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Potestades probatorias de los jueces

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Sumario: I. Introducción. II. La prueba en el proceso civil y en el proceso penal. Principios de la doctrina clásica. III. Modernas tendencias en el proceso civil. Poderes-deberes de la judicatura. IV. La carga de la prueba. V. Mecanismo alternativo a la aplicación de la teoría de la carga de la prueba: medidas para mejor proveer. VI. La negligencia probatoria. VII. La igualdad ante la ley y el derecho de defensa en juicio como garantías constitucionales. VIII. Los principios de colaboración, solidaridad y lealtad procesal. IX. Prueba esencial y dirimente. X. Conclusiones.
I. Introducción
El proceso judicial tiene como fin específico la fijación de los hechos fundantes de las pretensiones de los sujetos procesales y la aplicación del derecho. En otras palabras, tiende a confirmar o desechar determinado acontecimiento de la vida, afirmado como existente por una de las partes y negado por la otra, sobre el que ha de fundamentarse la solución que corresponde. Sabido es que las afirmaciones de hechos esgrimidas por las partes deben ser probadas positiva o negativamente; una vez configurada la plataforma fáctica, corresponde su encuadramiento en normas jurídicas sustanciales.
El gran maestro catalán Dr. Muñoz Sabaté nos enseña que probar “es efectuar una labor de traslación. Significa trasladar un hecho o suceso producido en unas coordenadas tempo-espaciales distintas a las del juez, a la presencia de este último, haciendo de este modo viable su repetición histórica, o como decía Musatti, actualizando con la más apasionante representación un evento pasado frente a un extraño, que es el juez, quien debe revivirlo como un episodio de su propia vida”

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II. La prueba en el proceso civil y en el proceso penal. Principios de la doctrina clásica
Desde antaño se ha dicho que en el proceso civil, la prueba es un modo de comprobación y se busca la verdad formal, llamada también verdad ficticia, verdad convencional y hasta falsa verdad. En tanto que en el proceso penal, la prueba es averiguación y se busca la verdad real, material o histórica.
Para comprender estas diferencias es necesario destacar que el procedimiento civil siempre se basó en el sistema dispositivo por el que el impulso del procedimiento, la fijación de los hechos y la iniciativa probatoria corresponde a las partes. Son expresiones de este sistema los aforismos “nec procedat judex ex officio” (no proceda el juez de oficio); “iudex procedat secundum allegata et probata” (el juez debe decidir de acuerdo con lo alegado y probado por las partes); y “ne eat judex ultra o extra petita” (no vaya el juez más allá y fuera de lo pedido).
Esto es, los hechos quedan fijados en forma definitiva de la manera en que las partes los introdujeron en sus escritos de demanda y contestación. Las partes son soberanas en la fijación de la plataforma fáctica y, además, los reconocimientos, renuncias o confesiones que hicieren en relación con ellos, vinculan al juez

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. La vigencia del sistema dispositivo pone límites a la búsqueda de la verdad por parte del juez; él deberá reconstruir la verdad sobre la base de lo alegado y probado por las partes, y puede que esa reconstrucción de la verdad sea parcial y descubra sólo un perfil de ella, que será el que le presentan los contendientes

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. Por tanto, el juez debe fallar invariablemente “secundum allegata et probata partium”.
En cambio, en el procedimiento penal, basado en el sistema inquisitivo, el juez tiene amplias facultades de investigación y averiguación a fin de llegar al conocimiento de la verdad real, entendida como lo que efectivamente sucedió. En procedimientos de esta naturaleza (inquisitoria), el magistrado no sólo dirige e impulsa el proceso, sino que tiene facultades autónomas para proponer y diligenciar pruebas en búsqueda de la verdad. De esta manera, el tribunal goza de un poder autónomo de investigación para seleccionar y reunir los elementos de la prueba

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III. Modernas tendencias en el proceso civil. Poderes-deberes de la judicatura
Hemos dicho que en el proceso civil predomina el sistema dispositivo, pero no podemos afirmar que este sistema haya sido aceptado en puridad, ya que, en general, los jueces tienen poderes-deberes que las leyes les otorgan para esclarecer los hechos, y además tienen facultades que limitan el poder de disposición de las partes. La exposición de motivos del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación –ley Nº. 14454 y mod.– enuncia como principio orientador de este cuerpo normativo el de dotar a los jueces de mayores atribuciones en lo referente a la dirección y ordenación de las causas, de manera tal que el proceso, sin dejar de responder a las exigencias fundamentales del principio dispositivo, no se desarrolle como un juego de ficciones librado a la habilidad ocasional de los litigantes

