<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>Capítulo I I. Introducción</bold> El vocablo castellano “vivienda” etimológicamente deriva del latín <italic>vivenda</italic>, que hacía alusión “a las cosas con que se vive”. Para la Real Academia Española, en tanto, la vivienda constituye la morada o habitación en donde se cobijan las personas. En esa línea de pensamiento, resulta imposible desconocer la gran importancia que ha revestido la vivienda para el desarrollo de las sociedades a lo largo de su historia, relevancia que hemos heredado hasta el presente, por lo que no es posible considerar situaciones que atenten y la desconozcan en su plenitud. La vivienda, el techo, el hábitat, en fin, un lugar para cobijarse, arraigarse y, a partir de entonces, trascender como individuo, como sujeto singular, en una palabra, como ser humano, ha sido, en todo tiempo y lugar, una de las preocupaciones basamentales que ha aquejado a cuanta comunidad se tenga referencia. ¿Quién podría negar acaso que el sueño de la casa propia, el tan preciado bien de la vivienda, por su innegable importancia para la realización del hombre, ha perdurado a través de los siglos sobreviviendo a todos los cambios culturales, sociales, económicos, políticos, históricos, a lo largo y a lo ancho del planeta, conforme surge de la constante búsqueda del hombre por obtener su propia vivienda? <header level="4">(1)</header>. Es de perogrullo recordar que el hombre ha buscado, desde los albores mismos de su aparición, un lugar para vivir su cotidianidad, concibiendo la vivienda como unidad habitacional a cuyo acceso cada persona dedica todo su esfuerzo, pues, en su búsqueda, se encuentran en juego la propia realización y satisfacción del ser humano, tal como lo concibe la doctrina social eclesiástica. Al amparo material y moral de la habitación se genera la vida y se integra la familia con los vínculos de los más puros afectos <header level="4">(2)</header>. La vivienda, en prieta síntesis, recibe los aportes de diversas ciencias pero principalmente de la Sociología y del Derecho, con lo que fomenta una apasionada cultura de su tutela jurídica. Las políticas de Estado han variado según las latitudes y los tiempos de que se trate; las ideologías muchas veces se han “confundido” con tal o cual dirección, sin abordar quizás la esencia misma de la problemática habitacional. En otra oportunidad <header level="4">(3)</header> nos manifestábamos ya con cierta pesadumbre al advertir el increíble déficit que nuestro Estado tenía con respecto al desarrollo habitacional. Los modelos o paradigmas políticos que desde el regreso de la democracia (1983) había monopolizado la más alta magistratura, no se distinguieron a la hora de proponer herramientas que permitieran, con sustentabilidad, cambiar la historia <header level="4">(4)</header>. Quienes ansiaban el retorno del “poder al pueblo”, muy pronto vieron desvanecer sus ideales altruistas al observar que poco o casi nada se ejecutó para modificar ese diagnóstico desalentador que la Argentina arrastraba desde tiempos memoriales en torno al déficit habitacional. Y ello a pesar de que la máxima norma estadual –la Constitución– impone derechamente al Estado federal –y por su intermedio, a las provincias todas– la necesidad de promover la vivienda. Y no sólo eso sino que, a la vez, debe ser “digna”. Así lo establece ese precepto de indudable repercusión social que vino, en la segunda mitad de la centuria pasada, a poner un poco de “freno” a tanto liberalismo que recorría por las venas nuestra Ley Fundamental. La norma, con sus aires renovadores, provocó la inserción de la Constitución Nacional dentro del denominado proceso de “constitucionalismo social”, acompañando desde entonces al “liberalismo personalista” tan propio de los constituyentes del 53. Entre el catálogo de derechos que introdujo el “histórico” art. 14<italic> bis</italic> encontramos, en su última afirmación, la de asegurar “el acceso a una vivienda digna”. Concretamente, esta disposición pone en cabeza del Estado nacional el diseño de