<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro> El siguiente es el primer capítulo del libro “Teoría y Técnica del Derecho Procesal” que habíamos comenzado a escribir con el maestro Arbonés y que quedó inconcluso por diversos factores que hoy no viene al caso recordar. Como un homenaje a su memoria, hemos decidido publicarlo sin correcciones ni actualizaciones para recordar su particular estilo de narrar. <italic>Manuel E. Rodríguez Juárez</italic></intro><body><page><bold>CAPÍTULO I Actuaciones en general. Documentación habilitante. Demanda y contestación</bold> <italic><bold>I. Actuaciones en general II. Prescripciones generales para las actuaciones procesales III. Documentos habilitantes IV. Demanda: Acción; Pretensión; Formalidades para la deducción de la demanda; contestación de la demanda; relaciones entre demanda y contestación y ordenamiento de la prueba; algunas modalidades de ciertas demandas especiales. V. Reconvención</bold></italic> <bold>I. Actuaciones en general</bold> 1. El procedimiento en la jurisdicción civil es prevalentemente escrito, aunque en rigor de verdad debiéramos dominarlos verbal y actuado, pues lo principal del proceso, que es la prueba, en el decir de Sentís Melendo, si bien se actúa, esto es, se consigna en “actas”, se produce verbalmente (no oralmente) en audiencias. La diferencia práctica entre “verbalidad” y “oralidad” radica en que en la primera se consigna en acta todo lo que se dice en la audiencia; en cambio, en la otra la denominada “acta de debate” sólo constituye una descripción de lo ocurrido en la vista de la causa, y excepcionalmente se inserta alguna transcripción textual a pedido de las partes, pero no es de su esencia. Ésta es la tragedia del proceso oral, pues al no existir constancias escritas o aseguradas de cualquier otra manera: versión taquigráfica, taquidactilográfica, magnetofónica o de video, no se pueden hacer “confrontaciones” entre dos debates, se resiente el ámbito de conocimiento casatorio, en orden a la quaestio facti, y se produce un verdadero dispendio de actividad cuando se anula un debate, ya sea por transcurso del tiempo (más de 10 días en el procedimiento penal, o cuando el tribunal queda desintegrado por cualquier circunstancia: muerte, separación o simple ausencia de uno de los integrantes de la triada. Un caso muy significativo fue el sonadísimo juicio por la muerte de María Soledad Morales, en Catamarca, que hubo de hacerse íntegramente de nuevo por desintegración del tribunal. A ese respecto, tuvimos oportunidad de sugerir una solución para evitar la repetición del debate, que consistía en que se realizara el juzgamiento mediante un “tribunal ampliado”, con dos jueces sustitutos que participaran de todo el debate de manera tal que, en caso de que alguno de los camaristas se excluyera, estos jueces subrogantes ncompletaban la triada y continuaba la vista<header level="4">(1)</header>. Desde luego, era una solución provisoria, en el caso de debates que prometieran una considerable extensión. En otro orden de cosas, hay una tendencia generalizada a instituir la oralidad (no verbalidad) en los procedimientos civiles. Así, en Córdoba fue ley de la Provincia el Código Aguiar-Cabral, ley 3981, pero no llegó a entrar en vigencia, pues el gobierno de facto, posterior a 1943, lo derogó por decreto. Actualmente están el proyecto Colombo para el orden nacional y el proyecto Pettito-Zinny para el provincial. En la Provincia de Buenos Aires se instituyó el procedimiento oral para cierto tipo de juicios, pero en forma optativa (ley 7861), pero la experiencia forense demuestra que se ha utilizado muy poco. El paradigma de los códigos de procedimiento civil oral es el de La Rioja, pero el Dr. Manuel Maciel, quien se desempeñó durante un año como titular de la Cátedra de Derecho Procesal Civil en la nueva universidad de esa provincia, pudo comprobar que el atascamiento de los tribunales era exactamente igual que en los nuestros. La falla parece que está en otra parte, y por eso es que se ha abierto paso, ahora, el sistema de la mediación