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Perención de instancia en el juicio de ejecución fiscal. La consagración de una tesis objetable (Nota a fallo)

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Muy recientemente, la Sala Civil y Comercial del Tribunal Superior de Justicia, en la causa rotulada “Fisco de la Provincia de Córdoba c/ Repart. de Kerosene de YPF – Ejecutivo Fiscal – Recurso Directo” (Expte. F-22-07) hizo lugar a la queja impetrada por la actora (al denegársele el recurso de casación que había deducido); anuló la decisión de la Cámara a quo y también la del Tribunal de primera instancia que aquella confirmó

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, acogiendo el remedio casatorio y, en tal entendimiento, rechazó el planteo de perención de instancia articulado por la accionada.
Respetuosamente –y en lo que concierne al estricto marco de la caducidad de la instancia– discrepamos con la solución dada a este caso por la Corte provincial entendiendo que tanto el fallo de primer grado cuanto el de segunda instancia que lo ratifica habían decidido acertadamente la cuestión en debate. Damos razones.
En primer lugar, corresponde admitir que el pronunciamiento bajo censura documenta un dato de significativa importancia jurídico-procesal en lo que hace a la “admisibilidad formal” de la casación en el fuero Civil y Comercial. Y, desde nuestra humilde opinión, ello es altamente positivo, porque el Máximo Tribunal local, al emprender el análisis de “admisión” del recurso directo (que llama de “procedencia”), desplaza las críticas relativas a la ausencia de fundamentación (lógica y legal) y de incongruencia que denuncia el recurrente, para circunscribirse a la materia debatida, advirtiendo que al tratarse de una ‘cuestión estricta procesal’ (por ser relativa a la perención de instancia), la temática transita por el sendero de las formas y solemnidades prescriptas para el procedimiento en los términos del inc.1 art. 383, CPC y, siendo la Corte provincial el guardián (último) de las formas objetivas, procede –según se dice– revisar la corrección intrínseca de la decisión adoptada a fin de verificar si concurren, en el caso, los presupuestos condicionantes de la perención.
Atisbamos entonces –a más de un fuerte respaldo, aquí, al criterio según el cual son susceptibles de ser revisadas en casación, por la vía del precepto citado, todas las decisiones que, comprometiendo cuestiones de procedimiento, resulten ‘definitivas por sus efectos’ en modo tal que las consecuencias del acto jurisdiccional provoquen un agravio de imposible reparación idónea ulterior– que el Tribunal Superior anuncia un interesante criterio (por su inequívoca amplitud) respecto del ‘presupuesto objetivo’ de la impugnación de que se trata (art. 384, CPC), pues en el fallo anotado se aprecia (al menos así lo consideramos) que si el objeto de discusión es de naturaleza básicamente ‘procesal’, no interesa que la determinación opugnada se aprecie completa, fundada y congruente, pues aun cuando lo fuera, la Corte local puede verificar si el yerro denunciado posee la entidad que se le endilga y –además– si es potencialmente apto para alterar las formalidades esenciales del procedimiento. En ‘todos’ los casos, malogrado el mérito intrínseco de la resolución bajo censura, el pronunciamiento será analizado en casación por el carril del inc. 1, art. 383.
Empero, no es éste el punto que concita nuestra especial atención, sino el desacertado tratamiento (y lo anotamos con respeto) que la Sala Civil y Comercial le ha dado a la caducidad, correctamente admitida en primera y segunda instancia. En efecto, de la serena lectura del auto analizado surge sin hesitación que la causa donde se planteara la perención de la instancia quedó ‘materialmente’ radicada en el Juzgado de 25ª Nominación, el 1º de setiembre de 2004, de acuerdo con la información extraída del SAC (sistema informático de asignación de causas), que no necesita –según se apunta– otra prueba corroborativa. Por tanto, ese dato, desde el punto de vista fáctico-jurídico, quedó así establecido y, en teoría, la perención denunciada el 12/10/05 (según se desprende del fallo de Cámara) era admisible, en tanto no se verificaban actos impulsorios entre una data y la otra.
