<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>1. Introducción La historia del comercio de seres humanos en Argentina data de los tiempos de la Colonia, época durante la cual revistió la forma de esclavitud negra; siglos más tarde, en los comienzos de la institucionalidad nacional, aquella forma tradicional mutó hacia lo que se conoció como trata de blancas. Sin embargo, en las últimas décadas, debido al auge de la globalización y la expansión del crimen organizado, Argentina se ha transformado en un eslabón más del fenómeno delictivo que la comunidad internacional acordó en llamar trata de seres humanos, ya que en la actualidad la compraventa de personas para explotación ya no distingue raza, sexo ni edad. No obstante esta realidad, y a pesar del movimiento encabezado por Naciones Unidas en el año 2000 – representado por el Proceso de Viena y el “Protocolo para prevenir, suprimir y castigar la trata de personas, especialmente de mujeres y niños”– con el fin de generar conciencia internacional sobre la necesidad reformar los sistemas legales nacionales para perseguir y castigar la trata de personas, Argentina, luego de estériles años de debate parlamentario, sancionó en abril de 2008 la duramente criticada ley 26364, que incorpora los artículos 145bis y 145ter al Código Penal con el objetivo de sancionar este tipo de delitos. Atento al principio de legalidad consagrado en el artículo 18 de nuestra Carta Fundamental, del cual se derivan el principio de clausura y el de irretroactividad de la ley penal, sólo pueden ser perseguidos los hechos ocurridos con posterioridad a la entrada en vigor de dicha ley. Sin embargo, parte de la doctrina sostiene que la trata de personas constituye, en verdad, un crimen de derecho internacional, en cuyo caso la Constitución Nacional debe ser analizada juntamente con el Estatuto de Roma. El presente trabajo sostiene la hipótesis de la aplicabilidad retroactiva de la ley 26364 para hechos de trata de personas cometidos a partir de 2001. En tal sentido, la justificación de dicha hipótesis exige analizar tres cuestiones previas: primero, la naturaleza jurídica del delito de la trata de personas; segundo, la relación jerárquica entre la Constitución Nacional y el Estatuto de Roma; y tercero, el alcance del principio de legalidad a la luz de ambos instrumentos jurídicos. 2. Concepto del delito de Trata de Personas Como resultado de los cambios histórico-culturales referidos, los cuales ocurrieron en forma similar en todo el mundo, el concepto de “trata” ha sido interpretado de manera divergente por las distintas sociedades a través del tiempo y, aunque el fenómeno en sí mismo ha devenido en una preocupación internacional desde hace más de un siglo (1), no hubo una definición consensuada en la comunidad de naciones hasta el año 2000(2). Hubo intentos fallidos de definir normativamente el problema a partir de la Declaración Relativa a la Abolición Universal del Comercio de Esclavos, de 1815(3); luego la Sociedad de Naciones retomó la tarea sin lograr mayor éxito(4), y algunos años más tarde, bajo la conducción de Naciones Unidas, se aprobó en 1949 la Convención para la Supresión de la Trata de Personas y la Explotación de la Prostitución Ajena, cuyo preámbulo expresaba que “…la prostitución y el mal que la acompaña, la trata de personas para el propósito de prostitución, son incompatibles con la dignidad y el valor de la persona humana y ponen en peligro el bienestar del individuo, la familia y la comunidad…” Así, a partir de aquel protocolo, el comercio de blancas estuvo relacionado con la prostitución y esta última con la esclavitud. Sin embargo, con el transcurso del tiempo tal asociación cayó en desuso, ya que la trata gradualmente involucró a personas de diferente género, edad, cultura y origen racial, lo que provocó un cambio ideológico que condujo a la gestación del Proceso de Viena(5), el cual culminó con la aprobación del “Protocolo para prevenir, suprimir y castigar la trata de personas, especialmente de mujeres y niños”, del año 2000 (conocido como Protocolo de Palermo contra la trata de personas), y que en el artículo 3 inciso “a”, define la trata como: “La captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación. Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre o la extracción de órganos”. En atención al concepto formulado en el Protocolo de Palermo, el Congreso de la Nación Argentina, a través de la ley federal 26364 adoptó esencialmente la misma definición estableciendo: “Artículo 2º.