<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>A pesar de que expresamente y a título de declaración se establezca que el Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano (CN, 2) y que al tomar posesión del cargo, el presidente y el vice prestarán juramento “por Dios Nuestro Señor y por los Santos Evangelios”, lo cierto es que no se puede inferir, como consecuencia, que lo atinente al culto como religión, deba tener necesariamente y siempre, repercusiones en la ley. En otras palabras, que todo lo que importa, atañe o incumbe a lo primero, deba <italic>también</italic> ser regulado por las leyes civiles; es decir, una especie de obligación constitucionalmente impuesta al legislador. Todo esto viene ahora como <bold>garantía</bold> en beneficio del ciudadano y por lo tanto a título de Ley Suprema de la Nación, que <italic>las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan el orden y la moral pública ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios</italic> y exentas de la autoridad de los magistrados. Cuando todo eso ocurre, la acción es privada y guardada sólo a Dios, Ser Supremo que para la Constitución Nacional es fuente de toda razón y justicia (Preámbulo). En esta hipótesis puede decirse que la disposición ha previsto, excepcionalmente, una regulación ajena al mundo de las normas jurídicas. La referencia a Dios, lo dice todo. Por consiguiente, y en los términos del art. 19, su contenido resulta insusceptible de caer o de estar comprendido dentro de la producción legislativa. Así, nada habrá que <italic>restituir</italic>, nada que <italic>reparar</italic>, ni nada que sufrir como <italic>retribución</italic>. Según lo establecido en esa norma jurídica primaria, estarán <italic>sujetas</italic> a la <italic>autoridad de los magistrados</italic>, vale decir, a la esfera del derecho, a su regulación y a sus consecuencias, las acciones que de <italic>algún modo ofendan o perjudiquen</italic>. Estas ya no son acciones sino que en el régimen y sistema de la Constitución, son hechos que, como tales, pueden ser penados con juicio previo, con la salvedad de que debe existir una ley anterior a ese hecho (CN, 18). Claro está, sin perjuicio de aceptar la posibilidad, también en el plano sistemático, de que un hecho puede interesar a Dios y a la ley del legislador. Es lo que sucede en la fórmula de juramento del presidente y del vice: “<italic>Si así no lo hiciere, Dios y la Nación me lo demanden</italic>”. Esto es, para el supuesto de que esos funcionarios no desempeñaren con lealtad y patriotismo el cargo, no observaren o no hicieren observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina (art. 80). En síntesis, pues, el art. 19 regula las <italic>acciones privadas</italic> porque ellas sólo ofenden a Dios. El hecho del art. 18 cae dentro de la autoridad de los magistrados porque la conducta del hombre ha ofendido, además de a Dios (pecado), alguno de los bienes jurídicos comprometidos por el art. 19, determinando, entonces, como consecuencia de esa ofensa, la aplicación de una pena (art. 18). <italic>Acción y hecho</italic> son, pues, dos categorías jurídicas distintas que tienen, por no ser iguales, efectos jurídicos también distintos. A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Y bien; la estructura del art. 19, que es desde luego lo que aquí interesa, permite descubrir la presencia de tres bienes que ella contiene y que, además, protege: uno, individual; los restantes, de carácter social. De allí la referencia concreta al <italic>orden</italic>, a la <italic>moral pública</italic> y al derecho de un tercero. Los dos primeros resultan lesionados mediante la ofensa; el interés del tercero, a través del perjuicio. Claro es que, importando la acción privada sólo una ofensa a Dios, la autoridad de los magistrados se extiende, según el mismo art. 19, a los hechos que <italic>de algún modo ofendan o perjudiquen</italic>, ya que es posible, de ese modo, lesionar los objetos jurídicos consignados. Recuérdese que la acción privada <italic>sólo queda reservada </italic>a Dios porque precisamente en modo alguno puede asumir la categoría de hecho del art. 18. Puede que nos preguntemos ahora por los modos de ofensa. Es posible, al respecto, que el bien o los bienes hayan sido <italic>destruidos</italic> o, sin llegar a tanto, que hayan sido puestos <italic>en peligro</italic>. Ambos son modos de ofensa que darán lugar a la consumación y a la tentativa, en tanto y en cuanto el peligro implique o importe el riesgo inminente de destrucción, corrido por el bien de que se trata. Desde luego que estos modos no quedan reservados sólo a Dios; quedan reservados también a la autoridad de los magistrados (C.Penal, Lib. II y art. 42, Lib I). Pero como la garantía constitucional extiende la posibilidad de regular por el derecho las acciones que <italic>de algún modo ofendan o perjudiquen</italic>, esto es, hechos que importan un peligro <italic>distinto</italic>, es posible afirmar que también pueden quedar constitucionalmente sujetas a penas todas aquellas manifestaciones de la voluntad que impliquen simplemente un peligro. Es posible ofender o perjudicar poniendo el bien en peligro <italic>tan sólo de algún modo o de alguna manera.