Empero, el Tribunal Superior descarta la caducidad así denunciada por el demandado, interpretando el art. 3 inc. c del Acuerdo Reglamentario 677 -Serie A, del 6 de agosto de 2003, en cuanto a lo que debe aceptarse como ‘radicación definitiva’ de la causa y, con ello, el mantenimiento de la suspensión de los plazos procesales.
En otras palabras, el Alto Tribunal sienta la tesis según la cual de la reglamentación que se cita emerge que no es suficiente para detener la suspensión del plazo y rehabilitar la carga de impulso, la radicación ‘material’ de la causa en uno de los juzgados con competencia especial en materia tributaria, sino que es menester su configuración también ‘jurídica’ –léase, aquí, el avocamiento del juez (y su notificación)– para que el proceso retorne a su estado regular y corriente, vuelva a quedar sujeto al principio dispositivo en orden a su desenvolvimiento y sea pasible, por ende, de extinguirse por caducidad. En ese marco, se advierte, la reanudación del trámite dependía de actos y disposiciones que debía adoptar el propio juzgado donde se radicó el expediente, avocándose y notificando de ese avocamiento .
No compartimos esa definición del problema y, sí, en cambio, la que venía dada de primera y segunda instancia. En efecto, meses atrás publicamos un trabajo intitulado “Perención de instancia – Tres casos” (2), en el cual tratamos, a modo de hipótesis, la de la omisión de avocamiento por parte del juez y su influencia en el curso de la caducidad. El asunto, por cierto, no es igual al resuelto por el Superior Tribunal; empero, guarda la analogía suficiente –en nuestra opinión– para proveer de argumentos a la crítica que intentamos.
En tal oportunidad, planteamos que dada la eficacia impulsora mediata del avocamiento –en tanto no hace progresar directamente la litis pero sí cumple la finalidad de llenar un recaudo necesario para su progreso posterior–, su omisión por parte del juez –como deber funcional ineludible a su cargo– no libera de hacerlo a la parte que tiene la carga de instar el procedimiento, pidiendo, por caso, el avocamiento, pues la descripta omisión de avocarse no es una situación que le impida obrar en el pleito y, con ello, no resulta idónea para desobligarlo del imperativo de su propio interés, tal el de activar el proceso. En buen romance, aunque el juez no se avoque, quien debe instar no puede dejar de hacerlo porque, de lo contrario, puede sufrir los efectos de la caducidad.
El asunto resuelto en el decisorio que analizamos es similar, aunque el desenlace asumido resulta de un tenor opuesto al que mentamos. Veamos las razones de nuestra disidencia.
Una serena lectura de la parte del Acuerdo Reglamentario que se cita permite apreciar que allí se dice textualmente lo siguiente: “…Durante las fechas asignadas para la carga de información de los expedientes que se encuentran en el tribunal remitente, se suspenden los plazos procesales que estuvieran corriendo en dichas causas hasta la radicación material y definitiva de la misma en el tribunal que corresponda…”. Pues, no parece dudoso que la detención de los términos procesales finaliza cuando el expediente se encuentre ya en la sede del tribunal especial, donde continuará su tramitación. La diferencia que se ensaya entre radicación física y radicación jurídica es –dicho con todo respeto– artificiosa, al menos en materia de caducidad, porque si la causa se encontraba en el juzgado asignado para su continuación (lo que se tiene por cierto y, nótese, con la fehaciencia proveniente del SAC en cuanto a su fecha: 1/9/04), la suspensión prevista en la disposición reglamentaria cesaba a partir de entonces, pues en tal situación, aunque el juez hubiera omitido cumplir con el deber funcional de avocarse, la actora, en este caso, no estaba impedida de actuar y, en tal inteligencia, tampoco liberada de impulsar el procedimiento solicitando ella misma ese avocamiento u otro acto que impusiera al tribunal la inevitable determinación de avocarse. Una interpretación como la prohijada por el Tribunal Superior es contraria al sentido propio de la caducidad y a la regla que emana de los arts. 340 y 342 inc. 3, CPC.
Lo primero, porque sostener la suspensión indefinida del plazo hasta que el juez advierta o decida avocarse (y –repárese– luego, notificar de ese avocamiento) implica, a la par de un abuso intolerable, a la luz de lo normado en el art. 1071, 2º apartado, CC (y contrario, nótese, a la acertada tesis sentada hace tiempo por el mismo TSJ, en la causa: “Fisco c/Loustau Bidaut”,

