos y el hocico del perro, cabe señalar que dos de los testigos están contestes en que el perro tenía sangre en manos y hocico. Si bien el a quo sostiene que de las fotografías acompañadas no surge dicho extremo, la falta de percepción visual en las muestras fotográficas no significa que esa circunstancia no haya estado presente al tiempo de llegar los testigos al lugar. 2– Si se examinan las fotografías acompañadas se advierte que no se trata de imágenes de alta definición que permitan visualizar los rastros vistos por los testigos. Se trata de fotografías tomadas en condiciones difíciles de lugar (el hecho dañoso sucedió en medio del campo) y de premura (se imponía tomar las placas antes de que los vestigios del hecho pudieran desaparecer o tornarse menos visibles por el paso de las horas –por la intemperie– y por el tiempo que podría haber insumido contar con medios más sofisticados). También ha de advertirse que el animal entrampado debía ser liberado y no podía permanecer en esa situación hasta que se contara con los medios o cámara fotográfica de excelencia. 3– Si se comparan las diversas muestras fotográficas entre sí, se advierte también a simple vista que los cuerpos de los ñandúes “comidos” no presentan en sus heridas rastros de sangre de modo visible, sino que, pese a ser fotos color, apenas denotan un tinte rosado en las heridas a cielo abierto que exhiben los cuerpos inertes de las aves. Si las heridas expuestas a cielo abierto en su superficie no denotan muestras visibles de sangre, menos probable es que ella sea visible en patas y hocico del can. 4– Conforme las reglas de la experiencia, el animal que lastima a otro, tras el ataque, naturalmente se “relame”, vocablo que según la Real Academia significa “volver a lamer”. De este modo limpia su boca. No se conoce en la experiencia que un perro que presente sangre en el hocico sea porque ha comido o que después de una pelea permanezca inmóvil, de modo estático por horas, lo que permitiría ser fotografiado con tales características (sangre en hocico y patas). Por el contrario, la experiencia indica que el animal se limpia, se asea con mayor o menor énfasis, conforme sea su especie: can, gato, etc. Entonces, es fuertemente probable que, a los ojos de los testigos que llegaron antes, pudieron verse vestigios de sangre que no eran visibles en las fotografías, tomadas tiempo después. 5– Además, desde la muerte de los ñandúes hasta que se tomaron las fotografías transcurrieron varias horas. De los dichos de los testigos y de lo manifestado por el demandado al alegar surge que habrían transcurrido al menos siete horas hasta que se tomaron las fotografías, sin contar el tiempo anterior transcurrido en que pudieron haber muerto los ñandúes. Conforme el curso normal de las cosas, todo ese tiempo es más que suficiente para diluir la visibilidad fotográfica de las manchas de sangre que podría haber manifestado el perro inicialmente. Todas las razones señaladas concurren para desestimar la hipótesis sentada por el a quo, de contraindicios que se atribuyen a la circunstancia de no visualizar sangre en el hocico y las patas, en las fotografías acompañadas por el actor. 6– Otro dato a tener en cuenta es el lugar de guarda del perro, que se encontraba alrededor de 2000 metros de distancia del lugar en donde se lo encontró entrampado. En la práctica resulta imposible que el can sintiera el olor de los ñandúes muertos o que hubiese oído algo. La hipótesis resulta improbable y se debilita hasta esfumarse la conjetura a propósito de la intervención de otro animal predador. No hay explicación lógica de la razón por la que el animal fue encontrado entrampado en el lugar, sino que haya tenido participación activa en el hecho. 7– La considerable distancia entre el lugar de la guarda del perro y el del lugar del hecho descarta toda posibilidad de que el can haya sido atraído por el olor de la sangre de animales recientemente muertos en el mes de mayo. Esta cuestión, distancia y época del año del suceso no es menor, pues, como se sabe, se trata de un tiempo en que comienza el invierno, por lo que la temperatura es baja, lo que autoriza a presumir que el proceso de descomposición no había comenzado, como para detectar los ñandúes muertos. 