<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic>SUMARIO: I. Sobre la idea de imparcialidad. II. El juez como titular de derechos de incidencia colectiva.. III. El juez y el "caso". IV. Los conflictos contemporáneos y el rol del juez. V. Acceso a la Justicia Vs. Imparcialidad del juzgador. VI. Razonabilidad y fundamentación de la decisión judicial. VII. Otras miradas sobre la figura del juez. VIII. Reflexiones finales</italic></intro><body><page><bold><italic>Abstract </italic></bold> El proceso, en su versión tradicional, se ha entendido como el debate entre dos partes claramente diferenciadas. Junto a esta noción, existe –a partir de la admisión pretoriana de las acciones de clase desde “Halabi” en adelante– un proceso novedoso cuyos límites y alcances aún se están definiendo. Los aspectos característicos de los procesos colectivos son muy diferentes de los del modelo tradicional, puesto que en las acciones de clase la estructura de las partes es extensa, a veces indeterminada, y puede sufrir variaciones durante el curso del trámite. Modificada la noción de parte, la figura del juez también merece ser redefinida. En un primer momento, este trabajo se propone reflexionar sobre el principio de imparcialidad del juez, para determinar si el concepto –tal como hasta hoy lo conocemos– funciona para los procesos colectivos. Si la imparcialidad se construye a partir de la diferenciación del juez con las partes y con la materia, entonces es difícil garantizarla si las cuestiones involucran a la sociedad en su conjunto o a un importante sector de ella. En casos extremos, ningún integrante de la comunidad sería completamente ajeno a la cuestión debatida. Sin ir tan lejos, es muy probable que, dada la extensión de los sujetos que conforman la clase, alguna persona comprendida dentro de ella sea familiar o amigo íntimo o enemigo del juez, por solo citar ejemplos que conllevarían el apartamiento del magistrado. Las sucesivas recusaciones y excusaciones por parte de los tribunales pueden significar que las causas se demoren injustificadamente o que dejen de ser resueltas, vulnerando el derecho de acceso a la justicia, en contradicción con normas constitucionales y pactos y tratados internacionales. Evidenciada la tensión entre asegurar la imparcialidad del juez y al mismo tiempo la del efectivo acceso a la justicia, el propósito de esta investigación consiste en la búsqueda de la armonización entre ambos, para garantizar que puedan funcionar en sintonía, asegurando la vigencia efectiva de principios constitucionales y convencionales. <bold>I. Sobre la idea de imparcialidad </bold> La tarea de impartir justicia se ha simbolizado con la figura de una balanza: inmutable antes de que se asiente algún elemento, perfectamente mensurable su inclinación según la gravitación de lo que en uno u otro extremo se coloque. La función de hacer justicia también se ha comparado con un triángulo equilátero, encontrándose el juez en la cúspide y en los extremos y equidistantes los sujetos involucrados en el conflicto. Ambas alegorías construyen la idea de justicia a partir de la presencia de un tercero que se coloca en medio de dos posturas antagónicas; tercero a quien las posiciones de las partes le resultan totalmente indiferentes, limitándose a hacer justicia, lo que hoy equivale a resolver el conflicto conforme lo indique la ley. La separación entre los contendientes y este tercero es inherente a ciertos conceptos clásicos de justicia, pues aquella constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo(1) contiene la noción de algo que corresponde solamente a los sujetos en pugna y, como tal, es ajeno al encargado de hacer el reparto, quien se limita a distribuir los intereses en juego. Antes de proseguir, es necesario aclarar que al hablar del juez nos referimos por igual a juezas y jueces, pero por razones de agilidad en la lectura preferimos usar el sustantivo en masculino para referir al oficio judicial en la actualidad(2), con independencia del género de quien ejerza la función. En el sistema jurídico argentino, la idea de que el magistrado debe ser neutral conforma un principio procesal incuestionable, al punto que la imparcialidad del órgano jurisdiccional es <italic>“condición de vigencia de la garantía constitucional del debido proceso</italic>”(3) en los términos del art. 18 de la Constitución Nacional. La garantía de juez imparcial hace a uno de los pilares en que se asienta la forma republicana de gobierno, como es la confianza que los tribunales de justicia en una sociedad democrática deben inspirar en el pueblo, y en términos de derecho positivo, la garantía obra reconocida dentro de los derechos implícitos del art. 33 de la Constitución Nacional y arraigada en el debido proceso y la defensa en juicio. Se encuentra, a su vez, consagrada expresamente en los arts. 