<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>“No hay nadie, allí, que mire; están los ojos a sueldo, en oficinas” Pedro Salinas(1) <html><hr /></html> <bold>I. Proemio</bold> No hace falta ser un erudito en el enigma que encierra ese fenómeno denominado Administración Pública, para advertir que consiste en una realidad que por momentos se disfuma, pero nunca se diluye. Al contrario, siempre se multiplica desbordándose y desbordando el orden jurídico. Desde hace más de medio siglo, la administración pública, como categoría lógico-jurídica, dejó de ser aquello que los manuales del Derecho Administrativo pregonaban de ella: una estructura neutral que obraba como quicio de una gestión, que resultaba mejor cuanto menos hacía y, en todo caso, debía evitar que dicha gestión negativa o de omisión interfiriera en la amplitud de la libertad del ciudadano, considerada su razón de ser. Este paradigma se transformó en obstinación, y la doctrina jurídica se encerró no tanto en averiguar cómo desde el Derecho se podía administrar mejor para un mayor bienestar general y personal, sino en la elaboración de categorías que se adecuaran a la teoría general del Estado: es decir, un Derecho Administrativo que verificara que los principios generales del denominado Estado de Derecho se proyectaban en la gestión del bien común. En definitiva, la tarea tenía como meta la construcción jurídica de la Administración Pública según la ideología imperante, sin constatar que gran parte de él no era adecuado para ello, y lo que es peor, tampoco resultaba aplicable a la realidad circundante. Esta aporía ha de provocar un desajuste constante entre la declamación doctrinaria –a veces expresada en leyes–, la actuación arrolladora de la gestión y el control jurisdiccional, que hace eclosión ante una realidad que exige soluciones prontas, múltiples, contradictorias, y, por otra parte, una serie taxativa de categorías a las que necesariamente debía reducirse aquélla. Ante semejante acoplamiento, la tarea de los jueces no podía ser fácil. Por una parte, la desconexión entre la doctrina, las normas y los conflictos hizo que las soluciones se buscaran en el derecho privado y posteriormente en formulaciones jurídicas, entendidas éstas como enunciados que sin contener mandatos o expresiones normativas resultaban útiles como herramientas de remisión y reducción intelectual. La tarea fue posible porque hasta no hace mucho se entendió la realidad –y por lo tanto, el Derecho– como una unidad que conlleva identidad, y cualquier acontecimiento debía encuadrarse en ella, más allá de lo que el sentido de la justicia indicara; en caso contrario, se trataba de algo a-jurídico. Ahora bien, si la realidad no es una unidad que tiende a homogeneizar todo, sino que se trata de una heterogeneidad cambiante y caótica, sostenida por una compleja red de interconexiones que permiten visualizarla como una totalidad que no es posible simplificar, la tarea de los jueces necesariamente se expande a partir de los límites, que no aparecen como valladares sino como trampolines que eyectan el derecho a una amplitud compleja. Desde esta perspectiva, el juez deberá verificar las transgresiones jurídicas de tipo negativo que consisten en la inobservancia de los límites, y también auscultar las transgresiones jurídicas de tipo positivo, es decir aquellas que se producen por no desplegar la o las acciones tendientes a la consecución del fin previsto en el ordenamiento jurídico. Entre las contradicciones o paradojas de la dogmática imperante, es fácil constatar que la exclamación de una Administración Pública vicarial y mandataria se choca con una estructura despótica y mandona, cobijada en la legalidad que deriva de su esencia jurídica. Semejante transmutación es necesario tenerla en cuenta para no entusiasmarse con la seda del guante que cubre una mano de hierro. Siendo así, debe abordarse el problema a partir de una tarea de deconstrucción para constatar si la presunción de legalidad no es un barniz, que, al reflejarse, produce el efecto de un espejismo jurídico. Este camino indica que es necesario volver a los cimientos del Estado de Derecho conformado por el núcleo pétreo de los derechos fundamentales, teniendo en consideración que ninguna acción administrativa, estatal o no estatal, pública o privada, puede legitimarse sobre el desconocimiento de los derechos fundamentales, por