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Cualquiera sea el tipo de proceso y la materia de que se trate, el CPN, al igual que los códigos que siguieron el modelo nacional, otorga al juez poderes-deberes a fin de “Ordenar las diligencias necesarias para esclarecer la verdad de los hechos controvertidos, respetando el derecho de defensa de las partes”

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En torno a las facultades de los jueces respecto de la prueba, se ha discutido y se sigue discutiendo sobre su alcance; un autor vernáculo como lo es el profesor Eisner recomienda limitar dichas facultades, porque el proceso civil no persigue como fin preponderante la averiguación de la verdad sino el dictado de una sentencia que ponga fin a un conflicto de intereses

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; de manera concordante se expresa Wach –autor extranjero–, al afirmar que la comprobación de la verdad no es la finalidad del proceso civil ni puede serlo

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En cambio, en la otra vereda se encuentran juristas que propician una interpretación más amplia del tema. Así, Cappeletti considera que el juez puede corregir el error de los abogados, lográndose de esta manera una real igualdad de los litigantes cuando alguno de ellos, a menudo por razones económicas, no está en condiciones de asegurarse una defensa suficientemente hábil y calificada

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Debe interpretarse además que cuando el CPN se refiere a “facultades” del juez, no está indicando que éste tiene poderes discrecionales que puede o no ejercer a su antojo, sino que debe entenderse en el sentido de que, dados los presupuestos previstos por el legislador, el magistrado debe actuar de determinada manera

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Un autor de la talla de Augusto Morello destaca el emplazamiento protagónico del juez como director activo del proceso, co-implicado en el resultado y sentido trascendente de su obrar en dicho proceso

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. Así, se ha puesto distancia, de manera definitiva, con el esquema neutralista y de simple espectador imparcial y ajeno ingrediente del drama litigioso. Ha quedado sellada ya su suerte, opuesta a la del juez del siglo XIX, tercero en el debate de los otros (de las partes), que se conformaba con que las reglas de juego para esos otros se respetaran en un pie de igualdad formal, quedando él, como tercero decisor neutral, satisfecho, aun cuando lo probado acerca de las afirmaciones o hechos (sobre los que debía trabajar para aplicar el derecho e inclusive a pesar de ello) fuera incompatible con la verdad jurídica objetiva

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En este orden de ideas, se debe precisar que si bien es cierto que el órgano judicial no puede decidir más allá de las pretensiones de las partes (aplicación del sistema dispositivo y principio de congruencia), el juez moderno está llamado, sin embargo, a desempeñar un insustituible papel en la búsqueda de prueba en la medida que es su deber descubrir la verdad, o por cuanto menos hacer todo lo posible para descubrirla. Tarea ésta que cada vez se manifiesta más como el resultado de una colaboración inteligente y activa entre el juez y las partes.
Modernamente se tiene la íntima convicción de que “la decisión de fondo constituirá una aplicación eficazmente válida de la ley cuando objetivamente se encuentre acertada la verdad de los hechos, lo que equivale a afirmar que la ‘verdad del hecho’ es uno de los fines fundamentales con arreglo a los cuales el proceso civil debe ser instrumentalmente orientado”

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. Cobra vigencia así la elocuente observación de Jerome Frank cuando afirmaba que ninguna decisión es justa si está fundada sobre un acertamento errado de los hechos

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IV. La carga de la prueba
Nuestro proceso civil –eminentemente dispositivo– se sirve y opera, en términos generales y con relación a las partes procesales intervinientes, en base a la idea de la carga procesal, vale decir de un imperativo que se estructura a partir del propio interés de aquéllas, a cuya iniciativa el legislador confía entonces la apertura de la instancia, la conformación material del objeto del proceso, su desarrollo y conclusión.
De esta manera se habla entonces de cargas de la afirmación de los hechos, de la aportación de la prueba, de colaboración en la producción de la prueba, de impulso de los procedimientos, etc., en virtud de las cuales quien no afirmó, probó, prestó su concurso para la realización o práctica de la prueba, o activó la instancia, podrá hacerse pasible de sufrir un perjuicio en su propio interés