8– Con relación a la posibilidad de intervención de otros perros, tal situación se presenta verosímil a tenor de los dichos de los testigos. Sin embargo, tal cuestión no exime de responsabilidad a la demandada, ya que aun cuando hubiesen intervenido –probablemente– otros perros, ello no descarta de por sí la intervención activa del perro de los demandados en la muerte de los ñandúes. No interesa que este suceso hubiese sido desatado por uno o más animales, ya que lo dirimente es si puede reputarse que hubo un detonante causal atribuible al perro entrampado. 9– No debe olvidarse que la responsabilidad por riesgo admite la actuación conjunta de más de una cosa, con tal que las cosas plurales hayan colaborado en el daño y no se excluyan entre sí. Lo expuesto presupone que la intervención de una no excluya a las otras y que ninguna haya interrumpido el nexo que se considera idóneo derivado de esas causas conjuntas. En tal hipótesis, todos los dueños o guardianes responden indistintamente ante la víctima. 10– Usualmente, para las hipótesis de daños causados por animales, éstos se acreditan por prueba testimonial, documental y presuncional. Ello por cuanto difícilmente se pueda contar con una prueba directa del hecho. El sistema de causalidad adecuada que sigue nuestro Código (arts. 901 a 906) supone confrontar un hecho con determinadas consecuencias. Ante un determinado contexto fáctico, aquéllas deben ser previsibles: entendidas como las que acostumbran a suceder según el curso natural y ordinario de las cosas. El sistema no se satisface con meras hipótesis o conjeturas, pero tampoco requiere seguridad o fatalidad; la solución es intermedia: es menester una seria probabilidad o verosimilitud a partir de ciertos datos objetivos. 11– En el supuesto de daños ocasionados por animales, aparece como prueba posible la indiciaria, que se integra por la existencia de indicios, graves, plurales y conectados con el hecho que trata de averiguarse (art. 316, CPC). La carga de la prueba en cabeza del actor no es estricta en materia causal, porque éste resulta ajeno a la razón de los acontecimientos de los que resulta víctima, como sucede en hechos o accidentes instantáneos, donde nadie ha estado presente para visualizar la mecánica. Se trata de prueba difícil que impone “un aflojamiento del rigor probatorio, un inusual emplazamiento de las pruebas indirectas y eventuales dispensas de la falta de cumplimiento de cargas probatorias”. 12– En autos, hay prueba indiciaria suficiente para presumir razonablemente que el perro de los demandados intervino en la matanza de los ñandúes, sea solo o en compañía de otros (alternativa que no perjudica la responsabilidad que se declara). Tales indicios son: que el perro no es una cosa inerte sino un semoviente. Si estaba entrampado junto al cerco socavado del alambre del corral que cercaba a los ñandúes, con tierra removida por debajo del alambre, no resta otra conclusión de que este entró en algún momento aun cuando quisiera escapar. No pudo ser atraído por el olor o el ruido de un ataque precedente lejano, ya que materialmente era harto improbable por la distancia del lugar de su guarda. La presunción lógica es que llegó antes y no después de muertos los ñandúes. Y la circunstancia de que ingresara solo o con otros perros no modifica la conclusión. 