<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>El artículo 35 de la ley Nº 11683, texto vigente según ley Nº 26044/05, dispone que la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) tendrá amplios poderes para verificar en cualquier momento –inclusive respecto de períodos fiscales en curso–, por intermedio de sus funcionarios y empleados, el cumplimiento que los obligados o responsables den a las leyes, reglamentos, resoluciones e instrucciones administrativas, fiscalizando la situación de cualquier presunto responsable. En el desempeño de esa función, el organismo podrá, entre otras cosas, mediante orden de juez administrativo, autorizar a sus funcionarios para que actúen en el ejercicio de sus facultades como compradores de bienes o locatarios de obras o servicios y constaten el cumplimiento, por parte de los vendedores o locadores, de la obligación de emitir y entregar facturas y comprobantes equivalentes con los que documenten las respectivas operaciones, en los términos y con las formalidades que exige la AFIP. La orden del juez administrativo deberá estar fundada en los antecedentes fiscales que respecto de los vendedores y locadores obren en el órgano de control. Una vez que los funcionarios habilitados se identifiquen como tales ante el contribuyente o responsable, de no haber sido consumidos los bienes o servicios adquiridos, se procederá a anular la operación y, en su caso, la factura o documento emitido. De no ser posible la eliminación de dichos comprobantes, se emitirá la pertinente nota de crédito. La constatación que efectúen los funcionarios deberá revestir las formalidades previstas en el segundo párrafo del inciso c) precedente y en el artículo 41 y, en su caso, servirán de base para la aplicación de las sanciones previstas en el artículo 40 y, de corresponder, lo estipulado en el inciso anterior. Los funcionarios, en el ejercicio de las funciones previstas en este inciso, estarán relevados del deber previsto en el artículo 10. El “agente encubierto” No escapa a nadie que, para combatir la evasión tributaria, la capacidad normativa del organismo de recaudación nacional se ha expandido notablemente durante los últimos tiempos: a las profundas reformas introducidas al régimen de la ley 11683, de Procedimientos Tributarios, y a la ley 24769, Penal Tributaria y Previsional, se sumó en el año 2005, entre otras variantes, la creación del agente encubierto. De acuerdo con el inciso agregado al art. 35 de la ley 11683, la prueba de cargo consiste, de manera principal, en el testimonio del agente encubierto. Hemos expresado en reiteradas ocasiones que, no obstante reconocer la necesidad de combatir la evasión, esta peculiaridad de práctica legislativa nos inquieta profundamente, por cuanto permite que el contribuyente pueda ser acusado y sentenciado exclusivamente sobre la base de la declaración, no corroborada en cuanto a sus hechos esenciales, del agente encubierto. Estimamos que –por lo menos– se debería exigir la firma de dos testigos independientes para transparentar el procedimiento y pacificarlo con las disposiciones respectivas contenidas, de modo esencial, en el art. 138 del Código Procesal Penal de la Nación. El agente encubierto, de cuya existencia el común de la gente tomó conocimiento a partir del promocionado caso “Cóppola”, no es una creación del derecho tributario. Este modo de pesquisa fue utilizado en nuestro país durante el proceso militar y también, en fecha más próxima, con el loable argumento de esclarecer el atentado a la Amia. El profesor Francesco Carrara se ocupó del tema en el año 1859, cuando desarrolló el problema del “concurso de voluntad sin concurso de acción”. Consideradas bien las cosas, aun el delito de quien instiga a otro a delinquir sin tomar parte en la acción tiene su fuerza física especial, a la que representa el acto externo con el cual el instigador se enseñorea de la voluntad ajena y la impulsa al delito. Es necesario que este momento físico exista, sea mediante la palabra, sea por medio de un escrito, sea bajo la forma de orden, de consejo o amenaza, y siempre es necesario que haya intervenido, porque sin un acto externo es imposible la comunicación de dos voluntades, instrumento indispensable para el impulso que se presupone que la voluntad del instigador dio a la determinación criminosa del autor: tal impulso es la única base de la responsabilidad de aquél en el delito ejecutado por éste. Según las variaciones de tales formas, varía el modo de ser de la participación moral, y de ahí surgen cinco figuras distintas de complicidad, a saber: 1°) el mandato; 2°) la orden; 3°) la coacción; 4°) el consejo; 5°) la sociedad