<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold>A propósito del fallo de la Corte Suprema que declaró la inconstitucionalidad de la ley 26855 en cuanto articulaba la elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura</bold></intro><body><page>I. Introducción La sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (1) que resolvió la inconstitucionalidad de la ley 26855, en cuanto reformulaba la forma de elección de los miembros del Consejo de la Magistratura mediante el voto popular por contrariar el texto del art. 114 de la Carta Magna, se ajusta plenamente al “ideario” constitucional argentino asegurando la división de las funciones del Estado y la independencia del Poder Judicial. En esta línea, resulta necesario recordar y tener en cuenta que nuestro país ha asumido desde 1853 la forma representativa, republicana federal, tal como lo establece el art. 1 de la Constitución Nacional. En palabras de Alberdi: “… la idea de constituir la República Argentina no significa otra cosa que la idea de crear un gobierno general permanente, dividido en los tres poderes elementales destinados a hacer, a interpretar y a aplicar la ley tanto constitucional como orgánicamente…”(2). De esta forma, república implica necesariamente división de poderes, y la correcta delimitación de las atribuciones que corresponden a cada uno es imperativa y se sustenta en la Carta Magna que es el convenio fundacional de todos los habitantes del país y que refleja la soberanía popular. La distribución de las funciones de gobierno entre un poder administrador, uno legislativo y otro judicial, resulta el esquema básico del régimen aludido y se deriva del diseño constitucional. Así, la Carta Magna comprende dos grandes partes: la primera contiene las declaraciones de los derechos y garantías que ostentan todos los habitantes del suelo argentino, y la segunda organiza la estructura del Estado. En esta segunda se articulan las funciones esenciales del Estado en tres Poderes independientes; el Ejecutivo que administra y gestiona el país; el Legislativo o parlamento que dicta la leyes que nos rigen, y el Judicial que aplica el ordenamiento jurídico en caso de conflicto, tutelando los derechos y garantías de los ciudadanos, a cuyo fin tiene la facultad de realizar el control de constitucionalidad de las leyes asegurando la supremacía de la Constitución Nacional que el pueblo argentino ha asumido como arquetipo de convivencia social. Por ello, y en esta inteligencia, hace alrededor de 210 años que el juez Marshall legó para siempre al constitucionalismo que los jueces son los guardianes últimos de la Constitución y de los derechos individuales, y que en uso de esta irrenunciable obligación, pueden declarar la inconstitucionalidad de normas del Congreso, esto es, volverlas inválidas. Esto se encuentra también en el magisterio de nuestro Alberdi, cuando señalaba que “las leyes viven por la Constitución, y no la Constitución si las leyes se lo permiten”, y se ve plasmado, entre otros, en los arts. 28, 43 y 116 de nuestra Ley Fundamental. II. La república y el Estado de Derecho Desde esta atalaya, la república se inserta en un Estado de Derecho, en donde lo que prima es la voluntad de la ley y no la del gobernante; esto es lo que se denomina “principio de supremacía constitucional” que establece el vértice del orden jurídico patrio. Por ello, el ordenamiento del Estado de Derecho genera un fuerte imperativo de legalidad respecto de sus propios actos. En efecto, a través de la Constitución se procura poner límites al poder de un modo preciso y acabado, de manera tal que los poderes estatales no están habilitados para modificarla. La forma republicana de gobierno receptada a modo de declaración en el art. 1 de nuestra Carta Magna trae consigo, de manera ineludible, el principio de división de poderes. En consecuencia, el Poder del Estado se desdobla en tres ámbitos: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, procurando así diversas competencias que se equilibran entre sí. En síntesis, la Constitución es el intento del Pueblo, en su expresión más soberana, de “atar sus propias manos”, de limitar su capacidad para ser víctima de la debilidad que pudiera destruir sus valores más deseados. La experiencia histórica recuerda que las pasiones de un momento pueden llevar al pueblo a sacrificar los principios más elementales de libertad y justicia. Las Constituciones son un intento de la sociedad de protegerse a sí misma. Ella enumera los derechos básicos, la organización fundamental, como son las elecciones regulares, la separación de poderes, la igualdad, y