y, en menor proporción, el del arbitraje, obviamente no el proceso de juicio arbitral que contiene nuestro CPCC, sino sistemas que apuntan más a la equidad que a la legalidad pura, al paso de la preclusión rígida a la elástica, y a una afirmación de la autonomía de la voluntad contra el <italic>imperium</italic> natural del Estado. No cabe duda alguna de que el sistema que nos rige no va de acuerdo con las exigencias de la época, en las que el factor tiempo ha adquirido una dimensión que no tenía hace un siglo. Una sociedad científica y técnicamente organizada no se adecua al clásico criterio de “justicia”, sino que más lo hace con el “criterio negocial”. Resulta paradójico que la afirmación del individualismo constituya la base de la solución social, pues hay algo que no admite ya el menor análisis, y es la dilatación inconmensurable de los procesos. El sistema escriturario puro, o caso absoluto, es propio del derecho canónico, pues precisamente en los procesos de canonización que se extienden por años, y a veces por siglos, si no queda constancia de lo actuado es imposible llegar a alguna solución. El objetivo “trascendente” de la beatificación lo justifica; pero en materia de procesos humanos, el módulo está constituido por la finitud de la vida, por la tasa de longevidad en su mensuración; de allí que las soluciones deben ser no apresuradas ni rápidas, sino “tempestivas”, o sea llegar en tiempo útil, pues como dijo Couture, en el proceso el tiempo es más que oro, es justicia. Comparando el sistema escrito o verbal y actuado con el oral, tenemos que cada uno ostenta sus propias virtudes. El proceso escrito permite su conservación a los fines de una eventual revisión, pues las actas le dan fijeza a los hechos verificables de la litis; en cambio, el proceso oral se esfuma y muere con la conciencia de sus jueces, al punto de que se ha debido apelar a la “mentira técnica”, como decía Ihering, de la “soberanía” del tribunal oral en la fijación de los hechos de la litis. El control de logicidad en el proceso escrito es mucho más efectivo que en el proceso oral, pero éste es más efectivo que el escrito en cuanto que, por la dinámica del debate, permite una mayor y más flexible actividad investigativa por parte del órgano jurisdiccional. Nosotros creemos que, sin que sea nuestra intención proponer una solución colectiva, podría mejorarse sensiblemente el proceso oral, sobre todo en su faz revisiva (<italic>latu sensu</italic>), si se contara con medios de “aseguramiento de prueba”. No hay que confundir el concepto de “aseguramiento” con el concepto del derecho alemán que denomina con esa expresión (del verbo<italic> befestiguen</italic> o <italic>behaupten</italic>) a lo que nosotros entendemos por “prueba anticipada”; esto es, en caso de <italic>periculum in mora</italic>. Aquí, de lo que se trata es de dotar de fijeza a los hechos de la causa a través de los elementos probatorios introducidos al proceso, y hoy no hay problema técnico al respecto, pues se cuenta con medios de grabación o el clásico sistema taquidactilográfico que podemos observar aún en las versiones escénicas de procesos norteamericanos. Clariá era contrario a esa solución, pues sostenía que, amparados por la registración los integrantes del tribunal, no prestarían la misma atención a las vicisitudes del debate; sin embargo, la práctica nos demuestra que los camaristas toman, cada uno por su cuenta, una especie de versión doméstica de ellas, algo así como un “apunte”, con lo cual le restan dinamismo a dicho debate, pues la palabra es mucha más rápida que la escritura, a lo que se suma que nadie puede tener acceso a tales apuntes, aunque justo es reconocer que, gracias a la probidad y eficiencia de la magistratura de Córdoba, hasta el momento ha bastado ello para zanjar el asunto. De todas maneras, siempre he sostenido que las instituciones deben valor por sí mismas y no depender de los hombres. En orden a la agilización del proceso, no cabe duda de que si se emancipara a los camaristas del “apunte”, la vista ganaría no sólo en tiempo