</italic> De ello puede deducirse que, siendo menor el riesgo, el castigo ya no tendrá un carácter <italic>represivo</italic> sino tan sólo <italic>preventivo</italic>: evitar que de un peligro remoto, esperado o temido, el objeto de tutela sea colocado en peligro concreto, y de allí a su destrucción. Por debajo de todo ello, o por arriba, según se mire, vienen las acciones privadas porque si no ofenden en <italic>modo alguno</italic>, que es lo mismo que decir de <italic>ningún modo</italic>, la autoridad de los magistrados queda cancelada. Es que el peligro tiene sus límites. Más allá de ofender de algún modo a los bienes humanos se ofende sólo a Dios, porque de ningún modo se lesionó el orden, la moral pública ni se perjudicó a un tercero. Pues bien; para ejemplificar lo que a Dios está reservado, esto es, hipótesis de acciones privadas de los hombres, se ha dicho que asumen ese carácter “el caminar despaciosamente o en forma rápida, usar o no usar lentes, mover los brazos de un determinado modo para saludar, etc., etc.”. Desde luego que estas acciones, <italic>neutras </italic>por cierto, tienen ese carácter. Pero, ¿quedarán reservadas a Dios? Ése es el <italic>quid </italic>de la cuestión porque ciertamente parece difícil que el art. 19 haya decretado que lo que el legislador no puede hacer, necesariamente deba hacerlo Dios. También podríamos decir que andar en pleno invierno con traje y zapatos blancos importa una acción reservada a Dios y las cosas seguirían siendo exactamente iguales; de ahí, hasta el infinito. ¿Se ocupará Dios, fuente de toda razón y justicia, de juzgar esas acciones? Y otra vez será necesario leer la disposición para descubrir que nada tienen que hacer las acciones <italic>neutras</italic>. La cláusula se refiere a las acciones desprovistas totalmente de la capacidad de ofensa a los bienes en juego. Pero eso no significa o permite inferir que esas acciones deban ser intrascendentes, neutras al valor o desprovistas de todo significado. Lo que la garantía se propone y de ahí que lo dice, es que no todo lo que ofende a Dios, ofende al mismo tiempo al orden, a la moral pública o perjudica a un tercero. Se puede ofender a Dios y, no obstante, de ningún modo hacerlo con respecto a los bienes que el art. 19 enuncia. A Dios se ofende con acciones malas o con pensamientos malos, no con hechos buenos o neutros, ni con buenos pensamientos. ¿Cuál será entonces una acción privada exenta de la autoridad estatal? Por cierto que hay, en orden al pecado, tantas como sea posible pecar; no ya con el pensamiento sino con la manifestación de voluntad. Al respecto, puede pensarse en el pecado de la carne, en el de la gula, en la avaricia y en tantos otros. Pero también podrá pensarse en el hecho de no donar sangre como muestra de egoísmo, el de no amar al prójimo o no amarlo como a uno mismo, el de no asistir a los oficios del culto, el de quebrantar los votos de castidad, el de abandonar el hábito religioso, el de intentar quitarse la vida, el de contraer matrimonio sólo por la ley civil o el hecho de vivir en concubinato. También, en adivinar la suerte o creer en la reencarnación. Para decirlo con énfasis, la <italic>tolerancia</italic> hecha carne, mejor dicho, norma constitucional. Ello, no sólo porque el art. 19, CN, está inspirado en el respeto hacia las <italic>opiniones</italic>, sino también hacia las <italic>prácticas</italic> de los demás, no obstante el repudio que ellas pudieran merecer. Váyase pensando al respecto en el hecho de tener drogas aunque fuera para uso personal. ¿Será que aquí termina todo? Si así fuera no habríamos hecho otra cosa que interpretar exegéticamente la norma primaria, como si ella no formara parte a la vez de su propio sistema. Veamos. ¿Qué vinculación tienen los derechos que la Constitución acuerda con las acciones privadas? Parece muy estrecha. Todos los habitantes del país gozan, entre otros, del derecho de trabajar, el de enseñar y, entre los enumerados, el de profesar libremente su