<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold>SUMARIO: 1. El proceso de recodificación. 2. Recepción de la figura en proyectos anteriores de reforma. 3. La incorporación de la figura al Proyecto 2012. 4. Crítica </bold></intro><body><page><bold>1. El proceso de recodificación</bold> El Poder Ejecutivo Nacional ha enviado al Parlamento un Proyecto de Nuevo Código Civil y Comercial de la Nación, con el objeto de proponer una vez más la unificación del derecho privado interno, anhelo que en nuestro país tiene vieja data. Una iniciativa de esta envergadura es una faena mayúscula y no puede ser la obra de unos pocos especialistas, sino la labor del conjunto, precedida por una amplia difusión, que llegue a todos los sectores interesados de la comunidad para evitar que la mutación que se propone sea traumática o sorpresiva en mengua de los intereses particulares que son los que, en definitiva, se trata de salvaguardar. La variedad de los temas que deberían incorporarse a un texto legislativo de tamaña vastedad demanda una empresa que supone, a no dudarlo, una ciclópea labor de eruditos no sólo en temas jurídicos sino en las más diversas ciencias conectadas al Derecho. Entraña una obra interdisciplinaria que no puede estar sujeta a plazos perentorios ni a contenidos predispuestos. Ellos deben ser fruto de amplios debates y consensos. No creemos con Natalio Irti(1) que sea ésta la “era de la decodificación”; lo desmienten los movimientos que a nivel mundial y regional intentan, con ingentes esfuerzos, dotar con obras supranacionales una sistematización global del derecho privado. Vayan como ejemplos de casos de Unidroit(2), el Código Europeo de los Contratos(3), el Proyecto Gandolfi(4), y entre nosotros, los aportes que al respecto se hacen desde el Mercosur. Tampoco negamos que las leyes son por naturaleza superables, sustituibles, permanentemente adaptables a las novedosas realidades que la sociedad impone; pero cuando se abordan empresas de esta trascendencia, es desaconsejable actuar con prisas, omitir opiniones autorales y jurisprudenciales acendradas en décadas, omitir codificaciones señeras en la materia que constituyen precedentes cumbres de la literatura jurídica, soslayar elementales reglas de técnica legislativa(5), o correr el peligrosísimo riesgo de que distintos autores asuman la propuesta de aspectos ligados a un mismo tópico, como parece haber ocurrido en este caso. El que se propone abrogar no es –como se ha sostenido– el Código de Dalmacio Vélez Sársfield, sino el Código Civil argentino, un genuino producto histórico-cultural resultante de sucesivas reformas, derogaciones parciales y leyes complementarias impulsadas a lo largo de casi un siglo y medio de vigencia. El cambio presupone entonces que bibliotecas enteras de doctrina y jurisprudencia queden virtualmente convertidas en cenizas, reduciendo a la nada las eruditas interpretaciones, cotejos y análisis comparativos que hicieron los tribunales y elaboraron las inigualables plumas de Machado, Segovia, Salvat, Lafaille, Orgaz, Llambías, Borda o Spota. Más de una centuria de labores ceñidas a un ya desaparecido rigor científico quedarán reducidas a polvo, sin que podamos avizorar cuál es la necesidad real y determinante que impone la sustitución que se impulsa. Y esto, entiéndase bien, sin mengua de reconocer que los Códigos Civil y Comercial vigentes pueden requerir retoques, actualizaciones, adaptaciones a una realidad cambiante y a una ciencia que inexorablemente avanza como es el Derecho Privado en general. Pero tal reconocimiento no alcanza para convencernos de que deba ser derogado en bloque el cuerpo legislativo que tenemos(6), olvidando la versación de su contenido muchas veces adelantado a su tiempo, la pervivencia de muchas de sus instituciones, la erudición y el sustento de sus inigualables notas al pie. Los ejemplos que suministra el derecho comparado de países de respetable cultura jurídica que abordaron un proceso de recodificación, es decir de sustitución de un Código Civil vigente por otro nuevo, demuestran que