<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic>SUMARIO: La responsabilidad civil de los profesionales. La responsabilidad de los profesionales y el régimen general de la responsabilidad civil. Naturaleza jurídica de la relación abogado - cliente. Norma rectora. La culpa profesional. El supuesto particular de la perención de instancia. La medida del resarcimiento. A manera de epílogo</italic></intro><body><page><bold>La responsabilidad civil de los profesionales</bold> Si bien el tema de la responsabilidad civil de los profesionales liberales tiene en la doctrina y en la jurisprudencia un debate de más de treinta años, no teníamos en el Código de Vélez una norma que hiciera referencia directa y específica sobre la cuestión. Por el contrario, el nuevo Código Civil y Comercial lo regula expresamente en el art. 1768, en donde ha receptado –a medias– lo que doctrina y jurisprudencia mayoritaria predicaban sobre este tipo de responsabilidad. No es nuestra intención agotar el tema ni profundizar sobre su tratamiento, pero sí queremos destacar algunas cuestiones con relación a los profesionales del derecho, especialmente a los abogados litigantes, ya que si bien hasta hace una década los juicios de mala praxis profesional estaban limitados en un noventa por ciento a la mala praxis médica, en los últimos cinco o seis años han aumentado exponencialmente los juicios de responsabilidad civil por mala praxis abogadil. No sólo por la declaración de perención de instancia de un proceso principal, sino también por no haber agotado las vías recursivas, por la errónea elección del medio impugnativo, por asesoramiento incorrecto, por extemporaneidad en la articulación de los recursos, por abandono de la defensa, entre muchas otras causas. <bold>Responsabilidad de los profesionales y régimen general de la responsabilidad civil</bold> Lo primero que podemos afirmar es que el nuevo ordenamiento de fondo no establece un régimen diferenciado con relación a la obligación resarcitoria de los profesionales liberales, sino que estamos dentro de una especie del género, que es la teoría general de la responsabilidad civil. Lo novedoso sí, es que trata de manera unificada la responsabilidad civil extracontractual y la de origen contractual, aunque, en numerosos aspectos, se mantienen diferencias cualitativas. Nos arriesgamos a afirmar que la diferencia más significativa lo es con relación a la antijuridicidad. Efectivamente, en su artículo 1717, el legislador nacional incluyó como norma positiva lo que doctrina y jurisprudencia denominaban el principio <italic>“neminem laedere” </italic> o principio general de no dañar. Por tanto, la antijuridicidad está dada por el daño mismo (salvo que medie una causa de justificación). Sin embargo, maguer dicha norma, entendemos que ello sólo puede estar referido a la responsabilidad civil extracontractual, ya que en el ámbito de la responsabilidad contractual no es el daño lo que tipifica la conducta antijurídica, sino el incumplimiento contractual. La ruptura del sinalagma es lo determinante y no el daño. La antijuridicidad está en la violación del <italic>“pacta sunt servanda”</italic>(1), ya que si en la ejecución de un contrato el cumplimiento de lo pactado es perjudicial para uno de los contratantes, ello de ninguna manera puede generar una acción resarcitoria(2). Es, por el contrario, el incumplimiento de lo acordado lo que genera la obligación de resarcir. El problema que se presenta, específicamente con relación a los supuestos de mala praxis abogadil, es determinar el tipo de obligación existente entre el abogado y su cliente, cuestión que intentaremos dilucidar en el punto siguiente. <bold>Naturaleza jurídica de la relación abogado - cliente</bold> Cuando se trata de determinar la naturaleza jurídica de la relación que une a un profesional liberal con su cliente, con el objeto de elucidar el problema originado en la responsabilidad civil en que pueden incurrir estos profesionales, algunos autores postulaban que había que apartarse de los principios que gobiernan la responsabilidad civil en general, debido a la compleja naturaleza de esta relación, por lo que ella debía ser apreciada con un criterio diferenciado. Nosotros no comulgábamos con esa postura(3). Entendemos que si bien la naturaleza jurídica de