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; 26 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; que forman parte del bloque de constitucionalidad federal en virtud de la incorporación expresa que efectúa el art. 75, inciso 22 de la Constitución Nacional (4). Con todo, se acepta que la imparcialidad del juez nunca sea total, ya que a fin de cuentas hablamos de una persona, y sólo poéticamente su labor podría compararse con una figura geométrica o con el funcionamiento de una máquina(5). El juez no es un papel en blanco, una<italic> tabula</italic> rasa que logra mantenerse ajeno e inmaculado frente al conflicto que es llamado a decidir; por el contrario, en tanto ser humano, nada de lo que es humano podrá serle completamente ajeno. Por ello, el primer obstáculo a la imparcialidad viene dado por las condiciones preexistentes propias de cualquier construcción subjetiva: religiosas, sociales, políticas, ideológicas(6). Así y todo, es parte de la tarea judicial hacer un esfuerzo por deconstruir la propia percepción para resolver con la mayor objetividad posible, y no se encuentra permitido invocar objeción de conciencia para dejar de juzgar las causas que lleguen a sus estrados(7). A tal punto se intenta asegurar la imparcialidad del juez, que la ley ritual manda efectuar un análisis previo con base en meras presunciones, y ante la sola configuración de ciertas situaciones, ordena el apartamiento del magistrado. El debido proceso ha requerido hasta ahora que, al momento mismo de la conformación de la litis, se aviente cualquier sospecha con relación a una posible falta de neutralidad en el sentenciante. En procura de garantizar la imparcialidad, los códigos procesales prevén que –de antemano y aun sin saber si su sentencia será imparcial o no–, se ordene que si el juez es familiar, o amigo íntimo, o socio, o acreedor de alguno de los litigantes (por citar algunos ejemplos), entonces debe ser apartado de conocer en el pleito(8). Se presume que la ecuanimidad del juez quedará a salvo si es ajeno tanto a las partes como a la materia, y la falta de observancia de este principio puede conllevar la nulidad del procedimiento(9). La propia CSJN ha distinguido dos aspectos de la objetividad: <italic>el objetivo y el subjetivo</italic>. La dimensión objetiva se relaciona con los hechos concretos y verificables llevados a cabo durante el proceso por parte del juez, de los cuales puede predicarse su parcialidad o imparcialidad; mientras que la dimensión subjetiva se refiere al ámbito interno del juez en tanto sujeto, definiéndose como aquellas “actitudes o intereses particulares del juzgador en el resultado del pleito”(10). Esta concepción del <italic>iudex</italic> se corresponde con la noción de caso entendido como debate del derecho entre dos partes adversas(11), lo que supone un conflicto específico, determinado y acotado a los sujetos intervinientes, y respecto del cual el juez es ajeno, ya sea en función de las partes o de la materia. Esta noción funciona sin problemas cuando se ejercitan derechos individuales en los términos señalados en el párrafo anterior, pero encuentra un obstáculo cuando se ventilan cuestiones referidas a derechos “de incidencia colectiva”. Antes de la reforma de la CN ocurrida en el año 1994, ya en algunas Constituciones Provinciales se había comenzado a hablar de derechos “difusos”, pese a que no estuviera del todo claro a qué refería dicho término. Acaecida la reforma a nivel nacional, los derechos de “incidencia colectiva” gozan no solo de reconocimiento expreso, sino también de un remedio específico; y aun cuando dicho concepto haya ido construyéndose lentamente en la jurisprudencia y doctrina, el advenimiento de una categoría nueva de derechos es innegable. Con independencia del nombre que se utilice, los derechos “difusos”, “supraindividuales” o “colectivos” se caracterizan por su abordabilidad desde una perspectiva “social”. Suponen, necesariamente, la existencia de una pluralidad relevante de afectados(12). Esto significa que, junto al proceso entendido como debate entre dos partes claramente diferenciadas, debemos pensar en uno que, en alguno de sus polos al menos, contenga a una pluralidad de individuos, convirtiéndose en un litigio “de interés público”. Los aspectos característicos de este último son muy diferentes de los del modelo tradicional, puesto que “la estructura de las partes es extensa y amorfa, sujeta a