para delinquir. Estas distintas formas de participación moral pueden ser unificadas por el legislador como quiera, y contentarse con la palabra 'instigación' para comprenderlas a todas. Pero la instigación es un género que comprende diversas especies, separadas entre sí por características muy sobresalientes, y la ciencia necesita estudiar estas especies particulares, dándoles, ante todo, nombres distintos. <italic>“Es satánico el papel de quien induce a Ticio a cometer un delito para denunciarlo y arruinarlo. Y es, además, infamia execrable, cuando ese papel lo representan agentes gubernativos por fines políticos. ¡Y con todo y eso...!” </italic>(F. Carrara, Programa de derecho criminal. Parte General, Ed. Temis, Bogotá, 1996, traducción de Ortega Torres y Guerrero, to. I, pp. 295, 296, 297 y 298). Es muy visible, entonces, el desprecio del llorado maestro por este problemático tema. <bold>Antecedentes del “agente encubierto” en otras ramas del derecho penal </bold> Al comprobar que algunos delitos sólo son susceptibles de ser descubiertos y probados si los órganos encargados de su prevención logran ser admitidos en el círculo de la intimidad en el que ellos tienen lugar, algunos sistemas legales permiten al juez designar, por resolución fundada, a agentes de las fuerzas de seguridad en actividad para que se introduzcan en forma encubierta como integrantes de organizaciones delictivas, a fin de obtener información sobre sus integrantes, funcionamiento, financiación, etc. La regla es el mantenimiento del estricto secreto de la actuación del agente encubierto, y la excepción queda sustentada en el carácter absolutamente imprescindible de su aporte en calidad de testigo. En rigor, la figura del agente encubierto constituye uno de los medios a los que han recurrido numerosos Estados nacionales para enfrentar la lucha contra el crimen organizado, en especial, en el combate del narcotráfico y como estrategia para prevenir la comisión de los otros delitos, tales como el terrorismo internacional. No obstante, es útil conocer que el empleo de esta técnica es muy antiguo y se remonta, incluso, a las monarquías absolutas europeas, donde la autocracia era la regla. Por estos tiempos, son muchos los países que la reconocen en su legislación: Francia, Alemania, Estados Unidos de América, Italia, España, Bolivia, Chile, etc. En todos ellos se ha presentado el problema de determinar cuáles son los límites que tiene el Estado frente a los derechos individuales. Esto es lo que nos espera, sin duda alguna. En el ámbito nacional, la ley 24424 (BO, 9/1/1995) modificó la ley 23737, sobre tráfico y comercio de drogas, al incorporar a su texto la figura del agente encubierto, el informante, el arrepentido y la entrega vigilada para los delitos previstos en la ley 23737 y el art. 866 del Código Aduanero. Verdaderamente, esta legislación especial es bastante escueta y no cuesta mucho encontrar en la doctrina quienes la critiquen fundadamente. Por ejemplo, una de las objeciones que se difunden desde los especialistas señala que la norma se limita a consignar cuáles son los delitos que permiten su actuación y al establecimiento de una cláusula de subsidiariedad (reza el art. 31 bis, ley 23737, que sólo habilita el empleo de agentes encubiertos “si las finalidades de la investigación no pudieran ser logradas de otro modo”). También se explica que la exigencia de un efectivo o presunto comienzo de ejecución del hecho delictivo, como condición para la actuación de un agente encubierto, no surge con toda claridad de la norma penal, pues la ley sólo especifica que si “durante el curso de una investigación y a los efectos de comprobar la comisión de algún delito previsto en esta ley o en el art. 886 del Código Aduanero, de impedir su consumación, de lograr la individualización o detención de los autores, partícipes o encubridores, o para obtener y asegurar los medios de prueba necesarios”. En esta orientación, si bien los dos últimos supuestos requieren del mentado “comienzo de ejecución” del delito, la expresión “a los efectos de comprobar la comisión de algún delito” es tan ambigua que permite diversas interpretaciones; entre ellas, a simple modo de ejemplo, podría llegar a permitirse la intervención del agente encubierto totalmente desvinculada de una sospecha concreta de comisión del hecho criminal, esto es, con carácter eminentemente preventivo; aunque el siguiente supuesto en que se habilita la utilización de agentes encubiertos (“a los efectos (...) de impedir su consumación”) debe, a su vez, ser interpretado en forma restrictiva. Es claro que también “impide la consumación” quien, interviniendo durante la