esta tarea requirió largos años de paciente y erudita elaboración, agotadoras faenas de comparación, ineludibles consultas a otras fuentes legislativas, hasta que finalmente pudieron ver cristalizado el ansiado proyecto de un nuevo cuerpo normativo. Incluidos en ese grupo están los supuestos de Italia en 1942, Portugal en 1966(7), Holanda en 1992, o Quebec en 1994, por mencionar algunos de los más trascendentes cuerpos legislativos de reciente generación(8). Desde esa perspectiva, no puede perderse de vista que el texto que se proponga debe tener la virtualidad de permanecer inalterable en el tiempo, descartando los riesgos siempre perniciosos de prontas reglamentaciones o modificaciones. Quienes han asumido la honorable pero igualmente delicada tarea de recodificar nuestro derecho privado no deberían olvidar aquellas sabias Máximas que el uruguayo Eduardo Couture dirigiera a los abogados, en especial la 7a: “Ten paciencia: en el derecho, el tiempo se venga de las obras que se hacen sin su colaboración”. Un estudio serio y reflexivo del Proyecto que actualmente estudia el Parlamento requiere también de un análisis detenido y de un tiempo inexorable, sin premuras de ninguna especie, de un abordaje detenido que se impone indispensable por parte de todos los sectores sociopolíticos representados en su seno, que fructifique en observaciones atinadas, en aportes provechosos en pos del objetivo impulsado. Nuestra tarea, en los acotados límites de este comentario, no se impone objetivos tan ambiciosos; se resigna a formular una apretada síntesis de los antecedentes de un tópico en especial, reflexionando acerca de su incorporación y del alcance que se ha dado a su configuración como supuesto ablativo del negocio. <bold>2. Recepción de la figura en proyectos de reforma anteriores</bold> En nuestro país hubo varios intentos de incorporar la frustración del fin del contrato al derecho positivo. Veamos: <bold>a. Proyecto de Unificación a la Legislación Civil y Comercial de 1987</bold> El Proyecto de Unificación de la Legislación Civil y Comercial de 1987(9) tuvo el mérito(10) de consagrar por vez primera en el derecho argentino la vicisitud analizada. Se propusieron entonces las siguientes modificaciones: 1. Un agregado al primer párrafo del art. 1197 del Código Civil que quedaría redactado como sigue: “Las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la que deben someterse como la ley misma, si las circunstancias que determinaron para cada una de ellas su celebración, y fueron aceptadas por la otra o lo hubieran sido de habérseles exteriorizado, subsisten al tiempo de la ejecución.” Las notas explicativas del Proyecto, aunque ostensiblemente escuetas, declaran que el principio vinculante contenido en la primera parte de la norma continúa vigente, aunque modificado al receptar la doctrina de la base del negocio de filiación germana. La expresión incorporada no indica qué consecuencias tendría la alteración de las circunstancias, aunque es evidente que el acuerdo ya no podría obligar “como la ley misma”, habilitando así el camino a la adaptación del negocio y provocando entonces un innegable debilitamiento de la fuerza obligatoria del contrato(11). Desde otro ángulo, el texto deja dudas si se aplica a los dos supuestos que diferenciara Larenz en la base del negocio: la objetiva, formada por el conjunto de circunstancias cuya existencia y permanencia presupone el acuerdo, sépanlo o no los contratantes, ineludibles para preservar la equivalencia prestacional y alcanzar la finalidad negocial; y la base subjetiva, constituida por las representaciones mentales de las partes existentes al perfeccionar el acuerdo que determinan su voluntad e inducen a celebrar el contrato. El agregado al art. 1197 sólo alude a las circunstancias, pero no a las representaciones mentales, y las notas explicativas sólo refieren a la incorporación de la doctrina de las bases, sin distinguir entre cada una de ellas. La distinción acusada por Larenz(12), superando las críticas formuladas a Windscheid(13) y a Oertmann, de amplísima difusión