más conexión dialéctica que se proyecte desde el sistema teórico que pretenda ser explicación o justificativo de aquélla. El dogmatismo positivista, por exigencia formal, redujo la justicia al principio de la legalidad, llegando a una simplificación tal que marginaba del derecho un sinnúmero de conductas. La interacción social ha presionado sobre el orden jurídico abriéndolo, y así se advierte que no es único, homogéneo y estático, sino múltiple, heterogéneo y dinámico, encontrando armonía en la idea de justicia, que es la que configura una totalidad abarcadora de la pluralidad. En este sentido, es posible afirmar que cualquier doctrina puede consolidarse pero no petrificarse, y si es posible y necesaria la adecuación legislativa a las circunstancias, también lo es la de los criterios interpretativos de los principios generales que se sustentan en los derechos fundamentales. <bold>II. Cuestiones a tratar A. El derecho público y el derecho privado</bold> Con relación a estas categorías no hay consenso en la doctrina, y las posiciones van desde aquellas que entienden que sólo son útiles como herramientas pedagógicas hasta aquellas que niegan su existencia. Entiendo, no obstante, que la idea de totalidad del orden jurídico permite constatar el principio de legalidad con diferentes matices, que se aprecian a partir de tomar en consideración la mayor o menor intensidad de la regulación imperante, que varía según el tipo de relaciones jurídicas de que se trate. El fenómeno jurídico abarca las relaciones intersubjetivas que nacen de la libertad, susceptibles de ser calificadas como privadas, y aquellas otras que tienen su origen en el mandato normativo, que se ubican en el ámbito público. En las primeras rige el principio de la autonomía, y la regla a aplicar, en caso de duda, es que todo está permitido excepto lo prohibido; y en las segundas, el de la heteronomía, siendo de aplicación el principio según el cual todo está prohibido, excepto lo que está permitido, de manera que la flexibilidad aparece amplia en las relaciones privadas y rígida en las públicas. La realidad, en estado de permanente ebullición, se manifiesta de manera turbulenta, por lo que, para discernir en cada caso, habrá que tener en cuenta la génesis del acontecimiento, pudiendo ocurrir que en más de un caso las normas del derecho público se imbriquen con las del derecho privado. Esta imbricación exige, para la dilucidación del principio a aplicar, que el norte de la reflexión se encuentre predeterminado por la noción de justicia, si no, se corre el riesgo serio de transformar el derecho en una operación meramente técnica, vacía de contenido. En el fallo que traemos en comentario <header level="4">(2)</header>, la mayoría del Tribunal acierta al entender que no hay impedimento para la utilización de las normas del derecho privado en las relaciones en las que es parte la Administración Pública, pero en la medida en que se adecuen a la naturaleza de ésta. Con relación a ello, debe insistirse en que tanto el Estado, entendido como aparato político, y la Administración Pública, entendida como aparato de gestión de la política, no son una ficción sino una realidad abstracta cuyo origen es el derecho, específicamente el orden normativo. Es en éste en el que se encuentran el principio y el fin de ambas organizaciones, y de allí que su razón de ser se reduzca al cumplimiento del orden jurídico, siendo fácil inferir, en consecuencia, que no se trata de un ámbito privado o de autonomía, sino público y heterónomo. En una palabra, las normas del derecho privado podrán aplicarse a las relaciones en las que interviene el Estado o la Administración Pública, siempre y cuando se adecuen a la naturaleza pública de éstas y, además, en la medida en que con la solución que prevén sea posible lograr un mayor grado de justicia para la conclusión del entuerto de que se trate. Por otra parte, debe tenerse en cuenta que la utilización del derecho privado en el ejercicio de la función administrativa siempre es instrumental, y esto es así porque detrás de ella siempre se encuentra un núcleo sustancialmente público que resulta ser, casualmente, la decisión política y administrativa que supone, la que no puede ser regida sino por el principio de legalidad que corresponde a la gestión pública estatal: todo está prohibido excepto lo que se encuentra permitido. Los votos del