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Para una persona que profesa determinada fe, la eutanasia y el aborto no podrían dejar de ser punibles, en razón de que Dios da la vida y Dios la quita. El dueño de la vida es Dios, y el hombre no puede elegir ni el día ni la hora en que dejará de existir. Parece que eso está bien, porque si ésa es la fe y la creencia, nadie puede oponerse a que se piense y que se sienta de ese modo. Sin embargo, hay quienes opinan lo contrario, porque –se dice– la vida no es de Dios, sino que la vida pertenece a la persona, y por ser de ella, puede elegir el momento en que su vida se extinguirá; sea por medio del suicidio, sea por medio de la ayuda al suicido, sea, en fin, por medio de la eutanasia. Digamos, entonces, que se encuentran dos claras y terminantes formas de resolver estos problemas que como vías paralelas, no se tocan ni se tocarán; no se juntan ni se juntarán, porque son inconciliables.
Digamos que el argumento relativo a que cada uno es dueño de su propia vida, y que por ello puede prestar su consentimiento para que otro lo mate, no deja de ser seductor, porque con él, no se hace referencia a Dios sino, estrictamente, a una cuestión humana.
¿Podría disponer la ley positiva que si media el consentimiento de quien no deseara ya vivir, el que le privara de la vida cometería un hecho lícito? Si el legislador así lo quiere, nadie se lo puede impedir. La mejor prueba de esto es la ley de Holanda, la ley belga y la ley del estado de Oregón, llamada «
Quizás el problema no consista en saber si los que tienen a su cargo la sanción de las leyes, pueden o no pueden legislar sobre la eutanasia o sobre la impunidad del aborto. La cuestión que a nosotros nos preocupa –y que nos sigue preocupando– es saber, en todo caso, la
Es frecuente –y esto sucede en cualquier parte del mundo–, que el Derecho se vea constreñido o urgido a resolver
Vamos a preguntarnos ahora, si existe algún tipo de conflicto entre el médico que mata en eutanasia y el enfermo que ha consentido en que aquél lo mate. Tan cierto es esto último, que las leyes sobre la eutanasia regulan un caso de homicidio ejecutado con el consentimiento del que ya no quiere vivir, y el médico que es quien lo mata. Nosotros hemos aprendido, y también hemos enseñado en la Universidad, que matar a un moribundo es homicidio; y hemos aprendido y enseñado también, que matar a un condenado a muerte antes de la intervención del verdugo, es igualmente, un homicidio punible. Pues bien; ¿qué conflicto se manifiesta entre el médico y el que quiere que lo maten? Nosotros, aunque nos esforcemos, no vemos ni hemos podido ver, ningún conflicto; por el contrario, vemos un acuerdo de voluntades al que se ha llegado sin fuerza, sin coacción, sin error y con discernimiento, donde el acuerdo se traduce en que uno le quitará la vida al otro, en razón de que ese otro le ha dado su consentimiento. En este sentido, las leyes de Bélgica y de Holanda, a igual que la del estado de Oregón, han dispuesto que la vida pertenece en propiedad, y que la persona es la dueña o la propietaria de ella. Que, por lo tanto, puede disponer de su vida en determinadas situaciones. Acaso esta toma de posición tenga el grave y serio inconveniente de considerar que la vida es una cosa, como son cosas los objetos materiales y susceptibles, entonces, de ser dispuestos; se pueden vender, se pueden donar, se pueden alquilar, etc.
Cuando las leyes consideran que la eutanasia es un hecho punible, ¿lleva eso a concluir que lo hacen en razón de que la vida pertenece a Dios, ya que es Él quien la da y es quien la quita? Todo pareciera dar a entender que el derecho positivo se hallaría subordinado en estos aspectos a la ley divina. Sin embargo, ello no es así, porque cuando la eutanasia se reprime, lo que en verdad hacen las leyes es ver en la eutanasia una hipótesis
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¿Puede alguien disponer de la vida de otra persona? Si dispone, será un homicida, porque disponer de la vida de alguien es matar. Empero, existe en la ley holandesa una disposición que ciertamente puede causar hasta asombro. Es que el derecho que tiene el médico para matar ya no se limita al que dispone de su vida. Ahora resulta que cuando el
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Quizás pueda entenderse que como la eutanasia se reprime, nuestras leyes se han inspirado en aquello de que el dueño de la vida de los hombres es Dios, y que así, esas leyes encuentran su razón de ser en cuestiones de fe. Cuando eso se dice, nuevamente aparece el sofisma, porque no es que la ley penal hubiese encontrado la razón de su existencia en ese principio. Lo que ocurre es que la eutanasia se reprime como delito porque –lo decimos de nuevo– no hay conflicto entre quien resulta víctima y quien es el matador.