13– Otro indicio a tener en cuenta es que la presencia del perro entrampado en el campo de la actora y próximo a los ñandúes muertos es sintomática de alguna intervención previa de dicho animal. El perro se encontraba inerte después de caer en la trampa, pero ello requiere por fuerza un movimiento previo, esto es, de ingresar o a egresar, o ambos uno después de otro, ya que ninguna persona lo colocó allí. Descartada una actuación ulterior al hecho nocivo o una mera presencia pasiva, cabe inferir que el perro tuvo alguna intervención activa en la muerte de las aves. 14– Constituye un aporte probatorio el informe producido por el Centro de Zoología Aplicada de la UNC, que señala que “es perfectamente posible que un perro de tamaño mediano como al que se hace referencia, cause la muerte de cinco ñandúes adultos”. Adviértase que el informe proviene de una entidad con experiencia y conocimiento en el tema y de la existencia de hechos similares. Tal informe se corrobora con el dictamen de la perito bióloga oficial. 15– El hecho de que la tierra estuviera movida “debajo” del alambrado y no simplemente alrededor del perro, constituye otro indicio. Los dichos de los testigos ponen en evidencia que el perro o los perros escarbaron para poder penetrar al corral, en lugar de que el perro entrampado moviera la tierra en el solo intento de escapar de la trampa sin haber antes logrado ingresar al corral. Además, la existencia de plumas de las aves junto al perro y las huellas de perro dentro del corral son otros indicios de su intervención activa en la mortalidad de los ñandúes. 16– No hay motivo o razón que justifique, explique ni excuse la presencia del animal en el campo ajeno. Aun y posicionándonos en el mejor de los casos –en el sentido de que el animal se soltó o extravió estando bajo la vigilancia de su dueño–, culpa en la soltura o extravío hubo, la que constituyendo causa adecuada del evento dañoso (art. 906, CC) provocó los perjuicios a la víctima. 17– Todo perjuicio que causare un animal genera una acción resarcitoria en contra de su dueño, sea que el daño se hubiera causado a personas o bienes o a otros animales. Ahora bien, el régimen de responsabilidad instituido por la ley no es idéntico para todo tipo de animal; en efecto, el art. 1129, CC, subclasifica a los animales en “feroces que no reportan utilidad para la guarda o servicio de un predio”, y por otra parte, “animales feroces que sí reportan utilidad”. 18– Puntualiza la doctrina que “... en el caso de los animales domésticos y feroces que sirven para la guarda o servicio de un predio, resulta de aplicación el art. 1127, CC, y en consecuencia, si el animal que causó el daño, se hubiese soltado o extraviado sin culpa de la persona encargada de guardarlo, cesa la responsabilidad del dueño”. 19– En el sub judice, se trata de un animal doméstico, por lo que escapa al régimen señalado y cae bajo las normas generales de responsabilidad. “La responsabilidad del daño causado por animales cae bajo la aplicación de la teoría del riesgo creado y está regida por el art. 1113, CC, en cuanto responsabiliza indistintamente al dueño y al guardián sin que el art. 1124 autorice ninguna excepción”. Asimismo, cabe señalar que “un animal suelto, por su naturaleza, no deja de ser una cosa y, como tal, susceptible de generar riesgos; una interpretación armónica de la legislación y de la doctrina, hace radicar el fundamento de la responsabilidad del dueño o guardián en el riesgo creado”. 20– En autos, la codemandada opuso falta de acción alegando que el perro ingresado no era de su propiedad y que tampoco estaba a su servicio. Aun cuando el perro no fuera de la accionada, se encuentra acreditado que pertenecía a quien trabajaba para ella, desde que éste lo poseía por aplicación del art. 2412, CC. La responsabilidad de la empresa codemandada deriva de que el dueño del perro es su dependiente, y el can fue introducido para cumplir una función que le beneficia, debiendo responder por los hechos de éste y por las cosas que se encuentran bajo su guarda (art. 1113, CC). Más allá de que la empresa haya recomendado a los empleados no tener mascotas, había perros y dicha circunstancia fue tolerada por aquélla. <italic>C4a. CC Cba. 27/11/12. Sentencia Nº 233. Trib. de origen: Juzg. CC, Conc. y Fam. Jesús María, Cba. “González, Rodolfo M. c/ Indacor SA y otro – Recurso de apelación – Expediente del interior – Otras causas de remisión – Expte. Nº 1180614/36”</italic> <bold>2a. Instancia.