Dr. Cafferata y del Dr. Gutiez entienden, si bien con distintos argumentos, que no hay impedimento para la aplicación de las normas del contrato civil del mandato en la relación de la Municipalidad con el procurador fiscal, pero siempre teniendo en cuenta que aquélla, como entidad de naturaleza jurídica pública, no puede más que aplicar el orden jurídico tratando de lograr el máximo grado de justicia, situación que no se da en el caso que se resuelve, desde que no surge de la resolución administrativa cuestionada cuál ha sido la porción del bien común satisfecha con la decisión tomada. Esta falta de coherencia entre el principio –que es la puesta en práctica de las atribuciones conferidas por el orden jurídico– y el fin que justifica tales atribuciones, esto es, el bien común, bastaría para asestar un golpe definitivo a la validez del acto administrativo que origina el conflicto. El voto del Vocal que opina en primer lugar analiza con detalle el camino lógico- jurídico que debe recorrer el órgano administrativo para utilizar la norma civil a los fines de la revocación del mandato, remitiéndose a los principios generales que regulan el procedimiento administrativo –que necesariamente debe preceder cualquier acto administrativo–, que van desde el debido proceso adjetivo a la expresión clara de los motivos que sustentan la decisión administrativa. Tal cual se expresa más arriba, no hay acto administrativo que pueda justificarse jurídicamente si no encuentra su explicación en el fin que resulta ser la razón de ser de la Administración Pública. No parece reiterativo insistir en que el Bien Común se caracteriza por ser redistributivo, de manera que en tanto no se revierta en el bien personal de los ciudadanos, éste no es tal, y en los casos en que el bien personal debe ceder, debe quedar indemne, lo que supone no sólo las explicaciones de los motivos sino también las reparaciones correspondientes. El voto de la Minoría sostiene –por su parte– que la aplicación de las normas del Código Civil sobre el mandato debe ser sin cortapisas. Esta posición, en cuanto supone que la Administración Pública por algún momento puede despojarse de su naturaleza jurídica pública quedando sometida a las reglas del derecho privado en el que impera el principio de la autonomía, encierra una aporía en su estructura lógica. Pero, además, genera un riesgo, y es que, en tanto puede decidir sin explicar por qué lo hace y cómo lo hace, no sólo no se somete al orden jurídico administrativo que le corresponde, sino que por esa vía huye de todo el ordenamiento jurídico, situación que no es aceptable bajo ningún aspecto. La huida de todo el ordenamiento se produce como consecuencia de que, al ser la Administración Pública una realidad abstracta de naturaleza jurídica, debe expresarse necesariamente mediante los procedimientos que permiten su articulación por medio de la cual es posible aprehenderla. Es útil recordar que los procedimientos y las formas hacen a la esencia de la Administración Pública en tanto se individualiza a través de ellos; consecuentemente, si no se cumplen las exigencias del ordenamiento en ese sentido, la actuación de aquella devendrá nula. <bold>B. Actividad reglada y actividad discrecional</bold> Creo importante intentar la mayor precisión terminológica con relación a los términos 'libertad', 'discrecionalidad', 'reglar' y 'regulación', para evitar equívocos en los que se puede incurrir como consecuencia de los múltiples sentidos que ellos evocan. Las palabras conllevan un significante que tiene que ver con la materialidad del término, y un significado, portador del contenido cultural de aquél. La referencia al contenido cultural alude a los símbolos, a los mitos, a los metarrelatos y a la ideología que confluyen en él en un determinado tiempo y espacio. La “libertad”, en el Occidente cristiano, es un predicado que sólo puede expresarse con relación al ser humano, configurando la nota que le distingue de los demás entes y le otorga la calidad de persona. El ser humano es persona en tanto tiene capacidad de discernir un plan existencial y llevarlo a cabo, decidiendo a lo largo de su vida cuál es la alternativa que cree más conveniente para conseguir el fin propuesto. Su condición de libre resulta así anterior a todo orden jurídico y organización. Planteadas así las cosas, es posible afirmar que tanto el Estado como la Administración