hace que el cambio o fractura de ellos sea muy difícil. Por esto, si los otros Poderes de la Nación pudieran llegar a menoscabar al Poder Judicial, la Corte Suprema y los tribunales inferiores, a 150 años de su establecimiento, tienen que honrar un siglo y medio de custodia de sus facultades y de la Constitución toda. Así, los magistrados de este suelo han jurado defender a las instituciones y a los ciudadanos, y si es necesario declarando la inconstitucionalidad de aquello que pueda agraviar la Constitución, porque como ocurrió en Prusia hace más de una centuria, “todavía hay jueces en Berlín”. Se logrará así mantener a Diké, la Justicia, con los ojos vendados, imparcial, y no sujeta a los devenires de las voluntades de las cambiantes mayorías electorales. III. La división de poderes III. 1. La forma republicana de gobierno Desde esta perspectiva, la segmentación del poder exige, para su buen funcionamiento, la independencia que cada una de las tres esferas debe guardar respecto de la otra y el equilibrio que debe reinar entre ellas. Así, se establece en nuestra Constitución un sistema de “pesos y contrapesos” que tiende a asegurar el equilibrio buscado y la vigencia de la forma republicana de gobierno asumida. En esta línea, conviene recordar que el propio juez Marshall(3), en el conocido “leading case” “Marbury vs. Madison”, comprendió que dicho control judicial de constitucionalidad era clave para la arquitectura institucional y, en definitiva, dijo “puedo pero no lo hago”, lo haré sólo en circunstancias excepcionales, cuando no quede más remedio, cuando la cuestión no sea de aquellas que deben resolverse según la discrecionalidad del gobernante electo y responsable electoralmente. En este sentido, en resguardo del control de constitucionalidad, la Corte en el precedente “Rizzo” ratificó que es una atribución y deber que los jueces ejercen desde 1888, enumerando una serie de sentencias en las que declaró la inconstitucionalidad de leyes sancionadas por el Congreso. En esta línea, recordó y enfatizó que este control de constitucionalidad tiene como finalidad esencial la defensa de la supremacía constitucional, pues “sólo un punto de vista estrecho podría pasar por alto que el control de constitucionalidad procura la supremacía de la Constitución, no del Poder Judicial o de la Corte Suprema”. El Alto Cuerpo Federal expresó que la Constitución busca los equilibrios para limitar el desborde de los otros poderes y asegurar el verdadero respeto de la soberanía popular. Así, agrega que “la doctrina de la omnipotencia legislativa que se pretende fundar en una presunta voluntad de la mayoría del pueblo es insostenible dentro de un sistema de gobierno cuya esencia es la limitación de los poderes de los distintos órganos y la supremacía de la Constitución” pues “nada contraría más los intereses del pueblo que la propia transgresión constitucional”. Al respecto, la constitucionalista María Angélica Gelli(4) se pregunta: “Pero, ¿hacía falta esa enunciación expresa, en tanto se trata de los primeros principios del sistema institucional argentino, que permanecieron en las normas o en las aspiraciones pese a los avatares políticos de nuestro país? ¿Era necesario recordarlos en la sentencia, después de que fueron ratificados en la reforma de 1994, la de mayor legitimidad de la historia de la República Argentina porque fue convocada sin ninguna proscripción política o social y ninguna provincia estuvo ausente de la Convención? ¿Resultaba imprescindible señalar la consistencia con el sistema político, del control de constitucionalidad en sí mismo y más allá de la procedencia en el caso concreto? De tan conocidos, estudiados, defendidos en épocas aciagas de la Argentina –de tan obvios que son– ¿no resultaba redundante señalarlos, a todos, una vez más?” III. 2. Los poderes derivados no pueden alterar la Carta Fundacional Desde esta perspectiva, resulta relevante la afirmación de la Corte cuando señaló en otro precedente que: “… a ninguna autoridad republicana le es dado invocar origen o destino excepcionales para justificar el ejercicio de sus funciones más allá del poder que se le ha conferido pues, «toda disposición o reglamento emanado de cualquier departamento (...) que extralimite las facultades que le confiere la Constitución, o que esté en oposición con alguna de sus disposiciones o reglas en ella establecidas, es completamente nulo”(5). En este sentido, la Corte puntualizó que “las decisiones de los poderes públicos, incluidas las del Poder Judicial, se encuentran sometidas y abiertas al debate público y democrático. Pero ello no puede