Vamos a suponer que la ley argentina se hubiese modificado, y que ya aquel acuerdo de voluntades tuviera eficacia para matar lícitamente y para morir lícitamente. ¿Cómo podríamos llamar a ese acuerdo de voluntades? No tenemos dudas de que sería un acuerdo lícito, y no tenemos dudas de que el acto sería un acto jurídico, del cual se derivarían derechos y obligaciones. Por su parte, la víctima, tendría derecho a que el médico la matara, y éste tendría el derecho a matarla. Si miramos la otra cara de la moneda, podríamos decir que la primera, es decir la víctima, tendría el deber jurídico de soportar que el médico pusiera fin a su existencia, y que éste tendría la obligación de darle muerte. Es que de los contratos se derivan derechos y obligaciones.
Pues bien; ¿qué ocurriría si, por ejemplo, la víctima incumpliera el contrato? ¿Qué ocurriría si se opusiera a la actuación del médico, por haberse arrepentido? Tendremos que admitir que habría quebrantado el contrato que, desde luego, era un acto jurídico llevado a cabo de conformidad con la ley. Esta es la cuestión, porque con ese quebrantamiento le habrá impedido al médico el ejercicio de su derecho a matarla, y entonces la víctima quedará sujeta a las acciones civiles reparatorias e indemnizatorias que han surgido como consecuencia de la ruptura del acto jurídico. Es que, con toda seguridad, el médico podría demandar hasta por daño moral. ¿Se puede imaginar una demanda en estos términos? ¿Se puede imaginar mayor absurdo?
Vamos a referirnos al
. Abandonada aquella trinchera, los abortistas debieron retirarse a otra, y desde allí, comenzaron a lanzar nuevos proyectiles en defensa de la tesis. Los nuevos proyectiles se tradujeron en el derecho que tiene la mujer para organizar y planificar su familia y, además, se hizo hincapié en el embarazo proveniente de una violación. Cuando ello ocurría, la mujer tenía derecho a abortar porque no tenía el deber jurídico de conservar la existencia de un hijo no deseado ni querido. Estos son los fundamentos que, hoy por hoy, sostienen los partidarios del aborto.
Pero hemos oído decir también que el aborto no debe reprimirse penalmente, porque, en todo caso, la mujer embarazada puede disponer libremente de su cuerpo. Cuando esto último se dice, se revela una grave e insospechada regresión; hasta podríamos decir que se ingresa al túnel del tiempo, y se va a parar a las primeras épocas del Derecho Romano, donde se consideraba que el
Un argumento que sostienen los abortistas es el derecho a planificar la familia. Esto puede estar muy bien; cada uno es dueño de planificar la familia en la forma en que lo considere mejor o conveniente. En todo caso, la paternidad responsable es un deber. Pero, ¿admite esa responsabilidad, que se pueda abortar? ¿Admite que se pueda matar a un inocente que nada tuvo que ver, ni tiene que ver en esa planificación? Es que la mujer que ha concebido a un hijo por haber sido violada, le dirá a éste lo siguiente: «Como no te quiero, y no te deseo, te mato». Si la persona por nacer hablara, podría responderle a esa madre lo siguiente: «Pero yo no soy quien te violó, no soy el violador; soy un tercero inocente». ¿Qué haría esa persona por nacer? Pediría auxilio; pero sus súplicas no serían oídas por nadie, en razón de que a ella, todos, precisamente todos, la quieren matar: los que no son legisladores como los que lo son; la quieren matar los que sancionan la ley y los que la promulgan. ¿Será tan importante la persona por nacer para que todos la quieran matar? Juzgamos que la ley no la puede abandonar, porque si la abandonara, se habría decretado, oficialmente, la pena de muerte. Esa pena que no se aplica a un asesino, pero que se aplica a quien nada ha hecho. Su pecado es tan sólo vivir y crecer.
Si en la eutanasia el conflicto era inexistente, también es inexistente aquí. El aborto sentimental es de sentimiento y otro fundamento no tiene.
Sin embargo, hay un aborto donde es posible encontrar un conflicto, no aparente, sino real. Nos referimos al aborto terapéutico en que el embarazo pone en peligro a la que será madre; para decirlo más enérgicamente, en peligro de muerte, en peligro de perder la vida. Hasta podríamos decir que es la persona por nacer la que causa ese riesgo. Para evitar esa muerte, las leyes generalmente declaran, previo consentimiento de la mujer, que ese aborto –que desde luego debe ser practicado por un médico– ya no es punible. Pero, en todo caso, si la mujer rechaza la intervención médica, nadie la puede tocar. Este es un derecho personalísimo, intransferible e insustituible.
La impunidad de este aborto, ¿será porque la vida de la mujer vale más que la vida de la persona por nacer? ¿No son acaso dos vidas y dos personas? No es una cuestión de cantidad, de mayor o de menor cantidad; las dos vidas valen exactamente lo mismo. Ello, porque como vidas, son iguales.
¿Qué queda para el aborto sentimental y para la eutanasia? No queda nada, porque se fundan en la nada.
Por fin, encontramos en el Código Penal vigente otro aborto que no es reprimido como delito, porque resulta
Estas son nuestras preocupaciones y nuestras reflexiones sobre el aborto, sobre la eutanasia y sobre la eugenesia ■
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