<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>Introducción</bold> El objetivo del presente trabajo es analizar si la infracción cometida por un interno del Servicio Penitenciario cordobés, consistente en negarse a ingresar o a permanecer en un determinado pabellón sin causa justificada (tipificada en el art. 44 inc. “ff” del Anexo I del decreto provincial 343/08 y del Anexo único del decreto 344/08), constituye una reglamentación razonable de la potestad disciplinaria de la Administración en aras de mantener el orden y una adecuada convivencia y seguridad dentro del establecimiento carcelario (art. 79 de la ley 24660); o si, por el contrario, resulta ser una reglamentación lesiva del derecho constitucional de peticionar ante las autoridades (CN, art. 14). A tal fin, analizaremos la interpretación doctrinaria y jurisprudencial del derecho a peticionar ante las autoridades como, asimismo, de la infracción disciplinaria mencionada <italic>supra</italic>, todo ello considerando las implicancias que en orden a la restricción de derechos conlleva una ejecución de la pena privativa de la libertad personal, y, por analogía, una privación cautelar de la libertad personal. <bold>Principios constitucionales que rigen la ejecución de la pena</bold> (1) Es un punto común en la doctrina relativa al derecho de ejecución penal, que la etapa de ejecución de la pena se sustenta en dos pilares básicos: los principios de legalidad y de judicialización (2). Enseñan los autores Fleming y López Viñals que el principio constitucional de legalidad (CN, art. 18) debe tener plena vigencia durante la fase de ejecución de la pena, lo cual supone la existencia de una ley previa que organice y oriente esta etapa. A su vez, de “…este principio se derivan dos consecuencias fundamentales: a) la vigencia en materia de ejecución del principio de irretroactividad de la ley penal –salvo que se trate de una ley penal más benigna–; y b) la de actuar como límite a la potestad reglamentaria de la Administración, que no podrá ser ejercida, apartándose de las líneas trazadas por las normas superiores, limitando o suprimiendo derechos o facultades de las personas privadas de su libertad” (3). Tal como sostiene el jurista José Daniel Cesano (4), en el ámbito penitenciario, ante la posible afectación de las demás proyecciones sociales de la libertad (v.gr. las que no se refieren a la libertad ambulatoria), se hace indispensable construir mecanismos de protección que eviten desbordes ilegítimos, y es aquí donde cobran relevancia dos garantías esenciales: la legalidad ejecutiva (CN, art. 18) y la tutela judicial efectiva (CADH, art. 25). Está también conteste la doctrina y la jurisprudencia en sostener que la determinación de la pena consta de tres fases. En este sentido, se ha sostenido que: “La necesidad de adecuar la sanción al sujeto, al hecho, a sus modalidades y circunstancias –individualización de la pena– se cumple en tres estados diferentes: a) el referido a adecuar la pena al delito se efectúa por la ley, fase legislativa; b) cuando se realiza por el juez se llama judicial; c) cuando se hace concretamente sobre el sujeto dentro del establecimiento carcelario, se denomina <italic>individualización administrativa” </italic>(5). El TSJ de Córdoba efectuó también esta distinción en tres etapas del proceso de determinación de la pena: “La primera es la de la<italic> individualización legislativa, </italic>en la que el legislador establece genéricamente las respuestas punitivas que corresponden para las distintas clases de delitos de acuerdo. (…) teniendo en cuenta especialmente la magnitud del bien jurídico afectado, las características generales del modo de ataque al mismo contemplado por la figura, y otras consideraciones de política criminal que se estimen necesarias, en el marco del principio de legalidad al que se refiere expresamente el art. 18, CN. La segunda etapa es la de la <italic>individualización judicial, </italic>en la que ya no es el legislador sino un Tribunal al condenar a un sujeto por un delito, quien debe proceder a su determinación dentro del marco que le fija el legislador teniendo en cuenta, fundamentalmente, los criterios de individualización judicial contemplados por los arts. 40 y 41 del CP que a esos efectos tienen en cuenta tanto las características objetivas concretas del hecho como aspectos