llevar a desconocer ni las premisas normativas sobre las que se asienta el control judicial de constitucionalidad, ni que este sistema está, en definitiva, destinado a funcionar como una instancia de protección de los derechos fundamentales de las personas y de la forma republicana de gobierno”. Por ello, el Alto Tribunal vuelve a recordar que “…en este marco, los jueces deben actuar en todo momento en forma independiente e imparcial, como custodios de estos derechos y principios a fin de no dejar desprotegidos a todos los habitantes de la Nación frente a los abusos de los poderes públicos o fácticos”. IV. La inconstitucionalidad de la ley 26855 IV. 1. El test de constitucionalidad del ordenamiento a la luz del artículo 114 de la Constitución Nacional En esta inteligencia, la Corte Suprema analizó la compatibilidad constitucional de los arts. 2, 4, 18 y 30 de la ley 26855 con el art. 114 de la Constitución, examinando esta última norma bajo distintos criterios interpretativos. En efecto, el art. 114 de la Carta Magna expresa que “…El Consejo de la Magistratura, regulado por una ley especial sancionada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara, tendrá a su cargo la selección de los magistrados y la administración del Poder Judicial. El Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultante de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley….” Por su parte, el artículo 3° bis de la ley 24937, que reglamenta el Consejo de la Magistratura, e incorporado por el artículo 4° de la Ley 26855 cuestionada, estableció en su parte pertinente que “…Para elegir a los consejeros de la magistratura representantes del ámbito académico y científico, de los jueces y de los abogados de la matrícula federal, las elecciones se realizarán en forma conjunta y simultánea con las elecciones nacionales en las cuales se elija presidente. La elección será por una lista de precandidatos postulados por agrupaciones políticas nacionales que postulen fórmulas de precandidatos presidenciales, mediante elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias…”. A su vez, el artículo 18 de la norma discutida sustituyó el artículo 33 de la ley 24937 y sus modificatorias, rezando en lo que aquí interesa que “…La oficialización de listas de candidatos a consejeros del Consejo de la Magistratura para las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias, y para las elecciones generales, podrá hacerse en esta oportunidad, por cualquier partido, confederación o alianza de orden nacional…”. De la comparación de la manda constitucional con los textos de la ley 26855 se sigue la evidente contradicción y la clara “desnaturalización” del Consejo de la Magistratura como órgano de selección de magistrados nacionales. Así, de la lectura del texto constitucional se deriva con absoluta claridad el equilibrio entre la “representación” de los órganos políticos y la de los jueces de todas las instancias y de los abogados, aspecto que implica que el Pueblo Soberano, reunido en Asamblea Constituyente, definió el modo de selección de los magistrados para asegurar su independencia como poder del Estado. En esa labor otorgó intervención a los órganos políticos y a los jueces, abogados y académicos mediante representantes de cada sector y dotando al Consejo de las facultades políticas, pero también de idoneidad técnica, para una adecuada selección de los magistrados. De tal modo, la ley 26855, en especial en sus artículos 2, 4, 18 y 30, no se compadece con expresas disposiciones de la Constitución Nacional, que en su art. 114 dispone que debe existir un “equilibrio” entre los representantes de los órganos políticos resultantes de elección popular, con los representantes de los jueces, de los abogados y del ámbito académico, así como la separación de poderes y la independencia judicial, arts. 1 y 109 de la Carta Magna. En consecuencia, el convertir los modos de selección en una elección universal de alcance nacional, viola el sistema de nombramiento y de representación en el Consejo de los miembros del Poder Judicial y de la abogacía, así como de los ámbitos académicos. Asimismo, al unir indefectiblemente dicha elección a la presentación por partidos políticos, se rompe el equilibrio postulado constitucionalmente entre el estamento político, de origen electivo popular, y los estamentos profesionales, y se “politiza y partidiza” total y definitivamente este cuerpo colegiado. IV. 2. La hermenéutica constitucional En esta línea, la hermenéutica de los enunciados normativos, la inteligencia del término “representación”, la intención del legislador y la armonización