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Responsabilidad del Estado por actividad lícita en su función judicial. Proceso penal. Prisión preventiva fundada en el error (Nota a fallo)

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Sumario: 1. El caso judicial. 2. Derechos humanos. Aproximación. 3. Libertad e igualdad ante la ley. ¿Es posible su limitación en pos del bien común? 4. Responsabilidad del Estado. Límites de la actividad lícita del Estado. Función judicial. Prisión preventiva. 5. Nueva perspectiva. Del juez legal al juez constitucional. 6. Conclusiones
1.El caso judicial
El pronunciamiento que vamos a analizar fue dictado por la Excma. Cámara Civil y Comercial de 8a. Nominación de la ciudad de Córdoba con una integración especial, con voto del Dr. José Manuel Díaz Reyna –en minoría– y dos de los vocales de la Excma. Cámara Civil y Comercial de 3a. Nominación, Dres. Guillermo Barrera Buteler y Julio Leopoldo Fontaine –quienes conformaron la mayoría– y que dio lugar a la resolución que pasamos a describir.
El caso de autos se refiere a una persona que permaneció privada de su libertad durante el plazo de dos años aproximadamente, como consecuencia de la prisión preventiva que se ordenó al haber sido imputada por un delito de robo, habiéndose elevado la causa a juicio con base en el reconocimiento que de él habían hecho la víctima, su novia y otros acompañantes (testigos). Luego, en el debate, la víctima admitió que “se había confundido de persona al reconocer al imputado”, es decir que lo señalaron erróneamente, y una vez efectuado el segundo reconocimiento, la víctima “no tuvo ninguna duda de que…otra persona fue el que… lo golpeó con el arma”, declaración ésta coincidente con la que en la misma oportunidad procesal hace su novia. Finalmente y con base fundamental en los citados testimonios, la Cámara 6ª del Crimen dictó sentencia de absolución, por lo que la persona luego solicita indemnización al Estado, ordenándose su inmediata libertad a fines de diciembre de 1998.
En síntesis, la confusión de los testigos, que éstos justifican razonablemente por el parecido físico entre el requirente de la indemnización en sede Civil y su hermano, dio lugar a que el primero estuviera privado de su libertad por un lapso de casi dos años por una disposición adoptada por los órganos jurisdiccionales intervinientes, que sin dudas fue ajustada a la ley sin que importara irregularidad alguna, pero que funcionó como causa eficiente de un gravamen para el actor en la causa que va a ser motivo de estudio. Dicho gravamen, que a la postre se comprobó injusto, hizo que la víctima se encontrara privada durante el lapso de dos años del tiempo a que hicimos referencia, del goce de uno de los bienes más preciados de la persona: la libertad. De allí que la perspectiva de análisis se efectúe desde lo relativo a la defensa de los derechos humanos y que el resguardo de éstos, concretado mediante la solución adoptada, haya sido lo relevante para elegir el tema.

2. Derechos humanos. Aproximación
En virtud del tema elegido, haremos una breve referencia a los “Derechos Humanos”, entendiendo que éstos comprenden todos los derechos de los que pueda ser titular una persona.
Los derechos humanos representan, entonces, las condiciones que permiten crear una relación integrada entre la persona y la sociedad, permitiendo la individualidad de cada uno mediante la identificación consigo misma, con los otros y con el resto de la sociedad.
Los definimos como aquellos derechos inherentes a la persona, irrevocables, inalienables, intransmisibles e irrenunciables, fundamentalmente universales e igualitarios. Por ello, son incompatibles con los sistemas basados en la superioridad de una casta, raza, pueblo, grupo o clase social determinados. Según la concepción iusnaturalista tradicional, son además atemporales e independientes de los contextos sociales e históricos.
Como expresa el Dr. Martín Risso Ferrand

