<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold><italic>I. Sistemas de enjuiciamiento vigentes. Imposición obligatoria u optativa. Derechos fundamentales. Seguridad jurídica. Libertades fundamentales. Principio de legalidad, de inocencia, debido proceso. Principio de razonabilidad. Obligatoriedad y Orden Público.</italic></bold></intro><body><page><bold>1.</bold> Teniendo en cuenta la existencia de dos sistemas de juzgamiento en la etapa del juicio (CPP, arts. 361 2º § 3º supuesto, en función del 369 <italic>ibidem</italic>; 1 y 2 de la ley 9182, todos con arreglo al art. 162 de la Const. de la Pcia.), y siendo ambos previstos para el juzgamiento de delitos con penas privativas de la libertad de quince años o superiores (CPP, art. 369), en el caso se interpretan mínimos y máximos en abstracto. Por otra parte, el art. 2 de la ley 9182 es taxativo en cuanto menciona los tipos delictivos, aunque, al igual que aquél, la pena en abstracto para dichos tipos delictivos sigue siendo la de quince años privativa de la libertad o superiores, con la excepción de que la ley 9182 atiende al hecho de que este sistema de juzgamiento resulta aplicable a los funcionarios públicos acusados de delitos comprendidos en el fuero Penal Económico y Anticorrupción (art. 7, ley 9181). 2. Ahora bien, la ley 9182 asigna al tribunal la <bold>obligatoriedad</bold> (artº.2) de integrar la Cámara en colegio con jurados populares, lo cual significa que tal obligatoriedad también se transmite e impone al acusado, de manera tal que éste es despojado del derecho de <bold>optar</bold> por la aceptación o la renuncia; a decir verdad, se lo está privando de un derecho fundamental que es el derecho subjetivo individual de <bold>libertad</bold>, por el cual el hombre puede realizar o no ciertas acciones sin impedimentos imperativos impuestos por el poder estatal, que puedan afectar su libertad de decisión y de escoger sus fines y medios frente al riesgo de falta de seguridad jurídica. Todo ser humano debe tener una esfera de actividad personal protegida contra las injerencias de los poderes exteriores, en particular del ‘poder estatal’. La libertad consagrada en nuestra Constitución es la de ejercerla cuando se está ante determinaciones ajenas a la propia voluntad; es decidirse, con independencia de una presión o coacción externa. La libertad es el derecho que tiene todo hombre de desenvolverse, ejerciéndolo dentro y bajo la garantía de la ley, y que ésta guarde razonabilidad cuando sus disposiciones afecten derechos fundamentales. <bold>3. Derecho Fundamental o Derechos Fundamentales</bold> “son todos aquellos derechos subjetivos que corresponden <bold>universalmente</bold> a “todos” los seres humanos en cuanto dotados del “status” de personas con capacidad de obrar: entendiendo por derecho subjetivo cualquier expectativa positiva (de prestaciones) o negativa (de no sufrir lesiones) adscripta a un sujeto por una norma jurídica; y por “status” la condición de un sujeto, prevista asimismo por una norma jurídica positiva, como presupuesto de su idoneidad para ser titular de situaciones jurídicas y/o autor de los actos que son ejercicios de éstas” (Cfme. Ferrajoli, L., “Derechos y Garantías - La ley del más débil”, Ed. Trotta, 1999, pág. 37). El concepto hace referencia a la voz “universalmente” en el sentido puramente lógico y avalorativo de la cuantificación universal de la clase de sujetos que son titulares de los mismos (V.gr.: la libertad). Se expresa “derechos subjetivos”, porque éstos constituyen facultades o atribuciones que constitucionalmente se reconocen o se conceden explícita o implícitamente a todos los habitantes de la Nación; derechos a los que también suele denominárselos derechos humanos o derechos de la persona humana, y su titular puede hacerlos valer frente al Estado, a las organizaciones intermedias y demás personas. Decimos derechos subjetivos porque se subjetivizan en la persona humana. El derecho subjetivo –derechos del hombre– es algo propio del hombre, y agregamos para lo que aquí nos convoca, que son