que hacen a la culpabilidad y peligrosidad del autor. Recién entonces es posible la tercera etapa, de <italic>individualización administrativa</italic> de la pena, que se orienta a regular la ejecución de esa pena impuesta. En el caso de las penas privativas de la libertad, dentro del marco de la Ley de Ejecución Penitenciaria N° 24660. Siendo ello así, se advierte que el planteo del recurrente mezcla dichas etapas buscando introducir en la de individualización judicial, criterios relativos a la etapa de ejecución, que en cuanto tales, sólo pueden operar en el marco que les procure una previa individualización judicial. Al margen de que para practicar tal individualización judicial, los arts. 40 y 41 del CP también requieran la inclusión de consideraciones preventivo- especiales como las mencionadas en la citada disposición de jerarquía constitucional. De modo que el proceder del tribunal de mérito en el fallo atacado, en absoluto contraría lo dispuesto por el citado art. 5.6 de la CADDHH. Mucho menos cuando la referencia a fines resocializadores de dicha disposición, en absoluto significa negar otros fines que las penas pueden cumplir en las otras etapas, ni mucho menos” (6). Incluso compartimos la idea expuesta por calificada doctrina según la cual “la determinación de la pena –ya sea en su aspecto cualitativo como cuantitativo– queda, en definitiva, en manos de la Administración, que cumple esta función con una gran cuota de arbitrariedad (7)”. <bold>Análisis del principio de legalidad ejecutiva</bold> El principio de legalidad ejecutiva –esto es, el principio de legalidad en relación con la ejecución de la pena (CN, arts. 18 y 19)– nos informa que la condición de condenado a una pena privativa de la libertad personal de efectivo cumplimiento importa sólo la pérdida de aquellos derechos que sean estrictamente necesarios para la ejecución de la pena (8). En este sentido se ha pronunciado no sólo la doctrina argentina, sino también la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN), quien en el caso “Dessy” (9) sostuvo que, en virtud del principio de dignidad humana [principio que, agregamos, tiene recepción constitucional pues está previsto en los arts. 1º de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH (10)) y 5.2 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH (11)), ambos tratados internacionales que gozan de jerarquía constitucional a tenor de lo previsto en el art. 75 inc. 22º CN], el ingreso a una prisión no despoja al hombre de la protección que le dispensa la Constitución Nacional (CN) y las leyes que en su consecuencia se dicten. En suma, compartimos la idea de que “La plena vigencia del principio de legalidad en la etapa de ejecución es todavía una deuda pendiente en nuestro sistema penal” (12). Parte de la jurisprudencia cordobesa se hizo eco de esas palabras advirtiendo que se produce “un debilitamiento o minoración de los derechos de los ciudadanos, o de los sistemas institucionalmente previstos para su garantía, como consecuencia de una relación cualificada con los poderes públicos” (13). El Superior Tribunal Constitucional Español tiene dicho que “los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al derecho administrativo sancionador, dado que ambos son manifestaciones del ordenamiento punitivo del Estado… y por ello… los principios esenciales reflejados… en la Constitución como los derechos de defensa, a la presunción de inocencia y a la actividad probatoria…adquieren especial relevancia en las sanciones disciplinarias impuestas a internos penitenciarios, porque es claro que la sujeción especial de un interno en un establecimiento penitenciario no puede implicar la eliminación de sus derechos fundamentales (14)”. En el mismo sentido, la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos señaló que aunque determinados derechos de los condenados pueden ser disminuidos por las exigencias del encierro, al prisionero no se lo despoja de la protección constitucional por cuanto “no hay una cortina de hierro trazada entre la Constitución y las prisiones de este país”. Por ello rechazó la aserción de la autoridad penitenciaria representada por el Estado de que las sanciones disciplinarias impuestas dentro de la cárcel no contaban con la protección de la cláusula constitucional del debido proceso y de otros derechos del mismo rango. Agregó que