</bold> Córdoba, 27 de noviembre de 2012 ¿Procede el recurso de apelación de la actora? La doctora <bold>Cristina Estela González de la Vega</bold> dijo: Estos autos, venidos con motivo del recurso de apelación interpuesto por la parte actora en contra de la sentencia Nº 198 de fecha 30/8/06, dictada por el señor juez de Primera Instancia, Civil, Comercial, Conciliación y Familia de la ciudad de Jesús María, y cuya parte resolutiva dispone: “I) Rechazar la demanda interpuesta por Rodolfo Martín González en contra de Indacor SA y de Raúl Arturo Benegas, con costas a cargo del actor... “. 1. Anulada la sentencia por el Superior, la presente causa es remitida a este Tribunal a los fines de emitir resolución respecto del recurso de apelación deducido por la actora. Dispuesto autos pasan los presentes a despacho para resolver. 2. De acuerdo con los términos de la sentencia del Superior, la resolución de la Cámara resulta nula por déficit motivacional, al considerar insuficiente la sola descripción de ciertos aspectos fácticos “con prescindencia de toda argumentación tendiente a explicitar la fuerza probatoria adjudicada a los mismos y la relación de causalidad” entre ellos y la conclusión. En tales condiciones, el Superior no ha resuelto sobre el fondo del asunto ni ha declarado inexistente la relación causal invocada, desde que no ha existido rechazo de la pretensión indemnizatoria. Por tal motivo, esta Cámara se encuentra en condiciones de efectuar un nuevo juzgamiento del tema, sobre el núcleo causal, en el sentido que si fue o no “el perro de los demandados el que entró al corral, atacó los ñandúes y los mató”.Los extremos que el Superior considera que no han brindado una argumentación suficiente son los siguientes: Circunstancias de lugar y entrampamiento del perro (aprisionado en una trampa a escasos centímetros del alambre y tejido levantado y tierra movida en proximidades del lugar donde quedó atrapado). Al respecto señala que carecen por sí mismos y desprovistos de un discurrir racional complementario, de un valor persuasivo determinante en orden a la mecánica concreta del suceso lesivo... pues se prestan a diversas inferencias que pueden conducir a distintos resultados. A su vez, señala el Superior que de las fotografías del perro incorporadas por la actora surgiría un contraindicio al no tener sangre en el hocico y en las patas, y en virtud de las testimoniales que refieren a que en la zona existen pumas. Cabe señalar sobre el lugar en que se encontró al perro y la circunstancia de su entrampamiento, que ha sido reconocida por la demandada y también por el codemandado Benegas, en el escrito de fs. 183. Ahora bien, con relación al extremo relativo a la sangre en las manos y hocico del perro: Los testigos Giménez Antonio y Figueroa Néstor Ramón, fs. 78 y 88/89, están contestes en declarar que el perro tenía sangre en las manos y en el hocico. Si bien el Sr. juez en la sentencia sostiene que de las fotografías acompañadas no surge dicho extremo, cabe realizar la siguiente reflexión. La falta de percepción visual en las muestras fotográficas, en mi opinión, no significa que esa circunstancia no haya estado presente al tiempo de llegar los testigos al lugar. A fin de establecer el grado de aceptabilidad de la hipótesis señalada, acudo a las reglas de la sana crítica racional (de la experiencia y del curso natural de las cosas) en combinación, con las de la simple observación. Primero. Si se examinan las fotografías acompañadas, se advierte que no se trata de imágenes de alta definición que permitan visualizar los rastros que fueron vistos por los testigos. Se trata de fotografías tomadas en condiciones difíciles: a) de lugar: el hecho dañoso sucedió en medio del campo; b) de premura, esto es, se imponía tomar las placas antes de que los vestigios del hecho pudieran desaparecer o tornarse menos visibles por el paso de las horas –por circunstancias de intemperie– y por el tiempo que