derechos subjetivos <bold>públicos</bold> ya que someten su raíz en la normatividad con que el constitucionalismo plasmó en sus textos a los derechos, cuando los reputó insertos en el campo del derecho público y en la relación jurídica de “Hombre-Estado”; en otras palabras, derechos públicos subjetivos son derechos del hombre positivizados en la normativa constitucional, pues alcanzan consagración y reconocimiento en el orden normativo de la Constitución y el resguardo y supremacía que ésta les confiere. <bold>4. Los Derechos Fundamentales</bold> o individuales o subjetivos que se le reconocen al hombre son y deben ser entendidos como libertades fundamentales del hombre. La realización de la libertad es una cuestión de hecho, en cuanto fáctica; pero cuestión de hecho no se contrapone a cuestión jurídica. Por eso, <bold>libertades del hombre y derechos del hombre</bold> son la misma cosa, porque unas y otras existen sociopolítica y jurídicamente en la medida en que se realizan, en que tienen efectividad. No es correcto –por ello– reducir la noción y la realidad de los Derechos Fundamentales a un mero programa que tiende a realizar libertades. <bold>Si éstas no se realizan, tampoco se realizan los derechos</bold> (Cfme. Bidart Campos, G. J., “La re-creación del Liberalismo”, pp. 54/55, Ed. Ediar, 1982). <bold>La libertad fundamental está constituida por todos los derechos subjetivos o individuales, principios e instituciones jurídicos, cuya intangibilidad garantiza la Constitución,</bold> vale decir, por todo lo que forma el objeto de la garantía constitucional. La libertad de carácter fundamental da seguridad jurídica a los aspectos concretos en que se manifiesta la personalidad humana, que son inevitables para la dignidad del hombre. <bold>Esta libertad jurídica fundamental consiste en la facultad de ‘elección acerca del ejercicio del derecho, es la facultad de elección de conductas jurídicamente posibles’</bold>. Entonces, si se cercena la libertad imponiendo obligatoriedad a la realización del juicio por jurados (popular o escabino), no hay derecho que garantizar, se mutila el principio de legalidad, el de seguridad, el de presunción de inocencia, el debido proceso y la defensa en juicio. La influencia de la Constitución en el proceso no ha de verse solamente como la cobertura que ofrece una norma esencial de un Estado respecto a la conformación de una estructura mínima de presupuesto y condiciones para tramitar adecuadamente un proceso, sino que debe trascender los espacios propios, va más allá de las soberanías resignadas al papel penetrante que tienen los tratados y convenciones sobre derechos humanos; se abandona el señorío y voluntad y se anteponen a las conveniencias políticas particulares del Estado. La voluntad que se protege no es particular sino la universal del hombre que quiere para sí y por sí, con independencia de los particulares contextos (vbgr.: los motivos, en la discusión parlamentaria, para la sanción de la ley 9182), sino que <bold>es el hombre que actúa para la realización de sí mismo como sujeto absoluto</bold>. Es así que el debido proceso es el derecho a la Justicia logrado en un procedimiento que supere las grietas que otrora lo postergaron a una simple cobertura del derecho de la defensa en juicio, por lo que no debemos hablar sólo de reglas sino de “principios”, los que desempeñan un papel propiamente constitucional, es decir constitutivo del orden jurídico. Expresa el Preámbulo de nuestra Constitución: “Asegurar los beneficios de la libertad”. Esta libertad necesita de la concurrencia de otros valores, vbgr., la seguridad jurídica, la justicia, etc. Es la libertad que encierra el concepto de la dignidad de la persona humana y obliga al Estado y a la sociedad a crear la posibilidad cierta y real para que el individuo desarrolle en plenitud sus derechos. 