etapa previa al comienzo de ejecución del hecho (actos preparatorios), frustra la realización del plan del autor. Pese a todos los interrogantes que surgen de la legislación recordada, es indudable que sólo un juez (“judicial”, no “administrativo”) podía, al menos hasta la reforma, llegar a autorizar la intervención de un agente encubierto y que, además, este evento debía sine qua non producirse en el marco de un proceso penal en curso, en que el magistrado debe evaluar la proporcionalidad entre la magnitud de la injerencia estatal y la gravedad del delito a investigar. En cuanto a las actividades permitidas al agente encubierto, siempre refiriéndonos al ámbito de la ley 23737, ésta se limita a señalar que los integrantes de las fuerzas de seguridad se encuentran facultados para introducirse “en organizaciones delictivas que tengan entre sus fines la comisión de los delitos previstos en esta ley o en el art. 866 del Código Aduanero”, y para participar “en la realización de alguno de los hechos” descritos en ambas leyes. Fuera de todo ello, no existe ningún tipo de regulación acerca de las acciones que el agente encubierto puede llevar a cabo: esto pone en evidencia que la problemática en torno a la protección constitucional del domicilio –que seguramente será uno de los temas centrales en el ámbito tributario– no es desconocida dentro de la esfera de custodia y prevención de otra clase de delitos. Pese a ello, nos anticipamos, no hay ningún motivo para colegir que no resultan aplicables en esta materia todas las previsiones específicas del Código Procesal Penal de la Nación (arts. 224 y ss.). Debemos asimismo subrayar que la legislación nacional consagra una excusa absolutoria muy generosa mediante la cual el agente encubierto puede sacrificar gran variedad de bienes jurídicos durante su actuación, si se ve “compelido a incurrir en un delito”, con la única limitación de que el delito en sí “no implique poner en peligro cierto la vida o la integridad física de una persona o la imposición de un grave sufrimiento físico o moral a otro”. La Corte Suprema de Justicia de la Nación no se ha pronunciado en casos donde se ventilara el problema, luego de entrada en vigor la ley 24424, pero resulta imperativo recordar que el Alto Tribunal, en general, convalidó este método de investigación aunque con ciertas limitaciones. La jurisprudencia que más interesa al tema analizado tiene que ver con la reconocida imposibilidad, incluso de naturaleza moral, que posee el Estado para provocar que se intenten o consumen los delitos. La verdad es que en esta materia la Corte Suprema de Justicia nacional no construyó muchas elaboraciones propias, sino que directamente recurrió a la doctrina de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, donde por lo general se consagró que era exigencia cardinal la predisposición del imputado a delinquir, como forma de responsabilizarlo por un delito provocado por el mismo gobierno (causa “Jacobson v. US”, del año 1992). Más recientemente, la Corte Europea de Derechos Humanos enfatizó que “el interés público no justifica el empleo de elementos producidos a consecuencia de una provocación policial” (autos “Teixeira de Castro v. Portugal”, con sentencia del 9 de junio de 1998). Si se continúa en la búsqueda de antecedentes jurisdiccionales en otros estratos de la Justicia nacional – donde seguramente deberán ventilarse los conflictos tributarios relativos al tema, y siempre destacada nuestra generalidad conceptual –, se observa que las diferentes salas de las Cámaras Nacionales de Casación Penal básicamente reproducen la doctrina consagrada por la Corte Suprema de Justicia en una difundida causa caratulada “Fiscal c. Víctor Hugo Fernández”, resuelta el 11 de diciembre de 1990 (Fallos 313–1305), con alguna excepción donde puntualmente se enfatizó acerca del carácter subsidiario de la figura que conduce a la necesidad de justificar la imposibilidad de lograr el éxito de la investigación por otros medios(1). Por su parte, la Cámara en lo Penal Económico ratificó la validez de la actuación de los agentes encubiertos en la instrucción de causas, al confirmar el procesamiento de dos imputados por contrabando de drogas(2), poniendo también el acento en que el agente encubierto no habría actuado como agente provocador del delito investigado. <bold>El agente encubierto tributario</bold> A la luz de la reforma del año 2005, el agente encubierto tributario es un funcionario de la AFIP (DGI) que, acompañado de otro similar, se ocupa de investigar y constatar, mediante identidad funcional oculta, la presunta infracción de la normativa vigente en materia de facturación de