podría haber insumido contar con medios más sofisticados. También ha de advertirse que el animal entrampado debía ser liberado y no permanecer en esa situación hasta que se contara con los medios o cámara fotográfica de excelencia. De otro lado, los dichos de los testigos sobre este aspecto no fueron tildados de falsos. En segundo término, si se comparan las diversas muestras fotográficas entre sí, se advierte también a simple vista que los cuerpos de los ñandúes “comidos” no presentan en sus heridas rastros de sangre de modo visible, sino, por el contrario, pese a ser fotos color, apenas denotan un tinte rosado en las heridas a cielo abierto que exhiben los cuerpos inertes de las aves. Entonces, si las heridas expuestas a cielo abierto en su superficie no denotan muestras visibles de sangre, menos probable es que ella sea visible en las patas y el hocico del can. Tercero. Conforme las reglas de la experiencia, el animal que lastima a otro, una vez concluido el ataque naturalmente se “relame”. Vocablo que según la Real Academia significa “volver a lamer”. De este modo limpia su boca. No se conoce en la experiencia que un perro que presente sangre en el hocico sea porque hubiera comido o después de una pelea, permanezca inmóvil, de modo estático por horas, lo que permitiría ser fotografiado con tales características (sangre en hocico y patas). Por el contrario, la experiencia indica que el animal se limpia, se asea con mayor o menor énfasis, conforme sea su especie: can, gato, etc. Entonces, es fuertemente probable que a los ojos de los testigos que llegaron antes, se pudieron ver vestigios de sangre que no eran visibles en las fotografías tomadas tiempo después. Cuarto: factor tiempo. Desde la muerte de los ñandúes hasta que se tomaron las fotografías transcurrieron varias horas. En efecto, el testigo Giménez afirma que llegó a la estancia “alrededor de las 14”, y el juez de Paz, Sr. Tiraboschi, declaró que cuando llegó al campo ya estaba el Sr. Giménez y agrega que él mismo estaba presente cuando se tomaron las fotografías. El demandado, al alegar, sostiene que “el único horario cierto es el posterior a las 7.30 hs. de la mañana del viernes 23/5/03, que es cuando Néstor Ramón Figueroa, empleado del inmueble La Esperanza, ingresa y va a darles de comer a los ñandúes, dándose con que los animales estaban muertos”. Entonces, si se parte de esa hora 7.30 hasta la de las fotografías “alrededor de las 14” (testimonio de Giménez), habían transcurrido al menos siete horas, por cierto, sin contar el tiempo anterior transcurrido, en que pudieron haber muerto los ñandúes, que habría sucedido en la noche del 22 de mayo o de madrugada. Conforme el curso normal de las cosas, todo ese tiempo es más que suficiente para diluir la visibilidad fotográfica de las manchas de sangre que podrían haber manifestado el perro, inicialmente. Estas cuatro razones concurren para desestimar la hipótesis sentada por el juez de primera instancia, de contraindicios que se atribuye(n) a la circunstancia de no visualizar sangre en hocico y patas, en las fotografías acompañadas por el actor. Lugar en que se encontró el perro entrampado y tierra removida a su alrededor. En este punto el Superior señala que no se valoraron los contraindicios o hipótesis posibles, relativos a que el perro pudo haber ingresado una vez que los ñandúes habían sido muertos. Sin embargo, tal señalamiento no importa quitar fuerza al indicio del lugar en que se encontró el can. Me explico. Debe tenerse en cuenta el lugar de guarda del perro, que se encontraba alrededor de 2000 metros de distancia, lo que se acredita por las testimoniales del Sr. Figueroa Néstor Oscar –2000 a 2500 metros–; de Figueroa, Néstor Ramón –2500 metros–; de Moyano –unos 2000 metros– y de Tiraboschi, juez de Paz, cuya declaración se complementa con el acta de constatación que corre a fs. 122. En la práctica resulta imposible que el can sintiera el olor de los ñandúes muertos, o bien (que)hubiese oído algo. La hipótesis resulta