Pública, por ser entes que nacen en el ordenamiento jurídico y al solo efecto de desplegar una acción vicarial en pos de la libertad de los ciudadanos –que son quienes han decidido su creación, su fin y el camino que han de seguir para la consecución de éste–, no son capaces de libertad. Por ello se ha dado en utilizar el término “discrecionalidad”, que también requiere de precisión. Por una parte, no se trata de libertad pero tampoco de arbitrariedad, sino que importa solamente un ámbito de flexibilidad en la selección de alternativas. En tanto éstas son predispuestas por el ordenamiento jurídico, aquel ámbito de flexibilidad encuentra un fuerte condicionamiento tanto positivo como negativo. El condicionamiento negativo consiste en los límites que, según el orden jurídico, no se pueden transgredir; y el condicionamiento positivo resulta de las exigencias que el ordenamiento jurídico le impone como objetivos sociales que debe conseguir. La necesaria intervención de la Administración Pública en pos de gestionar las condiciones necesarias para que el ejercicio de los denominados derechos positivos o sociales no sean un anhelo sino una realidad, ha dejado abierto el camino a fin de que ella desarrolle una acción para conseguirlas. La no consecución de tales condiciones importa un desconocimiento del mandato que en tal sentido le impone el orden jurídico. Desde esta perspectiva, es posible arribar a la conclusión según la cual la discrecionalidad administrativa no es un ámbito en el que hay “libertad” para decidir de cualquier manera, sino que cualquier decisión debe ser tomada de acuerdo con los procedimientos impuestos (condicionamientos negativos en tanto se trata de límites que no se pueden dejar de observar) y eligiendo aquella alternativa con la que se logre el mejor resultado, tanto cuantitativa como cualitativamente, en términos de bien común. En una palabra, la flexibilidad se encuentra establecida para lograr la más acabada consecución del bien común. Con relación al término “reglada”, es bueno recordar una distinción sutil pero profunda que debe tenerse en cuenta. Se trata de la diferencia conceptual entre 'reglar', acción que consiste en la elaboración de las reglas o normas, y 'regulación', que es la acción de imponer la regla, es decir se trata del ejercicio del poder para la eficacia de ésta. Cuando se habla de actividad “reglada”, se hace referencia a las reglas dictadas en relación con determinada conducta de la Administración Pública. La puesta en acto de la conducta reglada debe coincidir con la regla. Si así no ocurriere, el efecto no será valioso desde el punto de vista jurídico y merecerá la condigna corrección. La actividad reglada en el ámbito de la Administración Pública hace referencia a los límites positivos y negativos que tiene ésta para desplegar la función administrativa, de donde es fácil concluir que no es posible pensar en porciones a-jurídicas de la acción administrativa. No hay agujeros negros en el espacio de la Administración Pública que puedan escaparse del derecho. Cierto es que hay algunas tareas administrativas que materialmente pueden serle indiferentes, pero dejan de serlo en el mismo instante en que afectan el orden jurídico. Se trata de una línea indeleble que ha pasado inadvertida, porque en los albores del Estado de Derecho y de la Administración Pública consecuente, la actividad de ambos aparatos se caracterizaba por su abstención y por una configuración individualista de los derechos fundamentales. En la actualidad, cuando los derechos fundamentales han conseguido un reconocimiento a nivel supranacional y que tanto el Estado como la Administración Pública son garantes institucionales de aquéllos, tal línea es un censor de alta sensibilidad que no sólo acusa cualquier perturbación sino que dispara el sistema de garantías. La referencia a la actividad discrecional de la Administración Pública hace alusión a un ámbito de actuación que se infiere del ordenamiento jurídico, no importa un ámbito de “libertad” –o peor aún, una “zona liberada”– fuera del campo jurídico, que exige una actividad seria y exhaustiva, mediante la cual la amplitud normativa se reduce al detalle para la solución del caso concreto. Reducir la amplitud de la norma a éste es una acción que se debe reflejar en la motivación del acto administrativo, manifestando con claridad y precisión cuáles son los