operaciones, tradicionalmente regulada en el art. 40 de la ley 11683, aunque también pasible de otras consecuencias represivas más severas (multas del 50 al 100%, en el supuesto de omisión culposa y de 2 a 10 veces, en el caso de dolo específico, más penas privativas de la libertad de hasta 10 años). Para poder concretar esta especie de incursión secreta y directa en la esfera íntima del contribuyente bajo sospecha, es necesario que se les haya atribuido previamente esta labor por parte de un juez administrativo. Ergo, sus funciones son por un período limitado de tiempo y para la verificación de un contribuyente predeterminado, debiendo excluirse de plano las constataciones que se produzcan como consecuencia de situaciones ocasionales. Es nítido, según nuestra interpretación, que en cada uno de los supuestos que prevé la ley se requieren autorizaciones individuales. Como derivación yuxtapuesta de ello, trasciende la categórica imposibilidad de pretender valorar la información y la prueba recogida mediante la utilización no amparada de estas prácticas, muy especialmente cuando se persiga sancionar sin procedimiento administrativo anterior a un circunstancial infractor. La prohibición de valoración de los conocimientos y de la prueba adquirida por una actividad irregular deriva no sólo del principio de reserva de ley, sino también de la motivación indispensable del acto administrativo, instituida en la ley 19549, de Procedimientos Administrativos nacional. Otra exigencia que estimamos necesaria es que los funcionarios que realicen la mencionada actividad sean empleados de la planta permanente del organismo recaudador, pues no resulta aconsejable delegar funciones tan superlativas a personal contratado que, no poco usualmente, carece de la experiencia requerida. Por cierto, lo así manifestado es más una expresión de deseos que una consecuencia del marco legal, pues éste nada indica al respecto. Al contrario, un número significativo de procedimientos incoados en el período 2005/2010 delata que en su mayoría las actuaciones son materializadas por personal temporario. <bold>Agente encubierto y debido proceso</bold> Nos parece de singular importancia, en este orden de ideas, la pugna con los principios más elementales que se deben respetar en esta materia cuando se prevé que serán los mismos agentes encubiertos, actuando como fedatarios, quienes se constituirán en testigos de los presuntos incumplimientos. Basta recordar que la gran mayoría de las actas de constatación que se labran por estos días poseen como material probatorio “la observación de los funcionarios actuantes”, lo que a todas luces es incompatible con la máxima del debido proceso constitucional. Vislumbramos grandes dificultades cuando, por ejemplo, deba escrutarse si, al momento de decidir la intervención de los agentes encubiertos, existían o no suficientes indicios que demostraran que se estaba frente a hechos de los incluidos en el catálogo de la norma. La pregunta que nos surge en forma casi irreflexiva es qué sucederá con los conocimientos adquiridos y la prueba colectada durante la intervención del agente encubierto tributario en los casos en que el juez administrativo no haya fundamentado consistentemente el empleo de este método de investigación. Desde ya comprendemos que si los presupuestos legales requeridos han sido ignorados o no fueron suficientemente atendidos por el juez administrativo al momento de ordenar la intervención, entonces ninguno de los antecedentes colectados puede ser valorado en un procedimiento sumarial, por aplicación de las reglas generales que rigen la materia del derecho administrativo y –por cierto– de trascendentales pautas que emergen del campo penal y procesal penal. En suma, el contribuyente afectado por esta clase de acciones conserva siempre su derecho a examinar si la actuación del juez administrativo ha sido regular, y frente al evento de que así no suceda, ello lo conducirá también a la posibilidad de demandar la nulidad de las actuaciones. Es de vital trascendencia, también en vinculación con este tema, recordar el derecho constitucional a no declarar contra sí mismo, toda vez que, en nuestra valoración, el diálogo con que se deberá enfrentar el contribuyente será bastante cercano al de un interrogatorio; éste, además –ni siquiera hace falta aclararlo–, será materializado sin la previa advertencia prescripta por el art. 18 de la Constitución Nacional. Del mismo modo, no es difícil preanunciar que seguramente abundarán los casos en que el contribuyente termine participando como testigo en contra de sí mismo, lo que fulminaría la garantía del debido proceso. Una conversación similar a la