sino en seguridad. Agregamos sólo, respecto al juicio oral, que en realidad su único mérito radica, desde el punto de vista sociopolítico, en la “publicidad”, pues el pueblo puede enterarse de todas sus incidencias sin necesidad de enfrascarse en la tediosa lectura de un expediente; sin embargo, para perfeccionarse deberían introducirse el “debate dinámico”, la réplica, la dúplica y la contrarréplica incidental, que se encuentran ausentes. En nuestro debate oral -que no es tal, cada uno a su turno expone oralmente sus razones, haciendo uso del lapso que le confiere el sistema, pero no hay discusión -como no la hay tampoco en el escrito. El proceso, en el sistema consuetudinario inglés, norteamericano, etc., en ese sentido es mucho más dinámico, más vivo, menos ceremonial y, por ende, más efectivo en lo relativo a la investigación probatoria. Los aspectos incidentales se discuten “sobre tablas”; claro está que la característica de este proceso es la “inapelabilidad de las interlocutorias”, o sea que el juez dirime las controversias incidentales sin recurso alguno; claro que luego se aceptan hasta cuatro apelaciones. Esto es lógico y congruente, pues constituir y mantener un jurado, que es carísimo y complicadísimo, no permite dilaciones. Quien quiera saber cómo se consolida un jurado, le sugiero la obra (novela) de Henry Denker, A la sombra de la justicia, que fuera bestseller en los años 80. En suma, nuestro Código Procesal Civil consagra un sistema prevalentemente escriturario, pero que en realidad, en la práctica, es “verbal y actuado”. De allí la importancia de los actos procesales y de las actuaciones consecuentes, que son “instrumento público”. Por ello el Código Procesal Civil regula los aspectos fundamentales de la actuación procesal en el Título II, Capítulo I, Sección primera, bajo el título “De las actuaciones en general”, arts. 35 a 44, pero no debemos perder de vista lo establecido en el Código Civil a partir del art. 979, inc. 4, y sus complementarios. II. Prescripciones generales para las actuaciones procesales 1. El art. 979 del Cód. Civil dispone: “<italic>Son instrumentos públicos respecto a los actos jurídicos: […]4) Las actas judiciales, hechas en los expedientes por los respectivos escribanos (secretarios), y firmadas por las partes, en los casos y en las formas que determinen las leyes de procedimientos; y las copias que de estas actas se sacaren por orden del juez ante quien pasaron”.</italic> Este artículo tiene varios aspectos que debemos analizar en particular, sobre todo porque carece de nota explicativa. a) En primer término, se refiere a actas judiciales hechas en los expedientes. Sin embargo, ello no quiere decir que otros instrumentos, como un certificado, por ejemplo, no sea instrumento público. En realidad, el artículo debió aclarar “que tengan relación con un expediente”, puesto que el caso del certificado encuadraría en el inc. 2 del referido art. 979, Cód. Civil; pero los actuarios tienen como límites de sus funciones (art. 980, Cód. Civil) su actuación en instrumentos que deben glosarse a los expedientes, en función del poder de instrumentación a que se refiere Clemente Díaz, como uno de los “poderes de la jurisdicción”. Por lo tanto, si el secretario de un juzgado firma, por ejemplo, un pagaré, una solicitud de crédito o un contrato cualquiera por cuestiones meramente personales, no por ello emitirá “documentos públicos”, precisamente porque no lo hace en los límites de sus funciones. b) El precepto que nos ocupa también aclara: “y firmadas por las partes”. Creo que hubiese sido más claro si dijera “y también las firmadas por las partes”, pues ello responde a la naturaleza del contradictorio y se proyecta en lo relativo a la virtualidad probatoria del acta. Hay instrumentos públicos, por ejemplo un acta notarial de constatación que recepta sólo las manifestaciones del otorgante, que valen como instrumento público, pero son inocuos a los fines probatorios si no cuentan con la intervención del sujeto contra el cual debe probar algo, a través de su firma. La mera