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, los derechos humanos pueden ser encarados con diversos enfoques y métodos. Analizados desde una perspectiva mítica, como lo hace el autor mencionado, éstos son comparados con tres puntos de referencia: la democracia, los principales conceptos míticos del derecho en los últimos doscientos años y la noción que de ellos se tiene en Europa y especialmente en el sur de América Latina. ¿Por qué hace alusión Risso Ferrand al mito? Porque entiende que mito es la narración de un acontecimiento originario que tiene actualidad operativa, ya que si bien implica un saber irracional, es un concepto aceptado por los distintos sectores sociales, representa algo deseado, un concepto que une siendo un saber compartido por un grupo social. Así, el mito presenta un fuerte arraigo social y perdura con ajustes, pero es una idea valiosa y difícil de destruir.
La democracia, por ejemplo, a mediados del siglo XX (décadas de los cincuenta, sesenta y principios de los setenta) –señala el autor–, se constata en Latinoamérica como un concepto con un fuerte contenido mítico, porque además de su significación política, jurídica, histórica, cultural, etc., los distintos grupos sociales, sin plenos fundamentos racionales, la reconocían como algo bueno, que legitimaba el poder y que representaba una forma de avanzar con la esperanza de que los gobernantes democráticos mejorarían las cosas.
Al hablar de los mitos en el derecho, Risso Ferrand, tomando lo dicho por Duncan Kennedy (2), analiza períodos legales denominados como pensamiento legal clásico (1850/1914), período social (1900/1968) y el período contemporáneo hasta el año 2000, división que tiene que ver con tres grandes etapas en la evolución del Estado de Derecho, que comienza en el siglo XVIII. En relación con el derecho aludido y partiendo de los conceptos de Estado liberal de derecho; pasando por el Estado social de derecho –Estado de bienestar– hasta el Estado de malestar, considerado este último como aquel que no puede brindar lo que de él se espera porque se le reclama lo que no puede dar –protestando luego por lo que de antemano se sabe que no se ha de recibir–, llegamos a un momento de crisis del Estado de Derecho, en el que se observa una tensión, aún no superada, entre el mito que se generó tanto en relación con los derechos individuales y con el de propiedad –considerados en un momento como lo único importante para la sociedad–, como el mito posterior de los derechos sociales y los derechos llamados de primera generación. Es que en el siglo XX se apunta más al hombre real y a las mayorías que no pueden ejercer en los hechos plenamente sus derechos. Así se llega a una nueva noción mítica que surge de esta tensión de finales del siglo XX, que se consolida bajo la denominación derechos humanos. Éstos, por encima de los derechos anteriores, presentan infinitas ventajas, sobre todo porque abarcan tanto los derechos individuales como los sociales, económicos y culturales debidamente armonizados.
Tras la breve referencia efectuada del artículo citado, llegamos a lo que interpretamos como aspecto central, que es lo que el autor sostiene respecto a que, en Latinoamérica, la sociedad en general utiliza la expresión “derechos humanos” en un sentido muy primitivo, con un enfoque parcial y no en su globalidad, para hacer referencia a un sistema de derechos, de distintas generaciones, único e indivisible. Ello es así porque a veces se hace por error y otras para aprovecharse del referido valor mítico y manejar ciertos grupos sociales. ¿Por qué? Porque así como en Europa se asocian los derechos humanos a la idea de progreso y desarrollo con sentido de globalidad, aquí su aceptación coincide con el momento traumático de los años 80 en los que salíamos, por ejemplo los argentinos, de la dictadura. De allí que la expresión “derechos humanos” ingresa al lenguaje político, jurídico, económico y social desde una perspectiva parcial. Esta perspectiva, que se relaciona con su violación, si bien puede ser cierta, tiene un contenido trágico y, a diferencia de Europa –en donde los derechos humanos representan algo para enfrentar el presente y el futuro–, en nuestro país parecería ser sólo una mirada puesta en el pasado. Coincidimos con el autor del artículo