de un interrogatorio, llevada a cabo sin la advertencia previa por los agentes encubiertos tributarios, sólo puede conducir, entonces, a una prohibición de valoración probatoria, con la siguiente nulificación del proceso, al tratarse de hechos y circunstancias trascendentes e irreproducibles. Se debe recordar que el Código Procesal Penal de la Nación es minucioso sobre los recaudos que deben ser respetados para que la declaración no sea nula. Entre ellos figura que el imputado es libre de abstenerse a declarar y que debe ser informado de este derecho de modo expreso antes de la intimación (arts. 294, 296 y 298). Quedará del mismo modo, en los anales de la jurisprudencia de los años venideros, descifrar en qué medida los agentes encubiertos del fisco no han actuado en rigor como verdaderos “agentes provocadores” de los delitos que reprime la ley 11683 y también la ley 24769. Habrá, pues, que dilucidar cuáles son las acciones que les son admisibles en el marco de su actividad; es ésta una tarea que para nada resultará sencilla de escrutar. Opinamos que existe una franca colisión con la ley 11683, según su texto actual, y los principios liberales del derecho constitucional, penal y procesal penal. En tal orden de pensamiento, la introducción del agente encubierto aparece como un elemento extraño, dentro del ideario iluminista fundado esencialmente en el respeto de los derechos y garantías individuales, donde no sin acierto se ha consagrado que la publicidad del proceso es vital<header level="4">(3)</header>. En ese sentido, tiene mucha razón la doctrina cuando sostiene que la “ocultación premeditada del carácter que inviste el funcionario público está en pugna con las garantías personales de rango constitucional y, como derivación de ello, con las normas de procedimiento administrativo–tributario que reglamentan esas garantías”, ya que “todo el camino por el cual transite la administración pública, desde el inicio, debe regirse por el principio de la publicidad”(4). A esta reprobación se le podrá contraponer el desarrollo y la sofisticación de la delincuencia “de guante blanco” y su seguramente creciente complejidad, plagiando las razones que justificaron la implementación del agente encubierto para combatir el delito del narcotráfico y el terrorismo. Empero, y como subrayamos al comienzo de este trabajo, la reforma legal que examinamos no posee ninguna posibilidad de socavar las grandes evasiones tributarias. Más bien, nos orientamos a prever que el agente encubierto tributario desandará su actividad en la esfera del pequeño negocio, el que ya tal vez resultaba pasible de las sanciones de multa y clausura aun antes de estas modificaciones, por carecer –en su inmensa mayoría– de recursos económicos para adquirir las denominados impresoras y controladores fiscales. Por ende, no advertimos concluyentemente la necesidad de insertar en el sistema una nueva herramienta de terror fiscal, imposible como tal de ser armonizada con los principios fundamentales de un procedimiento penal acorde con el Estado de Derecho. Más allá de las críticas y conclusiones anteriores, y considerando que en lo inmediato deberemos enfrentarnos con la aplicación de la mentada legislación, nos interesa enfatizar que ella para nada autoriza a que los otrora inspectores, actuando ahora como agentes encubiertos, induzcan directa o indirectamente al contribuyente para la comisión de delitos; el propósito de la norma no es la producción de ilícitos, sino el descubrimiento de un sujeto como punible bajo la finalidad preventiva, protectora y correctora de conductas graves. Es indispensable, de igual manera, que la reglamentación imponga límites muy concretos a la actividad de quienes serán los encargados de aplicar el digesto, pero desde ya subrayamos que en los supuestos donde los funcionarios tienten, induzcan, persuadan, alienten o provoquen al comerciante, estaremos frente a un abuso de autoridad, descalificable como tal y que no podrá generar ninguna consecuencia jurídica desfavorable al contribuyente. El elemento subjetivo que exige la aplicación de las sanciones punitivas tributarias no puede ser implantado por instigación. Es indispensable que en las actuaciones administrativas previas se haya demostrado, más allá de toda duda razonable, la predisposición del empresario de burlar la normativa tributaria. Además, como es regla de oro en materia procesal, si se declara la nulidad de la designación del agente encubierto, serán igualmente ineficaces todos los actos que se deriven a partir de entonces, como consecuencia de la irregularidad (art. 172 del Código Procesal Penal de la Nación). De allí que importe poner de