5. El proceso penal tiene una relación precisa con la Constitución, pues el Derecho Procesal Penal es el sismógrafo de la Constitución del Estado (Cfme. Roxin, C. “Derecho Procesal Penal”, pág. 10, Ed. Del Puerto, 2000), es decir que el reconocimiento de derechos fundamentales por un Estado es un criterio para medir el carácter autoritario o liberal de una sociedad; no debe olvidarse que en el procedimiento penal entran en conflicto el <bold>interés individual</bold> del acusado y el <bold>interés colectivo</bold>. La historia revela que en una sociedad autoritaria las garantías del debido proceso son ampliamente más reducidas que en una sociedad basada en la libertad de los ciudadanos, pues una reducción de los derechos y libertades fundamentales reconocidos en relación con el proceso importa una mayor desprotección <bold>(inseguridad)</bold> del <bold>principio de inocencia</bold>, el cual es una <bold>garantía</bold> esencial. Además, una mayor protección del no culpable suele aumentar la posibilidad de absolución de algún culpable. Por otra parte, en un esquema de arquetipos ideales se puede decir que las sociedades autoritarias, por lo tanto, pueden ser caracterizadas por un exiguo o nulo nivel de protección del <bold>principio de estricta legalidad</bold> y el <bold>principio de inocencia</bold>, aun a riesgo de condenar a un inocente. En ellas importa menos la sanción de culpabilidad real que el supuesto efecto intimidante de una pena aplicable a través de un proceso con cercenado nivel de garantías. Por el contrario, las sociedades basadas en la libertad asumen mayores riesgos de que un culpable no sea penado, pues sólo consideran legítima la pena de quien es <bold>verdaderamente</bold> (búsqueda de la verdad real) culpable y ponen en duda la legitimidad del efecto intimidante de la pena como única función del Derecho Penal. La extensión que se reconozca a las garantías del debido proceso penal tiene un efecto directo e inmediato sobre libertad y derechos individuales. Por ello debe sostenerse y profesarse un proceso penal orientado a la <bold>protección del principio de legalidad restricta</bold>, del de <bold>seguridad jurídica</bold> y del <bold>principio de inocencia</bold>, aun cuando puede reducir de una manera intolerable la eficacia del Derecho Penal. Ante este discurso se ha preferido una exaltación de los derechos de la necesidad de seguridad de la sociedad, de intolerancia a las garantías constitucionales, de reprobación o desautorización de jueces y fiscales (Ver <italic>infra</italic> nota Nº 2 de pie de página), lo cual tuvo su inicio con una convocada multitud guiada con el único objetivo de exigir severos e inflexibles cambios en la represión del delito. Así, por obra de aquella se efectuaron cambios procesales y penales, sobre todo a partir de las modificaciones desordenadas, lamentables y desenfrenadas realizadas sobre el Código Penal (Cfme. Gualda, Raúl A., ob. cit., su Prólogo). En este sentido, expresa Ferrajoli que “es la inadecuación estructural de las formas del Estado de Derecho a las funciones del <italic>“Welfare State”</italic> (Estado de Bienestar), agravado por la acentuación de su carácter selectivo y desigual que deriva de la crisis del Estado Social. Esta crisis ha sido frecuentemente asociada a una suerte de contradicción entre el paradigma clásico del Estado de Derecho, consistente en un conjunto de límites y prohibiciones impuestos a los poderes públicos de forma cierta, general y abstracta, para la tutela de los <bold>derechos de libertad</bold> de los ciudadanos, y el Estado Social, que, por el contrario, demanda a los propios poderes la satisfacción de derechos sociales mediante prestaciones positivas, no siempre predeterminables de manera general y abstracta, y por tanto, eminentemente discrecionales, contingentes, sustraídas a los principios de certeza y estricta legalidad y confiadas a la intermediación burocrática y partidista. Tal crisis se manifiesta en la ‘inflación’ legislativa provocada por la presión de intereses sectoriales y corporativos, la pérdida de generalidad y abstracción de las leyes y el desarrollo de una legislación fragmentaria, habitualmente bajo el signo de la emergencia y la excepción…el deterioro de la forma de la ley, la falta de