que comentamos –y ésta es justamente la razón de esta introducción– en que dicha mirada parcial deja afuera otros aspectos vinculados con la visión global y total que se ha de tener de los derechos humanos. Esto es, su significación actual y futura en el ámbito normativo, como producto de las normas internacionales albergadas en las constituciones y en el ámbito académico, entendiéndolos en sus perspectivas jurídicas, filosóficas, morales, etc., sin perjuicio de los matices que puedan contener. Pensarlos desde dicha posición más amplia aminora los riesgos de que nuestras sociedades comiencen a considerarlos como algo inútil, pudiendo ser banderas de líderes que, al invocarlos, propugnen la sustitución de la forma democrática de gobierno por otras autoritarias, cuando es sabido que sin democracia y sin Estado de Derecho no hay protección posible de los derechos humanos.
De lo dicho podemos concluir que un efectivo ejercicio de los poderes que comprenden el Estado en orden al bien común importa la mejor defensa de los derechos humanos que se pueda hacer, y que todos ellos merecen protección, así como toda persona sin excepción tiene derecho a recibirla. De allí que aquéllos representan las prerrogativas que el individuo tiene frente al poder estatal y que limitan el ejercicio de éste, pudiendo definirse como las prerrogativas que, conforme el Derecho Internacional, tiene todo individuo frente a los órganos del poder para preservar su dignidad como ser humano y cuya función es excluir la interferencia del Estado en áreas específicas de la vida individual o asegurar la prestación de determinados servicios por parte del Estado para satisfacer sus necesidades básicas, reflejando las exigencias fundamentales que cada ser humano puede formular a la sociedad de la que forma parte.
En el fallo traído a reflexión se vislumbra, mediante la solución adoptada, una mirada que reposa en los derechos humanos, haciendo efectiva sin más la supremacía constitucional que ellos tienen, desde que reconoce que aunque no exista una norma infraconstitucional que responsabilice al Estado por los daños ocasionados en virtud de la actividad lícita cumplida como función judicial, éste debe responder cuando ha privado injustamente a una persona del goce pleno de uno de ellos.
En el fallo aludido, tras la enumeración de las normas existentes referidas a la responsabilidad del Estado –las del Código Civil (art.1112), el Pacto de San José de Costa Rica (art.10), nuestra Constitución provincial (art.42) y el Código Procesal Penal (art.300), en las que no encuentra fundamento normativo de la responsabilidad estatal–, el Tribunal encuentra en la propia Constitución y en los principios generales del Derecho, particularmente en el concepto de justicia, en la noción de bien común y en la esencia del Estado de Derecho, el basamento de la decisión adoptada.
Es así que en esta resolución se da plena operatividad a los principios que alberga nuestra Constitución y a los derechos humanos, porque mediante lo resuelto se protege efectivamente el derecho a la libertad del individuo frente al poder de coacción del Estado, garantizándose el trato igualitario de los miembros de la sociedad que lo integran desde el punto de vista de las cargas públicas que deben ser soportadas en función del Bien Común.
Es así que en el ámbito de los Derecho Humanos nos encontramos frente a esta relación dialéctica de “individuo/Estado”, que nos muestra el concepto de alteridad propia de esta materia, lo que no implica que siempre deba estar presente el Estado, ya que los derechos humanos son ambivalentes o bifrontes porque se pueden hacer valer tanto frente al Estado como frente a los particulares.
En la especie, lo que se puso en jaque fue la libertad del imputado durante la sustanciación de un proceso penal, bajo condiciones que limitaban la arbitrariedad de parte del Estado.
Sin embargo, el Tribunal, pese a la regularidad del proceso, lo vincula con esos derechos básicos o elementales inherentes a toda persona y que derivan de su condición de ser humano, es decir, aquellas libertades, facultades, instituciones relativas a bienes primarios o básicos que incluyen a toda persona, por el mero hecho de su condición humana, para la garantía de una vida digna y plena.
Expresa Gil Domínguez