- Trata de mayores de dieciocho (18) años. Se entiende por trata de mayores la captación, el transporte y/o traslado –ya sea dentro del país, desde o hacia el exterior–, la acogida o la recepción de personas mayores de dieciocho años de edad, con fines de explotación, cuando mediare engaño, fraude, violencia, amenaza o cualquier medio de intimidación o coerción, abuso de autoridad o de una situación de vulnerabilidad, concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre la víctima, aun cuando existiere asentimiento de ésta. Artículo 3º.- Trata de menores de dieciocho (18) años. Se entiende por trata de menores el ofrecimiento, la captación, el transporte y/o traslado –ya sea dentro del país, desde o hacia el exterior–, la acogida o la recepción de personas menores de dieciocho años de edad, con fines de explotación. Existe trata de menores aun cuando no mediare engaño, fraude, violencia, amenaza o cualquier medio de intimidación o coerción, abuso de autoridad o de una situación de vulnerabilidad, concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre la víctima. El asentimiento de la víctima de trata de personas menores de dieciocho años no tendrá efecto alguno. Artículo 4º.- Explotación. A los efectos de la presente ley, existe explotación en cualquiera de los siguientes supuestos: a) Cuando se redujere o mantuviere a una persona en condición de esclavitud o servidumbre o se la sometiere a prácticas análogas; b) Cuando se obligare a una persona a realizar trabajos o servicios forzados; c) Cuando se promoviere, facilitare, desarrollare o se obtuviere provecho de cualquier forma de comercio sexual; d) Cuando se practicare extracción ilícita de órganos o tejidos humanos.” Así puede observarse que, aun con las particularidades propias de la legislación argentina, tanto en el orden internacional como a nivel nacional la trata refiere a toda conducta de reclutamiento, desplazamiento y/o recepción de personas, sin su consentimiento (ya sea que falte o esté viciado) con fines de explotación. 3. Naturaleza jurídica del delito de Trata de Personas Partiendo del concepto antes mencionado, cabe preguntarnos si estamos ante un delito de jurisdicción doméstica o ante un crimen de derecho internacional, ya que la respuesta a este interrogante abre una diversa gama de consecuencias jurídicas. Según el Estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI), son crímenes de su competencia el genocidio (art. 6), los crímenes de lesa humanidad (art. 7), los crímenes de guerra (art. 8) y el crimen de agresión (aún no definido). Dentro de ese contexto legal, hay autores que sostienen que la trata configura un delito de lesa humanidad (6), postulado que obliga a analizar con detenimiento qué entiende el Estatuto de Roma por tales crímenes, atento a que los delitos de competencia de la CPI deben ser analizados restrictivamente, sin que pueda hacerse una interpretación extensiva de los mismos (art. 22, inciso 2° del ECPI). En primer lugar, cabe destacar que la expresión lesa humanidad refiere a crímenes que, por su magnitud, lesionan o dañan a la humanidad en su conjunto; dicho en otras palabras, se trata de “actos serios de violencia que dañan a los seres humanos privándolos de lo que es más esencial para ellos: su vida, libertad, bienestar psíquico, salud y/o dignidad. Son actos que por su extensión y gravedad van más allá de los límites tolerables por la comunidad internacional”(7). Por tal motivo, en atención a la especial gravedad que revisten, “los crímenes de competencia de la Corte [Penal Internacional] forman parte del bloque duro de normas imperativas no negociables del Derecho Internacional”(8), que generan obligaciones erga omnes hacia los individuos y los Estados, en lo que refiere al deber de respetarlas y garantizar su respeto. Ahora bien, de la detallada enumeración del artículo 7 del ECPI, surge que son crímenes de lesa humanidad: “…cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque…” En primer término, y en lo que se refiere a los elementos comunes a todos los crímenes de lesa humanidad, es el mismo articulado el que toma a su cargo aclarar que “ataque contra una población civil” refiere a “una línea de conducta que implique la comisión múltiple de actos mencionados en el párrafo 1 contra una población civil, de conformidad con la política de un Estado o de una organización de cometer ese ataque o para promover esa política”. Sin