certeza generalizada a causa de la incoherencia y la ‘inflación’ normativa y, sobre todo, la falta de elaboración de un sistema de garantías de los derechos… representan, en efecto, no sólo un factor de ineficacia de los derechos, sino el terreno más fecundo para la desintegración y la arbitrariedad… la crisis del derecho corre el riesgo de traducirse en una crisis de la democracia, porque equivale a una crisis del <bold>principio de legalidad</bold>, es decir, de la sujeción de los poderes públicos a la ley, en la que se fundan tanto la soberanía popular como el paradigma del Estado de Derecho. Y se resuelve en la reproducción de formas neoabsolutistas del poder público, carentes de límites y de controles” (Cfme. Ferrajoli, L., “Derechos y Garantías...”, ob. cit., pág. 16). La crisis referida marcó una tendencia a entender el proceso penal en conexión con la mal llamada “eficiencia de la persecución penal”, invasiones de ámbitos y conflictos entre los poderes que, desde hace años, dividen a nuestro país, a la opinión pública de acuerdo con lógicas de polarización, envenenan el debate sobre la justicia, impiden la confrontación racional y amenazan con denigrar en forma popularizada la función judicial, predicándose un “perverso” garantismo. Al contrario y a decir verdad, el garantismo, como conjunto de principios axiológicos racionalmente compartidos, es la única respuesta posible a la crisis y el único punto de encuentro entre función judicial y política; de hecho, las fuentes de legitimación de la función judicial se identifican completamente con el sistema de las garantías, es decir, de los límites y de los vínculos, el primero de los cuales es la <bold>estricta legalidad penal</bold> dirigida a reducir en la mayor medida posible la irracionalidad. Son las <bold>garantías</bold> las que marcan la frágil frontera entre función judicial propiamente dicha –que es el instrumento de defensa de la legalidad y de tutela de los derechos–, y los poderes judiciales “impropios”, como lo es la inadmisible <bold>obligatoriedad</bold> de los jurados populares (ley 9182). Las garantías penales y procesales son las precisas técnicas que no sólo limitan los poderes de los jueces, sino que también los anclan a su función cognitiva. Hay una aparente paradoja en la validez política del principio de estricta legalidad penal y procesal penal. La legislación puede realizar la reserva absoluta de ley en materia penal y procesal, que está en las prerrogativas parlamentarias y, por lo tanto, de la mayoría de gobierno, siempre y cuando no sea sólo condicionante sino también condicionada: en otras palabras, siempre y cuando se subordine a la obligación constitucional del <bold>principio de legalidad</bold> y al <bold>principio de razonabilidad</bold>. <bold>6.</bold> Frente a la arbitrariedad del poder del Estado, el valor y <bold>principio de seguridad</bold> (CN, artº. 75 inc. 22 en función de los artsº. 7 inc 1º, CADH, <italic>“Toda persona tiene derecho a la libertad y a las seguridades personales”; 1, DADyDH, “Todo ser humano tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”; 3, DUDH, “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”; y 9 inc 1º, PIDCyP, “Todo individuo tiene derecho a la libertad y a las seguridades personales…”)</italic>, junto con el de aseguramiento de los ámbitos individuales de libertad, fue el principal motor de surgimiento y conformación del Estado de Derecho. “La seguridad jurídica respecto al Derecho no es otra cosa que la previsibilidad de las consecuencias jurídicas de los comportamientos de los individuos. Desde la perspectiva individual, la inseguridad imposibilita además una planificación racional de la propia actividad de la persona sometida a proceso y la tranquilidad mínima existencial que exige la dignidad de la persona, de manera tal que el principio de legalidad, cauce del valor de la seguridad, opera como <bold>garantía</bold> de toda acción penal y procesal penal, permitiendo que cada cual sepa o al menos pueda saber sin temor que no será sometido a iniquidades