improbable y se debilita hasta esfumarse, esto es, la conjetura a propósito de la intervención de otro animal predador. No hay explicación lógica de la razón por la que el animal fue encontrado entrampado en el lugar, sino que haya tenido participación activa en el hecho. Insisto, la considerable distancia entre el lugar de la guarda del perro y el del lugar del hecho descarta toda posibilidad de que el can haya sito atraído por el olor de la sangre de animales recientemente muertos en el mes de mayo. Y esta cuestión, distancia y época del año del suceso no es menor, pues, como se sabe, se trata de un tiempo en que comienza el invierno, por lo que la temperatura es baja, lo que autoriza a presumir que el proceso de descomposición no había comenzado como para detectar los ñandúes muertos. Posibilidad de muerte por un zorro. En este punto, en la sentencia casatoria se establece que dicha versión resulta descartada por las testimoniales de los Sres. Pons y Moyano, sin suministrar otra pauta en virtud de la cual estas pruebas deben ser privadas de valor convictivo. No obstante ello, cabe advertir en apoyo de aquéllas, que se trata de la declaración sobre un hecho de conocimiento posible y propio de baqueanos de la zona. No obstante lo expuesto, atento que en el mismo decisorio se recepta como factibles otras hipótesis o eventualidades con base en varios indicios, ello evidencia que la intervención del zorro queda descartada. Posibilidad de la intervención de un puma. Es real que de la testimonial del Sr. Jorge Rogelio Ambrosino no surge o permite inferir que no hubiera en el campo de los actores algún puma, desde que el testigo relata que “había visto rastros de puma en el campo de su propiedad y que no le constaba que existieran en el predio de González” (repregunta del Dr. González, fs.166vta.); pero también lo es, que no concurre otro elemento probatorio que suministre rastros en tal sentido, lo que hace que la intervención de este tipo de animal configure una hipótesis débil en comparación con [la del] perro, por cuanto sobre éste no hay “meros rastros” sino, por el contrario, la efectiva presencia y nada menos que entrampado junto al cerco de protección de los ñandúes muertos. Perro que se encontraba inexplicablemente a considerable distancia del lugar de su guarda, como señalara supra. Posibilidad de la intervención de otros perros. Tal situación se presenta verosímil a tenor de los dichos de Oscar Néstor Figueroa, que la rotura del tejido alambrado “sin duda no había sido (hecha por) un solo perro” y del testigo Ambrosino, quien alude a que perros vagabundos en la zona habían matado animales de su propiedad. Cuestiones que no eximen de responsabilidad a la demandada, ya que aun cuando hubiesen intervenido –probablemente– otros perros, ello no descarta de por sí la intervención activa del perro de los demandados en la muerte de los ñandúes. No interesa que este suceso hubiese sido desatado por uno o más animales, ya que lo dirimente es si puede reputarse que hubo un detonante causal atribuible al perro entrampado. No debe olvidarse que la responsabilidad por riesgo –que se considera aplicable según el Superior– admite la actuación conjunta de más de una cosa, con tal que las cosas plurales hayan colaborado en el daño y no se excluyan entre sí. Lo expuesto presupone, por un lado, que la intervención de una no excluya a las otras y que ninguna haya interrumpido el nexo que se considera idóneo derivado de esas causas conjuntas. En tal hipótesis, todos los dueños o guardianes responden indistintamente ante la víctima. En este sentido lo ha declarado el Excmo. Tribunal Superior de Justicia, sobre el hecho concausal de tercero: “El hecho del tercero por quien no se debe responder debe ser exclusivo para eximir de responsabilidad porque, de existir una concausa entre aquel obrar y el hecho de la cosa (…)la responsabilidad del dueño o guardián será total, sin perjuicio de las acciones de regreso que pudieren corresponderle (…) La obligación