del orden jurídico llevaron al Alto Tribunal nacional a concluir que los integrantes del Consejo de la Magistratura deben ser representantes del sector técnico, en atención a la idoneidad que requiere la selección de los jueces, aspecto central que no permite “invisibilizar” la representación mediante un sistema de elección por el voto popular. Por ello, y respondiendo a la temática relativa a los distintos estamentos que componen el Consejo, el Alto Cuerpo entendió que la norma constitucional no dispuso una integración igualitaria pero sí equilibrada, en el sentido que usualmente se le asigna a este término, de “contrapeso”, “contrarresto”, “armonía entre cosas diversas”. En una palabra, tal como lo puntualizó la Corte, los objetivos del Preámbulo de “afianzar la justicia” y “asegurar los beneficios de la libertad” y las finalidades de los constituyentes al sancionar el art. 114 de la Constitución se conjugan para resguardar la independencia e imparcialidad del Poder Judicial. Así, el Tribunal Cimero señaló que los constituyentes, como representantes de la soberanía popular, al organizar el Consejo de la Magistratura mediante una estructura integrada por representantes de los tres poderes, art. 114 de la Carta Magna, no sólo le otorgan legitimidad en la designación, sino que, al mismo tiempo, buscaron dotar a los jueces de “independencia” y desplazar la “absoluta discreción político-partidaria” del viejo régimen de designación por parte del Ejecutivo con acuerdo del Senado. IV.3. Las claras y patentes violaciones de la Carta Magna De lo dicho se sigue que la ley 26855, al reformular indebidamente el art. 114 de la Constitución imponiendo al juez que aspire a ser consejero a optar por un partido político, eliminaba todo atisbo de independencia e imparcialidad. En consecuencia, el Tribunal Cimero realizó un agudo señalamiento advirtiendo que “...a lo largo de la historia política de nuestro país, no se registran antecedentes en los que el Poder Legislativo haya creado un cargo de autoridades de la Nación adicional a los que se establecen en el texto constitucional, sometiéndolo al sufragio universal”. Por ende, para la Corte Suprema, los art. 2, 4, 18 y 30 de la ley de reformas al Consejo de la Magistratura resultan inconstitucionales porque: a) rompen el equilibrio al disponer que la totalidad de los miembros del Consejo resulte directa o indirectamente emergente del sistema político-partidario; b) desconocen el principio de representación de los estamentos técnicos al establecer la elección directa de jueces, abogados y científicos, c) comprometen la independencia judicial al obligar a los jueces a intervenir en la lucha partidaria, y d) vulneran el ejercicio de los derechos de los ciudadanos al distorsionar el proceso electoral”. Dicho derechamente, se afecta la división de poderes que sustenta la república y se deja de lado la independencia del Poder Judicial al articular un esquema de elección que obliga a “tomar partido” de antemano por una de las fórmulas presidenciales y consecuentemente “vehiculizar” su elección mediante la intervención en un partido político con reconocimiento en 18 distritos electorales. En una palabra, el partido mayoritario no sólo tendría al presidente de la Nación y a la mayoría del Congreso, sino que también contaría con los miembros del Consejo de la Magistratura que defina la mayoría para la elección de los jueces o su eventual remoción. Dicho con meridiana claridad, quien gana las elecciones generales en el esquema de la ley 26855 tiene en sus “manos” los tres poderes del Estado, “subvirtiendo” así la República y el Estado de Derecho establecido por la Carta Magna. De este modo, se desnaturalizaba la integración del Consejo de la Magistratura que quedaba en “manos” del gobierno de turno y, por ende, la designación de los jueces devenía entre las facultades del partido gobernante y que obtuviese la mayoría o primera minoría parlamentaria, concentrando en un partido único todo el poder del Estado. V. Los aspectos nucleares que sustentan la inconstitucionalidad V. 1. La violación de la letra y el espíritu del art. 114, CN Del análisis realizado por la Corte se sigue que la ley 26855 tiene una inconstitucionalidad “central” a la cual se le añaden otras que, sumadas, producen lo que Bianchi(6) denomina “un conjunto inconstitucional”. Así, en palabras del especialista citado (7) la inconstitucionalidad central o básica de la ley 26855 consiste en haber establecido el sufragio universal para elegir a los representantes de los jueces y abogados de la matrícula federal, vaciando de contenido el mandato