políticas públicas para facilitar el acceso a una vivienda digna. Claro está que las opciones legislativas para cumplir el mandato constitucional varían y dependen de las posibilidades económicas y financieras; sin embargo, a pesar de reconocerse las dificultades para efectivizar la directiva del constituyente, el Estado no debe prescindir de llevar a cabo una política de desarrollo habitacional. La doctrina destaca que “el deber atribución del Estado de garantizar el acceso a la vivienda digna no impide una política habitacional que contemple el desarrollo de regiones poco pobladas y con posibilidades económicas y culturales… Las alternativas posibles implican el desarrollo de políticas de largo plazo y alcance que, a través de estímulos y oportunidades de trabajo y crecimiento personal, armonicen los derechos e incentiven las responsabilidades en el propio crecimiento. Desde luego, el acceso a la vivienda digna debe alejarse de políticas de clientelas, de la corrupción administrativa o de negocios particulares que no atiendan, en realidad, al derecho social y, en cambio, mantengan las condiciones de pobreza y sometimiento de las personas y las familias a los agentes estatales” <header level="4">(5)</header>. Es menester, entonces, que el Estado, en su triple identidad, promueva el bienestar general satisfaciendo, entre muchos otros, uno de los intereses más esenciales de la población: la vivienda digna. Recordemos una vez más que el acceso a la vivienda es una necesidad económica, una aspiración social y un postulado de la justicia, pues de nada sirve dignificar la familia rodeándola de consideraciones morales si no se atiende a suministrarle la base económica indispensable para subvenir a sus necesidades. Como anticipamos, las alternativas para ejecutar la manda constitucional son amplias y variadas; así, podemos considerar que la reactivación de los estudios de títulos, los registros de posesiones, entre otras herramientas, son respuestas que el Estado brinda en pos de cumplir ese mandato altruista. Ahora bien, si una persona no puede alcanzar la vivienda digna a través de la propiedad –en rigor, del derecho real de dominio–, va de suyo que deben implementarse otros instrumentos que tiendan a ese mismo propósito. Entre estos últimos nadie podrá dejar de situar los arriendos, de guisa tal que las locaciones constituyen –por esencia y no por descarte– uno de los mecanismos a través de los cuales es posible acceder a la vivienda digna. <bold>II. Las locaciones de viviendas. Su propósito</bold> Tal como adelantáramos en el apartado anterior, el alquiler de inmuebles integra los distintos medios con los que el Estado cuenta para hacer frente al postulado del art. 14 bis, CN. Y si ello es así –extremo que ratificamos– con mayor razón ha de entenderse que en el régimen de locaciones urbanas se encuentra presente un aspecto social de indudable repercusión federal. No es menor lo apuntado; por el contrario, se trata de un postulado muy caro al progreso nacional que permite a muchas personas no propietarias acceder a ese bien tan preciado como es el techo o la habitación. Por lo menos por tiempo limitado. Se advierte, entonces, muy clara y evidente, la naturaleza jurídica de la ley de arriendos; el compromiso social sobre el que se posa permite escudriñar un horizonte general, alejado de toda dimensión exclusivamente pecuniaria que puede llegar a alentar el locador. En efecto, si la ley de locaciones posibilita a muchos obtener un lugar para vivir y trascender, no parece irrazonable concluir que tiene un sesgo público que ilumina todo su articulado, por encima de las –¿justas?