existente entre el guardián de la cosa riesgosa productora del hecho dañoso y el tercero que actuó como concausa de éste, es una obligación de las denominadas in solidum, consistente en que son plurales, aunque convergentes o concurrentes, y con la consecuencia práctica similar a la de la obligación pasivamente solidaria” (TSJ, Córdoba, Sala Penal, 9/3/04, LL Cba., 2005–622). Fórmula probática en la responsabilidad por riesgo de la cosa. A esta altura del análisis cabe plantearse cuál habría sido la fórmula probática para acreditar un hecho como el sucedido en el caso. Usualmente para las hipótesis de daños causados por animales, se acredita por prueba testimonial, documental y presuncional. Ello por cuanto difícilmente se pueda contar con una prueba directa del hecho. Sistema de causalidad adecuada. El sistema de causalidad adecuada que sigue nuestro Código (arts. 901 a 906) supone confrontar un hecho con determinadas consecuencias. Ante un determinado contexto fáctico, aquellas deben ser previsibles: entendidas como las que acostumbran a suceder según el curso natural y ordinario de las cosas. El sistema no se satisface con meras hipótesis o conjeturas, pero tampoco requiere seguridad o fatalidad; la solución es intermedia: es menester una seria probabilidad o verosimilitud a partir de ciertos datos objetivos (confr. Orgaz, “El daño resarcible”. Ed. Depalma, Bs.As., 1967, p. 46 y ss.). Así, se ha puntualizado que no son admisibles las meras conjeturas, impresiones o intuiciones sobre causalidad, sino las “apreciaciones causales regulares, razonadas y demostrables, en cuanto a la probabilidad calificada de los cursos causales propuestos” (López Mesa, Marcelo J., LL, 2008–B– 861, y ss.). Como se apuntó, en el de daños ocasionados por animales aparece como prueba posible la indiciaria, que se integra por la existencias de indicios, graves, plurales y conectados con el hecho que trata de averiguarse (art. 316, CPC). Ahora bien, en lo atinente a la carga de la prueba viene a cuento recordar –mutatis mutandis– los lineamientos vertidos por la Corte Suprema de Justicia en el caso “Galli de Mazzuchi c. Correa” (LL, 2001–C, 959) en el que tachó de arbitraria una sentencia que en un accidente de tránsito decidió que la víctima debía aportar la prueba que le incumbe como pretensor, omitiendo, entre otras pruebas, valorar la conducta asumida por las partes en el proceso. Concluyó la Corte que las reglas atinentes a la carga de la prueba deben ser apreciadas en función de la índole y características del asunto sometido a la decisión del órgano jurisdiccional a los efectos de dar primacía –por sobre la interpretación de las normas procesales– a la verdad jurídica objetiva, de modo que el esclarecimiento no se vea perturbado por un excesivo rigor formal” (Oteiza, Eduardo, “El principio de colaboración y los hechos como objeto de la Prueba. O probare o soccombere, ¿Es posible plantear un dilema absoluto?”, en libro Homenaje al Dr. Clemente Díaz, dirigido por Augusto Mario Morello, “Los Hechos en el Proceso Civil”, Ed. LL, Bs. As., 2003, p. 89). Lo expuesto importa entonces sostener que la carga de la prueba en cabeza del actor no es estricta en materia causal, porque éste resulta ajeno a la razón de los acontecimientos de los que resulta víctima, como sucede en hechos o accidentes instantáneos, donde nadie ha estado presente para visualizar la mecánica. Se trata de prueba difícil que impone “un aflojamiento del rigor probatorio, un inusual emplazamiento de las pruebas indirectas y eventuales dispensas de la falta de cumplimiento de cargas probatorias” (Conclusiones, del XXII Congreso Nacional de Derecho Procesal, Paraná, 2003). De este modo lo entiende el Superior, al no requerir “necesariamente” en la responsabilidad por riesgo una prueba “acabada” o “perfecta” sobre la intervención activa de la cosa. Es más, nuestra Corte Suprema de Justicia descarta un acatamiento riguroso a la regla de “prueba a cargo del actor”, pese a la norma particular