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En lo que a la carga de la prueba se refiere, cabe destacar que las partes se hallan sujetas a una verdadera carga procesal genérica de probar los hechos que se adujeron como fundamentos de la pretensión, defensa o excepción

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Cuando la actividad probatoria ha logrado cumplir su finalidad, los hechos habrán de ser fijados por aplicación del principio de comunidad o adquisición procesal, sin interesar si ese resultado ha sido establecido a raíz de la actividad probatoria de la parte actora o de la demandada.
Ahora bien, cuando la prueba incorporada al proceso es insuficiente para formar la convicción del magistrado, comenzamos a hablar de la carga de la prueba en concreto

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. Este enfoque de la cuestión probatoria aparece precisamente cuando la actividad probatoria producida no ha sido suficiente para generar un grado de convicción aceptable respecto a la probable existencia o inexistencia de los hechos alegados y el juez debe, no obstante, resolver el conflicto, desde que no le es lícito en el proceso civil rehusar o diferir el pronunciamiento definitivo para el contingente momento en que cuente con elementos de juicio (art. 15, CC). El juramento del “sibi non liquere” (“no lo veo claro”) del Derecho Romano no se admite ya en el proceso civil moderno.
La incertidumbre acerca de cómo se sucedieron los hechos se habrá de disipar valiéndose el juez de inteligentes mecanismos. Entre los más clásicos sobresalen las reglas de distribución de la carga de la prueba (el onus probandi), con arreglo a las cuales se ponderará cuál de las partes se hallaba sujeta, en concreto, a la carga de demostrar o probar los hechos controvertidos.
Nos enseña Palacio que “las reglas sobre la carga de la prueba, en síntesis, sólo revisten importancia práctica ante la ausencia o insuficiencia de elementos probatorios susceptibles de fundar la convicción judicial en un caso concreto, indicando por un lado al juez cuál debe ser el contenido de la sentencia cuando concurre aquella circunstancia y previniendo por otro lado a las partes acerca del riesgo a que se exponen en el supuesto de omitir el cumplimiento de la respectiva carga”

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. En función de ello, cada parte correrá con el riesgo de no haber probado el presupuesto fáctico de la norma invocada en apoyo de su pretensión.
En conclusión: al momento de dictar sentencia, y ante la ausencia de prueba que permita llevar a la convicción del juez la manera de cómo se sucedieron los hechos controvertidos alegados por las partes, el juez tiene dos posibilidades: a) aplica las reglas de la carga de la prueba; o b) asume la iniciativa probatoria de oficio

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. En caso de que decida transitar por el primer sendero, estará haciendo uso de una ficción legal; en otras palabras, estará dictando sentencia sin saber a ciencia cierta cómo ocurrieron efectivamente los hechos.

V. Mecanismo alternativo a la aplicación de la teoría de la carga de la prueba: medidas para mejor proveer
Las medidas para mejor proveer pueden ser definidas como una facultad otorgada por la ley procesal al tribunal, de naturaleza exclusivamente probatoria, que tiene por objeto la averiguación de la verdad jurídica objetiva, para aclarar dudas, adquirir mayor ilustración o completar información para formarse conciencia del tema que va a resolver, pues en caso contrario se vería obligado a decidir sin haber llegado a la convicción