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que, “cuando se detecten conflictos dentro del ‘bloque de constitucionalidad’, la pauta hermenéutica a ser aplicada se basa en los principios ‘pro homine‘, ‘pro accione‘, ‘favor debilis‘, y en el deber de los Estados de adoptar las medidas internas conducentes a garantizar los derechos humanos. Y ello así, porque a partir de la reforma constitucional de 1994, la fuente interna (Constitución) y la fuente externa (instrumentos internacionales sobre derechos humanos con jerarquía constitucional originaria y derivada) confluyen en la regla de reconocimiento con idéntica jerarquía normativa”.
Con esa mirada, que compartimos, se puso énfasis en los principios de libertad e igualdad, de allí que el tema se encuadre desde los “derechos humanos”, en los cuales no cabe considerar factores particulares, que resultan independientes, como estatus, sexo, etnia o nacionalidad, no debiendo existir diferenciaciones entre los individuos integrantes de una sociedad, porque dichos derechos resultan atribuibles al ser humano por el solo hecho de serlo.

3. Libertad e igualdad ante la ley. ¿Es posible su limitación en pos del bien común?
Cuando hacíamos referencia a la noción de derechos humanos poníamos especial énfasis en la dignidad de la persona humana, dignidad que reclama el respeto a la libertad desde la cual y por medio de la cual la persona puede y debe alcanzar su fin ontológico, que es su bien perfectivo y la plenitud de su ser.
Es que la libertad relacionada con lo interno del hombre lo lleva a su autorrealización, interpretada como una idea, como una ideología, como una creencia social; se vincula con la convivencia dando lugar a los espacios de libertad personal en la sociedad.
A su vez, cuando la filosofía jurídica, desde el punto de vista de los valores, integra la libertad al plexo de valores de la sociedad, entiende que la falta de ella, como valor jurídico de la convivencia social, es un disvalor ya que sin ella no se puede realizar el valor justicia ni ordenar el Estado hacia su fin, que es el bien común. De allí que aquel “asegurar los beneficios de la libertad” a que se refiere nuestro Preámbulo, se coordina con sus otras cláusulas de “afianzar la justicia” y “promover el bienestar general” para unificar la idea de que el valor libertad surte beneficios en el mundo jurídico y en el mundo político haciendo posibles la justicia y el bien común

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Asimismo, en nuestra Constitución Nacional reaparece la palabra «libertad» en el art. 14, cuando dice «profesar libremente el culto»; en el art. 15: «los esclavos quedan libres…»; en el art. 20: «para los extranjeros…ejercer libremente su culto». Además, el art. 19, aunque no menciona la palabra libertad, la reconoce cuando expresa «las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados.» De estos artículos se desprende que la libertad resulta un valor-fin que se encuentra en la cima de otros valores que pueden ejercerse en la vida de un hombre.
Como ha sostenido Linares Quintana, «la historia del hombre es la historia de su lucha por la libertad, primero para obtenerla, para conservarla, y luego, y cuando la ha perdido, para recuperarla, iniciando así un nuevo ciclo en una serie que se repite hasta el infinito en el decurso de los tiempos, sin que nunca la conquista sea definitiva, como si la Voluntad Divina fuera que por ese medio, la llama de la libertad se mantuviera permanentemente encendida en el alma humana».
No creemos que sea suficiente con respetar el principio de libertad; no basta con no violarlo, hay que promover el valor libertad ya que ésta es al individuo lo que es la soberanía al Estado. Por ello es que éste debe crear las condiciones para holgar la libertad social, optimizar la franja real de libertad disponible y disfrutable, debiendo también garantizarla, ya que importa tanto un instrumento de liberación de los hombres como de la sociedad; y es que la convivencia en libertad y la organización política en libertad tienen un nombre, el de la democracia.
Sin embargo, debemos partir de la base de que “la libertad es esencialmente limitada”

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, ella termina para cada hombre donde comienza la de su semejante. Es decir, en el Estado de Derecho el individuo no goza de una libertad absoluta sino relativa, y su límite no es otro que los derechos de los demás y el interés de la sociedad. De allí que sea función del Estado, en cuanto órgano de derecho, instituir y asegurar el orden jurídico de la sociedad, lo que hace mediante el poder de policía.
Así, el orden jurídico comprensivo del orden público debe ser tutelado por el Estado, es su atributo esencial la soberanía y ejerce para ello el poder de policía, que es el resumen de la totalidad del poder gubernamental, poder final y pleno que implica la aplicación de la ley para la consecución de la justicia práctica.
Joaquín V. González sostiene que “esta potestad de restringir la libertad de los individuos con el fin de conservar la armonía de todos, establecer reglas de buena conducta calculadas para evitar conflicto entre ellos, se designa con el nombre de poder de policía”

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En función de esta atribución fue que el Estado limitó la libertad de quien persigue en esta causa una indemnización a su favor. Así, en pos del bien común y a los fines de su resguardo, dispuso por medio del órgano judicial que aplicó la ley penal y a los fines de asegurar el proceso penal, la prisión preventiva. A su respecto, se ha dicho: “…la privación de libertad durante el proceso penal es, en principio, legítima, porque conduce a posibilitar la indagación de la verdad en orden al presunto delito y a su autoría. …Cuando la sentencia reputa inocente a quien soportó daño por una prisión preventiva basada en el error, hay sobrado fundamento para explayar la responsabilidad estatal y disponer el resarcimiento a favor de la víctima”