criterios tenidos en cuenta para tomar la decisión de que se trata, pero también explicar por qué se entendió que ella era la que mejor conjugaba el bien común en juego. En síntesis: lo que calla la norma debe decirlo la motivación. Sobre este aspecto es interesante la doctrina que sienta el voto del Vocal preopinante –debiendo destacar el análisis que efectúa de la opinión de calificados doctrinarios, tanto nacionales como extranjeros, sobre la cuestión en general– al sostener que a mayor amplitud o discrecionalidad, es exigencia ineludible una mayor motivación. Este acierto tiene que ver con un principio general del procedimiento administrativo que no ha sido lo suficientemente elaborado por la doctrina y la jurisprudencia, y se relaciona íntimamente con la garantía de la tutela administrativa efectiva, que exige resoluciones debida y acabadamente motivadas. En el caso que se comenta, esta mayor motivación, además de la restricción de los derechos fundamentales de ejercer profesión lícita, de trabajar y de propiedad, entre otros, era una exigencia que se derivaba de la aplicación de las normas del derecho privado al ejercicio de la función administrativa. El principio general es que las normas del derecho privado se aplican cuando el ordenamiento jurídico administrativo no provee una solución; y cuando así fuere, la solución que predisponen las primeras aseguran un mayor grado de justicia en la resolución del conflicto. No hay duda de que la doctrina ha profundizado la cuestión de la actividad reglada y discrecional de la Administración Pública, pero este buceo se ve seriamente retaceado en la práctica como consecuencia de distintas circunstancias. Una de ellas es el atavismo de la Administración Pública a aferrarse a las prerrogativas que le atribuye el ordenamiento jurídico, sin reparar que no hay prerrogativa jurídicamente válida si no opera como garantía de los derechos fundamentales. Para ello, resulta indispensable que se exprese con claridad el objetivo social que se persigue; cómo, con él, se provee al bien común, y en caso de que de ello resulte una limitación de la situación jurídica de los ciudadanos, deberá preverse la recomposición respectiva. En una palabra, no hay prerrogativa que pueda ejercerse en beneficio de la Administración Pública por que ésta se caracteriza por su esencia vicarial. Otra de las circunstancias que transforma en retórica el discurso doctrinario es aquella según la cual, resguardando una zona de discrecionalidad administrativa, se evita el denominado “gobierno de los jueces”. Como se ha sostenido en la doctrina, esta posición configura un verdadero caballo de Troya. Sobre el particular, es necesario volver sobre el concepto de control y algunos principios liminares. En general, cuando se habla de control se supone que éste debe concentrarse en la verificación de los condicionamientos negativos, es decir, en constatar si se han respetado o no los confines que limitan la acción administrativa. Sin perjuicio de que se trata de un control indispensable, no resulta suficiente. Además de la legalidad, es necesario verificar la eficiencia y la eficacia en el ejercicio de la función administrativa. Si se parte de la idea de que todas las cosas tienen un principio que se encuentra predispuesto para un fin, desde el cual es posible afirmar que las cosas que no tienen fin son cosas sin sentido; y si el accionar de la Administración Pública no tiene otro sentido que el de gestionar de la manera más acabada el bien común, en caso de no ser así su acción pierde su razón de ser. Ahora bien, entre el principio y el fin se prefigura una zona o ámbito que es por el que debe desplegarse el ejercicio de la función administrativa, zona o ámbito del que se infieren confines o zona de delimitación, que en sí mismas son los parámetros del control. En una palabra, los confines de la función administrativa no se identifican con la sustancia de ésta, pero le son consustanciales, a punto tal que de no existir ellos no sería posible individualizar a aquélla. El despliegue de la función administrativa exige amplitud o flexibilidad, sobre ello no hay discusión, pero éstas se justifican siempre que los resultados muestren cómo el objetivo que se persigue configura el Bien Común. Lo relacionado con ella no es materia “a-jurídica”; por el contrario, interesa y mucho al derecho, en tanto la acción administrativa