o arbitrariedades…” (Cfme. López de Oñate, “La certeza del Derecho”, pág. 74); pero sí existe previsibilidad temida o sospechada o dudosa, por el sometimiento obligatorio a un sistema de enjuiciamiento (ley 9182), de que sus consecuencias jurídicas son más negativas por la propia gravedad del procedimiento imperativamente impuesto que si se lo sometiera al otro sistema, también vigente, en el que ejerciendo libertad de decidir se puede optar o renunciar a él (CPP, artº. 361 y 369), “pues no hay peor <bold>inseguridad</bold> que la referida al Derecho Penal o procesal penal; ver en la certeza la específica eticidad del Derecho, es ver la necesidad de que la certeza se sintió antes que en ninguna otra parte en el marco del Derecho penal, por la peculiar fisonomía de esta rama jurídica y que se expresó en la máxima <italic>“nullum crimen, nulla poena sine praevia lege”</italic> (Cfme. López de Oñate, ob. cit., pág. 77). Es evidente que el valor de la seguridad incondicionalmente se asienta a través del <bold>principio de legalidad</bold> y de la <bold>máxima de razonabilidad</bold>. <bold>7.</bold> No es necesaria una demostración especial de que ello tiene una repercusión directa en la definición del núcleo de los derechos garantizados como intangibles en el catálogo de las libertades y derechos fundamentales o derechos humanos o individuales o subjetivos, y sobre todo en aquel que constituye un punto neurálgico del sistema del Derecho Procesal Penal liberal: <bold>presunción de inocencia</bold>. El estado jurídico de inocencia garantiza la libertad, la verdad, la seguridad y la defensa social, frente al arbitrio del Estado. Al respecto expresa Ferrajoli: “Este principio fundamental de civilidad es el fruto de una opción garantista a favor de la tutela de la inmunidad de los inocentes, incluso al precio de la impunidad de algún culpable. Al cuerpo social le basta que los culpables sean generalmente castigados, escribió Lauzé di Peret, ‘pero es su mayor interés que todos los inocentes sin excepción estén protegidos’. Es ésta la opción sobre la que Montesquieu fundó el nexo entre libertad y seguridad de los ciudadanos: la libertad política (civil) consiste en la ‘seguridad’ o al menos en la convicción que se tiene de la propia ‘seguridad’, y dicha ‘seguridad’ no se ve nunca tan atacada como en las acusaciones públicas o privadas; de modo que cuando <bold>la inocencia de los ciudadanos no está asegurada, tampoco lo está su libertad</bold>. En consecuencia –si es verdad que los derechos de los ciudadanos están amenazados no sólo por los delitos sino también por las penas arbitrarias–, <bold>la ‘presunción de inocencia’ no es sólo una garantía de ‘libertad y de verdad, sino también una garantía de seguridad’ o si se quiere de defensa social: de esa ‘seguridad específica’ ofrecida por el Estado de Derecho y que se expresa en la ‘confianza’ de los ciudadanos en la justicia; y de esa específica defensa que se ofrece a éstos frente al arbitrio punitivo </bold>(el destacado en negrita nos pertenece). Por eso, el miedo que la justicia inspira a los ciudadanos es el signo inconfundible de la pérdida de legitimidad política de la jurisdicción y a la vez de su involución irracional y autoritaria (obligatoriedad de imposición del jurado –lo expresado entre paréntesis nos pertenece–). <bold>Cada vez que un imputado inocente tiene razón para temer a un juez –o al jurado–</bold> (lo consignado entre guiones nos pertenece), <bold>quiere decir que éste se halla fuera de la lógica del Estado de Derecho: el miedo, y también la sola desconfianza y la no seguridad del inocente, indican la quiebra de la función misma de la jurisdicción penal y la pureza de los valores políticos que la legitiman”</bold> (Cfme. Ferrajoli, L., “Derecho y Razón”, pp. 549/550, Ed. Trotta, 1995). <bold>El principio de presunción de inocencia</bold> es elevado por Carrara a “postulado” fundamental de la ciencia procesal y presupuesto de todas las demás garantías del proceso (Cfme. Carrara, F., “Opúsculos de Derecho Criminal”, T. V, pág.14/5, Ed. Temis, 1980). <bold>8.