constancia notarial no es suficiente. La jurisprudencia de nuestros tribunales así lo entendió en las causas “Suc. de José Gaiotto c/ Ampelio Pivatto” (C. 1ª CCC, Sent. Nº 66 del 20/7/76), y en “Marconi c/ Oroná - Desalojo” (C. 1ª de Paz Letrado, Sent. Nº 7 del 5/4/77)(2). El tema lo traté en una conferencia publicada bajo el título de La prueba en el proceso civil(3), y en el desarrollo del tema “Prueba anticipada” de esta obra. c) Luego tiene una norma “de remisión”, como el 1870, inc. 6, referido a las procuraciones judiciales. O sea que se refiere a las leyes procedimentales la regulación del instituto, por lo que ya debemos analizar lo que dispone al respecto el CPCC. d) En cuanto a las copias, tiene mucha importancia considerar lo establecido, pues eventualmente pueden servir para “rehacer las actuaciones”. Claro está que habiéndosele conferido a los actuarios facultades para suscribir los decretos de mero trámite, por ejemplo (Acordada del TSJ del 12/2/65, reglamentaria del ex art. 47 del CPCC), la intervención de juez ya no es requisito imprescindible para tener por “instrumento público” el acta o el escrito suscripto por el secretario, y ahora también por el auxiliar autorizado al respecto, ya que en este caso rige el inc. 2 del art. 979 del Cód. Civil (la Acordada establece cuáles son los decretos de mero trámite). 2. Consecuentemente, el art. 35 del CPCC actual dispone que toda actuación judicial debe ser autorizada por el secretario o “funcionario” a quien corresponda dar fe. De tal manera, el auxiliar que pone un cargo en un escrito es “funcionario “público” en los términos del art. 77, tercer párrafo, del Código Penal, o sea “[…]<italic> todo el que participa accidental o permanentemente del ejercicio de funciones públicas […]”.</italic> Ello trae como consecuencia el “juramento de fidelidad” al desempeño de la función, que aunque no se formaliza (debería hacerse), es inherente a las facultades conferidas. Claro que, si así fuese, las huelgas de empleados judiciales serían lisa y llanamente inconstitucionales (para pensar, ¿no?), porque, claro, hay que distinguir desde el punto de vista laboral-administrativo entre “función pública” y “servicio público”. El personal de maestranza tribunalicio presta un “servicio público”, pero desde el momento en que se le confieren poderes de instrumentación al empleado auxiliar, ya estamos frente a una “función pública” sin atenuantes, conforme al art. 39, CPCC. 3. En cuanto a la forma de los actos, el art. 36 tiene varias prescripciones: a) Tanto en las actas de audiencias como en las de sentencias, autos y “demás actuaciones”, no se podrán usar ni números, ni abreviaturas, salvo cuando se enuncien disposiciones legales. En relación con los autos o sentencias se cumple, con algunas ligeras licencias, lo dispuesto, pero en los “decretos”, conforme al art. 117, inc. 2, CPCC, no se consagra excepción alguna, pues deben indicar “lugar y fecha”, y en la práctica se utilizan números para designar los días y el año, además de abreviaturas, salvo que fueran de mero trámite, como excepción, conforme al art. 36, última parte. Estos últimos, como los denomina impropiamente el art. 117, cuya verdadera denominación debió ser “ordenatorios generales” (en el sentido de “normales”, debemos distinguirlos de los “ordenatorios especiales”, o sea aquellos que contienen una disposición específica contrario sensu, conforme al art. 117, inc. f, CPCC. Por lo tanto, aquellos pueden ser firmados sólo por los secretarios. Ahora bien, ¿qué significado tiene la consignación del lugar y fecha del proveído? Determinar la competencia del suscriptor, juez o secretario, que se compone de dos requisitos: asiento del ejercicio de su función y límites de las atribuciones (argumento del art. 980 del Cód. Civil). b) También dispone el mismo artículo la forma de las enmiendas. La ley emplea el verbo “salvar” para referirse al reconocimiento de los errores materiales que puedan haberse efectuado en los escritos, pero no especifica “cómo”. Aquí debemos remitirnos a lo dispuesto por el art. 1001 