la relación cliente–abogado presenta matices diversos, estos son insuficientes para crear principios propios que permitan apartarse del régimen general de la responsabilidad civil. Hoy el legislador aclara el tema e incluye dentro del régimen general, a la responsabilidad de los profesionales liberales. Hecha esta necesaria aclaración, es menester recordar que la doctrina actual está conteste en sostener el carácter “contractual” de la relación del abogado y su cliente. Y ello no es una cuestión baladí o menor, sino que al ser tan compleja, el abordaje del tema es mayor que la mera remisión que hace el legislador (art. 1768) a las obligaciones de hacer. Es muy difícil determinar qué tipo de contrato es el que celebra el abogado con su cliente. Esto es, si se trata de una locación de servicios, de una locación de obra, de una gestión de negocios, de un mandato, o en algunos casos parecería que hay entre abogado y cliente una sociedad de hecho, ya que el letrado suele adelantar gastos (del juicio, de diligenciamiento de prueba, de tratamiento médico, etc.), a cambio de un porcentaje de lo que el cliente cobre al final del proceso (pacto de cuota litis). Algunos autores nos dicen que es imposible fijar de antemano y de manera genérica el tipo de relación contractual, sino que hay que estar a cada caso en particular(4). Otros autores han llegado a decir que se trata de una “operación de servicio público” (Appleton), criterio que no compartimos pese a considerar al abogado como un “auxiliar de la justicia”. No es nuestra intención ni el objetivo del presente trabajo pesquisar el tipo de contrato que se genera entre abogado y cliente, sino simplemente determinar la naturaleza jurídica contractual de esa relación, aunque sí nos interesa diferenciarla según la forma de actuación del profesional en el pleito. Si al abogado se le ha otorgado algún tipo de poder (<italic>apud acta</italic>, poder general para pleitos, poder especial, carta poder, etc.), está ejerciendo en el proceso un “mandato” y, por consiguiente, se le aplican todas las disposiciones que impone el Código Civil y Comercial sobre el mandato. En consecuencia, deberá actuar en los límites de sus atribuciones, no haciendo menos de lo que se le ha encargado y aun abstenerse de cumplir el mandato si su ejecución fuese manifiestamente dañosa para el mandante. En caso contrario, responderá por los daños que se le ocasionaren a este último por la inejecución total o parcial del mandato. No podría el letrado liberarse de responsabilidad ni siquiera manifestando que por instrucciones de su propio cliente no impulsó el trámite de la litis, porque si ello hacía al contenido del mandato, debió abstenerse de cumplirlo por ser manifiestamente dañoso para el mandante y porque el deber profesional de seguir instrucciones del cliente existe en cuanto éstas no sean contrarias a los deberes que impone la profesión de abogado (art. 21 de la ley 5805) o contradigan las normas jurídicas, sean éstas procesales o sustanciales. Por otro lado, si actúa como patrocinante, esto es, cuando el abogado acepta el patrocinio en un proceso judicial, firmando al lado de su cliente el escrito de postulación o el de defensa, se podría entender que ha celebrado con su cliente un contrato de locación de obra, desde que promete la ejecución de un trabajo mediante el pago de un precio calculado según su importancia, conforme las leyes arancelarias y sin perjuicio de instituto de la condena en costas (arts. 130 y ss, CPCC). Decimos locación de obra porque una vez aceptado el patrocinio en el juicio, el abogado no puede apartarse de ella (sin causa justificada) hasta su conclusión, todo ello sin perjuicio del derecho a renunciar al patrocinio y pedir regulación de sus honorarios profesionales conforme lo prescriben los distintos códigos adjetivos (entre nos, LP 9459). En contra de esta opinión se halla la que considera que el abogado no pacta con su cliente una obra por su resultado, sino que presta un “servicio” de asistencia profesional. Sin embargo, la locación de servicios, por su regulación legal, conlleva la existencia de una relación de dependencia entre el locatario y el locador, que no se condice con la realidad de la actividad profesional del abogado. De una u otra forma que se califique a la relación