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) imponerle al demandado la realización de un acto contrario a su propio interés, tal el de instar la causa, sea peticionando el avocamiento o cualquier otra actuación que lo demande, como requisito sine qua non para desactivar la detención del tiempo procesal y, con ello, aspirar a una futura oportunidad de denunciar la caducidad de la instancia. Sinceramente, de la forma objetada, derechamente se le priva al accionado de una herramienta legal para liberarse del pleito, sin fundamento suficiente, al menos que convenza desde un plano lógico, legal y, esencialmente, desde una perspectiva de lo justo en el caso concreto.
Quien debía impulsar la causa, en este caso, era la ejecutante, y la falta de avocamiento por el juez donde estaba “materialmente” ya radicado el expediente (para su prosecución) no la liberaba de esa carga porque, y aquí viene el segundo cuestionamiento, ello no le impedía obrar en tal sentido; en otras palabras, no le vedaba ‘instar’. En efecto, en aquel trabajo de doctrina, advertimos que el art. 342 inc. 3, CPC, cuando dispone que no habrá caducidad cuando la causa se encuentre en estado de dictarse alguna resolución, en verdad está indicando que cesa la responsabilidad de activar el juicio, cuando quien tiene el deber de hacerlo no puede instar, precisamente por la circunstancia impediente de verse la causa sometida a estudio para una decisión determinada del propio tribunal. No sucede eso con el avocamiento, cuando el expediente –según parece haber sucedido aquí– no se encontraba a despacho sino a disposición de las partes, en “letra”, situación que –está claro– no obstaba a que la actora, a cuyo único y exclusivo cargo estaba hacerlo, impulsara su tramitación desde que nada le dificultaba o impedía hacerlo. En consecuencia, ausentes las hipótesis del art. 340, CPC, predicar que el avocamiento, como deber funcional, si no se provee oficiosamente impide acusar la perención, contraría no solamente el sentido propio de la caducidad –que es, en esencia, que ante la inactividad del actor se le otorgue al demandado el derecho a liberarse del juicio–, sino que, además y sin duda, en el caso concreto, lo priva a éste de esa facultad, porque lo cierto es que le impone para la reanudación de los plazos (y el eventual ejercicio futuro de ese derecho) la ejecución de un acto contrario a su propio interés, tal es de activar el juicio.
En el asunto particular que tratamos, si el proceso quedó radicado el 1/9/04 en el tribunal asignado, desde entonces la ejecutante contaba con la posibilidad de activarlo y, en realidad, tenía la carga de hacerlo. Conocía el lugar de radicación y pudo (debió, en verdad) pedir el avocamiento si éste no se había dispuesto de oficio, porque no existían impedimentos para actuar, al punto que no se advierte del pronunciamiento analizado que el expediente no haya estado a su disposición. Por ende, de ninguna manera puede sostenerse la suspensión sine die del juicio, a la espera de un avocamiento que podía quizá no llegar nunca, o por inadvertencia o por simple omisión.
La letra del art. 3 inc. c del Acuerdo Reglamentario, a nuestro ver, no avala la tesis sostenida en el pronunciamiento anotado. Por el contrario, cuando se habla de radicación ‘material y definitiva’, lo se quiere decir es que la detención de los plazos acaba cuando el expediente –registrado así en el sistema– se encuentre en un tribunal determinado para continuación. A partir de allí, la actora debe procurar su desarrollo posterior, aun cuando el juez no se avoque oficiosamente, en tanto tiene la posibilidad de lograrlo, pidiéndolo o bien instando su sustanciación a través de otra petición que lo requiera. Empero, no es aceptable subordinar la continuidad del pleito al avocamiento oficioso y a su posterior notificación para entenderlo ‘definitivamente’ radicado en ese tribunal y, con ello, sortear la caducidad. La causa lo está desde el momento mismo que a su radicación ‘física’ se le suma su registración en el sistema, porque desde entonces quien tiene la carga de impulsarlo puede hacerlo. La finalidad de la suspensión prevista en la reglamentación que se cita fue la de evitar que las partes no pudieran actuar en defensa de sus derechos por desconocer el destino del proceso. Empero, sabiéndolo, nada justifica prolongar la suspensión de términos a la espera de un avocamiento que, reiteramos, puede no llegar nunca, por descuido, olvido o mera inadvertencia del tribunal. En tal hipótesis, despojar al demandado del derecho a la perención, cuando quien debe instar puede hacerlo, no es técnicamente acertado; mejor, es esencialmente injusto, tanto más cuando de esta forma se lo conmina a ejecutar actos en contra de su propio interés para, con suerte futura, poder tener alguna otra eventual posibilidad posterior, en el mismo pleito, de acusar la perención.