culto. Como no se trata por cierto de <italic>obligaciones sino de derechos</italic>, también se tiene el <italic>derecho y su correspondiente ejercicio</italic> con respecto al que corresponde a la otra cara de la moneda. En otros términos, el de <italic>no trabajar</italic>, el de <italic>no enseñar</italic> o el de <italic>no ejercer ningún culto</italic>. Desde luego que el ocioso ofende a Dios porque con su vicio de no trabajar viola el mandato divino que a ello lo obliga. Sin embargo, y mientras no coloque en situación de peligro a un tercero (vbgr., la prole), el origen del ingreso económico no tiene por qué necesariamente encontrar su fuente en el trabajo. Y mientras el vago no coloque bienes de terceros en situación de peligro, su acción será privada y Dios, el único juzgador de ella. Lo mismo ocurre en las restantes hipótesis. El que sabiendo y pudiendo enseñar para que otro aprenda no lo hace por puro egoísmo, comete un pecado porque no ama al prójimo en la medida en que Dios quiere que lo haga. Del derecho de ejercer el culto no hablemos; el caso lo dice todo. Y después de tanto, ¿podrá el legislador sancionar una ley que obligue a trabajar, a enseñar o a abrazar una determinada religión? En otras palabras, ¿serán susceptibles de reglamentación los derechos de no trabajar, de no enseñar o de no tener un credo religioso? Ya se podrá ir imaginando el lector la gracia que le haría a un ciudadano cuando advirtiera que los derechos que proclamaba un orden jurídico fundamental se esfumaron de repente. Más aún; advertirá sin ninguna duda, que a partir de determinado momento, lo que creía poder hacer o no hacer según sus preferencias, se ha transformado en una obligación; sólo tendría que pensar, a partir de entonces, en las consecuencias jurídicas que le pueden esperar. Advertirá, en suma, que todo se trataba de una burla, de una trampa. Es cierto sí que ningún derecho es absoluto para la Constitución ya que todos los habitantes gozan de él conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio. Pero la ley sólo puede reglamentar el <italic>ejercicio del derecho</italic> en la medida en que ese ejercicio coincida con el verbo que al derecho corresponde: trabajar, ejercer toda industria lícita, navegar, peticionar ante las autoridades, asociarse con fines útiles, etc. Parece entonces que la cara oculta del derecho conferido, que vendría a estar representada por el hecho de no ejercerlo, tiene que ver y mucho, en estas cuestiones. No ejercer un derecho puede importar, llegado el caso, una ofensa a Dios, y quedar, por lo tanto, sólo reservada a Él. En síntesis, las acciones privadas de los hombres, como categoría jurídica, son zonas de libertad no sólo porque todo lo que no está prohibido está permitido, sino porque las leyes <italic>no podrán obligar a hacer o prohibir que se haga</italic>. ¿Tendrá todo lo dicho alguna vinculación con el tráfico y suministro de sustancias estupefacientes? Desde luego que la tiene. Pero habrá que saber si el hecho de tener esas cosas es una acción privada del art. 19 o si, por el contrario, es un hecho del art. 18. ¿Es razonable inclinarse por lo segundo? Veamos: Desde ya se advierte que la Constitución no ha concedido ni expresa ni tácitamente, el derecho de degradarse o de andar degradando a otros. Los representantes, según lo dice ciertamente el Preámbulo, se reunieron, entre otros objetivos, con el de promover el bienestar general, de manera que, de entrada, esa finalidad es totalmente incompatible con lo que suponen las sustancias que causan estupor: por lo menos, <italic>un malestar general</italic>. Y una manera de promover ese bienestar general es precisamente legislar en lo que a estos asuntos concierne; al menos, para evitar o disminuir aquel malestar general. El malestar es un mal, y por lo tanto un <italic>peligro</italic>. Se podrá ir viendo pues que los intereses en juego no son individuales, sino que lo son en orden a la comunidad, porque el bienestar o el malestar, al ser general, concierne y debe concernir a todos. ¿Se excede el legislador cuando establece sujeta a la autoridad de los magistrados el hecho de tener sustancias del carácter anotado? Veamos si semejante hecho previsto ofende sólo a Dios. Para ello habrá que saber si ese mismo hecho es neutro al valor, si sólo es un pecado o si, efectivamente, puede ser un hecho sometido a la jurisdicción del art. 18 de la Constitución. Si se parte de la base de que los estupefacientes no tienen absolutamente <italic>ninguna propiedad</italic> curativa en orden a la salud del ser humano, y que su consumo medicamentado sólo sirve o es útil para calmar el dolor que causan las enfermedades, se podrá concluir que a ciertos y muy limitados fines, su empleo puede ser valioso porque evitan el sufrimiento de la persona. Por el contrario, son <italic>malos</italic>, <italic>siempre malos </italic>porque todo uso que no sea el indicado provoca, determina o causa <italic>degradación</italic> del <italic>género humano</italic>. A tal punto que la comunidad internacional ha dicho, preocupada, que así lo está por la <italic>salud física y moral de la humanidad.