abogado–cliente, el incumplimiento imputable de las obligaciones contraídas genera una responsabilidad de naturaleza contractual. La diferencia sustancial es con relación al factor de atribución en uno u otro caso. Si es locación de obra, el factor de atribución es “objetivo”; por el contrario, si es locación de servicio, el factor de atribución es “subjetivo”. Entonces, podemos afirmar que en un proceso de mala praxis abogadil, será concluyente, a los fines de establecer a quién corresponde la fatiga probatoria, determinar la naturaleza jurídica de la relación abogado-cliente. <bold>Norma rectora</bold> El artículo 1768 es la norma rectora, la norma que establece los límites demarcatorios de la responsabilidad del letrado. Por un lado, es importante destacar que cualquiera sea la relación abogado-cliente, ésta queda excluida del ámbito consumeril, ya que no hay allí relación de consumo. Sin embargo, si la actuación profesional se ha realizado a través de una empresa (consultora, empresa de servicios, etc.), la relación entre el cliente y la empresa es, sin duda, una relación de consumo y, por tanto, le es aplicable la normativa que fluye de la Ley de Defensa del Consumidor. También debe destacarse que si el abogado presta su servicio profesional con cosas, circunstancia poco probable en la práctica profesional –sin embargo contemplada en la ley–, la responsabilidad sigue siendo subjetiva, esto es, no comprendida en la sección 7ma. del capítulo 1, título V del libro tercero, salvo que el daño sea derivado del vicio(5) de la cosa. Asimismo, a pesar de la forma temeraria de litigar de muchos abogados, la actividad del profesional del derecho no se considera “actividad riesgosa”. En definitiva, el legislador ha excluido prácticamente del campo de la responsabilidad profesional del abogado, la responsabilidad objetiva, limitada casi exclusivamente a que expresamente se haya acordado un “resultado determinado”(6), salvo que entendamos que la relación es una locación de obra y, por tanto, estaríamos ante una obligación de resultado, lo que determina que el factor de atribución sea objetivo, circunstancia que dará mucha tela para cortar en los procesos de mala praxis abogadil y que puede ser determinante de la suerte del litigio. Si nos ubicamos en la otra vereda (obligación de medios), el factor de atribución será subjetivo. El tema a dilucidar ahora no es a quién corresponde la carga de la prueba, que en principio sería al ex cliente damnificado, sino interpretar el concepto mismo de culpa a los fines de lograr una sentencia de condena al profesional. Nos preguntamos si la culpa del abogado incluye la noción lata de culpa, es decir, en todas sus acepciones: imprudencia, negligencia, impericia y, por supuesto, el dolo (la intención de dañar). Con el agregado ahora, en el nuevo ordenamiento civil, del dolo eventual. Recordemos que para el Código de Vélez, el dolo eventual era una culpa grave; ahora, para el nuevo Código Civil y Comercial, es dolo. O si, por el contrario, la culpa profesional sólo es impericia, ya que se lo contrató al profesional por ser un idóneo en derecho, precisamente por su pericia en la materia. <bold>La culpa profesional</bold> El nuevo Código Civil y Comercial mantiene la noción de culpa que el Código de Vélez tenía en su art. 512. “La culpa del deudor en el cumplimiento de la obligación consiste en la omisión de aquellas diligencias que exigiere la naturaleza de la obligación y que correspondiesen a las circunstancias de personas, del tiempo y del lugar”. Sólo modificó la palabra 'diligencias', que estaba mal empleada, por 'diligencia' que es la locución correcta (art. 1724, CCyC). Dicha norma debe conjugarse teniendo en cuenta el precepto que fluye del art. 1725 del mismo cuerpo legal (antes 902): “cuando mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor es la diligencia exigible al agente y la valoración de la previsibilidad de las consecuencias”. Para que haya responsabilidad no es suficiente que exista una conducta antijurídica sin que se compruebe una relación de causa a efecto, sino que es necesario además que el acto generador del daño sea atribuible a una persona. La imputabilidad se sustenta en las nociones de antijuridicidad y relación causal. Imputar significa adjudicar a una persona la autoría de un