embargo, con acierto ha sido destacado por la doctrina que dicha expresión no resulta completamente clara y se resiente la falta de notas explicativas que sirvan para despejar con claridad meridiana el alcance de las expresiones “población civil” y de “conformidad con la política de un Estado u organización”. En cuanto al primer concepto –población civil– se ha dicho que tal elemento “…se identifica con una cláusula umbral que está destinada a establecer el grado de gravedad que resulta necesario para que los hechos susceptibles de ser considerados como crímenes de lesa humanidad puedan entrar dentro de la competencia de la Corte…”(9). De este modo, siguiendo la opinión de García Sánchez, dado que el Estatuto protege tanto bienes colectivos como individuales, población civil refiere a un grupo humano, con independencia de que concurran entre ellos signos de identidad comunes(10). En este sentido, se ha afirmado que no es necesario que el ataque deba dirigirse contra toda la población de un territorio, siendo suficiente un número relevante de víctimas (11). En segundo lugar, el elemento político(12) se refiere al término política en sentido amplio, entendida como plan de actuación (ataque) preconcebido y organizado, opuesto a la idea de violencia espontánea. En este sentido, según lo prescripto por el Estatuto de Roma, dicha política puede haber sido diseñada tanto por un Estado como por una organización “sea de tipo privado, criminal o terrorista, pues lo importante no es tanto la naturaleza de la misma sino una necesaria estructura orgánica”, ya que “lo que se persigue es evitar que el crimen contra la humanidad pueda ser cometido por personas individuales actuando por su propia iniciativa”(13). Finalmente, complementando las explicaciones precedentes corresponde señalar asimismo que el referido ataque a una población civil, para configurar un delito de lesa humanidad, debe ser generalizado o sistemático, lo cual involucra un criterio cuantitativo y uno cualitativo. Siguiendo a Gómez Benítez, el término ‘generalidad’ debe interpretarse como la exigencia de multiplicidad de víctimas, y no de multiplicidad de acciones (14). Por su parte, el carácter ‘sistemático’ del ataque alude a “la naturaleza organizada de los actos de violencia y la imposibilidad de que éstos sucedan de forma espontánea” (15). De este modo, puede notarse que el elemento ‘generalidad’ se relaciona con ‘población civil’, en tanto que la ‘sistematicidad’ está conectada con la política que debe existir detrás de la comisión de crímenes de lesa humanidad. Una vez desentrañado el alcance de los elementos comunes, corresponde analizar el significado de los particulares actos ilícitos que están vinculados con el objeto del presente análisis. Así, tenemos que, siempre que involucren un ataque generalizado o sistemático contra una población civil, constituyen delitos de lesa humanidad, conforme el artículo 7 del ECPI: “... c) Esclavitud; […] d) Deportación o traslado forzoso de población; e) Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; […] g) Violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable…”. Con relación a dicho texto, debe analizarse el significado de los conceptos en él mencionados: a) La esclavitud implica el ejercicio de los atributos del derecho de propiedad sobre una persona, o de algunos de ellos, incluido el ejercicio de esos atributos en el tráfico de personas, en particular mujeres y niños (art. 7, 2° pfo., inc. “c” del ECPI) b) La deportación o traslado forzoso de población refiere al desplazamiento forzoso de las personas afectadas, por expulsión u otros actos coactivos, de la zona en que estén legítimamente presentes, sin motivos autorizados por el derecho internacional (art. 7, 2° pfo., inc. “d” del ECPI). c) La encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional, si bien no está definida en el ECPI, hace alusión a la restricción grave o privación de la libertad individual, en omisión de lo establecido por los Pactos y Tratados internacionales sobre derechos humanos (e.g. debido proceso, libertad de movimiento, etc.) d) La violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable configuran conductas que atacan gravemente la libertad y dignidad individual. Con relación a este inciso, el ECPI explica que por “embarazo forzado” se entenderá el confinamiento ilícito de una mujer a la que se ha dejado embarazada por la fuerza, con la intención de modificar la composición étnica de