si bien la misma naturaleza del “debido proceso” niega cualquier concepto de procedimiento inflexible universalmente aplicable a cada situación imaginable, en el caso debía buscarse un adecuado equilibrio entre los derechos del prisionero y las necesidades y exigencias de seguridad. Consideró que el interno tenía derecho a que antes de que se le impusiera una sanción disciplinaria, fuera informado por escrito de los cargos que se le imputan, en qué pruebas se sustentaba y a realizar su descargo, y a que cualquier medida de prueba que éste propusiese y no fuera aceptada, debía fundarse en su impertinencia, falta de necesidad o los riesgos que presentaba en el caso concreto (15). Nuestro TSJ de Córdoba ha sostenido que “…la revisión judicial de las sanciones disciplinarias resueltas por la administración penitenciaria tanto en la ejecución de la pena privativa de la libertad cuanto en el cumplimiento del encarcelamiento cautelar, debe alcanzar los estándares logrados en el ámbito de la revisión judicial para las sanciones administrativas. Es decir, la observancia de las garantías procedimentales, la revisión judicial plena de las porciones regladas de la potestad sancionatoria (verificación del hecho, encuadramiento legal y aquí se suma la valoración de la gravedad de la infracción ya que esta tasación de sanciones leves, medias y graves está reglada) y la salvaguarda del principio de proporcionalidad en la elección y monto de la sanción (16)”. <bold>El derecho constitucional de peticionar ante las autoridades</bold> En este marco, resulta claro que la persona condenada goza del derecho fundamental de peticionar ante las autoridades previsto en los arts. 14, CN; 19 inc. 9º, Const. Cba.; 21 del Anexo único al dec. pcial. 343/08, y 74 y 75 del Anexo II del dec. 344/08; puesto que entendemos que no se trata de un derecho que sea necesario suprimir o restringir en orden a la ejecución de la pena. Más aún, dado que la persona privada de su libertad se encuentra en una especial situación de vulnerabilidad (17) y a entera disposición del Estado, tal derecho debe ser garantizado incluso con mayor vigor. El derecho de peticionar a las autoridades ha sido definido, en general, como el derecho de todos los habitantes para dirigirse en forma individual o colectiva a los poderes públicos, ya sea para formular pedidos concretos o para dar a conocer sus puntos de vista sobre cuestiones de interés público (18). Se trata, en efecto, de un derecho subjetivo público, el que puede ser clasificado a su vez como derecho de libertad civil o como derecho de prestación (19). Así, el derecho a peticionar a las autoridades como derecho de libertad civil importa un ámbito de libertad en el cual la persona puede hacer requerimientos, teniendo el Estado, por su parte, únicamente el deber de no interferir en ese espacio. En cambio, el derecho a peticionar a las autoridades como derecho de prestación consiste en el derecho de las personas a exigir del Estado una determinada prestación de dar o de hacer. Consideramos que la persona privada de su libertad, sea en cumplimiento de una pena o en virtud de una medida cautelar, goza del derecho a requerir a los empleados penitenciarios el no permanecer o no ingresar en un determinado pabellón. En efecto, entendemos que constituye un claro ejercicio del derecho subjetivo público de peticionar a las autoridades, que debe ser entendido exclusivamente como derecho de libertad civil. Esto es así, en cuanto se trata de un requerimiento dirigido a una autoridad pública con competencia para disponer sobre esta materia, que no implica necesariamente el derecho a obtener de ella una determinada prestación (20). <bold>Inconstitucionalidad de la sanción disciplinaria en cuestión</bold> No desconocemos que sería materialmente imposible para las autoridades penitenciarias ubicar al interno donde éste eligiera, además de que, en materia de alojamiento, existen criterios que imponen una cierta clasificación de los lugares (v.gr. pabellones de máxima seguridad, de acusados de delitos sexuales, etc.) cuya razonabilidad no será aquí discutida. No obstante, el argumento relativo a que la simple expresión verbal del interno de no querer alojarse en determinado pabellón sin alegar causa alguna en forma expresa constituye una infracción, no resulta, como veremos seguidamente, conceptualmente