del Cód. Civil, respecto a las “escrituras públicas”, donde impone al notario “salvando al final de ella lo que haya escrito entre renglones y las testaduras que se hubiesen hecho” (modif. ley 15.875). A su vez, también lo señala la Ley del Notario de la Provincia de Córdoba Nº 4183(4), en su art. 53 (inc. c: testados y entrelineados, e inc. d: enmiendas): deben salvarse de puño y letra del notario. La práctica forense ha establecido la forma de cumplir con estos requisitos. El Reglamento para la Justicia Nacional (Acordada de la CSJN del 17/12/52, en su art. 46, dispone que los escritos deben hacerse en “tinta negra”, y luego, por Acordada del 22/10/67, se autorizó el uso de formularios impresos y fotocopiados, con tal que la escritura esté en caracteres negros con fondo blanco). En consecuencia, para efectuar enmiendas o texturas, por ejemplo, deberá hacerse de manera que se pueda leer lo que está escribo debajo de las testaduras, para así poder salvarlo al final con la leyenda “vale” o “no vale”, al igual que en el caso de los entrelineados. 4. <italic>Forma de encabezar los escritos: el art. 37, CPCC.</italic> Ha incorporado una disposición saludable, pero sin sanción, como ocurre con la exigencia de copias en el art. 85, segundo párrafo. De todas maneras, es importante destacar que se hace necesario consignar: a) La suma, o sea la expresión del objeto del escrito, que antes era una costumbre impuesta por el estilo forense. b) El nombre de quien lo presente (obvio), pero tiene importancia a los fines de la legitimación para obrar. c) Exige reiterar, en cada caso, el domicilio constituido. Esto, que parece una superabundancia, ha dado muy buenos resultados prácticos porque a veces puede ocurrir, en expedientes muy frondosos, que pase inadvertido un cambio de domicilio, aunque lo hayan notificado (art. 89, primer párrafo, segunda parte), o bien que se trate de domicilios especiales constituidos para una etapa del juicio (vgr., art. 367: apelación). Es un dispositivo inspirado en la necesidad de obrar con auténtica lealtad procesal hacia la contraria y hacia el tribunal. d) <italic>La designación dice de la “carátula” del expediente</italic>. Aquí hay un grave error semántico, aunque la costumbre haya impuesto ese denominativo. “Carátula” es la cartulina que provee el tribunal para iniciar un expediente. Literalmente, carátula es “careta”, y “caratulado” el que tiene el rostro cubierto con una careta. Por extensión se ha dado en denominar carátula a la nominación de la causa. Esto tiene gran importancia, pues no es lo mismo presentar un escrito para una causa que para otra; incluso hay jurisprudencia encontrada sobre la idoneidad de un escrito presentado por error en una secretaría distinta de la que correspondería. Creemos que la decisión negativa, sobre todo en casos de vencimiento de plazos, constituye un exceso ritual, puesto que si puede enmendarse el error sin lesión de la defensa en juicio, no hay razón para afectar precisamente el valor que se pretende tutelar. Ha habido casos patéticos en que un empleado de un estudio jurídico ha cometido el error y no ha habido forma de enmendarlo. <italic>e) Por último, impone la necesidad de mencionar, cuando se actúe por terceros, la identidad de éste o éstos</italic> (art. 431, CPCC). Hubiera sido interesante aclarar la forma en que deben ejercerse las representaciones, no sólo de terceros sino en general, conforme al art. 90, y la necesidad de denunciar el domicilio real del mandante, aunque conste ya sea en el testimonio de la escritura de poder, en el poder apud acta o en la carta poder, para evitar remisiones, aclarándose si se trata de mandato general o especial, si se encuentra en vigencia, si se actúa por sustitución y, sobre todo, si el mandante tiene domicilio en la República, a los fines del art. 185 (excepción de arraigo). 