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Tal cual como en el caso en estudio, en función del error ocasionado por los testigos se tornó injusta la privación de libertad que de manera preventiva se ordenó para el imputado. La cuestión radica entonces en distribuir el peso de ese error entre todos los integrantes de la comunidad beneficiarios de la actividad del Estado y el ciudadano que cargó solo con las consecuencias de dicha injusticia. De allí que lo que se encuentra en juego tenga que ver con la igualdad ante la ley y la justicia distributiva.
Volvamos a los conceptos fundamentales, y cuando hablamos de “igualdad ante la ley” sabemos, como decíamos al hablar de libertad, que nos estamos refiriendo a un derecho universal que tiene que ver y que se relaciona directamente con la idea de “dignidad humana”, que en el plano filosófico surge con la concepción cristiana del hombre. Según esta corriente teológico-filosófica, la dignidad del hombre viene dada por la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios. Así, la persona es un ser único, inédito e irrepetible; y lleva a la prohibición de discriminar, ya que todos los “hombres nacen libres e iguales ante la ley”, es decir iguales en dignidad.
Por ello, y así lo adelantamos al referirnos con anterioridad a los derechos humanos, no es lícito privarlos de derechos por razón de sexo, raza, religión u otra condición. El concepto tradicional de no discriminación o no segregación debe vincularse siempre con el respeto por la igualdad.
En nuestra Constitución Nacional la igualdad ante la ley consiste en que ésta debe ser igual para todos los iguales en iguales circunstancias, no debiendo establecerse excepciones o privilegios que excluyan a unos de lo que se concede a otros en iguales circunstancias. Así como el orden natural está hecho de desigualdades, la regla de la igualdad consiste justamente en el reconocimiento y armonización de esas diferencias, que no sólo están en la naturaleza sino en la convivencia social. La igualdad, expresa Linares Quintana, “supone, por lo tanto, la distinción razonable entre quienes no se encuentran en la misma condición; por lo que ella no impide que la legislación contemple en forma distinta situaciones diferentes, siempre que la discriminación no sea arbitraria ni responda a un propósito de hostilidad contra determinada persona o grupo de personas”

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. La diferencia que pueda establecerse debe ser “razonable”, esto es, que corresponda razonablemente a las distinciones reales sin propósito de hostilidad dirigido contra determinadas personas o grupos de personas, ni que la diferencia cree un indebido favor o privilegio individual o de grupo.
Lo dicho, más allá de adentrarnos en el conocimiento del significado de la igualdad jurídica ante la ley, tiene su razón de ser en relación con el tema de las cargas públicas, en tanto éstas habrán de ser justas si recaen sobre todas las personas sin que exista discriminación y sin que puedan significar, como en el fallo traído a comentario, un perjuicio para alguna persona en particular.
Ha dicho la Corte Suprema que los requisitos de una carga pública para ser tal, son: su obligatoriedad, impuesta por un acto unilateral del Estado, por expresa disposición legal, determinada con certeza, con alcance igualitario y con fines de interés público (9); y la pregunta es: ¿fue justo, en virtud del principio de igualdad, que el imputado cargara con el error de un ciudadano que generó que el Estado pusiera en movimiento sus atribuciones y que en función de asegurar ese interés publico lo privara de dos años de su derecho a la libertad? ¿A quién le incumbe reparar el daño causado?

4. Responsabilidad del Estado. Límites de la actividad lícita del Estado. Función judicial. Prisión preventiva
Consideremos, a los fines de responder a nuestro cuestionamiento y de entender los argumentos del fallo que tratamos, el tema “Responsabilidad del Estado por los daños derivados de la función judicial”. Tengamos como puntos de referencia para su tratamiento los conceptos de Estado, función judicial y responsabilidad por daños.
Desde el primer aspecto mencionado diremos que el Estado tiene una personalidad única y representa un centro de imputación normativa en tanto se desenvuelve en el campo del derecho público como del derecho privado, actuación que debe someterse siempre al imperio de la Constitución, por ser ésta anterior y haberle dado origen, siendo que “el Estado de Derecho es una autolimitación de los propios poderes estatales”