doctrinaria, tornan imperdonable esta laguna del Proyecto. Por otro lado, no puede disculparse la omisión de calificar la alteración de las circunstancias como de carácter extraordinario e imprevisible, sobre todo porque es un texto de carácter general que precede al art. 1198 que regula la imprevisión, y al 1204, inc. 1, apartado 6, que consagra la frustración del fin, vicisitudes ambas que requieren hechos sobrevenidos de esa naturaleza. Finalmente hay que destacar en este primer agregado propuesto, la orfandad manifiesta en materia de requisitos de procedencia y de efectos de la desaparición de la base negocial. Esta grave falencia impide precisar, por ejemplo, si la vicisitud genera una acción por revisión o resolución, si se permite oponerla por vía de acción o de excepción, y cuáles son las consecuencias para las partes involucradas. La falta de precisión termina concediendo una amplísima facultad a los jueces para adoptar, en cada caso concreto, la solución que les parezca más equitativa, con evidente mengua a la seguridad jurídica, y ostensible peligro de caer en las tantas veces criticadas soluciones de equidad(14). 2. Por otro lado, se propuso un agregado en el art. 1204, inc. 1, apartado 6, que consagra específicamente la frustración del fin en estos términos: “[...] La resolución puede también ser declarada: 1. Por frustración del fin del contrato, siempre que tal fin haya sido conocido o conocible por ambas partes, que la frustración provenga de causa ajena a quien la invoca, y no derive de un riesgo que razonablemente tomó ésta a su cargo en razón del sinalagma asumido [...] En estos casos la resolución se producirá al comunicarse fehacientemente la manifestación que la declare, sin perjuicio de las indemnizaciones que correspondieran”(15). Este primer intento de incorporación legislativa de la figura en nuestro derecho positivo fue pasible de variadas críticas. En cuanto a su metodología se ha señalado(16) el desacierto de haberla incorporado en el art. 1204, destinado a regular la resolución por incumplimiento y por imposibilidad definitiva o temporaria, figuras que deben diferenciarse de la analizada. Más correcto hubiera sido tratarla inmediatamente después de la excesiva onerosidad en el art. 1198, con la que presenta una mayor afinidad, e integra uno de los dos supuestos de alteración de la base objetiva del negocio(17). Además, no se especifica cuál es el ámbito de aplicación de la figura(18). Debió al menos precisarse la necesidad de que se trate de un contrato bilateral, oneroso y de cambio, pues la frustración afecta el sinalagma funcional, esto es, la normal y efectiva realización de la función de intercambio del acuerdo. La norma exige los siguientes requisitos constitutivos: a) Que el fin haya sido conocido o conocible por ambas partes. No sólo no se especifica qué debe entenderse por “fin del contrato”, sino que además parece insuficiente que la finalidad haya sido conocida o sea cognoscible por ambas partes, pues la figura exige un propósito práctico, básico y elemental expresado en el contrato, aceptado por ambas partes o, al menos, no rechazado, a punto tal que influya en su determinación, integrando el contenido del acuerdo concertado. De lo contrario, podrían incluirse casos de condiciones no desarrolladas o desenvueltas, aquellas que justificaron la crítica de Lenel(19) a las tesis de Windscheid y Oertmann, y que no pueden subsumirse en la vicisitud de la frustración del fin (por caso, la compra del ajuar para un matrimonio que luego no se celebra). b) La frustración debe provenir de causa ajena a quien la invoca. Algunos han opinado que hubiera sido conveniente que se exigiera la imprevisibilidad absoluta del hecho frustrante (extraordinario e imprevisible) como se requiere para la excesiva onerosidad, pues ambas vicisitudes participan de este recaudo inexorable(20). c) Que el malogro no derive de un riesgo tomado a cargo por quien lo invoca en razón del sinalagma asumido. Es decir, que no derive del álea propia de todo negocio jurídico bilateral y oneroso. Respecto