atributiva: “Corresponde dejar sin efecto la sentencia que desestimó la demanda de daños causados en un accidente de tránsito, fundada en que la prueba de la relación causal incumbía al pretensor (art. 377, CPCN), pues un adecuado enlace de las diversas pruebas e indicios conduce a una conclusión menos estricta acerca del cumplimiento por la actora de la carga que impone la citada norma. Las reglas atinentes a la carga de la prueba deben ser apreciadas en función de la índole y características del asunto sometido a la decisión del órgano jurisdiccional, a efectos de dar primacía, por sobre la interpretación de las normas procesales, a la verdad jurídica objetiva, de modo que el esclarecimiento no se vea perturbado por un excesivo rigor formal” (CSJN, in re “Galli de Mazzucchi c. Correa y otro” LL, 2001–C, 959). En este sentido también se pronuncia Sagarna, a propósito de un asunto de tenor similar, al decir: “Si bien en principio es exigible que el damnificado acredite el nexo de causalidad entre el hecho ilícito y los daños padecidos, a nuestro parecer esa prueba no debe ser apreciada severamente. Basta, entonces, para responsabilizar al propietario o al guardián del animal, según lo prescribe el art. 1124, CC, con que el demandante allegue al proceso de daños la demostración de un nexo causal aparente” (Sagarna, Fernando Alfredo, “Responsabilidad civil por daños causados por animales”, Ed. Depalma, Bs.As., 1998, pp. 146 y 147). Atento lo expuesto, considero que hay prueba indiciaria suficiente para presumir razonablemente que el perro de los demandados intervino en la matanza de los ñandúes, sea solo o en compañía de otros (alternativa sobre la cual se explicitó que no perjudica la responsabilidad que se declara). Y tales indicios son: El perro no es una cosa inerte sino un semoviente. Atento la característica apuntada, si estaba entrampado junto al cerco socavado del alambre del corral que cercaba a los ñandúes, con tierra removida por debajo del alambre, no resta otra conclusión: que éste entró en algún momento aun cuando quisiera escapar. Como lo explicité, no pudo ser atraído por el olor o ruido de un ataque precedente lejano, ya que materialmente era harto improbable por la distancia del lugar de su guarda. Ello así, la presunción lógica es que llegó antes y no después de muertos los ñandúes. Y la circunstancia que ingresara solo o con otros perros no modifica la conclusión. La presencia del perro entrampado en el campo de la actora y próximo a los ñandúes muertos es sintomática de alguna intervención previa de dicho animal. No resulta ocioso reiterar que la intervención del perro no pudo ser para oler o comer ñandúes muertos, por la distancia en que se encontraba éstos y el lugar de su guarda a dos kilómetros. El perro se encontraba inerte después de caer en la trampa, pero ello requiere por fuerza un movimiento previo, esto es, de ingresar o egresar, o ambos uno después de otro, ya que ninguna persona lo colocó allí. Entonces descartada por improbable y contraria a la situación precedente del perro una actuación ulterior al hecho nocivo o una mera presencia pasiva, cabe inferir que el perro tuvo alguna intervención activa en la muerte de las aves. En este sentido, constituye un aporte probatorio el informe producido por el Centro de Zoología Aplicada de la UNC, que en el punto 1 señala que “es perfectamente posible que un perro de tamaño mediano como al que se hace referencia, cause la muerte de cinco ñandúes adultos”. Adviértase que el informe proviene de una entidad con experiencia y conocimiento en el tema y de la existencia de hechos similares ocurridos como el que se menciona en el Jardín Zoológico de la ciudad de Córdoba. Y tal informe se corrobora con el dictamen de la perito bióloga oficial. La tierra estaba movida “debajo” del alambrado, y no simplemente alrededor del perro. En este sentido declaran las personas que concurrieron al campo después de conocido el hecho. Así, el testigo Antonio Alberto Giménez, quien