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Refiriéndonos a la función judicial, diremos que aun cuando siempre se hable de “división de poderes”, hay que señalar que el poder del Estado es único y que dicha división de poderes sólo responde a una distribución de funciones que tiene como fin repartirlas evitando los abusos y promoviendo el control de unos sobre otros. Lo dicho apunta a que la responsabilidad por errores judiciales se enmarca en la responsabilidad del Estado, porque cuando decimos que el “Poder Judicial” es independiente, estamos refiriéndonos a una cuestión que hace a un cometido del Estado: el de afianzar la justicia, interpretando que imparte justicia como tercero imparcial, argumentos que coinciden con la resolución traída a análisis en cuanto se pregunta (v. fallo en la foja 22) ¿en qué cambia las cosas para quien ha sido perjudicado por un acto lícito del Estado, el hecho de que éste provenga del Poder Ejecutivo, del Poder Legislativo o del Poder Judicial?
Desde el punto de vista de la organización técnica de los procesos, dependerá de la materia de que se trate la posición que asuma el órgano judicial (Estado), lo que determinará un compromiso distinto de responsabilidad estatal.
Cuando hablamos de responsabilidad del Estado debemos darnos cuenta de que ésta no se eclipsa por el mero hecho de que su obrar haya sido legítimo, sobre todo en el fallo que estamos analizando, ya que creemos que el daño causado, aun dentro de su obrar lícito, debe ser reparado no como un castigo o sanción hacia el Estado, sino más bien con un fin restaurador ante el incumplimiento del deber de éste de hacer respetar el principio de igualdad en la distribución de las cargas públicas, en tanto y en cuanto las consecuencias de un proceso penal erróneo sólo recayeron sobre un individuo al que se lo privó de su libertad. De allí que toda la comunidad deberá hacerse cargo de tal gravamen por medio de la indemnización que deberá afrontar el Estado con su patrimonio, que no es otro que el solventado por toda la comunidad.
Insistimos, se trata de una responsabilidad que debe asumir el Estado en el sentido de distribución y no de sanción. Porque, como es sabido, cada vez que el ordenamiento dispone la reparación de un perjuicio ocasionado por el accionar del Estado, se está sin duda alguna en presencia de un problema de responsabilidad, ante la existencia de una actuación de su parte antijurídica, entendida ésta como una conducta que lesiona el derecho objetivo visto en su totalidad.
Existen algunas teorías –que no compartimos– que defienden la falta de responsabilidad por parte del Estado-juez –no obstante, en la actualidad nadie discute la responsabilidad que recae principalmente sobre el Estado-administrador y con las limitaciones referidas al Estado-legislador–. Pasemos revista por algunas:
•Aquellas que consideran que la potestad jurisdiccional es una función soberana del Estado; éste, como tal, está por encima de la ley; de allí que soberanía es incompatible con responsabilidad. ¿Realmente es incompatible? Nos parece que no, porque el Estado de derecho es justamente una autolimitación de la expresión de autonomía de voluntad de los individuos que integran la sociedad representada por el Estado y, como tal, también se encuentra sometido a la normas constitucionales que le han dado origen y en virtud de las cuales ejerce la soberanía.
• Otras teorías se enrolan en el régimen del caso fortuito, entendiendo que el juez puede incurrir en error con motivo de la falibilidad humana. No compartimos esta postura porque creemos que el Estado no puede actuar de manera imprevisible ni inevitable, características del caso fortuito, sino que debe hacerse responsable del daño que causa a los particulares.
– Posturas que, en pos de la independencia de la función judicial, sostienen la idea del Estado no responsable de los daños en su actividad lícita, entendiendo con ello que así no se configura presión sobre los jueces por el peligro que puedan tener éstos de asumir las consecuencias de los errores inevitables.
Al respecto, pensamos –por el contrario– que dicha presión importa una condición para una labor más responsable, sin perder de vista que es el propio Estado el que inviste al juez de dicha función mediante los órganos creados a tal fin, y que ante tal asunción de poder por parte de los jueces en representación del Estado, importa una razón mayor para ser responsable del daño que se pueda causar.
Otras teorías sostienen que admitir la responsabilidad del Estado implica cargar enormemente al erario, situación que a nuestro entender se vería más acentuada en países como el nuestro, en vías de desarrollo.