una población o de cometer otras violaciones graves del derecho internacional (art. 7, 2° pfo., inc. “f” del ECPI). Siguiendo con la argumentación propuesta, si se superponen los conceptos de crimen de lesa humanidad (art. 7 del ECPI) y trata de personas (art. 2,3 y 4 de la ley 26364), la conclusión a la que se arriba es que el primero subsume al segundo, estableciéndose entre ambos una relación de género a especie. En tal sentido, podemos afirmar con claridad que los elementos comunes a todos los crímenes de lesa humanidad están igualmente presentes en el delito de trata de personas: a. Ataque generalizado y sistemático perpetrado de conformidad con la política de una organización: la trata de personas importa una serie de actos, sostenidos en el tiempo, orientados a reclutar, desplazar y/o mantener en contra de su voluntad (16) a hombres, mujeres y niños, con fines de explotación personal, laboral y/o sexual (ataque). Dicha línea de conducta afecta anualmente, a nivel mundial, miles de víctimas de toda raza, sexo y edad (generalizado), y se lleva a cabo de conformidad con la logística diseñada por organizaciones criminales transnacionales dedicadas al comercio de seres humanos (17) (sistematicidad y política organizacional). b. Contra una población civil: Si bien la trata de personas no está focalizada en un grupo étnico, etario o genérico determinado, no se requiere tal conexión a los fines de conformar el elemento ‘población civil’ exigido por el art. 7 del ECPI. Atento lo manifestado por la doctrina, es suficiente con el hecho de que el crimen afecte a un extenso grupo humano, aun cuando no existan entre dichos individuos, signos de pertenencia al mismo grupo poblacional. En tal sentido, aun cuando las cifras concretas de víctimas de trata son, en el mejor de los casos, sólo estimativas debido a la naturaleza clandestina del delito (18), las investigaciones realizadas por estados y organizaciones internacionales afirman que constituye el tercer negocio criminal más lucrativo a nivel mundial (19). Así, durante los ’90, alrededor de 400 mujeres desaparecieron en Argentina, presumiblemente abducidas por redes de trata (20), y dicho número creció dramáticamente a partir de 2002, ya que tan sólo en el curso del año 2008 aproximadamente 500 mujeres y 562 niños desaparecieron en nuestro país, cifra que se torna aún más alarmante si se tiene en cuenta la cantidad de personas indocumentadas que existen en Argentina (21). c. Importa traslado forzoso, privación grave de la libertad física, esclavitud y violencia sexual: Según lo establecido por el Protocolo de Palermo del año 2000, seguido por la ley nacional 26364, la trata de personas se configura cuando las conductas típicas descritas (reclutamiento, transporte, traslado, acogida o recepción) se realizan con el propósito de explotación, aun cuando ésta no llegue a producirse. Es decir, la trata involucra un traslado forzoso y una privación grave de la libertad física, a los cuales puede sumarse la consumación de la esclavitud (22) y la violencia sexual. En consecuencia, podemos concluir que la trata de personas es un crimen de derecho internacional (delito de lesa humanidad) cuya comisión implica la violación de una norma de ius cogens, que abre la competencia de la CPI, rigiendo el principio de complementariedad para los supuestos de omisión de actuación estatal. 4. Relación del Estatuto de Roma con la Constitución Nacional Argentina El Estatuto de Roma creó en 1998 una nueva jurisdicción penal (23) cuyo ámbito de competencia se circunscribe a los llamados crímenes de derecho internacional. En ese sentido, tal como ha sido señalado por la doctrina, “la calificación de un hecho como crimen de derecho internacional implica un cambio en los efectos temporales del derecho aplicable”(24), de manera que en el derecho internacional, el principio de legalidad y el de irretroactividad presentan soluciones diferentes a los sistemas nacionales. Por tal motivo, en atención a que la CPI encarna en verdad una jurisdicción penal diferente de la establecida por los derechos nacionales, a efectos de analizar, en los siguientes acápites, los alcances de los principios de legalidad e irretroactividad con relación a la trata de personas, es necesario primeramente arrojar luz sobre la relación entre el Estatuto de Roma y la Constitución Política de Argentina, respondiendo a dos preguntas: ¿la Constitución Argentina admite una jurisdicción penal diferente de la de