resalto el deber de motivación que debe satisfacer el juez administrativo, para que su determinación no sea tildada luego de arbitraria y nula <header level="4">(5)</header>. Además, en nuestra opinión, las declaraciones autoincriminatorias del contribuyente, recibidas por los funcionarios de la Dirección General Impositiva e incorporadas al proceso sancionatorio tributario a través de la declaración testimonial de los empleados fedatarios, no permiten, al menos por sí solos, arribar a la aplicación de una sanción. Nuestro Poder Judicial tiene dicho que las actas de constatación que confeccionan los actuales inspectores de la AFIP no son más que exposiciones provenientes de las percepciones –por sus sentidos– de los funcionarios en el momento de la inspección, por lo que mal puede pretenderse que estas actas posean, sin más, otra aptitud de acreditación que la exclusivamente referida al hecho al que aluden, máxime si no se verifica la presencia de otros elementos independientes que apoyen las actuaciones administrativas(6). Es igualmente necesario que la actuación de los funcionarios de la AFIP (DGI) no sea desplegada con el propósito de instigar la comisión de los delitos tributarios, ya que ello excede no sólo el marco legal específico sino también la labor esencialmente preventiva que está llamada a concretar el organismo recaudador. Debe quedar muy claro para todos que las nuevas atribuciones de los inspectores públicos no comprenden la posibilidad de tentar al contribuyente a cometer violaciones legales. Para que la utilización del agente encubierto tributario conduzca a los fines declamados desde la AFIP (DGI), su intervención deberá estar circunscripta y rodeada de todas las garantías que permitan reencauzar el tema dentro del andamiaje constitucional. De ninguna manera parece desatinado rememorar que desde que se ordenara su texto en el año 1998, la ley 11683 ha sufrido ya nueve reformas importantes, vale decir, en promedio más de una reforma por año. Esta situación desnuda la deficiencia de dos de los poderes públicos que nos rigen. Por un lado, la del Poder Ejecutivo, que denota poca seriedad e improvisación cuando propone cada uno de los cambios, y también la del Poder Legislativo, que prácticamente se limita a transformarlos en ley, sin examen serio. Muestra inequívoca de esta afirmación la evidencia la breve nómina de consideraciones realizadas con motivo del trámite parlamentario de la ley examinada en este trabajo. En esta larga serie de modificaciones, ha sido una constante el agravamiento de las sanciones, el ajuste de la normativa a las sentencias adversas a la AFIP y la introducción de nuevas obligaciones a cargo de contribuyentes, responsables y terceros que, de un modo directo, o no tanto, se encuentren vinculados a ellos. Actualmente, puede sin hesitación sostenerse que son tan severas las consecuencias previstas frente a simples inobservancias a los deberes formales, que pueden llegar a producir la directa quiebra de una empresa. En tal orden de ideas, la mentalidad reformadora no aquilata la experiencia recogida desde la década del 30 y evidencia nuevamente su desprecio por los principios cardinales que rigen en todo sistema republicano de gobierno. En la práctica, todo esto conlleva a que se obtengan consecuencias directamente opuestas a las perseguidas desde los círculos gubernativos. En materia de facultades, las nuevas estipuladas se alejan de la misión de moderar los abusos de la autoridad pública en el desarrollo de las funciones que son propias de un “organismo público”. Se ha olvidado que la idea fundamental del derecho se encuentra en la tutela jurídica, que en la ley 11683 ya se vislumbra como esquiva y lejana. Es diáfano que para el administrador federal de Ingresos Públicos las actuales prerrogativas serán igualmente insuficientes y que no demandará mucho tiempo para que nuevamente se declame la necesidad imperiosa de expandirlas de inmediato. Estos nos conduce a una reflexión de un erudito jurista, ya citado a lo largo de estas líneas, que si bien fueron escritas hace muchos años, desafortunadamente <italic>poseen valor actual extraordinario: “El que diga que los hombres están hechos para el Estado, dice que el jardín fue creado para servicio del muro. Quien actúe de manera que la organización de la tutela jurídica del Estado acabe con toda clase de goce de bienes naturales, es semejante, en su imprudencia, al propietario que, circundando el propio jardín de un muro gigantesco, le quita el sol y el aire, de suerte que lo hace estéril y muerto para toda esperanza de producción”</italic> (Francesco Carrara, obra citada). <bold>Posición actual