5. Cargo de los escritos. El art. 38, primer párrafo, confiere el derecho a que le sea recibido todo escrito o documento que se presente al tribunal, debiendo consignarse día y hora de presentación. En función del art. 39, el empleado que lo reciba debe aclarar su firma —lo cual no se hace nunca— y, además, como se trata de una cuestión de trámite menor o normal (mero trámite), rige el art. 38, último párrafo, o sea que pueden usarse abreviaturas y números. 6. <italic>Constancias especiales</italic>. También puede requerirse que se haga constar alguna circunstancia especial, como la cantidad de copias acompañadas y la documentación: arts. 85, segundo párrafo, y 87, referidos a documentos, en especial los habilitantes y otras circunstancias, salvo que se trate de una certificación, como “estado del juicio”, “expedición de copias” o “fotocopia” total o parcial del expediente, en cuyo caso debe hacerla el secretario en forma inmediata, con dos excepciones: que la ley impusiera otros requisitos, por ejemplo remisión del Archivo General, o por su volumen deba diferirse su otorgamiento. 7. <italic>El art. 40 se refiere a la “firma a ruego”,</italic> o sea de aquellos que no saben o no pueden firmar, en cuyo caso lo hace otro por él. El art. 1001 del Cód. Civil se aplica al caso cuando dispone: <italic>“Si alguna de las partes no sabe firmar debe hacerlo a su nombre otra persona”, pero aclara: “que no sea de los testigos del instrumento”</italic>, que no resulta de aplicación en actas judiciales. Todo lo que se actuó en estos casos deberá ser en presencia del actuario y ratificado en legal forma. Este dispositivo es aplicable a las <italic>transacciones por instrumento privado</italic>, por ejemplo (art. 838, Cód. Civil), aunque la ley 8226, en su art. 4º, exige de ratificación a quien sea patrocinado por abogado en un juicio. 8. <italic>Juramento o intervención del magistrado: </italic>toda presentación de que deba dar fe de autenticidad el presentado, debe ser efectuada, según el art. 41, ante el juez de la causa. Sin embargo, el art. 90 autoriza una simple “declaración jurada” sobre la autenticidad de la copia de un poder general. Cuando se especial debe regirse por las formalidades de los documentos: cotejo y certificación. Este artículo también se aplica a los casos de diligencias de prueba, por ejemplo de testigos, peritos, e incluso, todavía, en la confesional (¿?), conforme al art. 218 del CPCC, pese a lo que dispone el art. 18 de la Constitución Nacional. Esta función es indelegable de acuerdo con la última parte del art. 41, pero en lo tocante a la recepción de las pruebas la presencia del juez es prácticamente un imposible, lo cual no ocurre en el proceso oral, por ejemplo. El CPCCN Pareciera que sólo ha impuesto la presencia del juez bajo pena de nulidad, en cuanto a la prueba confesional (art. 125 bis, primer párrafo). 9.<italic> Tiempo hábil. Oportunidad para actual. </italic>Este artículo debió integrar el capítulo siguiente, pues se refiere al tiempo del proceso, pero ha quedado como prescripción general (art. 42, CPCC). Los plazos del Código Procesal Civil, por años, meses y días, se cuentan conforme al Código Civil (arts. 23 a 30). Los plazos por horas no están en el Código Civil, pero esto exige una aclaración: una cosa es la consideración de “hora” como media de tiempo, y otra la “hora hábil” como la parte del día en que pueden válidamente realizarse los actos procesales. Esto lo decimos porque hace poco ha habido un fallo, en el que se consideró que los plazos de horas, específicamente en una apelación de amparo, debían contarse por “horas hábiles”<header level="4">(5)</header>. Si consideramos que el último párrafo del art. 43 establece que el período legítimo para realizar los actos procesales es el comprendido entre las siete y las veinte horas, con el criterio sostenido por la resolución mencionada habría que contar 14 horas por día, de tal manera que un plazo de 48 horas significaría casi tres días y medio, con lo que se desvirtúa totalmente el sistema. Por eso la Ley de Contrato de Trabajo nos habla de <italic>2 días hábiles</italic> para las comunicaciones (art. 57 de la ley 21.297), y no de 48 horas como a veces se confunde. Entonces, la distinción que efectuamos entre tiempo propio y plazo, tratándose