satisfactorio. Veamos. Si partimos, como dijimos antes, de una concepción limitada del derecho a peticionar a las autoridades penitenciarias –en el sentido de que tan sólo goza el interno del derecho a peticionar, mas no de obtener una prestación satisfactoria por parte de la administración penitenciaria– veremos que la infracción es siempre irrazonable. Es que si el interno, en ejercicio de su derecho constitucional de peticionar ante las autoridades, expresa su disconformidad con el ingreso o permanencia en un determinado pabellón, sin manifestar con precisión cuál es el motivo por el cual no desea hacerlo –lo que, luego veremos, suele hacerlo por razones prudenciales–, ello, como vimos, no implica necesariamente (o conceptualmente) que la administración penitenciaria deba alojarlo donde él desee, ya que se trata de un derecho de peticionar entendido en sentido estricto. Si así son las cosas y si, no obstante, los decretos provinciales aludidos tipifican como una infracción disciplinaria el no querer ingresar o permanecer alojado en determinado pabellón sin expresar una causa justificada, entonces esta sanción luce injustificada si es que el argumento por el cual se justifica la sanción es al que suele aludir la jurisprudencia local: esto es, que de ese modo se logra mantener el orden, la adecuada convivencia y la seguridad del establecimiento carcelario (argumento que se sustenta como vimos en el art. 79 de la ley 24660). Para que quede claro: la mera petición del interno (que goza de rango constitucional) no es idónea para afectar el orden ni la adecuada convivencia ni la seguridad del establecimiento carcelario en donde se encuentra. Todo esto sí se vería alterado, según los casos, si efectivamente la administración penitenciaria estuviera obligada a alojar al interno en donde él desee. Sin embargo, según decimos, la petición como derecho del interno se limita a su faz de libertad civil, mas no de un derecho a obtener una contraprestación. De esta manera, si en la tipificación abstracta de las infracciones que conllevan consecuencias que agravan en alta medida la pena impuesta por el Estado, deben considerarse siempre razones que –a tenor del art. 28, CN, y de la interpretación constante que de él ha hecho la CSJN– deben ser proporcionales y necesarias respecto a la ordenada convivencia y seguridad del establecimiento (art. 79, ley 24660), no cabe más que concluir que la infracción prevista en el artículo mencionado de los decretos provinciales que regulan las infracciones de los internos procesados y condenados luce irrazonable. Ello así, por cuanto la mera petición del interno no implica o no es idónea para afectar los valores que privilegia la norma del art. 79 de la ley 24660, puesto que el servicio penitenciario puede simplemente no proveer positivamente a esa petición cuando tiene razones valederas para ello. Por otra parte, cabe además tener en cuenta que la petición del interno de no permanecer alojado o no ingresar en determinado pabellón asignado puede precisamente favorecer la adecuada convivencia o seguridad del establecimiento, conjetura ésta totalmente soslayada por los decretos provinciales y por la jurisprudencia local. <bold>Un problema de etiología procesal</bold> Tal como anticipamos, los internos, normalmente por razones prudenciales, deciden no expresar con precisión cuál es el motivo por el cual no desean ingresar o permanecer alojados en el establecimiento carcelario en cuestión; el hacerlo puede acarrearles un elevado costo que no desean ni deben soportar, relativo a la propia convivencia, puesto que implicaría lisa y llanamente obligarlo a que manifieste que no desea alojarse en determinado pabellón designado porque tiene problemas de diversa índole con determinados internos. Dichos problemas, desde luego y como es de público y notorio, pueden ser desde una simple mala convivencia hasta problemas mucho más graves que involucren su integridad psicofísica. Es cierto que, según la forma en que está estructurado este enunciado legal de los decretos provinciales aludidos, la punición es procedente únicamente cuando el interno no alega una causa o una determinada justificación. Pues bien, a diferencia de los tipos comunes, aquí el precepto reconoce y anuncia que la posible concurrencia de una causa de justificación genérica excluyente del tipo prohibitivo no es excepcional (21). Pero no puede obviarse que, en la práctica, la alegación de una causa por parte del interno (tal como un problema de convivencia que hasta incluso puede redundar en un temor por su integridad física) no es suficiente en la amplia mayoría de los casos para impedir la aplicación de esta disposición reglamentaria, ya que es harto común que cuando los empleados penitenciarios no la detectan o no la comprueban a través de investigaciones sumarias no mayormente explicitadas, apliquen sin más la sanción allí prevista (además de que se trata de causales o justificaciones que son siempre de muy difícil comprobación, dada la costumbre carcelaria de no delatar o de no perjudicar a compañeros por temor a posibles represalias). Es verdad que esta situación no constituye, en rigor, un problema de tipificación abstracta de la norma sino, antes bien, probatorio y, por eso, de etiología procesal, no debiendo en estos casos aplicarse al interno la sanción por aplicación de la regla procesal que dispone que la duda acerca de la existencia de la causal lo favorece (art. 93, ley 24660). Pero también lo es que esta práctica se genera a partir de la existencia de una norma de las características que aquí impugnamos, que permite, tal como enseguida demostraremos, que el Estado no cumpla adecuadamente con el rol de garante que le es impuesto por normas de rango constitucional. <bold>La conexión conceptual con el principio de autonomía y de intimidad</bold> El problema que parece pasar inadvertido es mucho más grave en términos constitucionales. ¿Puede el Estado exigirle a un ser humano, en este caso un interno, que exprese sus pensamientos bajo pena de sanción? ¿No implica ello, acaso, violentar la garantía de la intimidad prevista en el art. 18, CN, o la de la privacidad prevista en el art. 19 ,CN? Ante todo, cabe decir que a pesar de que la jurisprudencia y la doctrina argentina muchas veces hayan confundido intimidad con privacidad, lo cierto es que se trata de ideas distintas que, como vimos, gozan de protección constitucional en diferentes artículos. El reconocido filósofo argentino Garzón Valdés (22) distingue los dos conceptos de la siguiente manera: En primer lugar define a la <italic>intimidad </italic>como el ámbito de los pensamientos, de la formación de decisiones. También incluye en dicho ámbito aquellas acciones cuya realización no requiere la intervención de terceros y que tampoco los afecta: acciones autocentradas o de tipo fisiológico en las que la presencia de terceros no sólo es innecesaria sino desagradable. Considera que en este ámbito el individuo ejerce plenamente su autonomía personal por cuanto es soberano, decidiendo libremente cómo se comportará socialmente, tanto en lo privado como en lo público, que sí son el objeto propiamente dicho de la moral. Toda intervención en la intimidad de una persona afecta su autonomía y, por lo tanto, su dignidad como ser humano, lo que no ocurre con la<italic> privacidad. </italic>Ésta, en cambio, es definida como el ámbito donde gobiernan (casi) exclusivamente los deseos y preferencias individuales. Es condición necesaria del ejercicio de la libertad individual. A diferencia de la intimidad, la privacidad sí puede ser objeto de limitaciones que dependerán del contexto cultural y social. La privacidad –dice – requiere necesariamente la presencia de, por lo menos, dos actores. En el ámbito de lo privado, la discreción es sustituida por reglas de comportamiento muchas de ellas válidas sólo dentro del ámbito privado, pero cuya calidad moral no depende de la capacidad de imposición por parte del legislador privado ni del consenso de sus destinatarios. Alude el autor a las actividades sexuales como un caso típico del ejercicio de comportamientos propios de la esfera privada. Sin embargo, sostiene que existe una ampliación de la esfera pública con miras a salvaguardar dos principios que harían posible una supervivencia aceptable en condiciones de libertad e igualdad: la prohibición del daño a terceros (como en el caso de la violación dentro del matrimonio) y la obligación de contribuir a la creación de bienes públicos (como en el caso de las cargas fiscales y de la educación de las nuevas generaciones). El moderno derecho constitucional –dijo– establece restricciones a la decisión mayoritaria en buena medida con el fin de proteger la esfera de las