modificaciones durante el curso del trámite”(13). Modificada así la noción de parte, la figura del juez también sufre ciertas variaciones. Pensemos que, como decíamos al principio, la imparcialidad del juez se construye a partir de su diferenciación con los sujetos que se identifican como actor y demandado, mientras que en este tipo especial de procesos la identidad individual de cada uno de los integrantes del colectivo es irrelevante puesto que lo único que interesa es la efectiva determinación del colectivo implicado; pero no es necesario que todos los afectados suscriban la demanda ni que comparezcan ante el tribunal. El autor citado señala que “el juez se ha convertido, cada vez en mayor medida, en director y creador de modos complejos de remediación que despliegan sus efectos hacia personas que no se han presentado ante el Tribunal y que requieren de una continua actividad judicial en su administración e implementación”. Frente a ciertos problemas que repercuten de manera directa en toda la comunidad o en un sector considerable de ésta, es difícil afirmar que el juez pueda ser un tercero totalmente ajeno a la materia debatida y a las partes involucradas. Esta situación, que quizás hace un siglo hubiera sido impensada, se configura cuando se ejercitan postulaciones en defensa de derechos de incidencia colectiva en los términos del art. 43 de la Constitución Nacional, conforme los lineamientos sentados por la CSJN desde “Halabi” en adelante. La existencia y reconocimiento de esta categoría amplia de derechos requiere necesariamente de un proceso que se adapte a sus especiales características y así dar respuesta adecuada a la problemática específica que suponen. El avance de la protección de los derechos de incidencia colectiva autorizó la revisión de muchas prácticas que rigen el proceso “tradicional” al haberse modificado conceptos claves como el de legitimación para obrar, adecuada representación, alcance de la sentencia, etc. Aunque parezca haber pasado desapercibida, la figura del iudex en los términos antes expuestos tampoco termina de ajustarse a este tipo especial de situaciones. Aquí nos proponemos reflexionar sobre el lugar que ocupa el juez en estos conflictos, examinando su relación con la materia debatida y con las partes involucradas cuando están en juego derechos de incidencia colectiva, con el objeto de determinar si el principio de imparcialidad, tal como se entiende hasta ahora, se ajusta a esta nueva categoría de casos, y si es posible su reformulación y bajo qué parámetros. <bold>II. El juez como titular de derechos de incidencia colectiva </bold> Aunque no haya sido específicamente desarrollada, la idea de que los conflictos sobre bienes colectivos comprenden también los intereses del propio sentenciante aparece ya en uno de los primeros casos referidos al medio ambiente en nuestro país. En el año 1983, un ciudadano interpuso acción de amparo para solicitar la revocación de la autorización otorgada a pesqueras extranjeras para cazar toninas en el Mar Argentino, fundando su reclamo en el derecho a la protección de la fauna marítima. En una innovadora sentencia para la época, y haciendo un esfuerzo por justificar la legitimación del actor para deducir amparo, el juez encuadró el derecho a la conservación del ecosistema dentro de los derechos implícitos del art. 33, CN, y reconoció que “el interés jurídico que en definitiva se pretende amparar –el cuidado del medio ambiente– no es sólo exclusividad de la parte actora, sino también de la demandada”. Yendo un paso más allá, hemos de remarcar que dicho interés era también el del propio magistrado, por tratarse de una cuestión atinente a “la especie humana”(14). Varios años después –luego de una importante reforma constitucional que consagró el derecho al medio ambiente, pactos internacionales y una ley específica en su resguardo(15)–, la Corte Suprema de Justicia de la Nación resaltó la naturaleza colectiva de algunos bienes, aduciendo que “no pertenecen a la esfera individual sino social y no son divisibles en modo alguno”(16). Se trata de los derechos sobre bienes colectivos. En casos como el antes reseñado, y por la naturaleza de los bienes en conflicto, es imposible asegurar que el juez sea ajeno a la cuestión debatida, desde que él también es titular de los derechos sobre el funcionamiento o la sustentabilidad de ecosistemas de la flora, la fauna, la biodiversidad, el agua, los valores culturales, etc.; y tiene el deber de no afectar su funcionamiento ni su sustentabilidad (art. 240, CCCN). Entonces, podemos decir lo siguiente: siempre que el bien protegido sea un derecho colectivo sobre