constitucional. Por ello, más allá de la presunta “democratización” del sistema, la elección popular de tales consejeros está viciada por dos inconstitucionalidades evidentes. En primer lugar, se viola el artículo 114, pues éste dice expresamente que los consejeros deben “representar” a los jueces y a los abogados de la matrícula federal. En consecuencia, esa “representación” sólo puede tener lugar si son los propios jueces y abogados quienes eligen a sus representantes. Dicho derechamente, ¿cómo puede alguien estar representado si no ha elegido a sus representantes? Además, la reforma de 1994 quiso que la elección de los jueces no fuera un resorte exclusivo de la discrecionalidad del Poder Ejecutivo, pues surge implícito en ello que dicha elección no puede ser “un campo de batalla” para las luchas partidarias. En segundo lugar, la Corte también declaró la inconstitucionalidad de los artículos 4 y 18 de la ley 26855, de los que se desprende que si cabía alguna duda del propósito de “partidizar” la elección de consejeros, estos artículos la despejan completamente. Así, no sólo se altera el sistema electoral del artículo 114, sino que se pretende asegurar, por todos los medios, que la elección de los representantes de los jueces y los abogados esté íntimamente ligada a las elecciones nacionales, hasta en los aspectos materiales de la boleta electoral. Esta violación del artículo 114 no se supera argumentando que “a mayor sufragio popular, mayor democracia”, pues la soberanía popular estableció las bases de la democracia republicana al articular la división de los poderes del Estado en la Constitución Nacional. En una palabra, la democracia no depende de los “vaivenes electorales” sino que asegura la vigencia de la república de manera estable cuando el Pueblo de la Nación se da su propia Carta Fundacional. V. 2. La soberanía popular está contenida en la Carta Magna Desde esta atalaya, como lo señala con acierto Alberto Bianchi (8), si bien es cierto que todo el sistema republicano se nutre del sufragio popular, ello no significa que en una democracia todo deba ser elegido o designado por el voto ciudadano. En esta inteligencia, si así fuera: ¿por qué se elegirían por sufragio popular solamente los jueces, los abogados y los académicos, mientras que el Poder Ejecutivo y los legisladores retienen la prerrogativa de elegir a sus representantes para el Consejo de la Magistratura sin pasar por las urnas? En una palabra, resulta contradictorio que justamente quienes deberían, en todo caso, ser seleccionados por los partidos políticos y elegidos por sufragio universal, continúen siendo elegidos directamente por sus representados. En esta línea, podría argumentarse que tanto el Poder Ejecutivo como los legisladores fueron elegidos por sufragio universal, de modo que no es necesario que sus representantes en el Consejo de la Magistratura lo sean también. Sin embargo, esta respuesta es falaz, pues no olvidemos que también los profesores que integran los claustros universitarios, los jueces que integran las asociaciones de magistrados y los abogados que integran los colegios profesionales son elegidos por el sufragio de quienes pertenecen a cada una de esas corporaciones. No es el sufragio universal, pero es el de todos los miembros de la corporación profesional o académica a la cual representan. Así, con ese criterio, todo funcionario público, para ser auténticamente democrático, debería ser elegido por el sufragio universal. De tal modo, los ministros del Poder Ejecutivo y/o los miembros de los órganos directivos de entidades descentralizadas, como el Banco Central o la Administración Federal de Ingresos Públicos, también deberían ser elegidos por el sufragio popular. Sin embargo, para legitimar su obrar basta una simple designación del Poder Ejecutivo que, en el caso de los ministros, ni siquiera tiene control legislativo alguno. En una palabra, el fallo comentado denota claramente la inconstitucionalidad de la reforma del sistema de elección de los miembros del Consejo de la Magistratura y pone las cosas en “su quicio” respetando la voluntad popular plasmada en la Carta Magna. En síntesis, la soberanía popular se consolida en la Carta Constitucional que constituye la expresión fiel del Pueblo Argentino reunido especialmente, mediante representantes constituyentes, para ordenar y declarar sus derechos y darse sus instituciones. Por esta simple razón la reglamentación del Consejo de la Magistratura debe ajustarse a lo dispuesto por el art. 114 de la Constitución Nacional que es la “manda soberana” que le da nacimiento y sustento para la selección