a los efectos, fue desacertado que éstos se reduzcan a la resolución y es también equivocada la forma de ejercitarla: la vía extrajudicial mediante comunicación fehaciente del perjudicado. Es desmesurada una simple y exclusiva declaración para resolver, máxime en este supuesto en el que no hay culpa imputable de las partes. Más apropiado hubiera sido prever que tal desenlace se declare en el marco de un procedimiento judicial, sobre todo si se repara en que este Proyecto lo fijó para la excesiva onerosidad sobreviniente(21). Igualmente criticable resultó, a nuestro juicio, la alusión formulada en la última parte del artículo relativa al derecho de las partes a solicitar “las indemnizaciones que correspondieren”, expresión no sólo imprecisa por cuanto no indica cuáles son, sino inadecuada, puesto que la frustración no genera la obligación de indemnizar daños, sino solamente la de restituir gastos, en atención a su fundamento y las causas que la generan(22). <bold>b. Proyecto de la Comisión Federal (Cámara de Diputados de la Nación) de 1993</bold> La resolución 503/92 de la Cámara de Diputados de la Nación creó la Comisión Federal encargada de elaborar un proyecto de reformas al Código Civil, que obtuvo media sanción de dicha Cámara el 3 de noviembre de 1993, siendo remitido en revisión al Senado de la Nación. El Proyecto de la Comisión Federal(23) mantuvo el tratamiento de la figura, incorporándola al art. 1200, tercer párrafo, en los siguientes términos: “Hay frustración del fin del contrato cuando los fines de dicho acto no pueden alcanzarse, debido a una alteración de las circunstancias existentes al tiempo de su celebración, sobrevenidas por causas ajenas a las partes y, en todo caso, al riesgo asumido por la parte afectada. Tal alteración de las circunstancias ha de determinar la pérdida del interés que asiste al acreedor en el cumplimiento de las prestaciones, aunque éstas puedan ser de posible realización. La parte perjudicada podrá resolver el contrato comunicando su decisión a la otra parte en forma fehaciente. La resolución tendrá efectos retroactivos, salvo que se trate de prestaciones divisibles y equivalentes cumplidas, en cuyo caso ellas quedarán firmes. La parte que provoca la extinción del acto debe reintegrar a la contraparte los gastos que ésta hubiera realizado, sin perjuicio de que los jueces puedan reducir equitativamente el monto de dichas erogaciones, cuando la aplicación estricta de esta norma conduzca a notorias injusticias”. La norma que se postuló entonces superó varias de las críticas que se le formularan al proyecto del ‘87. En primer término, mejora la metodología, en cuanto regula la figura en el artículo inmediato posterior al que trata la excesiva onerosidad sobreviniente (art. 1199), instituto con el que la frustración del fin, ya dijimos, tiene semejanzas, por lo que parece atinada su consagración cercana. Elimina la ambigüedad del texto anterior que requería que el fin de las partes fuera “conocido o conocible”, expresión que fue objeto de acertadas críticas doctrinarias. Fue elogiable la referencia expresa al modo como debe incidir en el negocio la transformación de las circunstancias: “determinar la pérdida del interés que asiste al acreedor en el cumplimiento de las prestaciones”(24). Esta previsión justificó el efecto resolutorio que provoca la vicisitud(25), aunque debió incluirse también la modificación por revisión. Limitó acertadamente la legitimación para peticionar la resolución por frustración “a la parte perjudicada”, esto es, el acreedor de la prestación devenida carente de razón de ser o sentido. Aunque debió ser más explícito que el único perjudicado podía ser el acreedor y nunca el deudor. También fue acertada la mención expresa a que la prestación debe ser aún de realización posible pese al desinterés del acreedor en el cumplimiento. Respecto de los efectos, nos parecen acertados la resolución retroactiva de alcance limitado –no afecta las prestaciones divisibles y equivalentes ya cumplidas– y el deber del acreedor a reintegrar los gastos, aunque