– expectativas que todo arrendador puede tener. Desde tiempo atrás nos vienen predicando, cual dogma, acerca de que las reglas del mercado son las que, en todo tiempo y lugar, gobiernan el tráfico jurídico, paradigma del que no puede desembarazarse el régimen de alquileres. Sin embargo y retomando el norte identificado en el primer capítulo, podemos proyectar una mejor visión del asunto tratando de recuperar el verdadero espíritu que anida en la esencia de una locación: constituir, junto con otras, una herramienta que promueva el acceso a la vivienda digna, tal como lo preconiza nuestro célebre art. 14 bis, CN. La categoría en la que nos inclinamos por incluir a la ley 23091 autoriza entonces a diagramar un escenario de mayor protección del locatario, pues será éste quien, en todo caso, busque afanosamente contar con un techo para vivir dignamente. Es tiempo, entonces, de preguntarnos si a diario, en nuestro quehacer habitual y profesional, tenemos en cuenta este plafón sobre el que está edificado todo el sistema de arriendo de viviendas. <bold>III. La ley 23091</bold> Sabido es que el Código Civil nomina y tipifica el contrato de locación y lo hace de manera fértil y abundante, ofreciendo su noción, clases, características y, además, las facultades y obligaciones de los sujetos intervinientes. Mas, como el paso del tiempo provocó la desactualización de muchas de sus directivas, el Parlamento federal recurrió a su potestad –art. 75, inc. 12, CN– para sancionar una ley específica de la materia, intitulándola como “ley de locaciones urbanas”. Básicamente, esta norma vino a reglamentar los arriendos de inmuebles situados en ejido urbano destinados a vivienda del locatario. Y en esa inquietud, experimentando su verdadera naturaleza social, impuso una serie de preceptos de orden público <header level="4">(6)</header>. <bold>III.1. Forma</bold> El contrato de locación es, por lo general, no formal ya que el Código Civil no fija ninguna solemnidad especial para que exista; por tal motivo, el contrato podrá ser exteriorizado verbalmente o por escrito, sea, en este último caso, por instrumento público o privado. Sin embargo, tratándose de inmuebles situados dentro del radio urbano, rige la ley 23091 (Locaciones Urbanas) que dispone que el contrato debe celebrarse por escrito. Es decir que dicha ley impone una formalidad: que esté redactado por escrito. Pero también el art. 1° de la ley 23091 establece que si se hubiese omitido la forma escrita, el contrato valdrá si ha tenido principio de ejecución (recordemos lo que, en este tópico, dispone el art. 1192, Código Civil), de lo que resulta que la forma escrita impuesta en estos casos sólo hace a la prueba del contrato y no a su existencia <header level="4">(7)</header>. Por ello se argumenta que la locación de inmuebles urbanos es un contrato formal <italic>ad probationem.</italic> <bold>III.2. Plazo</bold> Uno de los capítulos más importantes de este contrato lo configura el plazo, atendiendo así a su naturaleza eminentemente temporal. En cuanto a su determinación, en la materia coexisten, cada uno en su ámbito, dos fuentes legales: a) por un lado el art. 1505, Código Civil, que establece el plazo máximo de 10 años; b) por el otro, la ley 23091 modificó sustancialmente los dos primeros párrafos del art. 1507 del Código Civil, regulando el plazo mínimo de la locación de inmuebles según el distinto destino que puede darse a la cosa. Así, para: - Vivienda: dos años. - Otro destino (comercio, industria, profesionales): tres años. El propio art. 2 de la ley 23091 dispone que toda contratación por debajo de este mínimo debe considerarse establecido por el plazo mínimo legal, sin que el locador tenga derecho a reclamar la restitución del inmueble locado antes del vencimiento del plazo legal. En síntesis, el piso mínimo temporal –previsto por el legislador federal en dos años– tiende a brindarle al locatario un espacio de tiempo indispensable para que pueda desenvolverse y llevar a cabo su actividad habitual, propiciando así el “arraigo”. <bold>III.3. Ajustes</bold> La ley 23091, tratando de prever situaciones que distorsionen económicamente el contrato, estableció que “para el ajuste del valor de los alquileres deberán utilizarse exclusivamente los índices oficiales que publiquen los institutos de Estadística y Censos de la Nación y de las provincias. No obstante, serán válidas las cláusulas de ajuste relacionadas con el valor mercadería del ramo de explotación desarrollado por el locatario en el inmueble