y designación de los magistrados nacionales. VI. La denominada “democratización del Poder Judicial” VI.1. La verdadera democracia requiere jueces que tutelen los derechos de toda la ciudadanía Tal como se advierte, el fallo de la Corte refleja el debate sobre la labor del Poder Judicial y la declamada necesidad de “democratizarlo”, sin advertir que, en rigor, lo que hay que hacer es dotarlo de mayor independencia e infraestructura suficiente para dar respuesta a la tutela de los derechos de la ciudadanía, tanto de la mayoría como de las minorías. En esta línea, el cruce de opiniones entre autoridades gubernamentales y dirigentes políticos debe encuadrarse necesariamente en la Constitución Nacional, pues ésta regla la articulación de los poderes y los límites de actuación de cada uno de ellos, normativa a la que deben ajustarse sus integrantes. La alegación relativa a “democratizar el Poder Judicial” denota una notable ambigüedad, pues es lo mismo que se afirmara que quienes ejercen una profesión liberal que requieren idoneidad técnica, es decir, conocimiento de la ley, se eligieran por vía de elección popular. Todo un contrasentido. La selección técnica que exige la designación de un magistrado o funcionario judicial no puede articularse políticamente de la misma manera que la integración de los otros poderes. En rigor, los integrantes del Poder Judicial son hombres comunes, nada más que elegidos de una forma particular porque deben acreditar capacitación y formación jurídica que los haga idóneos para el cargo, como así también, calidad humana, equilibrio y prudencia que los dote de especiales características para resolver conflictos legales. VI. 2. La idoneidad técnica y el perfil de magistrado Desde esta perspectiva, el juez y el funcionario judicial deben caracterizarse por su capacitación y su vivencia ética y, en esta línea, el Consejo de la Magistratura tiene la finalidad de examinar el grado de preparación de los postulantes mediante la prueba de oposición técnica, como así también, el perfil del juez que se perfila en el modo de abordaje del ordenamiento jurídico y su respeto por la Constitución Nacional y los Tratados Internacionales. Estos dos elementos son el sustento de la independencia, tan reclamada por todos los sectores, y constituyen las bases que les permitirá aplicar la ley con justicia y equidad colaborando en la construcción del orden social. Dicho derechamente, la independencia del Poder Judicial se encuentra protegida por la Constitución Nacional (art. 109, CN) y es un principio fundamental del Estado de Derecho que es sustancial para el funcionamiento de la democracia, y constituye una garantía fundamental para la defensa de los derechos de los ciudadanos. Este principio forma parte de la comunidad latinoamericana de derecho, ya que es sostenido por la reunión de Cortes de las Américas, la Cumbre Iberoamericana de Cortes, la reunión de Cortes del Mercosur, así como por la Federación Latinoamericana de Magistrados. Las afirmaciones precedentes no implican desconocer la necesidad de seguir corrigiendo las deficiencias en muchos aspectos del funcionamiento concreto de la administración de justicia, pero éstos llevan a asegurar la efectiva tutela de los derechos de todos, con una judicatura más cercana al ciudadano e inclusiva de los sectores más vulnerables. VI. 3. El camino de una verdadera reforma implica mayor independencia Ahora bien, estas reformas requieren más independencia y dotación de equipos y de personal, sea para la investigación y persecución del delito, la protección de niños, adolescentes y mujeres, erradicando la discriminación y la violencia, y estructurando una justicia de las pequeñas causas rápida y eficaz y de fácil acceso. La necesidad de una mejor justicia y de reformas adecuadas son reconocidas por los propios jueces, tanto a nivel nacional como latinoamericano, a través de la Federación Latinoamericana e incluso internacional, a través de la Unión Internacional de Magistrados, declarando superlativo el deber que les cabe a los propios magistrados como actores directos del sistema judicial –tanto en forma individual como de modo asociativo– de honrar su función y trabajar para enaltecerla, de modo tal de fortalecer su imagen ante la opinión pública, bregando por una justicia más efectiva, eficaz y cercana a la gente. Por ello, hay que decirlo con énfasis, no es posible pensar en la efectiva protección de los derechos humanos si no se sustenta una Justicia independiente, imparcial, capacitada y dotada de todas las herramientas necesarias para cumplir acabadamente con su cometido esencial, esto es, garantizar el Estado de Derecho y el principio de legalidad para preservar la paz social con justicia. No debe olvidarse que la Corte viene señalando desde hace medio siglo, al crear el amparo, que ubi ius, ibi remedium: donde hay un derecho debe haber un mecanismo procesal adecuado y eficaz de protección. El derecho a la tutela judicial efectiva, llamado “derecho a la defensa en juicio” por los padres de la Constitución, es declarado inviolable en la Ley Suprema. En el mismo sentido, el art. 