hecho y sus consecuencias. Entendemos, modestamente, que la norma del nuevo código no limita la culpa profesional a la impericia, sino que sólo modifica el paradigma a comparar. Para cualquier persona, será el “buen padre de familia”, pero en el caso del abogado, hay que estar a lo que se denomina la <italic>lex artis</italic>, esto es, los principios propios que inspiran una determinada ciencia, en este caso, la abogadil. El paradigma no es más laxo para el profesional liberal (sólo impericia) sino, por el contrario, más estricto ( “el buen abogado”); por tanto, se sanciona también la negligencia y la imprudencia. <bold>El supuesto particular de la perención de instancia</bold> Esto nos lleva a preguntarnos si, operada la perención de instancia en un proceso determinado, debe, sin más, imputársele “culpa” al letrado de la parte que tenía la carga procesal de impulsar el proceso. O, en algunos casos, si verosímilmente la acción intentada estaba de antemano condenada al fracaso, el letrado limita su responsabilidad a las costas del proceso y del incidente de perención. Entonces la cuestión queda planteada de la siguiente manera: ¿cuál es el <italic>quantum</italic> de la responsabilidad del letrado? ¿las costas, o hay que extender la responsabilidad a lo reclamado en la demanda del proceso que perimió o en un daño independiente con cuantificación propia? <bold>La medida del resarcimiento</bold> Nos preguntamos si en la acción de daños intentada por el cliente del abogado que dejó perimir la instancia, debe reeditar y consecuentemente acreditar la pretensión incoada en el proceso que ha perimido, o lo que debe ser motivo de debate y prueba en este proceso de daños es únicamente la responsabilidad profesional del letrado que dejó perimir la instancia. Es pacíficamente reconocido por la doctrina y por la jurisprudencia –ya se trate de daño emergente o lucro cesante; ya se accione por responsabilidad contractual o extracontractual– que el perjuicio para que sea resarcible debe ser cierto, es decir, presente o futuro, pero cierto(7). Por otra parte, dicha afirmación nos lleva a concluir que un daño eventual o hipotético no legitima el ejercicio de la acción resarcitoria. Se ha dicho acertadamente que entre el daño cierto y el puramente hipotético existe otra categoría intermedia, que si bien no podría señalarse como cierto (no hay certeza), podría deducirse lógicamente que de no haber mediado el incumplimiento de la obligación o el hecho ilícito, la utilidad esperada se habría producido. En otras palabras, el daño se produciría al haber interrumpido o detenido el desarrollo normal de una serie de hechos que podrían verosímilmente ser una fuente de ingresos o ganancias para el afectado por el incumplimiento contractual o por el hecho ilícito(8). Es lo que la doctrina actualmente denomina “pérdida de chance”, pero hay que tener presente que dicha pérdida de la chance constituye por sí misma un daño cierto. En el caso del abogado que dejó perimir la instancia, la chance frustrada para su cliente es, sin duda, la posibilidad perdida de haber ganado el juicio. La chance configura un daño actual no hipotético, resarcible cuando implica una probabilidad suficiente de beneficio económico que resultó frustrada por el responsable y puede valorarse en sí misma, aun prescindiendo del resultado final incierto en su intrínseco valor económico de probabilidad (9). En definitiva, será el sentenciante quien deberá determinar si la posibilidad perdida constituyó una probabilidad cierta, fundada y suficiente, pero su apreciación no se funda en la ganancia o pérdida porque la frustración es propia de la “chance”que, por su naturaleza, es siempre de realización problemática(10). Estas probabilidades no son fijas ni certeras, pueden variar constantemente y las más de las veces dependen de las circunstancias particulares del hecho concreto. Las probabilidades de éxito deberán ajustarse a los antecedentes fácticos, la incidencia de la negligencia, los precedentes jurisprudenciales y otros elementos imponderables, que jugarán y tendrán vigor y algún efecto sobre el resultado. Esa es la chance(11). Vemos que la dificultad radica, sin duda, en lo referente a la determinación del <italic>quantum</italic> de la pérdida y si tiene o no relación directa con el monto