arrendado”. La norma trató de anticipar eventuales alteraciones del natural equilibrio sobre el que tremola este tipo de contrato en cuanto al precio convenido por las partes. Claro está que el precepto, conforme a los antecedentes experimentados en nuestro país en cuanto a picos inflacionarios, tenía cierta legitimidad. Mas, con la llegada del régimen cambiario de paridad absoluta (A1 = US$ 1, luego $1 = US$ 1) y la consecuente modificación del Código Civil (arts. 617 y 619, según ley 23928), cayó en desuso. No obstante lo apuntado, a la par de la interdicción nació un apasionado debate en torno a si la prohibición de indexar (arts. 7 y 10, ley 23928) alcanza únicamente las deudas dinerarias de moneda de curso legal, dejando –por ende– libre a todo otro tipo de obligación. A partir de esa perspectiva, la prohibición de indexar no sería aplicable, por ejemplo, cuando se trate de alquileres pactados en dólares estadounidenses. <bold>III.4. Fianzas o depósitos en garantía</bold> La ley 23091, en su cuarto artículo, dispone que “las cantidades entregadas en concepto de fianza o depósito en garantía deberán serlo en moneda de curso legal. Dichas cantidades serán devueltas reajustadas por los mismos índices utilizados durante el transcurso del contrato al finalizar la locación”. Va de suyo que para esta previsión resultan aplicables los argumentos expuestos en el tópico anterior, por lo que, sin mayor detención, nos remitimos a ellos. <bold>III.5. Intimación de pago</bold> No podemos dejar de insistir –aun a fuerza de ser reiterativos– en que la ley de Locaciones Urbanas tiene un propósito tutelar muy claro y evidente, buscando asegurar al locatario su permanencia en el inmueble arrendado por espacio del plazo mínimo que el Congreso de la Nación estipuló; esta directiva, como ya se señaló, es de orden público. Desde ese contexto, no extraña entonces que el parlamentario federal haya establecido un presupuesto previo a que se formalice la demanda de desalojo. Así lo impone el art. 5 de la ley 23091 cuando reza: “Previamente a la demanda de desalojo por falta de pago de alquileres, el locador deberá intimar fehacientemente el pago de la cantidad debida, otorgando para ello un plazo que nunca será inferior a diez días corridos contados a partir de la recepción de la intimación, consignando el lugar de pago”. Aun cuando en sede tribunalicia se discute afanosamente acerca de la naturaleza jurídica de esta intimación y si constituye o no (maguer la propia terminología utilizada por el legislador) un recaudo indispensable para habilitar la instancia judicial, lo cierto es que se advierte claramente la intención de la ley de evitar que el desalojo constituya una herramienta de poder en manos del locador. <bold>III.6. De las locaciones destinadas a vivienda</bold> Bajo este epígrafe la ley 23091 regula cuatro apartados diferentes que resultan de aplicación cuando se trate de alquileres de un inmueble urbano afectado a destino habitacional. Ellos son: (i) períodos de pago; (ii) pagos anticipados; (iii) resolución anticipada; y, finalmente, (iv) continuadores de la locación. (i) Períodos de pago: Si nos atenemos a la regulación impuesta por el Código Civil, del silencio guardado por el art. 1493, Código Civil, se desprende que no hay obstáculo alguno en que se pague de una sola vez el precio de la locación, aunque normalmente se lo haga en forma periódica. Sin embargo, la ley 23091 vino a modificar este cuadro situacional, determinando una modalidad concreta en tanto se dé el supuesto en examen: locación de inmueble destinado a vivienda. Para esos casos, el art. 6 de la ley en estudio prevé que el plazo deberá ser mensual, sin importar –vale aclarar– si se hace por adelantado –lo que regularmente acontece– o a mes vencido. Ahora bien, si el acuerdo de partes violenta este precepto (se determina una modalidad diferente a la exigida por la ley de la materia) no se produce sin más la nulidad del contrato sino que –manteniendo su plena vigencia y validez– nace el derecho a favor de cualquiera de las partes (aunque esencialmente