</bold> Los derechos no son absolutos sino relativos, aunque están sujetos a una razonable limitación reglamentaria (CN, artº. 28) que es lo que se procuraba al sancionarse la ley 9182; sin embargo, ésta no ha logrado resistir los embates de la máxima de razonabilidad o proporcionalidad (1), pues los derechos fundamentales son derechos individuales de libertad, ya que presentan una naturaleza cuyos preceptos se fundamentan en el derecho individual de libertad que se origina en el carácter personal del ser humano y su dignidad como persona; sólo del derecho de libertad se originan otros derechos. Ello no obsta a limitaciones de los derechos fundamentales o subjetivos o individuales o humanos, lo cual únicamente ellas son admisibles con la condición de que no lleguen a afectar o alterar la existencia misma de libertad y derechos, pues es el propio artº. 19, y 75 inc 22 de la CN, y 12 inc 3º, PIDCyP, los que autorizan la limitación de la libertad y derechos subjetivo o individuales por las causas de: a) orden público; b) moral pública; y c) derechos de terceros. <bold>9.</bold> El Estado debe legislar de manera tal de garantizar el deber insoslayable de respetar y asegurar la inviolabilidad del hombre, en cuanto ser libre capaz de decidir sus propias acciones y de escoger sus propios fines y medios, indispensable para que pueda obrar como un ser naturalmente investido de <bold>libertad y dignidad</bold>. Expresa Montesquieu: “La libertad política (libertad civil) consiste en la <bold>seguridad</bold> o al menos en creer que se tiene la seguridad. Esta seguridad no puede estar más expuesta y comprometida que en las acusaciones públicas. Por consiguiente, de la ley criminal depende principalmente la <bold>libertad</bold> del ciudadano”; y agrega: <bold>“La libertad de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su ‘seguridad’; para que esta libertad exista, es necesario un Estado tal que ningún ciudadano pueda temer a otro o al mismo Estado </bold>–el destacado en negrita nos pertenece–. Al conjunto de las condiciones que posibilitan la inviolabilidad del ser humano y la que presupone la eliminación de toda arbitrariedad y violación en la realización y cumplimiento del derecho por el aserto y sanción eficaz de sus determinaciones, creando un ámbito de vida jurídica en la que el hombre pueda desenvolver su existencia con pleno conocimiento de las consecuencias de sus actos y por consiguiente con verdadera libertad y responsabilidad” (Cfme. Montesquieu “El espíritu de las Leyes”, Libro XII, Cap. II, pág. 234). La <bold>seguridad</bold> es la condición sin cuya existencia resulta imposible la manifestación y el cabal desarrollo del individuo, a fin de que ninguna persona humana, en ningún movimiento del tiempo, pueda ser apartada de la esfera del derecho. La Constitución se ha hecho no sólo para dar libertad a los hombres; se ha hecho también para darles seguridad porque se ha comprendido que sin seguridad no puede haber libertad (Sarmiento) y esta libertad es a la que el hombre apela para reivindicar, defender, promover y ejercer sus derechos subjetivos o individuales. Así, afirma Sánchez Viamonte que “para la manifestación de la personalidad y para su pleno desarrollo se necesita un conjunto de condiciones que consagren su inviolabilidad; a ese conjunto de condiciones se le llama seguridad y corresponde a una cualidad esencial de la personalidad humana: la dignidad. La seguridad consiste, pues, en la inviolabilidad de la persona física, de su defensa en juicio, etc.” (Cfme. Sánchez Viamonte, C., Manual de Derecho Constitucional, pág. 133, Ed. Kapeluz, 1959). La seguridad jurídica crea el clima que permite al hombre vivir como hombre, sin temor a la arbitrariedad y a la represión, en el pleno y libre ejercicio de los derechos y prerrogativas inherentes a su calidad y condición de tal. Mediante la seguridad se trata de garantizar la libertad y derechos subjetivos o individuales contra el arbitrio de la justicia penal, contra las jurisdicciones excepcionales, contra