debió aclararse que éstos serían sólo los indispensables para cumplir la prestación. Como objeciones pueden señalársele: No precisa, como el proyecto precedente, el concepto de “fin del negocio”, el ámbito de aplicación de la figura, ni requiere que el hecho frustrante tenga carácter imprevisible. Insiste en el mecanismo resolutorio por vía extrajudicial. <bold>c. Proyecto de la Comisión del Poder Ejecutivo Nacional de 1993</bold> El Poder Ejecutivo Nacional creó por decreto 468/92 una comisión encargada de elaborar un Proyecto de Unificación de las Obligaciones y Contratos(26), remitido al Senado de la Nación para su consideración en 1993. Incluye la vicisitud que estudiamos en su art. 943, en los siguientes términos: “La frustración de fin del contrato faculta a la parte perjudicada a resolverlo. Ello acaecerá cuando por un acontecimiento anormal, sobreviniente, ajeno a la voluntad de las partes, no provocado por alguna de ellas y no derivado del riesgo que la parte que la invoca haya tomado a su cargo, se impidiere la satisfacción de la finalidad del contrato que hubiese integrado la declaración de voluntad. Las prestaciones realizadas por cada una de las partes, que hubieren sido cumplidas y fueren equivalentes, quedarán firmes. No habrá indemnización por daños”. La previsión es pasible de objeción metodológica toda vez que aparece incluida distante de la excesiva onerosidad contemplada en el art. 899 del Proyecto. Es igualmente criticable la indefinición del ámbito de aplicación y la falta de precisión respecto del mecanismo resolutorio. Y aunque elimina la expresión “conocido o conocible” utilizada por el Proyecto del ‘87, exigiendo que la finalidad integre la declaración de voluntad, el texto debió ser más categórico precisando que el propósito ha de ser común a ambas partes y haber determinado su voluntad a punto tal de integrar el contenido negocial(27). Estimamos también criticable la expresión “anormal” –que también utiliza el Código lusitano– para aludir al hecho sobrevenido provocante de la frustración. Pensamos que debió indicarse con toda claridad y contundencia que esos hechos deben ser imprevisibles. Por el contrario, parecen encomiables la limitación de la legitimación a la parte perjudicada, la precisión respecto de los efectos de la resolución y la expresa exclusión de la indemnización por daño, aunque debió precisarse que en su lugar el acreedor desinteresado de la prestación debe sufragar los gastos erogados por el deudor de la prestación que devino inútil. <bold>d. Proyecto de Código Civil Unificado de 1998</bold> Una vez más, el Poder Ejecutivo de la Nación creó por decreto 685/95 una comisión encargada de elaborar un Proyecto de Código Civil Unificado, que reguló el instituto en el art. 1059, en estos términos: “Frustración de la finalidad: Conforme a lo previsto en el art. 953 la frustración definitiva de la finalidad del contrato autoriza a la parte perjudicada a declarar su rescisión, si tal frustración proviene de una alteración de carácter extraordinario de las circunstancias existentes al tiempo de su celebración y la alteración sobreviene por causas ajenas a las partes y excedentes al riesgo asumido por la que es afectada. La rescisión es operativa cuando ésta comunica su decisión extintiva a la otra. Si la frustración de la finalidad es temporaria, se aplica el inc. b del art. 1057”. La norma se vincula, por remisión, a otras del Proyecto: Art. 259: “La causa debe existir en la formación del acto jurídico y durante su celebración, y subsistir durante su ejercicio. La alteración sustancial de las circunstancias que existían al tiempo de la celebración priva de causa al acto que haya sido otorgado en miras a la satisfacción de un interés que presupone ostensiblemente la subsistencia de esas circunstancias al tiempo del cumplimiento o ejecución. La inexistencia de causa da lugar a la invalidez del acto. Su insubsistencia o frustración, a la extinción o adecuación; si el acto es un contrato se aplican los arts. 1059 y 1060”. Art. 953: “Necesidad de causa: La causa debe