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La doctrina clásica complementa dicho concepto teniendo en cuenta la vigencia ineludible del principio dispositivo que debe gobernar al proceso civil. Así se ha sostenido que la decisión que adiestre medidas para mejor proveer, debe siempre tener en cuenta que éstas son de carácter excepcional, que sólo proceden en supuestos en que sean estrictamente imperiosas, y que no pueden de manera alguna suplir las omisiones o negligencias de las partes, pues, de lo contrario, afectarían el principio constitucional de igualdad ante la ley.
Sin embargo, en función de una revalorización del principio de equidad se fue paulatinamente moderando la rigidez de las formas del proceso. La CSJN, a partir del renombrado caso “Colalillo” (Fallos 238:553, año 1957), fue precisando la noción de verdad jurídica objetiva y la de exceso de rigor formal o exceso ritual manifiesto. Entre los conceptos de mayor relevancia se encuentra el que expresa que no puede el órgano jurisdiccional renunciar a la búsqueda de la verdad jurídica objetiva por razones puramente formales. En palabras del Máximo Tribunal de la Nación: “el proceso civil no puede ser conducido en términos estrictamente formales. No se trata ciertamente del cumplimiento de ritos caprichosos, sino del desarrollo de procedimientos destinados al establecimiento de la verdad jurídica objetiva que es su norte. Que concordantemente con ello la ley procesal vigente dispone que los jueces tendrán, en cualquier estado del juicio, la facultad de disponer medidas necesarias para esclarecer los hechos debatidos”

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La verdad jurídica objetiva es un concepto superador de la tradicional verdad “formal”, pues con ella lo que se pretende es que los jueces dirijan el proceso y ejerzan en forma efectiva sus poderes de dirección e instrucción para cumplir con su función pacificadora y de justicia

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Ello ha influido sin duda en la determinación del marco de procedencia de las medidas para mejor proveer. Sobre todo en aquellas causas en que los derechos en tela de juicio importan al orden público, y el respeto estricto de las formas del rito configura un obstáculo al establecimiento de la verdad jurídica objetiva. En tales supuestos, dice el notable procesalista cordobés Dr. Oscar Hugo Vénica, “…el postulado respecto de que las medidas para mejor proveer no pueden suplir la inactividad probatoria de las partes, dejó de constituir un axioma inconmovible”

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. Se va perfilando de este modo una evolución con su consiguiente flexibilización del concepto del instituto analizado.
En función de ello, y teniendo en cuenta que es deber del juez dictar una sentencia materialmente justa, calificada doctrina afirma que «en el proceso moderno el tema de la carga de la prueba está perdiendo importancia frente a los deberes del juez para esclarecer la verdad de los hechos controvertidos»

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. Por ello, el juez debe salir a buscar el elemento probatorio faltante a los fines de develar cómo ocurrieron los hechos de la causa. De esta manera, se puede afirmar que «la facultad de dictar medidas para mejor proveer es discrecional y privativa del órgano jurisdiccional, su ejercicio es amplio e independiente de la actividad que hayan podido cumplir u omitir las partes, y aquélla a quien beneficie la ocultación de la verdad no puede invocar como derecho tal ventaja, sin agravio a la buena fe»

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VI. La negligencia probatoria
Hay una cuestión problemática en lo referido a las facultades probatorias del tribunal y que se trata de si el magistrado puede ordenar diligencias –probatorias– necesarias para esclarecer los hechos controvertidos, aun supliendo la negligencia en que incurrieron los litigantes.
Con respecto a ello, Díaz realiza una distinción entre las medidas ordenadas de oficio durante el período probatorio y las requeridas después del llamamiento de autos para sentencia. El autor citado expresa que en las primeras, el juez tiene mayor campo de acción, mientras que en las medidas para mejor proveer sólo deben ser ordenadas para aclarar dudas; aquí la función esclarecedora adquiere carácter de complementación e integración de la convicción del juez

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Señala con acierto el profesor Arazi que de los textos legales no surge la distinción que hace el jurista anteriormente aludido, y que no se advierte motivo alguno para cercenar las facultades del juez cuando éste las ejerce después de producida la totalidad de la prueba ofrecida por las partes

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Hay algo que es totalmente cierto: si ampliáramos las facultades judiciales que se ejercen sólo durante la etapa probatoria, deberíamos reconocer que en esta materia poco es lo que cambiaría, ya que la realidad nos muestra que nuestro sistema, empecinadamente escrito, hace que el juez conozca en forma muy limitada el litigio antes del llamamiento de autos para definitiva