Esta teoría de los costos, argumento al que siempre se recurre, es analizada inclusive por el Tribunal autor de la sentencia que analizamos, y al respecto entienden los Sres. Vocales que es un argumento que excede el ámbito sobre el cual deben pronunciarse, considerando que sólo deben decir el derecho en el caso concreto, y que a los otros órganos del Estado les compete legislar y administrar con miras a hacer posible el cumplimiento del derecho.
Con esta postura que hace referencia a los costos se intenta eximir al Estado de la responsabilidad que le cabe en ciertos casos, por una cuestión presupuestaria, de ahorro, en otras palabras. No nos parece suficiente tal fundamento y nos atrevemos a decir que siempre lo monetario suele ser una excusa. Incluso aun en realidades como la nuestra, en la que al Poder Judicial se lo dota de menores recursos, ¿podría decirse que se encuentra más expuesto al error y en menores condiciones de hacerse cargo? En suma, para nosotros esta teoría de los costos, lejos de funcionar como una protección para el Estado, consagra un flagrante perjuicio para los justiciables.
Interpretamos a la luz del fallo en estudio que el Estado puede y debe responder por sus actos lícitos cuando, para satisfacer exigencias del bien común, afecta de manera particularizada el derecho de las personas, máxime como en la especie, en la cual no existió ninguna irregularidad ni hubo eximente alguno, y la propia actuación del Estado fue la causa del gravamen que la víctima sufrió y que no contribuyó a causar. Ésta es una injusticia hecha en pos del bien común y, como se expresa en la sentencia, implica que se debe “socializar” el daño que, sin culpa, padeció un particular por causa de un interés de la comunidad y su conjunto (p. 28).
La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha dicho, respecto a los daños ocasionados con motivo de la tramitación de una causa, que “son el costo inevitable de una adecuada administración de justicia” (11). Sin embargo, en el fallo bajo análisis el Dr. Barrera Buteler dice: “…Ahora bien, tomando como premisa esa afirmación del Alto Tribunal, no me parece que pueda concluirse de ella que ese costo deba ser absorbido por la persona a la que le tocó en suerte ser víctima de la confusión, sin afectar el criterio de justicia distributiva que inspira el principio constitucional de igualdad en la distribución de las cargas públicas consagrado por el art.16, CN”.
Creemos, coincidiendo con el magistrado, que en el caso, “Soportar los daños derivados del error judicial es una carga pública” y, como tal, debe pesar igualitariamente sobre todos los miembros de la comunidad. No es justo, por las razones expuestas, que el daño configurado por el error de un tercero recaiga sólo sobre la víctima, exigiéndosele un sacrificio mayor que a los otros ciudadanos, en violación del imperativo constitucional.
El art.1112 del CC –y así lo enuncia la sentencia– prevé la responsabilidad por parte del Estado por el cumplimiento irregular de la función por el funcionario, pero en el caso, tanto el tribunal como el proceso funcionaron en el marco de lo regular y de lo lícito amparados en el error. Es decir que la detención provisoria fue efectuada respetando las normas procedimentales y en el ejercicio del deber de administrar justicia, por lo que, tal como se preguntan los sentenciantes, ¿es administrar justicia privar a una persona de su libertad por un lapso prolongado en virtud de un error? La respuesta que se impone es negativa porque, como lo han sostenido al expedirse los magistrados, “al fin y al cabo de lo que se trata es de conciliar la necesidad de la detención –derecho del Estado– con la libertad individual y el derecho a la reparación –que lo es del particular–”.
Debemos aclarar que, si bien la prisión preventiva puede ser calificada como preparatoria de la decisión final, termina siendo ejecutoria en tanto priva efectivamente de la libertad al procesado. Por ello, no se trata de una actividad administrativa del Estado, como podría entenderse, sino que es un acto propio del Poder Judicial; y si las reparaciones atacan el efecto –aunque en este caso el Estado haya tenido como fin la prevención–, no puede hacerse otra cosa que restablecer el equilibrio roto determinando que el Estado asuma las consecuencias más allá de las causas. Así, ante un perjuicio manifiestamente anormal y de una particular gravedad como es la privación de la libertad por el plazo de dos años, no se puede dejar de comparar esta situación con la de las cautelares, tal cual lo expresan los miembros del Tribunal.
Tal como se preguntan los jueces, ¿por qué, cuando se restringen derechos de un particular por intermedio de una medida cautelar, se exige contracautela a los fines de asegurar los daños que se pudieren causar como consecuencia de la inexistencia del derecho, y no es así cuando se ordenan, como en el caso, medidas preventivas en resg

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