pretendido en la demanda cuyo proceso ha perimido. Para la solución del problema, habrá que estar a cada caso en particular, ya que se requiere un examen razonado de las posibilidades de triunfo que en cada caso pudieron concurrir para tener por acreditada la medida de la frustración de la chance. Será el juez que conoce la acción de daños, el que deberá establecer cuál habría sido el resultado final de la causa perimida, realizando un cálculo de las probabilidades de vencer o de ser vencido que concurrían a favor o en contra del actor y, de conformidad con ellas o con lo efectivamente acreditado en el proceso de daños, fijará el monto de la indemnización. Normalmente este tipo de procesos se resuelve mediante una cuestión procesal. Efectivamente, si el daño no resulta probado, permanece como un hecho incierto y la carga de la prueba pasa a constituir una “regla de juicio” para el sentenciante, señalándole que, si quien tenía la carga de probar no lo hizo, debe acarrear las consecuencias disvaliosas del incumplimiento. Esto es, el rechazo de su pretensión resarcitoria. Sin embargo, la jurisprudencia no ha sido pacífica en aceptar esta solución, ya que aun en supuestos donde la pretensión incoada en el proceso que ha perimido no era tan fundada como la de su contraria, se ha resuelto que esa sola situación no basta para asegurar que la demanda estuviera destinada al fracaso, lo que supone, lógicamente, admitir que existía la chance de ganar el pleito y que su privación culposa por parte del profesional negligente que la patrocinó, originó –per se– un daño que debe ser resarcido(12). <bold>A manera de epílogo</bold> El tema de la responsabilidad civil de los abogados es complejo, a pesar de la actual regulación expresa que tiene el nuevo ordenamiento fondal en su art. 1768. La determinación de la naturaleza jurídica de la relación entre el abogado y su cliente será dirimente porque, si bien la doctrina mayoritaria consideraba que los letrados estaban obligados a cumplir su actuación con la diligencia adecuada (obligación de medios), no resulta tan claro, desde el punto de mira de la compleja actuación del profesional en el juicio, que puede haberse iniciado con una gestión de negocios, luego pasar a ser patrocinante y finalizar como apoderado, tranformándose en una obligación de resultado. Lo cierto es que la doctrina judicial que ha comenzado a escribirse con los nuevos precedentes será la que determine aquella naturaleza de la relación abogado-cliente, y esa definición nos llevará a poder determinar el factor de atribución (subjetivo u objetivo); y si es “subjetivo”, cuál es el correcto alcance de la culpa profesional&#9632; <html><hr /></html> *) Doctor en Derecho. Prof. Titular Cátedra “C” Derecho Privado VIII. Daños. UE Siglo 21, Córdoba. 1) Significa que lo pactado en los contratos tiene para las partes fuerza obligatoria. 2) Salvo que el afectado alegue imprevisión o abuso. 3) Ver nuestro El daño resarcible y el proceso civil. Edit. Mediterránea, Cba., 2013, pág.362. 4) Legón, Fernando. “Caracterización del vínculo entre el abogado y el cliente”, J.A., v. 56, p.430. Señala este autor que resulta vano querer bautizar con una figura determinada el conjunto de las distintas actividades desarrolladas por el abogado, por lo que es necesario fijar normas para la caracterización de cada caso. 5) No hace referencia al “riesgo” de la cosa, sino sólo al “vicio” de la cosa. 6) Destacamos que el novel ordenamiento entremezcla la posición de Bueres (Obligaciones de Medio y Obligaciones de Resultado) y la posición de Alterini, que incluye las Obligaciones de Resultado atenuado, por decirlo de alguna manera. 7) Acuña Anzorena, Arturo. Estudios sobre la responsabilidad civil, Editora Platense, La Plata, 1963, pág. 217. 8) Acuña Anzorena, Arturo. Estudios sobre la responsabilidad civil, Editora Platense, La Plata, 1963, pág. 218. En igual sentido Mazeaud, H. y L., Lecciones de Derecho Civil I, pág. 244, N° 219. 9) CNCivil, Sala “B”, “Murano H. c/ Eudeba”, La Ley, 1989-D,289 con cita de Bustamante Alsina. 10) CNCiv., Sala I, 2004/4/19. “Curuchet, Miguel y otro c/ L.Q.G.V. y otro”, La Ley del 29/6/04, p. 5. 11) Campagnucci de Caso, Rubén. “El daño resarcible y la pérdida de chance”, fascículo de Lexis Nexis 17/3/04, pág. 24. </page></body></doctrina>