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El juzgador tiene el derecho y el deber de estar en claro; si se le pide que resuelva un conflicto no se le puede impedir que arbitre los medios a su alcance para determinar cómo sucedieron los hechos para poder fallar como él considere que es justo; el juez debe estar convencido de que los hechos transcurrieron de determinada manera, y resolver el conflicto de intereses sin que le queden dudas acerca de la justicia de su decisión.
Como corolario de todo ello, nos atrevemos a expresar que, aun mediando negligencia de las partes, el juez tiene el deber de suplir esa omisión y, antes de resolver, debe ordenar la producción de la prueba que considere decisiva para esclarecer los hechos.
Además, la tesis que sostiene que las medidas para mejor proveer no deben paliar la desidia probatoria de las partes, parten de una premisa errada: cual es pretender admitir que existen hechos cuya prueba no corresponde a ninguna de las partes. Esto es inaceptable; siempre que un hecho alegado en la litis quede sin probar, habrá negligencia imputable a alguno de los litigantes. Por tanto, si aceptamos legitimidad del instituto, mal podemos restringirlo de la manera señalada.

VII. La igualdad ante la ley y el derecho de defensa en juicio como garantías constitucionales
El sistema procesal de la Nación ha establecido dos límites a los poderes-deberes del juez: a) tiene que mantener la igualdad de las partes en el proceso (art. 34, inc. 5º, “c”, CPN), y b) debe respetar el derecho de defensa de los contendientes (art. 36 inc. 4, CPN).
Respecto al primer requisito, se ha dicho que, en principio, las medidas tendientes a esclarecer la verdad de los hechos alegados por las partes no quebrantan el principio de igualdad, toda vez que con ellas el juez no intenta beneficiar a alguna de las partes en detrimento de la otra, sino que ejerce sus poderes-deberes para estar en claro y de esta manera resolver el litigio con la convicción suficiente que se necesita.
En cuanto al segundo requisito, se advierten dos aristas diferentes: a) la prueba que el juez ordena de oficio tiene que ser producida con todas las formalidades legales y con el contralor de las partes, quienes podrán ejercer las facultades inherentes a cada medio de prueba en particular; y b) el juez no puede introducir una prueba en forma sorpresiva, cuando la ausencia de ella permite suponer, con fundamento, que los litigantes restringieron sus medios de ataque o de defensa sobre la base de la omisión probatoria de su contrario, y descuidaron algunas cuestiones que hubiesen sido importantes en el caso, de estar debidamente probado el hecho controvertido, o no produjeron prueba que se oponga a la que, después, ordenó el juez

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El tema referido a la “prueba sorpresiva” despierta la necesidad de practicar un estudio acerca de la actividad de las partes en el proceso, las cargas y el principio de eventualidad. Este último consiste en aportar todos los medios de ataque y defensa como medida de previsión –ad eventum– para el caso de que el primeramente interpuesto sea desestimado, conforme las enseñanzas de Alsina. De esta manera, las partes tienen la carga de formular todas las alegaciones que hacen a su derecho de defensa, de manera tal que, para el supuesto de desestimarse una de ellas, igualmente pueden obtener una decisión favorable sobre la base de la otra u otras, que han sido articuladas ad eventum. Por ello el litigante que pretende un pronunciamiento determinado no debe limitar ni descuidar sus medios de ataque o defensa, ni aun en el supuesto de que la falta de prueba de su contrario haga prever una sentencia favorable a sus intereses.
Además, cabe anotar que en ciertos supuestos se deberá permitir a los contendientes ofrecer prueba en contrario o contraprueba a los fines de desvirtuar la que el juez ordenó de oficio. Es así que cuando por iniciativa del tribunal se produce prueba, se deberá autorizar a las partes ofrecer y producir contraprueba –prueba de descargo–, aun cuando se encuentre vencido el término para ello, ya que la parte interesada seguramente no produjo prueba en contrario al no existir prueba de cargo que desvirtuar; y que ahora aparece producida de oficio por el tribunal.
El jurista Augusto Morello se refiere a la prueba sorpresiva como aquella que ingresa a destiempo, aquella que se recauda oficiosamente por el tribunal, cuando la parte interesada en su gestión declinó practicarla o fue negligente

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. La necesidad de los jueces de estar en claro y llegar a la verdad jurídica objetiva por una parte, y la igual necesidad de asegurar la bilateralidad de la defensa y de impedir sorpresas por la otra, se balancean en un columpio que debe hacer síntesis en la conjugación de un equilibrio compensador