</italic> Es que las Naciones Unidas están, en síntesis, preocupadas por la <italic>moral pública</italic>, no sólo de un país o sector determinado del mundo, sino por toda la humanidad. Con todo esto se puede decir, razonablemente, que lo que gira en torno a los estupefacientes y a su manipuleo no es neutro al valor; no es igual, desde el punto de vista estimativo, que caminar despacio o ligero, usar lentes o zapatos blancos en un crudo invierno. Si las sustancias en cuestión hicieran bien o fueran inocuas, ni a Dios se ofendería, porque lo que a la Divina Providencia lesiona es un mal pensamiento o una mala acción. ¿Se siente ofendida la <italic>moral pública </italic>cuando a los fines de utilidad que le son propios, un médico aplica al enfermo tal o cual estupefaciente? ¿Qué dirá esa misma moral pública de la conducta de un sujeto que tiene en su poder una cosa que destruye la personalidad moral de la humanidad? Dirá que se siente ofendida, y dirá entonces que el hecho ya no pertenece al art. 19 sino al inmediatamente anterior, al 18 de la Constitución. ¿Es <italic>irrazonable</italic>, entonces, y en estos tiempos que la ley 20771 haya determinado que la tenencia de estupefacientes es un delito? El puente de plata entre las <italic>acciones privadas </italic>y el hecho es la moral pública que, como valor, no es equivalente al pecado ni se identifica con una forma de pensamiento que cifre la norma de conducta en algo independiente del bien y del mal moral, para negar toda obligación y toda sanción. Como es de conocimiento, la Corte Suprema en votos divididos, se ha pronunciado por la inconstitucionalidad de la norma penal. Ello porque el hecho reprimido es una acción privada que sólo ofende a Dios y, por lo tanto, a Él reservada. Sobre los fundamentos no volveremos pero nos parece que si el referido art. 6 está al margen de la autoridad de los magistrados, también deberían estarlo otras disposiciones. Al respecto, puede pensarse en un sujeto que para consumo personal, siembra o cultiva plantas productoras de estupefacientes. Pareciera que si es inconstitucional el art. 6, debería serlo igualmente el 2, por lo menos, porque en la cadena respectiva el peligro es menor. En el primero, el estupefaciente está para ser consumido; en el restante, puede ser que ni la semilla plantada germine. ¿Podrá afirmarse en términos generales que el tenedor ha intervenido con anterioridad en el tráfico de estupefacientes? Parece claro, también en términos generales, que es así porque el hecho de tener no lo es por generación espontánea. Razonablemente puede decirse que un sujeto tiene porque alguien le entregó lo que comenzó a tener; porque alguien le vendió el estupefaciente, y él compró lo que posteriormente tuvo, etc. y bien, ¿serán acciones privadas de los hombres esos hechos que con relación al art. 6 son anteriores? Pareciera que sí, porque si lo posterior (tener) no ofende a la moral pública, tampoco podrá lesionarla lo anterior (recibir, comprar), máxime si es el resultado o la consecuencia de lo primero desde el punto de vista causal. ¿Podría haber castigado el legislador no sólo la entrega o la venta, sino el hecho de <italic>recibir o comprar</italic>? ¿No es verdad acaso que con lo último se participa en el tráfico ilícito? En otros términos, el que recibe o compra ¿no lesiona la moral pública que ofende el que vende o entrega? Todo indica que la respuesta debe ser afirmativa; lo contrario importaría una desigualdad ante la ley que, para evitarlo, habría que decir también que aquél ha ofendido sólo a Dios. Claro es que, a su turno, vendrán matices y más matices interpretativos. Pero lo cierto es que el tenedor ya delinquió cuando compró, cuando recibió o cuando cultivó. Lo que a nuestro juicio sucede, y por razones de política criminal, es que el legislador ha preferido alcanzar al tenedor de estupefacientes en un momento determinado, el que coincide con el agotamiento de su delito. ¿Y las acciones privadas? Bien, gracias &#9632; • Publicado en Diario Jurídico de Comercio y Justicia, Enero-Junio 1988- 9/6/88 (4855, p. 1).</page></body></doctrina>