un bien indivisible, el interés del juez será el mismo que el que cualquier miembro de la comunidad tiene respecto del cuidado y mantenimiento de dicho bien. Pero también en el caso de derechos divisibles, la imparcialidad del juez puede verse afectada por la extensión de la clase o por la materia debatida. Para ilustrar este supuesto, utilizaremos un caso que tuvo lugar hace algunos años en Córdoba: una asociación inició una acción de clase en contra del Banco Provincia de Córdoba denunciando el cobro de rubros prohibidos. Como todos los magistrados de esta provincia, el juez al que arribó la causa cobraba su salario en dicha entidad, y por ello entendió que se configuraba causal de excusación y que debía apartarse. El magistrado al que se remitió el expediente resistió dicha medida, generándose así un conflicto de competencia negativo que hubo de resolverse por el superior común, la Cámara de Apelaciones. En su fallo, la Cámara de Apelaciones de Sexta Nominación de Córdoba reconoció que “admitir la excusación invocada (…), con sustento en que se encuentra comprendido en la clase que pretende representar la acción colectiva y que, por cierto, abarcaría la totalidad de los Magistrados de Córdoba, abriría las puertas a sucesivos e indefinidos planteos excusatorios, en una dirección contraria a la garantía del debido proceso y el derecho a la tutela judicial efectiva, en su proyección del acceso a la justicia (arts. 18 y 75 inc. 22, Constitución Nacional, arts. 8.1 y 25.1 del Pacto de San José de Costa Rica; art. XVIII de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre; art. 8º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, art. 2º, punto 3.a, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos)”(17). Lo que pretendemos poner en evidencia es que, sin perjuicio de que se trate de cuestiones divisibles o indivisibles, el advenimiento de los derechos colectivos como aspecto particular del funcionamiento de la sociedad de masas exige repensar la figura del juez como sujeto imparcial y ajeno a la materia debatida. <bold>III. El juez y el “caso” </bold> La existencia de una causa o controversia ha sido entendida como requisito inherente al desenvolvimiento de la función judicial, puesto que así lo exige el sistema republicano de división de poderes al circunscribir el ámbito de actuación de los magistrados a la decisión de las causas, vedando la posibilidad de que se expidan en abstracto (art. 116, CN). La CSJN en su rol de intérprete final de la Constitución ha debido determinar el alcance de la regla contenida en el art. 116, CN. Desde antaño, y en una concepción que llamaremos “tradicional”, siguiendo a la Corte Suprema de Norteamérica (en 418 U.S. 208), entendió que en aquellas situaciones en las que “el demandante no puede expresar un agravio diferenciado respecto de la situación en que se hallan los demás ciudadanos” no existe un caso que amerite la intervención de los tribunales(18). Esta concepción –de corte subjetivista y que sigue funcionando para la mayoría de los litigios– subordina la existencia de un caso a la constatación de una lesión individual en cabeza del accionante. En esta idea la “parte” debe demostrar la existencia de un “interés especial” en el proceso (“Sierra Club v. Norton”, 405 U.S. 727) o acreditar que los agravios alegados la afectan de forma “suficientemente directa”, o “substancial”; esto significa que debe poseer “suficiente concreción e inmediatez” para poder procurar un juicio(19). En este paradigma, el razonamiento es el siguiente: si no puede constatarse una lesión individual, diferenciada, propia del accionante, entonces no existe un caso judicial que amerite la intervención de un tribunal, a la vez que la inexistencia de un perjuicio o agravio en cabeza del accionante se traduce en su falta de legitimación activa(20). Pero este criterio devino insuficiente al consagrarse en la reforma constitucional del año 1994 la posibilidad de ejercitar una acción del tipo colectiva. Es que junto con el remedio de amparo individual en los términos delineados pretorianamente en “Siri” y “Kot”, el convencional constituyente agregó la posibilidad de accionar no solo al afectado titular del derecho en cuestión, sino también al Defensor del Pueblo y a ciertas asociaciones, siempre que actúen en el marco de los derechos allí referidos(21). En estos casos, la lesión a los intereses del accionante puede no ser individual ya que se permite accionar al Defensor del Pueblo y a las asociaciones en defensa de derechos ajenos; y aun cuando quien promueva la actuación del órgano jurisdiccional sea el propio afectado, tampoco podrá acreditar