sólo se justifica como expresión refinada de éste. Sostener lo contrario importa consolidar el despotismo administrativo que caracteriza a la Administración Pública, despotismo que es un resabio del absolutismo. <bold>C. Desviación de poder</bold> Con relación al instituto de la ‘desviación de poder’ –el cual ha merecido por parte de la doctrina un análisis extenso como consecuencia de su trascendencia–, he de limitar el comentario a los conceptos que sobre el particular expresa la opinión del Vocal del primer voto, porque creo que sienta un criterio de sana doctrina sobre el particular y abre un camino que debería ser considerado por los distintos operadores del derecho administrativo, en especial la Administración Pública, teniendo en cuenta que la Corte Suprema ha reiterado recientemente una jurisprudencia antigua, según la cual a pesar de que los fallos se circunscriben a los casos que ellos deciden, la doctrina legal que expresan se incorpora al ordenamiento jurídico como una manifestación de vigencia del derecho. Por una parte, resalta la dificultad en la que se encuentra el ciudadano que debe descubrir la intención ilegítima oculta, pero además protegida por la presunción de legalidad, y por otra, la define como una de las especies del abuso del derecho. Estas circunstancias son las que le llevan a entender que en los casos de desviación de poder, el tribunal no debe decidir según las constataciones sino de acuerdo con la convicción que se infiere de las presunciones que el análisis de la causa le provee. Esta interpretación del ordenamiento jurídico viene a poner en su justo equilibrio la utilización de las prerrogativas atribuidas a la Administración Pública frente al efectivo ejercicio de los derechos fundamentales del ciudadano, que es la razón de ser de ésta. Si es cierto que la vía recursiva permite a los órganos superiores corroborar la legalidad de la actuación de los órganos inferiores, éstos no necesitarán constataciones de la desviación de poder para corregirla, sino que bastará solamente con la presunción de que ello ha ocurrido. Si la política fijada por el gobierno y su gestión a cargo de la Administración Pública, por la sustancia vicarial de ambos, sólo se encuentra al servicio de la libertad, es decir que son instrumentos o medios predispuestos para un fin, no pueden desvincularse de su objetivo, porque si así sucediere, el medio se trasforma en puro medio, es decir en una materialidad sin sentido. Trayendo a colación a un pensador contemporáneo, Giorgio Agabmen, cuando algo se separa de su fin se impide su uso y queda relegado sólo al consumo, es decir a su destrucción, produciéndose una profanación. Si el ejercicio de las prerrogativas que el ordenamiento jurídico predispone para la consecución del bien común las separa de éste, no sólo pierden sentido, sino que se destruyen, generando una profanación del orden jurídico. Una profanación de esta índole aparece como un verdadero agujero negro jurídico en el que se consumen los anhelos sociales, cuya energía no desaparece sino que vuelve al tejido social con las formas de la represión y la corrupción. El abuso del derecho, sostiene el Tribunal Superior de Justicia de Córdoba, se contradice “..con la esencia misma del derecho y de la justicia cuyo afianzamiento es uno de los objetivos de la organización de la República, porque éste sólo se alcanza con el adecuado cumplimiento de las normas legales y no con su mal uso.” (TSJ, Sala Civil y Comercial, Sent. Nº 70, del 12/5/2009, en “Boido, Oscar A. c/ Sara Miguel A., Recurso de Casación”). Cuando éste se manifiesta en la conducta de la Administración Pública con la modalidad del desvío de poder, que además se oculta en el velo de la prerrogativa de la presunción de legalidad de sus actos, necesariamente debe efectuarse una ponderación de los bienes protegidos que son, por una parte, la organización de la República, que resulta ser la máxima expresión del orden social y el seno natural de la libertad, y por otra, la organización de la Administración Pública, como expresión del ordenamiento jurídico necesario para la gestión de las políticas que definen el Bien Común. Sobre el particular, el voto del Vocal que opina en primer lugar, al considerar que el desvío de poder presenta serias dificultades de prueba al ciudadano perjudicado, circunstancia que lo lleva a sostener que debe sancionarse con la