los tribunales domésticos? En su caso, ¿qué relación jerárquica mantienen ambas jurisdicciones entre sí? Con relación al primer interrogante, el sistema institucional argentino se basa en el principio de soberanía popular (art. 33, CN (25)), es decir que la autoridad suprema reside en el pueblo y es ejercida en forma efectiva a través de los órganos creados por la Constitución (art. 22, CN (26)). La soberanía implica un conjunto de atributos del poder público entre los que se encuentra la jurisdicción, entendida como el poder de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Explica Gelli que “La función jurisdiccional es una tarea propia del Estado, ejercida por el poder judicial, independientemente de los restantes órganos de poder, en especial del presidente de la Nación e indelegable en los particulares…”(27). Dicha jurisdicción es ejercida, en el Estado argentino, por la Corte Suprema y los tribunales inferiores creados por ley nacional (art. 108, CN (28)); en concreto el tema fue abordado por la ley nacional N° 27, y en la actuación de dichos tribunales se materializa la garantía del juez natural (art. 18, CN(29)) atendiendo al principio general del lugar de comisión del hecho. Sin embargo, empleando una redacción poco clara (30), el artículo 118 de la Constitución Nacional establece que “…cuando [el delito] se cometa fuera de los límites de la Nación, contra el derecho de gentes, el Congreso determinará por una ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio…”, con lo cual el Constituyente habría querido establecer que para los supuestos en que el delito viole el derecho internacional y se cometa fuera del ámbito territorial de la República, la competencia es federal –en función del art. 116, CN– y una ley del Congreso será la que determine el juez natural de la causa. Las normas examinadas no parecerían admitir, en principio, el ejercicio de la jurisdicción por autoridades que no hayan sido creadas por el Congreso de la Nación. Sin embargo, con acierto se ha resaltado que una vez aprobados por dicho cuerpo, los tratados internacionales se incorporan al derecho interno del Estado (31), lo cual podría entenderse como una forma legítima de modificación de la estructura judicial por parte del Congreso. Y en tal sentido, el Estatuto de Roma que crea la CPI fue incorporado al derecho interno mediante ley nacional 25390 y ratificado el 16 de enero de 2001. Asimismo, el art. 75 inciso 24 autoriza al Congreso a aprobar tratados de integración que deleguen competencias y jurisdicción a organizaciones supraestatales en condiciones de reciprocidad e igualdad, y que respeten el orden democrático y los derechos humanos; “…en otras palabras, los tratados de integración pueden ordenar la constitución de parlamentos, consejos y tribunales con capacidad decisión y de obligar a los Estados integrantes del acuerdo de integración, y a los habitantes de cada uno de ellos…”(32). Si bien el Estatuto de Roma no es un tratado de integración, la CPI es un órgano judicial reconocido y aceptado por el Estado argentino, a través del Congreso de la Nación, como complementario de los tribunales nacionales para supuestos que configuren delitos de derecho internacional. Esta hipótesis es respaldada por el hecho de que, no obstante ser la jurisdicción un atributo de la soberanía, la Carta Fundamental no la considera indelegable sino que, por el contrario, acepta la transferencia parcial hacia ciertos órganos supraestatales, calidad que reviste la Corte Penal Internacional. De este modo, la jurisdicción de la CPI, complementando la de los tribunales nacionales, gozaría de legitimación constitucional en nuestro sistema legal. Habiendo sido respondido en forma afirmativa el primer interrogante, el segundo planteamiento, relativo a la relación jerárquica entre ambas jurisdicciones –la nacional y la internacional–, requiere analizar la pirámide normativa de nuestro derecho nacional. Ello está establecido en los artículos 27, 31 y 75.22, CN, y 27 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados. Sintetizando lo ya clarificado por la doctrina, en primer lugar, el artículo 31 de la Constitución Nacional argentina regula el principio de supremacía constitucional y el orden de prelación de las leyes, estableciendo que “…Esta Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras son la ley suprema de la Nación; y las autoridades de cada provincia están obligadas a conformarse a ellas…”. Antes de la reforma