una lesión diferenciada o propia, pues el agravio será compartido con un grupo relevante de individuos o con la comunidad en su conjunto, rasgo típico de los derechos “de incidencia colectiva”. En estas situaciones, el test del caso individual en los términos antes señalados no funciona, puesto que su aplicación estricta conduce al incumplimiento del mandato constitucional. La modificación del art. 43 de la Constitución Nacional fue el punto inicial para el acogimiento de un nuevo paradigma. Pese a la claridad del texto magno (y como todo cambio de paradigma) no conllevó una modificación abrupta, sino que el cambio fue gestándose lentamente en la jurisprudencia de la CSJN (22). El alcance del segundo párrafo del artículo 43 fue objeto de sucesivas –y no siempre coherentes– interpretaciones. El problema principal residía en determinar a qué refería la Constitución cuando hablaba de derechos “de incidencia colectiva”, y si era posible pensar que dicha categoría podía llenarse por derechos patrimoniales y divisibles(23), o si sólo estaba limitada a derechos tales como el medio ambiente y la salud(24). Luego de varios pronunciamientos que interpretaban el art. 43 segundo párrafo, CN, en sentido restrictivo, la Corte terminó por hacer valer el criterio amplio, entendiendo que dicho artículo comprendía también derechos sobre bienes patrimoniales y divisibles, postura que ya venía siendo sostenida por cierto sector de la doctrina procesalista argentina(25). El fallo de la causa “Halabi” puso punto final a la discusión respecto de qué derechos integran la categoría prevista en el art. 43 de la Constitución Nacional, admitiéndose que no es necesario que se trate de bienes indivisibles (como el medio ambiente, el patrimonio cultural o, en ciertos casos, la salud) sino que también los derechos patrimoniales y divisibles pueden configurar un caso “de incidencia colectiva”. La admisión pretoriana de las acciones de clase en nuestro sistema jurídico da cuenta de que la noción del caso –entendido como el agravio que coloca al peticionante en una situación diferenciada del resto de los individuos– se ha dejado atrás cuando se debaten derechos de incidencia colectiva. Sin embargo, ello no supone la consagración de la actuación del Poder Judicial ante casos abstractos o inexistentes, sino que demuestran que la regla utilizada para determinar si estamos ante uno se ha visto modificada, cuando se debaten cuestiones relativas a derechos de incidencia colectiva. Junto al criterio clásico o tradicional, válido para los casos en que se ejercitan derechos individuales, surge una nueva concepción del caso judicial colectivo, para incluir aquellos conflictos que excedan el mero interés de las partes, al repercutir “en un importante sector de la comunidad por haberse sometido a debate la legitimidad de medidas de alcance general que interesan a actividades cuyo ejercicio no es ajeno al bienestar común”(26). Estudiosos han definido el caso colectivo como aquel “que amerite una tutela diferenciada cuando se vulnere un bien de naturaleza colectiva o bienes y derechos de naturaleza individual, emparentados estos últimos por una relación de similitud cualitativa (equivalencia de las pretensiones particulares) ante un único hecho o acto generador del entuerto, y en la medida en que se encuentren afectadas un gran número de personas”(27). A esta altura cabe preguntarnos cómo este cambio de paradigma afecta la figura del juez. La visión tradicional, de corte subjetivo, diferencia claramente el interés de la parte, del interés del resto de la sociedad, al punto que justamente esta diferenciación es lo que permite la existencia de un caso. Pero, al reconocer que ciertos pleitos trascienden el interés de las partes y que lo allí decidido surte efectos respecto de muchos otros individuos, cuando no de la sociedad entendida en su conjunto, se está admitiendo también que en algunos casos la amplitud de la materia debatida alcance incluso al propio juez, en tanto integrante de la comunidad. Al quebrarse la regla <italic>res inter alios acta</italic> y admitirse el efecto expansivo de la sentencia, que quizás alcance a una comunidad entera, la figura del juez como un tercero totalmente ajeno a la materia debatida y a los intereses de las partes, se desdibuja. La reflexión en torno a la figura del juez en estos casos no solo es posible sino que también es necesaria, puesto que, como dijera la propia CSJN, la imparcialidad no debe pensarse como un ideal absoluto, sino que refiere a una serie de previsiones, “siempre contingentes y relativas a un tiempo histórico y a un sistema determinado”, cuyo