es el locatario quien tendrá el interés de que ello ocurra) de solicitar, vía judicial, la fijación de un canon mensual, pudiendo –incluso– reclamar el reintegro de las sumas anticipadas en exceso según lo disciplina el art. 7 de ese mismo cuerpo normativo. (ii) Pagos anticipados: Como consecuencia del principio establecido en el artículo precedente, devienen verosímiles y explicables a partir de entonces las siguientes reglas: a) no podrá reclamarse depósitos de garantía por cantidad mayor del importe equivalente a un mes de alquiler por cada año de locación contratado; b) no podrá exigir el locador el pago del valor llave o equivalente. (iii) Resolución anticipada: Como una suerte de auxilio para el locatario, la ley 23091 ha establecido un mecanismo de resolución previo al cumplimiento del plazo pactado. Véase que esta posibilidad está consagrada a favor del locatario y no para el locador (8), estipulación que permite –una vez más– apreciar la tutela que el legislador ha dispensado al inquilino en desmedro del principio de igualdad que consagra la Ley Fundamental. Lo cierto es, entonces, que el locatario puede poner punto final a la relación contractual siguiendo las pautas reguladas por el art. 8 de la citada ley, todo a cambio de abonar al locador la indemnización tarifada en ese mismo precepto. Por último, podríamos anotar que esta indemnización, resorte de la rescisión anticipada, persigue la satisfacción del interés dañado del locador, por lo que éste podría –al tiempo de la convención– dejarla sin efecto, ya que no hay orden público en su articulado. (iv) Continuadores del locatario: De consuno con lo normado por el art. 1496, Código Civil, “los derechos y obligaciones que nacen del contrato de locación pasan a los herederos del locador y del locatario”. Muy a pesar de lo que este precepto nos indica, hemos de subrayar –con énfasis– que no obstante el art. 1496, Código Civil, dispone que todos los derechos y obligaciones que nacen del contrato se transmiten a los herederos del locatario, en caso de muerte de este último, en rigor ello no es absolutamente cierto. En efecto, a la luz del principio consagrado por el art. 9 de la ley 23091, se reconoce también derecho a continuar el contrato –siempre que se trate de una vivienda como lo marca el encabezamiento del título– “a los que acrediten haber convivido con el arrendatario y recibido de él ostensible trato familiar”. Este derecho puede ser ejercido no sólo en el supuesto de la muerte del locatario, sino también cuando este último abandone –por cualquier motivo– el bien locado, dejando en verdadero desamparo a su grupo familiar. Y advertimos la consagración legislativa en la hipótesis de que se genere conflicto entre los herederos del locatario y las personas que hayan recibido de éste “ostensible trato familiar y que hayan convivido con el locatario”, fortaleciéndose entonces el derecho de éstos por encima de los sucesores universales. Surge, a modo de colofón, una verdadera situación eminentemente conflictiva entre el art. 1496, Código Civil, y el art. 9, locaciones urbanas. En ese sentido, la doctrina mayoritaria se ha mostrado proclive a tener por derogado aquél, a partir de la regulación específica que consagra la ley 23091. <bold>III.7. Tácita reconducción</bold> Por tácita reconducción se entiende, en una breve noción, la “renovación automática” de algo. En términos más apropiados, se denomina así al contrato que nace por la mera continuación del arrendatario en el uso de la cosa alquilada con anterioridad. Y en el caso que comentamos, se ha de verificar si esta modalidad está o no presente en los contratos de locación. La ley 23091, al tiempo de ser sancionada, guardó silencio sobre este importante tópico, esencial una vez concluido el plazo convenido por las partes. Se entiende esa reserva o prudencia de la norma ya que, escudriñando las normas del Código Civil, existe un precepto concreto con relación al tema que aquí nos ocupa. De modo puntual el art. 1622, Código Civil, establece que “si terminado el contrato, el locatario