constitucional de 1994, si bien quedaba en claro la sumisión de las leyes provinciales a la Constitución, leyes nacionales y tratados, la relación jerárquica entre estos tres instrumentos se tornaba confusa, dada la redacción de la cláusula. De tal modo, la inteligencia de dicho dispositivo constitucional debe ser entendida con relación a los demás artículos antes citados. Así, la primacía absoluta de la Constitución se desprende del texto del artículo 27, CN, el cual reza: “El Gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución”. De la redacción de este artículo surge con claridad meridiana la subordinación de los tratados internacionales a los principios de orden público nacional, establecidos en nuestra Carta Fundamental, por lo que dichos instrumentos internacionales quedan sometidos al control de constitucionalidad para su vigencia en el orden interno. De este modo, el art. 75 inc. 22, al darle rango constitucional a una serie de instrumentos internacionales de derechos humanos, allí taxativamente enumerados, los considera complementarios de los derechos y garantías consagrados por nuestra Carta Fundamental, sin entenderlos jerárquicamente superiores. En lo que respecta a la relación entre las leyes nacionales y los tratados internacionales, en atención a los artículos 75 inc. 22 de la CN y 27 de la Convención de Viena de 1980, después de la reforma de 1994 los últimos resultan jerárquicamente superiores a las leyes internas. Esto se desprende, en principio, del artículo 27 de la Convención de Viena, ratificada por el Estado argentino, que establece que “…ningún Estado Parte de un tratado puede invocar las disposiciones de su derecho interno para incumplirlo…”, con lo cual se consagra la supremacía de los tratados por sobre el derecho interno. Más aún, el artículo 75 inc. 22 refuerza este concepto destacando un especial grupo de normas internacionales –los instrumentos de derechos humanos y los concordatos con la Santa Sede– a los cuales se les atribuye no sólo jerarquía superior a las leyes, sino también rango constitucional, conforme lo ya explicado supra. De este modo, la pirámide jerárquica normativa argentina queda conformada del siguiente modo: a) la Constitución Argentina y los instrumentos de Derechos Humanos y Concordatos con la Santa Sede, enumerados en el art. 75 inc. 22; b) los demás instrumentos internacionales ratificados por el Estado argentino; c) las leyes nacionales; y d) las leyes provinciales. Dentro de este contexto, el Estatuto de Roma, en atención a su naturaleza, no puede ser considerado como un tratado internacional sobre derechos humanos, sino como un tratado internacional punitivo(33), y por tanto está subordinado, en cuanto a su funcionamiento, a la Constitución Nacional y a los demás tratados internacionales que consagran derechos humanos. Asumiendo entonces que la Constitución argentina reconoce la validez de la jurisdicción penal de la CPI, no obstante no ser un órgano creado por el Congreso de la Nación, el planteamiento de la relación entre ambas jurisdicciones es muy importante, porque deja abierto el siguiente interrogante: ¿cómo se resuelve el conflicto normativo entre la Constitución Nacional y el Estatuto de Roma con relación al alcance del principio de legalidad en el caso de los crímenes de derecho internacional? 5. Principio de legalidad: relación entre el ECPI y la Constitución Nacional El principio de legalidad penal (locución latina “nullum crimen, nulla poena, sine lege”) significa que no hay delito, proceso ni castigo sin ley previa al hecho. Nadie puede ser perseguido penalmente por una conducta que no está descrita por ley como un crimen, con anterioridad al acaecimiento del suceso. En el derecho interno argentino, dicho principio está consagrado en el artículo 18 de la Constitución Nacional, que dice que “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso…”. En este sentido, Barone ha expresado que “el rasgo que mejor tipifica al Estado de Derecho, que es el Estado Constitucional, es la sujeción de sus actos a la ley, asegurándose de tal suerte la supremacía absoluta o predominio de la ley como opuesto a la actividad discrecional del poder…”(34). Como pilar del Estado de Derecho, el principio de legalidad se manifiesta en diversas garantías individuales, una de las cuales es la irretroactividad de la ley penal. Esta consecuencia está íntimamente vinculada con el principio de reserva, que establece que “…ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que la ley no manda, ni privado de lo que ella no prohíbe…” (art. 19, CN). En otras palabras, el principio de reserva, en el ámbito penal, implica que son lícitas todas las conductas que no se encuentran expresamente tipificadas mediante una ley penal, por lo que solo pueden ser perseguidas, juzgadas y sancionadas las conductas que violen lo establecido por una norma vigente. Dentro de esta lógica, cobra sentido el principio de irretroactividad, el cual tiene por objeto garantizar que ningún individuo sea perseguido por un hecho que, al momento de ser realizado, no se encontraba tipificado por figura penal alguna. Ahora bien, ¿qué sucede en el ámbito internacional? Por un lado, autores se han pronunciado afirmando que “el principio de legalidad no rige en el derecho internacional” (35), ya que “se trata de una máxima de derecho nacional, hecha para Estados que han terminado de enumerar su arsenal de penas, y minuciosamente previsto, en códigos escritos, el catálogo exhaustivo de los delitos y penas, pero no es aplicable en un plano no fijado y en plena formación como el internacional”(36). En el mismo sentido –negar la existencia de tal principio en el derecho internacional–, pero esgrimiendo diferentes argumentos, Drnas de Clement ha dicho que “la condición de violación de normas de ius cogens que revisten los crímenes de competencia de la Corte, también hace que resulte improcedente la aplicación del principio “nullum crimen nulla pena sine lege”, tal como ha sido enunciado en los arts. 22 a 24 del ECPI, en tanto ningún sujeto podrá argüir que desconocía que el genocidio o las conductas configurativas de los crímenes de lesa humanidad o crimen de guerra constituían violaciones graves a normas no negociables del derecho internacional”(37). Sin embargo, otros doctrinarios han entendido que el derecho internacional, en atención a su vocación universal, no puede ser “de calidades inferiores y de un mayor primitivismo” que el legislado en los Estados que han de subordinarse a él (38). Así, en la actualidad hay consenso en afirmar que el principio de legalidad también tiene vigencia en el ámbito de los crímenes de derecho internacional, pero con particularidades propias (39). En tal sentido, el inciso primero del artículo 22 del Estatuto de Roma establece que “Nadie será penalmente responsable de conformidad con el presente Estatuto a menos que la conducta de que se trate constituya, en el momento en que tiene lugar, un crimen de la competencia de la Corte”, lo cual, más allá de toda discusión axiológica, deja cerrado definitivamente el debate sobre la inexistencia o no de dicho principio en el orden internacional. Teniendo en cuenta, entonces, que el principio de legalidad rige en ambos órdenes normativos; que los delitos de competencia de la CPI no siempre tienen un fiel reflejo en el ámbito interno, y que la competencia de la Corte no puede avasallar las jurisdicciones nacionales (40), la pregunta que se desprende es ¿cómo opera dicho principio frente a un delito de competencia de la CPI regulado de modo diferente en el orden nacional y en el internacional? El art. 13 de la LN 26200 –de incorporación del ECPI– establece, con relación al principio de legalidad, que “Ninguno de los delitos previstos en el Estatuto de Roma ni en la presente ley puede ser aplicado en violación al principio de legalidad consagrado en el art. 18 de la Constitución Nacional. En tal caso, el juzgamiento de esos hechos debe efectuarse de acuerdo con las normas previstas en nuestro derecho vigente”. ¿Qué significado tiene esta disposición? En primer lugar, es necesario destacar que dentro del marco del ECPI “la calificación de ilícito se rige por el derecho internacional siendo irrelevante la condición del acto en el derecho interno”(41), lo cual significa que la falta de tipificación a nivel nacional no elimina la ilicitud de la conducta. Esto es congruente con la interpretación que la doctrina ha hecho de la última parte del art. 17, ECPI, donde se menciona que un caso puede ser admisible ante la CPI cuando el Estado “…no está por otras razones en condiciones de llevar a cabo el juicio”. Con relación a esta hipótesis, hay autores que entienden que “otras razones” abarca el supuesto en que el Estado respectivo no tenga incorporados los crímenes previstos por el Estatuto en su legislación nacional, y que por lo tanto no pueda ejercer su jurisdicción. En una situación así, la Corte podría sin l