existir en la formación del contrato y durante su celebración, y subsistir durante su ejecución. La inexistencia de la causa, o su insubsistencia, da lugar, según los casos, a la invalidez, a la adecuación o a la extinción del contrato, o a la ineficacia de sus estipulaciones”. Aun cuando escapa al alcance de este trabajo un análisis pormenorizado de los textos postulados, no puede dejar de señalarse el defecto metódico de legislar en dos oportunidades el mismo tópico: la causa como requisito del acto jurídico y del contrato, pese a la relación género-especie que media entre ambos. Es además criticable la excesiva extensión con que se ha tratado este recaudo del negocio jurídico, hecho sin precedentes en proyectos legislativos de esta naturaleza(28). Desde otro ángulo, no se precisa en qué consiste la “finalidad del contrato”, y si bien el art. 952 del Proyecto expresa que “las disposiciones relativas a la finalidad se refieren a la causa”, fórmula por demás ambiciosa, en la exposición de motivos —N° 170— se indica que “el fundamento de esta causal de extinción contractual puede ser hallado en la teoría de las bases del negocio jurídico”, contradicción que, al igual que en los precedentes de 1993, sumerge innecesariamente a la novel figura en la inacabada polémica sobre el carácter objetivo o subjetivo de la causa. Y si bien es saludable que el art. 259 antes transcripto vincule a la causa con el interés tenido en miras por las partes, parece inconveniente que el art. 257 dé relevancia a “los motivos personales cuando integren expresa o implícitamente la declaración de voluntad común”, pues por esta vía podrá considerarse relevante cualquier fin de las partes con tal de que haya sido exteriorizado expresa o implícitamente, por más que no integre el contenido negocial, recaudo de admisibilidad que estimamos inexorable(29). Es en cambio novedosa la distinción entre frustración <italic>definitiva</italic>, exigida como requisito general de admisión, y <italic>temporaria</italic>, que se configuraría, por excepción, si la “imposibilidad impide el cumplimiento oportuno de una obligación, cuyo tiempo de ejecución es esencial” -art. 1057, inc. b-, no contemplada en proyectos anteriores. Se omitió consignar la naturaleza imprevisible del hecho frustrante. Con relación a los efectos, creemos desacertada la expresión “rescisión”, como lo era también el vocablo “resolución” de los precedentes anteriores. Ninguno de los dos términos es correcto, pues la primera opera, según la mayoría(30), sólo para el futuro y depende de una circunstancia sobreviniente, y la segunda se reserva para supuestos de incumplimiento culposo de la prestación, aspectos ajenos a la frustración del fin. Éste, en cambio, es un caso de alteración funcional de las prestaciones que impide al contrato continuar siendo una regulación de intereses dotada de sentido(31). La legitimación está correctamente limitada, al igual que en los proyectos del ‘93, a la “parte perjudicada”, esto es, al acreedor cuya prestación devino malograda. El mecanismo de la declaración de ineficacia, al igual que en el proyecto del ‘87 y el de la Comisión Federal del ‘93, sigue siendo la vía extrajudicial, procedimiento que ya señalamos inconveniente. Las consecuencias de la vicisitud no las prevé el artículo que regula la figura, sino que resultan de la remisión que hace el art. 1062, segundo párrafo, al régimen general de ineficacia para los supuestos de “extinción por declaración de una de las partes”, previstos en los arts. 1044 y 1045. Estas últimas normas expresan: Art. 1044: “Restitución en los casos de extinción por la declaración de una de las partes: Si el contrato es extinguido total o parcialmente por rescisión unilateral, por revocación o por resolución, las partes deben restituirse, en la medida que corresponda, lo que han recibido en razón del contrato, o su valor, conforme a las reglas de las obligaciones de dar para restituir, y a lo previsto en el artículo siguiente”. Art. 1045: “Contrato bilateral: Si se trata de la extinción de un contrato bilateral: a) la restitución debe ser recíproca y simultánea; b) las prestaciones que han sido realizadas quedan firmes y producen sus efectos en cuanto resulten útiles y equivalentes, si son divisibles y no han sido recibidas con reserva de no tener efecto cancelatorio de la obligación; c) para estimar el valor de las restituciones de la parte no incumplidora son tomadas en cuenta las ventajas que resulten o puedan resultar de no haber efectuado la propia prestación, su utilidad frustrada y, en su caso, otros daños”. Pese a que se señala como un caso de rescisión, es obvio que se le asignan los efectos propios de la resolución, es decir, retroactivos o ex tunc. En consecuencia, de conformidad con lo estipulado en las normas transcriptas, las partes deben restituirse lo recibido en virtud del contrato, salvo las prestaciones ya realizadas, equivalentes y útiles, las que quedan firmes en la medida en que sean divisibles y no se haya excluido por convención de partes el efecto cancelatorio de la obligación. Completando el plexo de efectos, el art. 1062, segundo párrafo, excluye expresamente la indemnización de daños salvo que haya sido expresamente pactada, pero omitió, al igual que en los proyectos del ‘87 y el del Poder Ejecutivo del ‘93, el deber de reintegrar los gastos realizados por el deudor. Como novedad, el primer párrafo del art. 1062 contempla expresamente la posibilidad de que “las partes excluyan, mediante un pacto, la aplicación de las figuras de la frustración del fin y de la excesiva onerosidad sobreviniente”. No compartimos esta última previsión por variadas razones: en primer término, ambas vicisitudes afectan gravemente la justicia contractual, que no puede quedar librada al arbitrio de las partes; en segundo lugar, entraña el serio peligro de convertir en letra muerta institutos conquistados merced a ingentes esfuerzos doctrinarios y jurisprudenciales; finalmente, una cláusula de elusión sería, en estos supuestos, un contrasentido, pues si las partes aluden a los posibles hechos configurativos de estas vicisitudes, quiere decir que eran ordinarias y previsibles, imposibilitando su invocación. <bold>3. La incorporación de la figura al proyecto 2012 </bold> El Libro III, dedicado a los Derechos Personales, contiene el Título 2º que regula los contratos en general y su capítulo 13 refiere a la extinción, modificación y adecuación del contrato, tratando la vicisitud de la frustración del fin en el art. 1090 que expresa: “Frustración de la finalidad: la frustración definitiva de la finalidad del contrato autoriza a la parte perjudicada a declarar su rescisión, tiene su causa en una alteración de carácter extraordinario de las circunstancias existentes al tiempo de su celebración, ajena a las partes y que supera el riesgo asumido por la que es afectada. La rescisión es operativa cuando esta parte comunica su declaración extintiva a la otra. Si la frustración de la finalidad es temporaria hay derecho a rescisión solo si se impide el cumplimiento oportuno de una obligación cuyo tiempo de ejecución es esencial” La única referencia que contienen los fundamentos del Proyecto expresa “que si bien es un tema relativo a la causa, se lo regula en los contratos porque es su ámbito de aplicación más frecuente”, y seguidamente se transcribe el texto del art. 1090 antes anotado. No existe otra referencia a los motivos que impulsaron a los autores a incluir esta vicisitud negocial, ni tampoco notas explicativas que sustenten el contenido proyectado. Aunque ésta sea una carencia generalizada del proyecto, en este supuesto en particular trátase de una omisión grave si se repara en la novedad de la figura, en la disparidad con que fue receptada en sistemas extranjeros y en proyectos nacionales anteriores y en las discusiones que despertó su configuración. Su incorporación hubiera merecido una fundamentación más detenida y exhaustiva de parte de los proyectistas. <bold>4. Crítica </bold> Al texto proyectado pueden formulársele las siguientes observaciones: a. En primer término debe destacarse el acierto en su ubicación. Se