permanece en el uso y goce de la cosa arrendada, no se juzgará que hay tácita reconducción sino la continuación de la locación concluida, y bajo sus mismos términos, hasta que el locador pida la devolución de la cosa; y podrá pedirla en cualquier tiempo, sea cual fuere el que el arrendatario hubiese continuado en el uso y goce de la cosa”. La primera conclusión que puede extraerse es que el Codificador fulminó absolutamente la tácita reconducción, lo cual es aplicable a todos los contratos de locación. Ahora bien, inexistente la renovación automática del contrato, ¿qué situación engendra la permanencia del locatario aun vencido el plazo contractual? Se trata de una continuación precaria de la locación concluida pues no garantiza al locatario la permanencia sino hasta tanto el locador solicite la restitución de la cosa, lo que puede ocurrir en cualquier tiempo. Ante este cuadro normativo, como segunda conclusión hemos de puntualizar que en relación con la restitución del inmueble vencido el plazo, no es de aplicación lo dispuesto por el art. 509, CC (9), pues, a pesar de que las partes han convenido un plazo de expiración del contrato, lo cierto es que la ley prevé expresamente la posibilidad de que la locación continúe sin tener en cuenta que el contrato ha concluido. Insistimos en esta idea: lo que la norma establece es que no existe la tácita reconducción, por lo que el locador podrá pedir la devolución de la cosa en cualquier tiempo, sea cual fuere el lapso en el que el arrendatario hubiese continuado en el uso y goce de la cosa. La mera presencia del locatario en el inmueble una vez vencido el plazo carece de aptitud para provocar la renovación automática del contrato. Para que haya nuevo contrato, en la liturgia del Código, siempre se requiere la expresa exteriorización de la voluntad de las partes. Sin embargo, es importante destacar que el art. 1622, Código Civil, determina que la continuación es precaria y la locación se mantiene como de plazo vencido siempre y cuando se mantengan “las mismas condiciones”. Por eso, aclaramos que si se modificara el precio, por ejemplo (uno de los elementos tipificantes del contrato), se podría entender que hubo tácita voluntad de generar un nuevo contrato porque ya han cambiado las condiciones originarias. Y como la locación exige documento escrito sólo <italic>ad probationem</italic> (no impidiendo que se celebre en forma oral), se puede entender que ha nacido un nuevo contrato. Y a falta de plazo, regirá la previsión normativa de la ley 23091. <bold>Capítulo II I. Introito</bold> Recientemente ha comenzado el tratamiento por ante la Comisión de Asuntos Municipales del Senado de la Nación, el proyecto de ley de alquileres que fuera presentado por la senadora por la provincia de La Rioja, Teresita Quintela. El proyecto “Quintela” se ha introducido fuertemente en una materia que, tal como venimos exponiendo en este artículo, es de indudable interés social. No se tarda en apreciar la inquietud que ha movilizado a la mencionada parlamentaria a la hora de diagramar un nuevo enfoque regulatorio de las relaciones locativas. Como iremos avanzando en los tópicos siguientes, el proyecto de reforma, más que un canal modificatorio de una u otra previsión, abandona toda cautela para derechamente atacar lo que entiende su autora como la raíz de la problemática que atraviesan miles de familias argentinas: los precios y los plazos del contrato de locación, atando aquél, por ejemplo, a un porcentaje de la tasación fiscal o revalúo urbano de cada municipio. Concretamente los valores de los alquileres, en continuo incremento, han sido considerados como uno de los grandes obstáculos que impiden acceder a este tipo de contrato, olvidando –quizás– el calor social que se encuentra detrás del alquiler de una vivienda. Los tabloides comunicacionales ofrecen un buen panorama de lo que aquí se expresa, ilustrando que el mercado de los alquileres no funciona con las leyes de la oferta y la demanda porque los precios aumentan vertiginosamente cuando la demanda crece, pero no bajan prácticamente