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos impera expresamente que la protección judicial debe ser sencilla, rápida, efectiva en el amparo contra la violación de los derechos, “aun cuando tal violación sea cometida por personas que actúen en ejercicio de sus funciones oficiales”. VII. La aplicación de la ley y la construcción del orden social VII. 1. El derecho al servicio de la convivencia En esta inteligencia, la construcción del orden social ha constituido siempre la directriz central que proporciona cimiento al derecho como instrumento de convivencia entre los hombres y justifica la relevancia del rol del Poder Judicial en orden a asegurar la efectiva tutela de los derechos de los habitantes del Estado de Derecho. En la sociedad actual, el basamento institucional del Poder Judicial reside en dos pilares fundamentales: por un lado, como siempre ha sido, la honestidad de sus integrantes, es decir, la vivencia ética de magistrados y funcionarios judiciales que les otorgue un grado de ejemplaridad en el modo de conducirse que sea percibido con claridad por la ciudadanía; por otro lado, el cumplimiento eficiente de la labor asignada concretando en sus sentencias los requerimientos de justicia que reclama el hombre común, haciendo accesible la justicia en el caso concreto. En tal sentido, hemos recordado siempre las enseñanzas de Aída Kemelmajer de Carlucci(9) cuando explica que de nada sirve toda la eficacia normativa si ella está desprovista de “honra” en el ejercicio del cargo por parte del funcionario o magistrado judicial, lo que pone de relieve la importancia de la vivencia ética como sustento de la jurisdicción, y consecuentemente, le otorga la libertad para ser independiente de cualquier tipo de influencia. VII. 2. La tutela de los derechos individuales y el “control de constitucionalidad” Los integrantes del Poder Judicial deben comprometerse con su eminente función de tutelar los derechos de los ciudadanos haciendo realidad la vigencia del Estado de Derecho y el correspondiente control de constitucionalidad como garantía de su efectiva vigencia, pues ésta es la función que emerge de la Carta Magna, y consecuentemente, no puede ser cuestionada por los otros Poderes que también derivan sus facultades de aquella. En esta línea, cabe coincidir plenamente con María Angélica Gelli(10) cuando puntualiza que: “Las diatribas contra el Poder Judicial, las denuncias o acusaciones de magistrados por el contenido de sus sentencias, el aumento de los jueces subrogantes o el cuestionamiento a la existencia misma del control de constitucionalidad por parte de las autoridades políticas –a pesar del art. 43 de la Constitución Nacional donde ese control se establece de manera expresa en materia de amparo– ponen en evidencia las dificultades que, en ocasiones, el poder político tiene para aceptar el arbitraje constitucional que en última instancia ejerce la Corte Suprema. En el caso “Rizzo”, el Tribunal lo ejerció sin atajos y con ello puso en evidencia que en la República –el bello nombre que tiene nuestro país– hay límites y que está dispuesto a señalarlos con firmeza”. En esta misma línea de pensamiento, la Asamblea General de las Naciones Unidas (11), se expresó “Reconociendo que el imperio del derecho y la adecuada administración de justicia son elementos importantes para un desarrollo económico y social sostenible y cumplen un papel central en la promoción y protección de los derechos humanos (…) que la administración de justicia, incluidos los organismos encargados de hacer cumplir la ley y del enjuiciamiento y, en particular, un poder judicial y un colegio de abogados independientes, en plena conformidad con las normas contenidas en los instrumentos internacionales de derechos humanos, son esenciales para la plena realización de los derechos humanos sin discriminación alguna y resultan indispensables para los procesos de democratización y el desarrollo sostenible” VIII. Epítome Como corolario de esta nota y para decirlo con las palabras de la Corte, “es necesario recordar que la actuación de los tres Poderes del Estad