incluye la frustración del fin dentro del capítulo que engloba los modos de extinción, modificación y adecuación del contrato, precediendo a la imprevisión, que como ya se adelantó, es un tópico con el que tiene similitudes. Ello no obstante, el evidente desorden legislativo con que se han tratado en el capítulo 13 del Proyecto los modos modificativos o suspensivos (que alteran parcial o temporalmente las consecuencias contractuales) y extintivos o disolutivos (que aniquilan definitivamente los efectos del contrato), ha dejado inmerso al instituto en una brumosa conceptualización y en una deficiente caracterización que no permite distinguirla del resto de las vicisitudes negociales ni escindir sus dispares consecuencias. b. Como en casos anteriores, se ha omitido especificar el ámbito de aplicación de la figura(32), sin precisar que ha de tratarse de un contrato válido, bilateral, oneroso y de cambio, pues la frustración compromete el sinalagma funcional y, consecuentemente, la función de intercambio del acuerdo. El contrato debe ser válido, esto es, perfeccionado de conformidad con las normas legales, bilateral con prestaciones, ventajas o atribuciones interdependientes, situación que permite que al unísono una de ellas resulte inútil para el acreedor, pese aún ser provechosa para el deudor la contraprestación. Oneroso, entrañando un acuerdo de sacrificios y ventajas correlativos, en el que deudor dispuesto todavía a realizar la prestación se encuentra con la inesperada situación de que su sacrificio ya no interesa al acreedor, y éste, por su lado, se resiste a sufrir el suyo ante la eventualidad de no obtener la ventaja esperada. Desde otro ángulo, debe tratarse de un negocio conmutativo, los aleatorios sólo pueden ingresar al elenco de los afectados si la frustración se produce por factores extraños al álea propia del contrato. Y finalmente, sólo podrían estar comprometidos aquellos que presentan una distancia <italic>temporis</italic> entre el perfeccionamiento y la consumación de las prestaciones convenidas, esto es, los de ejecución diferida, continuada o periódica, también llamados de larga duración o de tracto sucesivo, o los que incluyen prestaciones de resultado futuro, como la locación de obra, excluyéndose los de ejecución inmediata que agotan con el perfeccionamiento su fase funcional, haciendo imposible que el propósito práctico devenga fallido. c. Tampoco exige el Proyecto que el negocio esté dotado de un fin, esto es, un resultado empírico que influya en la vida real de los contratantes y permita que aquél cumpla su función vital(33). El fin es un destino peculiar que el acreedor piensa asignarle a la prestación debida por el deudor, un elemento que, desprendido del puro subjetivismo y unilateralidad, ha cobrado cierto objetivismo y bilateralidad, convirtiéndose en el “peculiar” resultado que las partes esperan alcanzar. Pero no cualquiera de los múltiples y difusos propósitos que moren en la conciencia del contratante puede ser considerado “fin del contrato”. Los móviles personales que anidan en su psique, al punto de no influenciar, determinar o modificar los elementos esenciales y los efectos del acuerdo, son jurídicamente irrelevantes, si no fue intención de las partes apoyar en ellos el propósito perseguido y los efectos del negocio concertado. Por caso, el jinete que adquiere un caballo de carrera para montarlo, aunque hubiera comunicado tal circunstancia al vendedor, si luego sufre un accidente que le impide dedicarse a esa actividad no podría sostener que se ha perdido el propósito empírico del acuerdo, pues esa proyección personal no ha trascendido el campo de los motivos puramente individuales del comprador. d. Si bien es cierto que se exige se produzca una “alteración de carácter extraordinario de las circunstancias existentes al tiempo de la celebración”, no se ha precisado el carácter imprevisible de tal mutación (siendo insuficiente su mero carácter extraordinario) ni la naturaleza de las circunstancias que se alteran o modifican(34). Por imprevisible ha de entenders