decisiones individuales no sólo en el ámbito público sino también privado. Así las cosas, está claro –creemos– que tipificar como sanción disciplinaria la no expresión de un pensamiento (v.gr. el porqué no desea el interno alojarse o permanecer alojado en determinado pabellón designado) es inconstitucional por violentar la intimidad, protegida por el art. 18, CN. <bold>El Estado como garante de la integridad de los internos</bold> Adviértase que frente a las personas privadas de su libertad, el Estado debe asumir una posición especial de garante, debiendo por eso no sólo respetar sino garantizar la vida e integridad personal de los individuos que se hallan en tal situación, asegurándoles para ello condiciones mínimas que sean compatibles con la dignidad inherente de cada ser humano (23). El fundamento material de la posición de garante que debe asumir el Estado en el ámbito carcelario puede establecerse a partir de la existencia de conexiones positivas entre ámbitos vitales. En primer lugar, esta conexión se produce toda vez que la persona alojada en un establecimiento carcelario se encuentra a entera disposición del Estado y su vida allí es regulada prácticamente en su totalidad por las autoridades públicas, no teniendo el interno, incluso, la alternativa de no conformar esa institución. Por tanto, dicha conexión entre ambas esferas de organización (la del individuo y la del Estado, representado por las autoridades penitenciarias apostadas en los establecimientos carcelarios), importa que esas últimas tengan no sólo el deber (negativo) de no lesionar las esferas jurídicas de quienes se encuentran a su disposición, sino que tienen el deber (positivo) de proporcionar ayuda a esas personas (24). En otros términos, en cuanto las personas alojadas en un establecimiento carcelario no cuentan con la posibilidad de proveerse sus propias condiciones de vida, fundamentalmente en razón de la limitación en la libertad ambulatoria que padecen, se encuentran por eso en una especial situación de vulnerabilidad, detentando el Estado, por su parte, el monopolio de un determinado rol social (esto es: es el único encargado de asegurar las condiciones dignas de detención). En efecto, en tales casos, el Estado es garante tanto por la cercanía de las autoridades penitenciarias con las fuentes de peligro sobre las que tiene autoridad, como por la relación que tiene con los titulares de los bienes jurídicos que debe proteger, teniendo, entonces, ante un determinado reclamo en orden a la convivencia o a la integridad psicofísica de las personas a su disposición, un deber de hacer o de prestación. <bold>Jurisprudencia de la Corte IDH sobre la posición de garante del Estado</bold> En el mismo sentido que propugna la doctrina que citamos <italic>supra </italic>y que compartimos plenamente, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha señalado que: “El derecho a la integridad personal es de tal importancia que la Convención Americana lo protege particularmente al establecer, <italic>inter alia</italic>, la prohibición de tortura, los tratos crueles, inhumanos y degradantes y la imposibilidad de suspenderlo durante estados de emergencia. El derecho a la vida y el derecho a la integridad personal no sólo implican que el Estado debe respetarlos (obligación negativa), sino que, además, requiere que el Estado adopte todas las medidas apropiadas para garantizarlos (obligación positiva), en cumplimiento de su deber general establecido en el artículo 1.1 de la Convención Americana” (25). Resulta claro, entonces, que el rol de garante que debe cumplir el Estado debe establecerse a partir del sistema normativo constitucional recién detallado, estándole dirigidas en la actualidad una serie de expectativas que se encuentran institucionalizadas en normas de máxima jerarquía. En efecto, distintos tribunales nacionales e internacionales aluden expresamente a la existencia de una relación e interacción especial de sujeción entre el Estado y el individuo, no ya para definir una relación de subordinación de los derechos del interno no afectados por la condena, a la discrecionalidad de la administración penitenciaria, sino para recordar que los internos son titulares de esos derechos y que la administración tiene la obligación de satisfacerlos permitiendo su ejercicio (26). Concretamente, la Corte IDH ha sostenido que “Frente