las penas arbitrarias, contra las acechanzas del procedimiento, etc. Por ello entendemos que el ideal consiste en el equilibrio armónico entre libertad, derechos subjetivos o individuales y los derechos de la sociedad, es decir entre el interés del individuo y el interés de la sociedad. Ni el absolutismo del individuo que desemboca en la anarquía y el caos, ni la omnipotencia del Estado y la sociedad, que es el clima del totalitarismo. Pues la ley 9182 que dispone la obligatoriedad del juicio por jurados está motivada en oposición a la defensa del interés individual, porque no hay un interés social o bienestar general o común que esté en peligro que haga pensar que la protección del interés individual es atentar contra el <bold>orden público</bold>. Pero, cuidado, que imponer <bold>obligatoriedad</bold> es un fin (de obtención de la verdad sea cual fuere) que justifica los medios (sistema de enjuiciamiento obligatorio en el que el jurado juzgue conforme a sus sentimientos). Precisamente, de la lectura de la discusión parlamentaria de la ley 9182 se desprende que el juicio por jurados se instituye por la falta de crédito de la sociedad en la función judicial y por la inseguridad (2), no como <bold>garantía de libertad</bold> y derechos subjetivos o individuales de las personas acusadas de delitos. Por el contrario, al establecer el jurado popular por ley y obligatoriamente, por lo cual se le dio el carácter de imperativa, se incurrió en un grave error al aludirse al <bold>orden público</bold> (artº. 55, ley 9182); ello se desprende de la interpretación literal del mismo artículo, pues su contenido es símil al derogado Código Civil, artº. 5, ley 17711; y hace referencia al interés general relativo a la libertad patrimonial o de la autonomía de la voluntad (CC, artº. 1197) de los particulares, y no a la <bold>libertad</bold> y a los derechos que de ella derivan: los Derechos Fundamentales o subjetivos o individuales; al principio de estricta legalidad, al estado jurídico de inocencia, del debido proceso y la defensa en juicio. Si <bold>la presunción de inocencia</bold> no tuviera resguardo; si la libertad de la persona no tuviera defensa; si el error de la mente y las pasiones del ánimo que pueden adulterar la aplicación de la ley procesal o penal, no tuvieran un correctivo tan eficaz como lo comporte la naturaleza humana, diarias violencias e injusticias se verificarían en el ejercicio de un poder intrínsecamente legítimo y que llegaría a obrar en sentido opuesto a los fines de su natural institución. Pero por grande que sea el interés general, cuando un derecho de libertad se ha puesto en conflicto con atribuciones de una rama del poder público, más grande y más respetable es el de que se rodee ese derecho individual de la formalidad establecida para su defensa; la libertad es el arca sagrada de todas las libertades, de todas las garantías individuales. El despotismo es tan contrario como la demagogia al estado de paz. <bold>10.</bold> Todo lo contrario a la ley 9182, el CPP, artsº. 361 2º § 3º supuesto, en función del 369 <italic>ibidem</italic>, reconoce al individuo –en el caso, al acusado– ejercer la <bold>libertad</bold>, derechos y sus garantías, es decir que la ley adjetiva razonablemente otorga un plazo de dos días para que se haga uso de la libertad y del derecho subjetivo o individual, es decir, de la libertad de optar por el sistema de juzgamiento de Jurado Escabinado o Tribunal en Colegio (CPP, artsº. 361 2º § 2º supuesto 2ª disposición y 34 <italic>ter ibidem</italic>) o bien renunciar –sobre esta voz ampliaremos <italic>infra</italic>– al CPP artsº. 361 en función del 369 y 34ter inc.3º Ibíd., con arreglo a los delitos cuya pena privativas de la libertad en abstracto sea la de quince años o superior. Pero debemos hacer una observación deóntica: que el CPP, artsº. 