de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Penal Económico</bold> La Sala “B” de la CNPE, en los autos “Alfipolo SRL s/ Inf. Ley 11683 –Apelación–” (de fecha 29/4/11 y dados a conocer el 24/8/2011), declaró la nulidad de todo lo actuado por agentes fiscales encubiertos a efectos de constatar el cumplimiento de la obligación de emitir y entregar facturas por parte de un contribuyente, al considerar que la facultad de designar agentes encubiertos es excepcional. En efecto, el Dr. Hornos en su voto considera que deben cumplirse con los requisitos exigidos en el art. 35 inc. g) de la ley 11683, especificando cuáles son aquellos antecedentes, cómo se originaron y qué relación guardan con el vendedor o locador de servicio involucrado. Así, resolvió que la resolución que autoriza la intervención de los agentes en estos actuados no especifica cuáles son los antecedentes fiscales cuya existencia legitima el ejercicio de la facultad de excepción de autorizar a dichos funcionarios a actuar de manera encubierta como así tampoco se agregaron al expediente los antecedentes. Por su parte, el Dr. Grabivker aseveró que al aludirse a antecedentes fiscales, no se está haciendo referencia a los antecedentes que pudiera registrar un sujeto por infracciones fiscales anteriores, sino a toda información o dato obrante en el organismo recaudador proveniente de anoticiamientos, anónimos o no, efectuados por particulares o de cualquier otro origen, por los cuales el juez administrativo haya tomado conocimiento de la posible omisión de emitir y entregar facturas o comprobantes equivalentes, con las formalidades que exige la AFIP–DGI, por parte de los contribuyentes. El Dr. Grabivker coincidió con el Dr. Hornos que en las presentes actuaciones no se invocaron los antecedentes ni las circunstancias fácticas que habilitan la intervención de la figura de agente encubierto. En virtud de ello, la Sala B declaró la nulidad de la resolución de autorización de funcionarios y de todo lo actuado en consecuencia. <bold>La legislación vigente no autoriza a que el “agente encubierto” actúe como “agente provocador”</bold> La jurisprudencia es pacífica respecto a que la utilización de un agente provocador es contraria a nuestro ordenamiento jurídico<header level="4">(7)</header>. La instigación de un agente del Estado en el marco de una investigación constituye una prueba ilegal que debe ser excluida del proceso; es que resulta contrario a la eticidad que debe regir en la administración de justicia que los organismos del Estado provoquen delitos por el simple hecho de conseguir mayor cantidad de prueba, para lograr una condena. La regla es la exclusión de cualquier medio probatorio obtenido por vías ilegítimas, porque de lo contrario se desconocería el derecho al debido proceso que tiene todo habitante de acuerdo con las garantías otorgadas por nuestra Constitución Nacional. La garantía ha sido regulada por los códigos de procedimientos: el imputado es libre de abstenerse de declarar, debe ser informado sobre este derecho, y ningún método que menoscabe su voluntad puede ser utilizado contra él. La información obtenida mediante “interrogatorios informales” no puede ser valorada en un procedimiento penal, prohibición que abarca tanto la prueba inmediatamente obtenida a partir de dichos del imputado, como la mediata (la droga o el arma hallada mediante dicha información); es la denominada doctrina del fruto del árbol venenoso según la cual el vicio de la planta se trasmite a todos sus frutos. De suerte tal que no sólo resulta inadmisible en contra del titular de la garantía violada la evidencia directa lograda en el procedimiento liminar espurio, sino también la restante que resulta fruto de la ilegitimidad originaria. Es que la violación de garantías constitucionales priva de todo valor no sólo a las pruebas que conforman el corpus de su violación, sino además a aquellas que sean la consecuencia necesaria e inmediata de ella, descalificando así tanto sus quebrantamientos palmarios o evidentes como los larvados o encubiertos. La nulidad es el remedio específico que permite extirpar aquellos actos o medios de prueba espurios producidos en violación del dogma constitucional del debido proceso legal, siendo que las normas procesales son el conducto necesario para la debida compatibilización entre el interés del Estado en el ejercicio del poder punitivo y el respeto y protección de los derechos individuales. Vale la diferenciación: no se cuestiona la eficacia de obtener una prueba grabada o filmada, o incluso, una declaración, de un delito en proceso de ejecución; pero sí se desaprueba instigar a la comisión de un delito, gr