De modo que la inteligencia dada a la reglamentación referida no es compatible con los preceptos adjetivos que rigen el instituto de la caducidad. Luego, el principio de conservación procesal no es, en este caso, argumento eficaz para sostener lo decidido, porque –sinceramente– no atisbamos “duda” que posibilite una interpretación contraria a lo resuelto en primera y segunda instancia. Es que, a fuer de reiterativos, si la causa estaba radicada en el tribunal asignado, debidamente así registrada y, por lo que se lee en el fallo referido, a disposición de las partes, no mediaban razones jurídicas objetivas que permitieran mantener la suspensión de los plazos porque el juez no se había avocado. La carga de impulsar no puede verse desplazada por esta circunstancia, en tanto quien tiene bajo su responsabilidad activar el juicio, puede lograrlo (hablamos del avocamiento), aun cuando el magistrado no lo hiciera. Sucede de esta forma, en cientos de expedientes en lo que se altera la composición del tribunal (no ya fiscales, sino ordinarios). Si el deber funcional de avocamiento no se cumple de oficio, y la parte a la que le toca instar tiene la posibilidad de hacerlo, habrá caducidad aun cuando previamente no medie avocamiento, si transcurrido el plazo legal desde el último acto impulsorio la instancia no ha sido activada. Es lo que ha acontecido en este caso entre el 1/9/04 y el 12/10/05. En procesos de corte dispositivo, sólo se libera de la caducidad a la parte que tiene la carga de instar, cuando media “imposibilidad” de impulsar el juicio, tal el supuesto –insistimos– de que el expediente se encuentre a despacho para ser proveído o mediare suspensión por acuerdo de partes, fuerza mayor o disposición del tribunal y, en este último caso, siempre que la reanudación del trámite no quede supeditada a actos procesales que deba cumplir la parte a quien incumba impulsar el proceso.
En el fallo que se analiza no se advierte ninguna de estas circunstancias, sino una interpretación, a nuestro ver –y dicho con todo respeto– desajustada respecto de los parámetros procesales que gobiernan el instituto de la perención. Va de suyo que tampoco convence el invocado principio de conservación procesal, ni el de salvaguarda del derecho de acción. No cuestionamos que la caducidad debe desecharse en casos complejos en que la vacilación realmente tenga fundamentos suficientes, porque en estas situaciones es del todo evidente que debe procurarse el mantenimiento del proceso, en tanto herramienta para ventilar la suerte de los derechos sustanciales en disputa. Pero, tan cierto como eso es que nada como la perención combate mejor la negligencia procesal, el alongamiento innecesario de los juicios y la incertidumbre que se cierne sobre el interés de quien es traído a juicio, cuyo derecho es tan atendible como el del actor que demanda.
Quien promueve un pleito debe asumir la responsabilidad de tramitarlo en tiempo útil hasta su finalización, con el dictado de la sentencia que le conceda o no razón, pues quien es demandado tiene derecho a liberarse del proceso y –también hay que decirlo– de la supuesta obligación incumplida que se reclame. De modo que quien acciona debe saber que la caducidad de instancia puede traer aparejada la prescripción de la acción que intenta, en especial el Fisco, que se caracteriza por demandar obligaciones prescriptas

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; en consecuencia, no puede menos que exigírsele atención y cuidado en el desarrollo del litigio, porque sólo de su obrar idóneo, oportuno y eficaz dependen –en realidad– los principios de conservación y utilidad procesales. Donde la norma no proyecta duda o vacilación real debe estarse a su texto, sin ensayar interpretaciones que terminan por documentar desenlaces técnicamente objetables y ostensiblemente injustos ■

<hr />

1) C7a. CC Cba., Auto Nº 61, del 14/3/07. Expte. Nº 335350/36.
2) Magnetti, José Ernesto, “Perención de Instancia – Tres casos”, Semanario Jurídico Nº 1692, Rev. del 5/2/09, p. 121.
3) TSJ, Sala CC, in re: “Fisco de la Provincia de Córdoba c/Loustau Bidaut, R. – Ejecutivo – Recurso de Casación”, Expte. F-17-01, del 17/8/07 [N. de R.- vid. www.semanariojuridico.info]
4) Ver, la acertada crítica de Mariano Arbonés, en el prólogo a la obra de María del Pilar Hiruela de Fernández: La Ejecución Fiscal en la Provincia de Córdoba, Alveroni Ediciones, febrero de 2009.

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