nada cuando aquella decae. Pero el proyecto va más allá de revisar tales rubros. No hesita al tiempo de crear un organismo estatal que se aboque a la construcción de viviendas para alquilar, exhortando así a que el propio Estado se vea involucrado directamente en el asunto, cumpliendo nada más y nada menos que el mandato constitucional de asegurar una vivienda digna. Es el Estado el que tiene la obligación de realizar inversiones a largo plazo para solucionar el déficit habitacional, ofreciendo –según predica la autora del proyecto– “construcciones adecuadas, a precios accesibles y por plazos apropiados a las necesidades de la población”. En síntesis, la intervención del Estado se hace necesaria para regular las locaciones urbanas porque disponer de una vivienda es una necesidad social imprescindible y sin vivienda no hay familia, sin familias no hay hijos ni mucho menos Nación, concluye un tanto apocalípticamente la senadora riojana al presentar su proyecto de ley. <bold>II. Las reformas que se postulan II.1. La forma</bold> Según el proyecto de ley (art. 1°) “los contratos de locaciones urbanas, así como también sus modificaciones y prórrogas, deberán formalizarse por escrito”. De modo claro, la reforma ratifica lo que ha venido aconteciendo al abrigo de la legislación vigente –ley 23091–, es decir se mantiene la característica de ser un contrato formal <italic>ad probationem</italic>. Esta última aseveración viene a cuento del segundo párrafo del artículo inicial que el proyecto contempla, admitiendo así aquellos contratos que, exteriorizados de manera no escrita, tengan sin embargo principio de ejecución por escrito. El texto, en definitiva, sigue el mismo curso de la ley vigente asegurando que “cuando el contrato no celebrado por escrito haya tenido principio de ejecución, se considerará que éste rige por el plazo mínimo y el precio de la locación será estipulado por esta ley”. La distinción radica en que se elimina toda referencia a la potestad discrecional del magistrado a la hora de fijar el precio de los alquileres. Ahora, no se deja resquicio alguno para que el Poder Judicial intervenga en esa cuestión, proponiendo las pautas concretas útiles para determinar el valor de la merced locativa. No es menor la línea que sigue el ensayo reformista pues, como lo marca la experiencia, no ha sido contractualmente valiosa la intervención jurisdiccional en estos asuntos. <bold>II.2. Plazo</bold> El del plazo es uno de los capítulos más trascendentales del proyecto de modificación de la ley de alquileres. Como se viene predicando desde las primeras líneas de estas consideraciones, asegurar al locatario y a su entorno familiar el arraigo en un determinado hábitat ha sido desde tiempos remotos la verdadera preocupación del parlamentario nacional. A nadie escapará que los continuos traslados generan, en la mayor parte de las veces, una seria zozobra en el ánimo del locatario, mancillan su tranquilidad y sosiego transformando esa paz en una búsqueda frenética por hallar, en tiempo acotado, un lugar donde continuar su ritmo vital. Seguir insistiendo en esta línea interpretativa resulta ocioso. En fin, el plazo de la locación constituye la columna vertebral del contrato bajo estudio y así lo ha entendido la reforma en su intento de incrementar el tiempo mínimo. Es sobreabundante reeditar aquí los argumentos que sirven de sustento al plazo mínimo; por todos vale mencionar tan sólo que en el ánimo de la ley está la necesidad de lograr la radicación –aunque más no sea temporal– del locatario. Si en los últimos tiempos se ha generado un acalorado debate en torno a la conveniencia de estos pisos mínimos, con mayor razón se especula que en el futuro –y según el resultado que obtenga el proyecto de reforma– esa discusión se incrementará. Tantas veces se ha alentado una disminución del piso mínimo en hora de asegurar, en el caso al locador, un tiempo durante el cual no verá depreciar el valor consensuado al momento de contratar. Recordemos que durante el plazo mínimo legal existe interdicción absoluta de incrementar