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. La gestión o práctica de esa prueba –decisiva, determinante– no puede realizarse de manera sorpresiva; por el contrario, solo será razonablemente aceptada si se rodeó en su práctica de la estricta vigencia de lo que para tal incorporación requiere el debido proceso adjetivo: audiencia, bilateralidad, igualdad.
Sin perjuicio de ello, no parece que, en función de principio, la prueba sorpresiva deba proscribirse con sólo levantar argumentos de carácter procesal insuficientes. Si así no fuera, habría que concordar en que la función de juzgar –en lo civil– depende exclusivamente del arbitrio de las partes; lo cual no se conforma con su carácter institucional ni con los valores –paz y justicia– que la propia Ley Fundamental, aun para las controversias o causas civiles, ha previsto y desde el Preámbulo proclama con porfiado empeño al organizar y asegurar el Servicio de Justicia

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Asimismo, se ha sostenido también que a los fines de no afectar la “imparcialidad” del magistrado, de ser necesario despachar una medida para mejor sentenciar, es necesario que el juez la ordene cuando haya finalizado el proceso y el litigio ya se halle pendiente de la obtención de la sentencia (decreto de autos firme), lo cual descarta su adopción durante alguna de las fases anteriores del proceso por considerar que ello es propio de un sistema inquisitivo.
Respecto de este tema se ha expedido la Excma. Cámara de Apelaciones de Marcos Juárez, y lo ha hecho con claridad meridiana. El prestigioso jurista Dr. Carlos Francisco García Allocco –ex integrante del tribunal de alzada antes referido, hoy novel vocal del Excmo. TSJ de Córdoba–, argumentó en su voto: «La Partida III, Ley 2°, tít. IV establecía: ‘la verdad es cosa que los juzgadores deben catar por sobre todas las otras cosas del mundo, y por ende, cuando las partes contienen sobre algún pleito en juicio, deben los juzgadores ser acuciosos en pensar de saber la verdad del por cuantas maneras pudiesen’ […]; para el cumplimiento de este deber, los jueces cuentan con facultades como son las medidas para mejor proveer (art. 325, CPC) que aunque estén previstas en la sección 1° de la «Sentencia» del cap. V «Conclusión del Juicio», coincidimos con Alsina que ‘ellas pueden ser necesarias para resolver cualquier situación en el curso del juicio y no habrá razón para que el juez se viera privado de ese medio para completar información’ […] y tales medidas en principio son inapelables…»

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. Las firmes palabras del vocal opinante no tienen otro propósito que destacar la inconveniencia de relegar la iniciativa probatoria del tribunal al momento en que debe dictar resolución, cuando el permitirla en fases anteriores evitaría la dilación –dispendio jurisdiccional inútil– que dicha medida implica.

VIII. Los principios de colaboración, solidaridad y lealtad procesal
En lo que a la prueba se refiere, el establecimiento de estos principios consagrados en el proceso civil moderno importa prever normativamente consecuencias probatorias adversas o perjudiciales para la parte que los transgrede. Su formulación positiva postula que las partes deben colaborar para obtener el elemento probatorio para el proceso. Ello implica que la conducta a observar no sea evasiva u obstruccionista, es decir impeditiva, sino que –por el contrario– debe ser de cooperación para incorporar la prueba.
Este principio de lealtad procesal debe ser correlacionado, en lo pertinente, con lo que se ha dado en llamar «el deber de suministrar prueba al adversario». El brocárdico “nemo tenetur edere contra se” indica que nadie está obligado a suministrar prueba en su contra. No obstante, la ley por un lado, y la doctrina y jurisprudencia, por el otro, han establecido ciertas cargas que implican producir elementos de convicción favorables a la otra parte (principio de “colaboración y solidaridad”).
Si bien desde siempre se ha predicado que no existe como regla un deber u obligación de suministrar prueba al adversario o en perjuicio de sí mismo, en el moderno proceso civil dispositivo este principio ha perdido el vigor que otrora había conseguido.
En ese orden de ideas, se puede afirmar que si bien no podría hablarse de un “deber” u “obligación” procesal, sí correspondería hablar de una “carga” procesal de colaborar en la producción de la prueba, carga que no apunta a suministrar en realidad prueba en beneficio de la parte contraria o en perjuicio de uno mismo, sino, más bien, en miras de una más eficaz realización del derecho, intentándose en todos los casos aproximarse lo más posible a develar cómo se sucedieron realmente los hechos alegados por las partes –verdad jurídico-objetiva–