a las personas privadas de libertad, el Estado se encuentra en una posición especial de garante, toda vez que las autoridades penitenciarias ejercen un fuerte control o dominio sobre las personas que se encuentran sujetas a su custodia. De este modo, se produce una relación e interacción especial de sujeción entre la persona privada de libertad y el Estado, caracterizada por la particular intensidad con que el Estado puede regular sus derechos y obligaciones, y por las circunstancias propias del encierro, en donde al recluso se le impide satisfacer por cuenta propia una serie de necesidades básicas que son esenciales para el desarrollo de una vida digna… Ante esta relación e interacción especial de sujeción entre el interno y el Estado, este último debe asumir una serie de responsabilidades particulares y tomar diversas iniciativas especiales para garantizar a los reclusos las condiciones necesarias para desarrollar una vida digna y contribuir al goce efectivo de aquellos derechos que bajo ninguna circunstancia pueden restringirse o de aquellos cuya restricción no deriva necesariamente de la privación de la libertad y que, por tanto, no es permisible. De no ser así, ello implicaría que la privación de libertad despoja a la persona de su titularidad respecto de todos los derechos humanos, lo que no es posible aceptar” (27). Insistimos en la jurisprudencia de la Corte IDH, pues en el considerando 20º del caso Mazzeo (28), sostuvo nuestra CSJN que la interpretación de la CADH debía guiarse por la jurisprudencia de la Corte IDH a los efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema interamericano de DDHH. De esta manera, si frente al anoticiamiento de un hecho que puede agravar de cualquier forma la pena impuesta por el Estado, las autoridades penitenciarias ante la no verificación de las causas alegadas por los internos, pueden, no obstante, sancionarlos por hacer ese tipo de peticiones, pues entonces no cabe sino concluir que las autoridades públicas de esa forma están defraudando el rol normativa y jurisprudencialmente impuesto a nivel constitucional y convencional, pudiendo así comprometer la responsabilidad del Estado argentino en la órbita internacional. <bold>Conclusiones</bold> En suma, debe promoverse que el Estado cumpla adecuadamente con su rol de garante y, en consecuencia, una disposición reglamentaria como la aquí cuestionada permite, contrariamente, que las autoridades públicas se sustraigan a los deberes que derivan de esa posición. Esto es así, toda vez que la atribución al Estado de esa específica potestad sancionadora implica que los alojados en establecimientos carcelarios puedan verse disuadidos en dar a conocer sus problemas de convivencia (muy frecuentes según máximas elementales de la experiencia) por temor a ser sancionados si las causales por ellos alegadas no son luego comprobadas, justamente, por quienes tienen el deber de responder a sus pedidos. Es entonces fácil advertir que para las autoridades carcelarias no es nada difícil sustraerse al deber de proveer a lo peticionado por el interno cuando alega una causa de justificación, puesto que basta con que investiguen esa causal de modo insuficiente y apliquen luego la sanción, disuadiendo así al interno de hacer nuevamente ese tipo de peticiones y, con ello, evitar el cumplimiento de sus obligaciones constitucionales. En definitiva, la disposición reglamentaria analizada en este trabajo es inconstitucional por restringir de manera desproporcionada el derecho constitucional de peticionar a las autoridades (CN, art. 14, entendido en sentido estricto como libertad civil), el que no puede considerarse de ningún modo afectado por la condena. Igualmente, como vimos, afecta el derecho constitucional a la intimidad (CN, art. 18). Además, la forma en que ella es aplicada en la práctica da lugar ae que el Estado no cumpla acabadamente con su rol de garante de las personas privadas de la libertad, impuesto por las convenciones de derechos humanos analizadas. <bold>Bibliografía Doctrina</bold> • Balcarce, Fabián, Derecho Penal-Parte Especial, Tomo I, Ed. Lerner, Córdoba, 2009. • Cesano, José Daniel, “Legalidad y control jurisdiccional. Construcción de garantías para lograr un trato humano en prisión. Reflexiones a partir de la realidad carcelaria argentina”. 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