los valores, más allá del ajuste legislado por la ley 23091 que, como señalamos anteriormente, quedó en desgracia tras la sanción de la ley 23928. Según el art. 2 del proyecto presentado por la senadora Quintela, “el plazo mínimo de las locaciones con destino a vivienda (con o sin muebles) será de cinco años. Dicho plazo mínimo será de seis años cuando se destinen a actividades profesionales o a locales comerciales”. No es menor la proyección; lejos está de constituir una azarosa pretensión. La autora del proyecto justifica la elevación del piso mínimo en un 150% en relación con el plazo vigente, en las dificultades que trae aparejado obtener una vivienda de calidad y a buen precio para alquilar. Y cuando se logra, muchas veces al poco tiempo el locatario debe emigrar abrumado por las cargas que por contrato debe soportar. La reforma que se postula determina un mínimo que difícilmente pueda ser conciliado por todas las fuerzas vivas involucradas en la temática. Es cierto, sin embargo, que este piso quinquenal se ajusta a las intenciones que el proyecto de modificación encarna, en tanto –a la par– exige al mismo Estado una íntegra y plena intervención en el área. Quizás asistimos a una nueva vuelta ideológica, exhortando una vez más a un pretérito proteccionismo estatal. ¿Será el instrumento necesario para paliar el déficit habitacional? Mientras la respuesta va germinando, el hoy es un tanto preocupante. Cada vez menos oferta de inmuebles para alquilar; y la oferta, ya deprimida, no se acomoda en cuestiones económicas a las pretensiones de la demanda. Un verdadero contexto crítico. Si a todo ello le sumamos la intención de elevar sobremanera el piso legal, la coyuntura puede ingresar derechamente en cuidados intensivos. En otro orden y siguiendo el sendero trazado por la ley 23091, el art. 2 del proyecto mantiene la respuesta subsidiaria que la norma establece para casos de contratos que no se acomoden a sus previsiones. Tal es el sentido que surge del siguiente texto: “Los contratos que se hayan celebrado pactando períodos menores serán considerados como formulados por los plazos mínimos precedentemente fijados”. <bold>II.3. Renovación automática</bold> ¡Cuánta alarma ha causado en la comunidad jurídica lo inherente a la renovación automática! Entre las distintas alternativas posibles a seguir frente a la expiración del plazo contractual sin que el inquilino restituyera el inmueble locado, nuestro codificador no dudó en optar por aquélla que erradicó la tácita reconducción en este tipo de contratos. El Código Civil no cobija la idea de precariedad en las relaciones contractuales; a contrapelo, pretende que los vínculos se construyan seriamente, eliminando toda grieta por donde pueda introducirse, cual cuña, un aspecto conflictivo. En ese orden de ideas, el art. 1622, Código Civil, ofrece una respuesta absoluta: no existe la menor intención de permitir la renovación automática de los contratos. Hoy nos encontramos frente a este proyecto “Quintela” en el que, además de esforzarse por elevar el plazo mínimo legal –en todos los destinos, ora vivienda, ora profesional o comerciales–, no hesita a la hora de proponer la incorporación de esta herramienta inusitada en el espíritu de Vélez Sársfield. No es fortuito el otorgamiento de carta de ciudadanía de esta figura en el texto de la reforma; por el contrario, se amolda plenamente a la línea que sigue su autora, con la evidente y firme convicción de dotar de mayor protección al locatario y su grupo familiar. Según el art. 3 del proyecto que revisamos, “los contratos serán renovados automáticamente, salvo expresa renuncia del locatario, o exista causa justificada por el locador. La reglamentación estipulará las causales que harán no renovable la (locación)”. Si bien la primera lectura, lejos de pasiones, puede prestarse a confusiones o análisis segmentados, tras ello se descubre lo que, de aprobarse el proyecto, seguramente acontecerá: la práctica arrojará, a no dudarlo, una estandarización –casi formulario– de la renuncia del locatario a la tácita reconducción