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“El que tiene en su poder la prueba de la verdad y se rehúsa a suministrarla a los jueces –dice Couture– lo hace por su cuenta y riesgo […]. Si las afirmaciones del contrario son falsas, él puede concurrir con su declaración o con sus documentos a desvirtuarlas; si no lo hace, lo menos que se puede suponer es que la verdad o los documentos no le favorecen”

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En la actualidad se han puesto en tela de juicio algunos principios inveterados del clásico proceso civil –caracterizado por una visión exacerbadamente privatística–; éste ha adquirido en los últimos años una fuerte tonalidad publicística en lo atinente a las formas de administrar justicia: no sólo interesan a los sujetos involucrados accidentalmente en la litis, sino a la comunidad en su conjunto.
En palabras de Liebman, “aunque el objeto del proceso civil son los derechos subjetivos de las partes, el proceso no es un negocio privado, y el Estado, aunque no esté interesado en el objeto de la controversia, no puede ser, sin embargo, indiferente al modo en que el proceso se desarrolla y se concluye”

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Queda claro que las partes están llamadas a colaborar para la más justa resolución de los conflictos que ellas mismas han propuesto, sin que quepa, empero, la imposición de una sanción o el empleo de la coacción en tal contexto, pero sin que ello excluya, por cierto, la asignación de efectos probatorios a una conducta obstruccionista, omisiva o desleal, no tanto para favorecer al adversario sino en consideración a la finalidad antedicha.
En función de lo dicho en este punto, es dable entonces colegir que si las partes tienen el deber de colaboración y solidaridad para con el proceso, para el caso, no pueden verse perjudicadas en modo alguno por el despacho oficioso de una medida probatoria (medida para mejor proveer), ya que, en última instancia, esta iniciativa del tribunal estaría, cuanto mucho, supliendo su falta de cooperación con los fines del proceso.

IX. Prueba esencial y dirimente
La doctrina moderna que se ha dado en llamar «activismo judicial» sostiene que los magistrados pueden ordenar las diligencias necesarias para esclarecer la verdad de los hechos controvertidos; y que esta facultad se torna de irrenunciable ejercicio en casos donde la prueba es decisiva para la solución del litigio

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. De manera tal que, cuando se trata de una prueba esencial para la solución de la litis, los jueces tienen el deber de ordenarla a fin de desentrañar los hechos, supliendo incluso la negligencia en que pudieron haber incurrido los litigantes.
Es que cuando la realidad se presenta ante el juez de tal manera que éste pueda advertir la trascendencia de determinados hechos para la dilucidación del pleito, sus facultades instructorias deben esmerarse para lograr la configuración jurídica de aquéllos. La actividad que el órgano jurisdiccional despliegue en ese sentido no puede verse obstaculizada por un excesivo respeto a las formas del procedimiento

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. Todo ello, con independencia de que los derechos que se encuentren comprometidos en el litigio afecten el orden público.
Apoyamos la postura que predica que el juez debe «producir pruebas de oficio sobre hechos traídos por las partes al proceso para esclarecerlos, cuanto éstos son vitales o muy importantes para la resolución justa del conflicto, aun cuando las partes ni siquiera hayan intentado probarlos»

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Surge entonces un interrogante: ¿cuándo estamos en presencia de prueba decisiva, esencial o dirimente? La respuesta que podamos brindar no es fútil, sino que servirá de paradigma para la solución de casos concretos.
La SCJ de la Provincia de Mendoza, en un fallo reciente

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, nos ofrece ciertos patrones de los cuales podemos colegir cuándo es obligatorio para el juez ordenar medidas para mejor proveer.
En el fallo relacionado se destaca que «la prueba requerida para completar la existente no era una sola, sino un conjunto de medidas», de modo tal que se puede inferir que se debe tratar de cuestiones precisas; esto es, no debe existir una inactividad absoluta de alguno de los litigantes en el sentido de que la prueba a realizarse de oficio implique una batería o una pluralidad de medidas. En idént

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