361 2§ 3º Supuesto y 369 § 1º, si bien admite aquel <bold>derecho de optar</bold> dado al acusado, también se lo otorga al Querellante Particular y al Ministerio Público Fiscal, lo cual hace contradictorio entre ellos el enunciado de los preceptos referidos, pues estos dos últimos sujetos procesales no tienen un principio en el que respaldar un supuesto derecho que, a decir verdad, no tienen (Cfme. Gualda, Raúl Alejandro, ob. cit, nota Nº 43 de pie de página). <bold>II.</bold> En sus orígenes históricos se consagró como uno de los derechos primordiales de todo ciudadano el de ser juzgado por sus propios jueces, según sus propias leyes. De aquí nace la prohibición constitucional que significa que ningún poder, ni autoridad, ni persona, cualesquiera sean, pueden imponer una pena, ya a la persona, ya sobre los bienes, sin juicio previo... ni sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa ni juzgado por comisiones especiales. La ley ha querido destacar que <bold>todo hombre tenga su propio juez, emanado de la soberanía de la que forma parte</bold>, dotado de poderes para hacer justicia, y pueda acudir ante él cuando sus derechos sean vulnerados, creando así la jurisdicción; y que ningún hombre libre pueda ser penado sino en virtud de sentencia judicial de sus pares o por la ley del país. Así lo establecía el artº. 39 de la Carta Magna del 15 de junio de 1215: <italic>“Ningún hombre libre será tomado o aprisionado, desposeído de sus bienes, proscrito o desterrado, o de alguna manera destruido; No nos dispondremos sobre él, ni lo pondremos en prisión, sino por el juicio legal de sus pares, o por la ley del país”</italic>. Posteriormente, la Declaración de Derechos del Estado de Virginia de 1776, en su sección VIII, establecía que <italic>“ningún hombre puede ser justamente privado de su libertad sino por la ley de la tierra o el juicio de sus pares”</italic>. Lo expuesto lleva a interpretar que se estaría en presencia de un derecho y garantía para las personas acusadas de delitos, pero también se advierte que hay derecho a optar: por la ley del reino o por sus pares, ya que el signo de puntuación “coma” (,) y luego la conjunción disyuntiva “o” denota diferencia, separación o alternativa entre dos o más personas, cosas o ideas. <bold>III. Obligatoriedad, Opción, o Renunciar a la ley. Orden Público. Libertad. Imparcialidad</bold> <bold>1.</bold> Precedentemente hemos hecho referencia a la libertad y a los derechos fundamentales o subjetivos o individuales; así también, a dos sistemas de enjuiciamiento que difieren en cuanto uno lo impone como obligatorio (artº. 2, ley 9182), en tanto el otro lo asigna como opcional (CPP, artsº. 361 2º § 3º Supuesto, en función del 369). Ahora nos preguntamos: ¿Puede el acusado <bold>renunciar</bold> al derecho a ser juzgado por sus pares a los que designamos como derecho y garantía implícitos, y que la ley (9182) se lo impone imperativamente? Pensamos y sostenemos que sí, pues no hay razón alguna que impida que el acusado libremente renuncie al jurado popular (artsº. 2 y 4 de la ley 9182) o acepte ser juzgado por un tribunal colegiado técnico integrado con dos “legos” (escabinado) –CPP, artsº 361 § 2º, 3º Supuesto, en función del 369–, o bien opte por el tribunal colegiado (CPP, artsº. 361 1º § y 2º § 1º Supuesto). No se advierte motivo suficientemente válido para que el acusado no pueda renunciar al jurado (cualquiera que éste sea), pues el jurado, por su misma naturaleza, puede ser “renunciado” por los beneficiarios si lo desean (Patton v. U.S., 281 U.S. 276, 1930; U.S. v. National City Lines, 334 U.S. 573, 1948; Reid v. Covert, 354 U.S. 1, 1957) -Cfme. Gualda, R.A., ob. cit., nota nº 16 de pie de página, pp. 54/5-. Con arreglo a la CN, artsº. 24 <italic>in fine</italic>, 75 inc.12 y 118, entendemos que existe una fundada razón <bold>política e institucional</bold> para la terminación por jurados los juicios penales tramitados en todo el país, al menos cuando el acusado “opte” por ellos, aun cuando constitucionalmente se establece como una garantía individual (Cfme. Clariá Olmedo, J., “Tratado de Derecho Procesal Penal”, Tº II, pág. 55, Ed. Ediar, 1960). Garantía que son todas aquellas seguridades y promesas que otorga la Constitución, al Pueblo y a todos los hombres, de que