de horas, es lo que determina que los plazos por horas deban contarse como los días, de medianoche a medianoche. Habilitación: para el caso de que un acto deba practicarse en un día feriado o fuera de las horas que van de las 7 a las 20, puede hacerse en forma válida, sólo con autorización judicial (art. 44). Dicha autorización debe estar debidamente fundada cuando se den las condiciones de urgencia, presumible frustración o imposibilidad de cumplimiento en tiempo útil, como trabar un embargo en un local nocturno, por ejemplo. No lo dice la ley, pero creemos que es suficiente un decreto fundado, sin auto interlocutorio, para autorizar la excepción, aunque no sería desestimable que se hiciera por auto, atento a la posible pérdida de las constancias. III. Documentos habilitantes En el Código Procesal Civil y Comercial anterior, sólo se requería agregar a la demanda aquellos documentos e instrumentos “habilitantes” de la instancia, como una partida de matrimonio en juicio de divorcio, una escritura en una ejecución hipotecaria, el testimonio del mandato invocado por el apoderado, etc. Eran documentos “habilitantes” pues, si no se acompañaban, no resultaba admisible la demanda, procediendo el despacho saneador del art. 156 del ex CPCC. Hoy, conforme al art. 182 del nuevo CPCC, se exige, además de los habilitantes, pues caso contrario también funciona el instituto del despacho saneador del art. 176, los que otrora denominábamos “documentos o instrumentos fundantes”, o sea material probatorio. David Echandía los divide en “reguladores o constitutivos” (habilitantes para nosotros) y “probatorios” (fundantes). El sistema del CPCCN es diferente del nuestro -que en ese sentido creo que es mejor-, pues la no presentación de documentos fundantes o probatorios con la demanda, depende de una norma ordenatoria como la del art. 182, debiendo cumplirse con las formalidades del art. 87, pero la sanción es igual a la que contenía el Código anterior, o sea “el pago de costas por presentación tardía”, disposición que nunca vi aplicada, ya que, en definitiva, las costas son a cargo del oferente de la prueba. Esta obligación de presentar también documentos, pesa sobre el demandado al contestar el traslado, conforme al art. 192, CPCC. En cambio, el CPCCN tiene una sanción expresa en el art. 335, ya que dispone que <italic>“después de interpuesta la demanda no se admitirán al actor sino documentos de fecha posterior, o anteriores, bajo juramento o afirmación de no haber tenido antes conocimiento de ellos”</italic>. De esos documentos se da traslado al actor o al demandado, según corresponda, bajo apercibimiento de tenerlos por reconocidos o recibidos (art. 356, inc. 1, CPCCN). En cambio, nuestro Código, en el art. 197, consigna una forma menos rigurosa, puesto que señala que cuando se hayan invocado o acompañado documentos, se correrá traslado a la parte contraria por seis días, bajo apercibimiento de tenerlos por recibidos o reconocidos. Igual rige para los terceros citados por reconvención (art. 194, segundo párrafo). De la forma como lo prescribe el art. 241, resulta que la documentación, como ocurría en el anterior, puede ofrecerse hasta el decreto de autos para definitiva, y aun después de ello si fueran de fecha posterior o se declarase bajo juramento no haber tenido conocimiento de ellos. Igual se dispone para la presentación en segunda instancia (art. 241, inc. 2). En el Código nacional, el plazo para la presentación de documentos posteriores o anteriores de los que se “afirmare” (no hace falta juramento) no haber tenido conocimiento antes, está incluido en la sección del procedimiento ordinario en segunda instancia (art. 260, inc. 3), lo cual constituye un “derroche de asistematicidad”. En ese sentido, nuestra ley 8465 le lleva ventaja, aunque dispone prácticamente lo mismo, pero en el lugar adecuado. El sistema de presentación de la documental con la demanda obedece al designio de garantizar la “buena fe procesal”, o sea proveer a las partes los elementos indubitables que acredite los hechos invocados, evitando la