convicción que surge de las presunciones, me induce a pensar que en caso de dudas deberá estarse por la plenitud de la libertad. Por este camino, denunciado el abuso del derecho en el que incurre la Administración Pública cuando su conducta configura el desvío de poder, en tanto se afecta la República y la libertad, es aquélla la que debe probar que mal utilizó las prerrogativas. <bold>III. Conclusiones</bold> El voto del Dr. Cafferata, que comparto, expresa meticulosamente y con erudición bibliográfica un aspecto que generalmente queda rezagado a las penumbras palaciegas de la burocracia, entre las que se esconde ese torrente incontrolable de la arbitrariedad represora y la ausencia de transparencia. Con el esfuerzo de resoluciones como la comentada comienza a vislumbrarse, en relación con aquéllas, algún coto promisorio. Pero también exterioriza que los jueces no son un máquina expendedora de productos preelaborados o ya envasados, sino que su tarea consiste en una actividad hermenéutica –en el más amplio de los sentidos, incluyendo las reflexiones que hacen los pensadores de la comunicación–, que resuelve la abstracción de la norma en la concreción de la realidad social, desde un paradigma: la justicia. Limitar el despotismo administrativo importa sin lugar a dudas un gran esfuerzo, pero también la posibilidad de que la sociedad crea en la política y su gestión &#9632; <bold>Bibliografía específica</bold> <bold>Cap.II.A</bold> • Maritain, Jacques, La persona y el bien común, Editorial Club de Lectores, Bs. As., 1968 • Parejo Alfonso Luciano, Eficacia y administración, Editorial MAP, cap. II, Madrid, l995. • Villar Palasí, José Luis–Villar Ezcurra, José Luis, Principios de Derecho Administrativo, Ed. Universidad Complutense de Madrid, T° I, lección II Madrid, l992. • García de Enterría, Eduardo y Fernández, Ramón, Curso, Editorial Civitas, 5ª ed., T° I, tít. I, cap. I, Madrid, 1992. • Gordillo, Agustín, Tratado, T° I, cap. VIII. 6, Editorial Fundación de Derecho Administrativo, 10ª Ed., Bs. As., 2009. • Barra, Rodolfo, Tratado, Editorial Ábaco, T° I, Bs. As., 2002, p. 171 y ss. Balbín, Carlos F., Curso, Editorial La Ley, T° I, p. 187 y ss, Bs. As. • Muñoz, Guillermo Andrés y Grecco, Carlos Manuel, Fragmentos y testimonios del Derecho Administrativo, Ed. Ad Hoc, Bs. As., 1999, p. 457. Cap.II.B • Altamira Gigena, Julio Isidro, Lecciones de Derecho Administrativo, Ed. Advocatus, Córdoba, 2005, p. 97 y ss. • Balbín, Carlos Fabián, ob. cit., p. 477 y ss • Celso Antônio Bandeira de Mello, Discrecionalidad y control jurisdiccional, Malheiros Editores, 2ª edición, 7ª tirada, San Pablo, Brasil • Corvalán, Juan G., Control judicial de la discrecionalidad administrativa, Diario La Ley, 27/5/08. • Dromi, Roberto, Derecho Administrativo, Ed. Ciudad Argentina, 6ª ed., p. 480 y ss. • García de Enterría, Eduardo y Fernández, Ramón, ob. cit., T° I, p. 451 y ss. • Juárez Freitas, Discricionariedade administrativa e o direito fundamental à boa administração pública, Malheiros Editores, São Paulo, 2007. • Linares, Juan Francisco, Derecho Administrativo, p. 181 y ss • Muñoz, Guillermo Andrés y Grecco, Carlos Manuel, Fragmentos y testimonios del Derecho Administrativo, Ed. Ad Hoc, Bs.As., 1999, p. 719 y ss. • Sesin, Domingo Juan, Administración pública, actividad reglada, discrecional y técnica, 2ª ed. actualizada y ampliada, Ed. Lexis Nexis, Depalma, Bs.As., 2004. Villar Palasí, ob. cit.,T° II, lección XIV, en especial p.26 y ss <bold>Cap.II. C</bold> • Agamben, Giorgio, Profanaciones, Ed. AH, 3ª edic., Bs. As., 2009. • Dromi, Roberto, Derecho Administrativo, Ed. Ciudad Argentina, 6ª edic., pp. 198, 234 y ss. • Hutchison, Tomás, Régimen de procedimientos administrativos, Ed. Astrea, 4ª edición, 1ª reimpresión, p. 88 y ss. • Villar Palasí, ob.cit., T° I, p. 305 y ss. <html><hr /></html> <header level="3">*) Abogado. Dr. en Derecho (UNC). Prof. de Der. Adm. (UNC - US21). Ex Pte. Asoc. Arg. D. Adm.</header> <header level="3">1) Civitas Dei. Poesía Alianza Editorial, Madrid, 7ª. ed., 1986 .</header> <header level="3">2) Cám. 1a. Cont. Adm. Cba., Sent. Nº 124, 2/6/09 “Menvielle Sánchez, Marta c/ Municipalidad de Córdoba - Ilegitimidad”. Dres. Juan Carlos Cafferata, Pilar Suárez Ábalos de López y Ángel A. Gutiez. Publicado en Semanario Jurídico Nº 1714 - 9/7/09 - Tº 100-2009-B y www.semanariojuridico.info.</header></page></body></doctrina>