contenido se vincula al intento de aproximarse al ideal de la neutralidad o de desviarse de él (28). El cambio en las circunstancias históricas, en la normativa constitucional y en la jurisprudencia del Tribunal cimero, amerita repensar cómo garantizar la imparcialidad del juez frente a esta clase especial de conflictos. <bold>IV. Los conflictos contemporáneos y el rol del juez </bold> El advenimiento de los derechos de incidencia colectiva ha fascinado a múltiples autores, puesto que impone el desafío de repensar el proceso ante la ausencia de respuestas legales preestablecidas. El jurista del siglo XXI se encuentra inmerso en una sociedad que ha sufrido rápidos cambios respecto de aquella en la que se formularon los principios procesales clásicos. Con sus economías de escala, el culto desmedido al consumo, las migraciones masivas hacia las metrópolis, los avances de la tecnología y la inmediatez de las comunicaciones, la sociedad en la que están inmersos los operadores judiciales se ha transformado. La globalización ha alcanzado también a la práctica judicial, dando lugar a la adopción de ciertas reglas propias de modelos extranjeros y con ello a “un naciente e inédito fenómeno que (…) se manifiesta por el acentuado protagonismo que paulatinamente van asumiendo los jueces, llamados a llenar el ‘vacío’ producto de las omisiones de los poderes políticos, y que ante el impulso de una participación social cada vez más creciente, ejercen su misión a través de un rol activo para la tutela efectiva de los derechos fundamentales”(29). El fenómeno se vincula con el movimiento de “constitucionalización” de los nuevos derechos (derechos sociales en general, derechos colectivos de consumidores y usuarios, ambientales, de la institucionalidad democrática) y en la operatividad de las convenciones internacionales sobre derechos humanos –especialmente la CADH. La reforma constitucional del año 1994 marcó el punto inicial de este proceso, continuando el camino de los derechos de primera y segunda generación. Viene al caso recordar que en un primer momento el sujeto bregó por la libertad y la igualdad obteniendo como consecuencia un ciudadano protegido de los abusos y persecuciones por parte del Estado. Garantizadas esta libertad e igualdad ciudadanas, el segundo movimiento se caracterizó por requerir del Estado la satisfacción y garantía de prestaciones relacionadas con la vida de las personas en la sociedad y las luchas de sectores desposeídos y trabajadores. La tercera ola parte del reconocimiento de necesidades cuya satisfacción sólo puede concretarse de manera colectiva. Por ello, esta tercera generación de derechos se vincula con la solidaridad, y para su realización es imprescindible la cooperación de los distintos estados. De entre las múltiples reformas efectuadas a la Constitución Nacional en el año 1994, dos se relacionan específicamente con el rol del juez y los derechos de incidencia colectiva. La primera de ellas es la consagración de un remedio legal específico para proteger los derechos de incidencia colectiva que se incorporaron a la Constitución. La formulación del artículo 43, CN, al prever que “podrán interponer esta acción contra cualquier forma de discriminación y en lo relativo a los derechos que protegen al ambiente, a la competencia, al usuario y al consumidor, así como a los derechos de incidencia colectiva en general, el afectado, el defensor del pueblo y las asociaciones que propendan a esos fines”, supuso una caudalosa actividad en los tribunales que fue llevando a la propia Corte a sucesivas interpretaciones respecto del alcance de la acción acordada, de la legitimación activa y de las situaciones que la manda constitucional resguarda. La segunda es la incorporación de los Pactos y Tratados al plexo constitucional de la Nación, reafirmando así la doctrina sentada en 1992 en “Ekmekdjian”(30). Si, como se dijo anteriormente, la vigencia de los derechos de la solidaridad no puede garantizarse sin la cooperación de todos los estados, reconocer la jerarquía de Pactos y Tratados celebrados con otros países es un paso inexorable para asegurar su vigencia. Así y todo, las modificaciones de los arts. 75, inc. 22.1, 22.2 y 22.3 de la Constitución Nacional y lo dispuesto en el art. 75, inc. 24, supusieron el complejo desafío de definir las nuevas relaciones existentes entre la Constitución Nacional y los Tratados con jerarquía constitucional. Hubo que definir también el valor que correspondía a la jurisprudencia emanada de los organismos y tribunales internacionales creados por algunos de esos acuerdos, especialmente a partir del surgimiento del denominado “control de convencionalidad”, instituido por la Corte IDH a partir del caso “Almonacid Arellano” en 2006. Si la reforma del art. 43, CN, condujo a la modificación del paradigma imperante para dar respuesta a ciertos litigios “estructurales”, y ello nos lleva a repensar la figura del juez para poder adecuarla a esta nueva visión del caso colectivo(31), entendemos que es imprescindible valernos de la jurisprudencia emanada del Tribunal interamericano para reflexionar sobre el rol del iudex en estos casos, pues su visión del proceso y de la tutela judicial efectiva señalan el norte. En esta idea, debemos tener en cuenta que “la nota de imparcialidad o neutralidad, que caracteriza al concepto de juez, no es un elemento inmanente a cualquier organización judicial, sino un predicado que necesita ser construido (Maier, Julio B.J., Derecho procesal penal, T. I, (Fundamentos), 2ª ed., 3ª reimp., Editores del Puerto, Bs. As., 2004, págs. 741/742)”(32). A continuación, se contribuirá a la construcción de un nuevo predicado sobre la imparcialidad, leyendo dicho principio en clave convencional. <bold>V. Acceso a la Justicia vs. Imparcialidad del juzgador </bold> El acceso a la Justicia, o derecho a la efectividad de la tutela jurisdiccional, es consustancial a todo Estado(33). La CSJN ha entendido incluso que se trata de una garantía del derecho internacional, y que la omisión de su consideración puede comprometer la responsabilidad del Estado argentino frente al orden jurídico supranacional(34). Conforme sostuvo la Asamblea General de la OEA en 2011, “el acceso a la justicia no se agota con el ingreso de las personas a la instancia judicial, sino que se extiende a lo largo de todo el proceso” (35), que debe sustanciarse de conformidad con los principios que sustentan el Estado de Derecho, como el juicio justo, y se prolonga hasta su finalización. Acorde los lineamientos sentados por la Corte IDH, el derecho de acceso a la Justicia no se reduce a la posibilidad de recurrir la decisión que se estima injusta, sino que se proyecta sobre muchos otros aspectos, resultando necesario asegurar el acceso al proceso, su entera tramitación en tiempo razonable, la efectiva posibilidad de participar en él a los sujetos involucrados, e incluso su finalización por medio de una sentencia que las partes entiendan. En esta visión, el acceso a la Justicia “conlleva, casi como una consecuencia necesaria, una ampliación de los posibles supuestos de denegación de justicia, alcanzando ya no solo los casos en los que no existan o no funcionen tribunales que permitan asegurar la protección de los derechos de las personas, sino también cuando, existiendo, se negaren a atender un reclamo formulado de conformidad con las reglas de procedimiento vigentes en ese Estado, y/o cuando exista una deficiencia grave en la administración del proceso, y/o se produzcan retrasos indebidos e inexcusables”(36). Siempre que exista un caso colectivo en los términos antes apuntados, y llevada la situación al extremo, arribaríamos al supuesto de que ningún miembro de la sociedad resulta ajeno al conflicto, por lo que ni siquiera recurriendo a la figura de conjueces sería posible satisfacer el principio del juez imparcial. Y si bien es cierto que para el magistrado constituye un deber excusarse o inhibirse si se encuentra incurso en alguna de las causales de recusación, cuando se trata de derechos de incidencia colectiva, quizás dicha regla pueda ser aplicada con menor rigor, para no llegar al extremo de dejar sin respuesta a ciertos litigios, en clara infracción del principio de acceso a la Justicia. Si sabemos que en nuestro sistema jurídico la consagración de la acción colectiva tiene por fin garantizar ciertos derechos que gozan de protección constitucional y convencional, no queda más remedio que aceptar que, aun cuando no pueda garantizarse la imparcialidad en los términos requeridos por los Códigos de rito, el juez debe abocarse al conocimiento de la causa, pues lo contrario implicaría la denegación del derecho de acceso a la justicia, dejando fuera de la tutela judicial aquellos casos que versen sobre derechos de incidencia colectiva. Si la aplicación estricta de las reglas del procedimiento conduce a un retraso significativo en la tutela judicial, entonces, en salvaguarda del derecho de acceso a la justicia debemos buscar una interpretación que permita sortear la contradicción entre el principio de imparcialidad –que hace al debido proceso– y la efectiva protección de los derechos de incidencia colectiva en los términos indicados por el art. 43 de la CN. La jurisprudencia habitual de la Corte Suprema es que los