sorpresa que pudiera significar una agregación tardía. Creemos que es una buena política procesal, pero consideramos que el rigorismo de la ley 7987 de procedimiento laboral (art. 53), que impone sólo la presentación en el plazo de seis días del ofrecimiento, conspira con la “verdad real” que constituye la base del proceso laboral. La jurisprudencia ha sido más bien restrictiva al respecto, pero consideramos que con las prevenciones del CPCC deberían admitirse pruebas posteriores o desconocidas con anterioridad, fijándose como límite el decreto de elevación a juicio que, en mi modesta opinión, debería extenderse hasta la decisión de clausura del debate, sin consagrar abusos, por supuesto. El nuevo Código ha eliminado la tradicional audiencia de reconocimiento de firma que disponía el anterior en el art. 237, sustituyéndolo por el sistema de impugnación de autenticidad al contestar el traslado (art. 192, segundo párrafo), o bien confiriéndose el traslado especial del art. 197. Sin embargo, en el fuero del trabajo se sigue utilizando el sistema anterior, en función de lo dispuesto por el art. 114 de la ley 7987, y los arts. 202 y el 887 del CPCC nuevo, toda vez que en dicho procedimiento no hay traslado posterior, lo que nos está indicando la necesidad de adecuar el trámite específico al proceso, también específico, estableciendo la forma de concretar el reconocimiento. Sin perjuicio de ello, el art. 244, CPCC, establece el procedimiento para la “redargución de falsedad”, fijando un plazo de diez días para su adecuación, y estableciendo como parte necesaria el oficial público interviniendo, toda vez que dicho incidente sólo se admite en caso de “instrumental”. Todo ello lo veremos más en extenso cuando desarrollemos el tema de la prueba en particular. Por ahora, con lo dicho hemos explicado las condiciones de la documental habilitante, que ha pasado a ser fundante o probatoria. Documentos e instrumentos: lamentablemente, los códigos de procedimientos no legislan por separado estas dos categorías, que sólo tienen en común que consignan una atestación escrita donde se fijan, precisamente por la escritura, manifestaciones de voluntad que pueden tener por objeto establecer relaciones jurídicas entre las personas, como dispone el art. 944 del Cód. Civil, o bien, simplemente registrarlas con el fin de trascender al sujeto otorgante. Desde el punto de vista formal, podemos distinguir entre instrumentos privados o públicos (art. 978, Cód. Civil), pero desde el punto de vista procesal, lo que gravita es su virtualidad probatoria. El principio fundamental es que, si se trata de un instrumento privado, sea suscripto por la parte a la que eventualmente se le oponga, en cuyo caso es procesalmente “documento”, o sea que requiere, para su validez, el reconocimiento expreso o tácito , o la acreditación de su autenticidad mediante prueba pericial en caso de impugnación. En el caso de instrumentos públicos, basta solamente que se cumplan las exigencias del art. 980 del Cód. Civil, o sea que el mismo sea otorgado ante un oficial público que actúe en los límites de sus atribuciones y dentro del territorio que se le haya asignado. Sin perjuicio de ello, debe distinguirse entre instrumentos cuyas formas están sacramentalmente impuestas ad <italic>solemnitatem</italic>, y aquellos en los que pueden cumplirse las formalidades mínimas, o sea los <italic>ad probationem</italic>. De todas maneras, tratándose de instrumentos públicos, para hacer efecto respecto a terceros requieren su inscripción registral (art. 2505<italic> in fine</italic>, Cód. Civil). No obstante ello, desde el punto de vista probatorio la situación cambia, pues aquellos instrumentos que tienen efecto erga omnes valdrán por sí solos como tales (una partida de matrimonio, una escritura traslativa de dominio, un mandato inscripto en el protocolo respectivo), pero cuando estos instrumentos deban <italic>probar</italic> algún hecho, entonces ni aun la publicidad registral los conferirá virtualidad probatoria (caso típico del acta de constatación notarial, en la q