<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> En el presente trabajo se pretende abordar una temática que encuentra, en la actualidad, divididas tanto a la doctrina como a la jurisprudencia. Nos referimos a la discusión en torno a la aplicación obligatoria del trámite oral previsto por la ley 10555 de la Provincia de Córdoba a los procesos que engastan en relaciones de tipo consumeril, con base en lo dispuesto por el art. 53 de la Ley de Defensa del Consumidor, en razón de que ni la normativa procesal local ni su protocolo de gestión lo disponen de ese modo. Dicha cuestión fue tratada, recientemente, en un fallo dictado por la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de 6ª. Nominación, de la ciudad de Córdoba, en autos “Vivenza, Carlos Santiago c/ Peugeot Citroën Argentina S.A. y Otro – Ordinario – Cumplimiento Resolución de Contrato – Expte. N° 8583041”, que será el principal objeto de análisis. A estos fines, se expondrán las diferentes posturas imperantes al respecto, se determinará la legislación aplicable a la materia debatida y se efectuará un análisis crítico de la postura asumida por el mencionado tribunal –y de los argumentos esgrimidos por el actor y el juez de primera instancia–, como también de los principales tópicos e interrogantes que emergen de la solución dictada. A partir de ello, se intentará elaborar una propuesta de solución, con el objetivo de que ésta sirva como pauta o guía de interpretación y aplicación para casos análogos. <bold>II. El fallo anotado a. Lo resuelto por la Cámara de Apelaciones</bold> En el novedoso fallo en análisis, la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de 6ª. Nominación, mediante Auto Interlocutorio N° 78 de fecha 23/6/2020, resolvió admitir el recurso de apelación en subsidio interpuesto por la parte actora, en contra del proveído de admisión de la demanda por el cual el juez de primera instancia había impuesto de oficio dar trámite oral a las actuaciones (ley 10555), y en contra del proveído que rechazó la reposición interpuesta, por el que el <italic>a quo</italic> mantuvo dicho trámite, y le ordenó a este que imprimiera a la causa el trámite de juicio ordinario (1). <bold>b. La resolución de primera instancia y los argumentos del recurrente </bold> Las circunstancias que dieron lugar al recurso impetrado fueron las siguientes: el actor inició demanda ordinaria por cumplimiento y resolución contractual y encuadró sus pretensiones en el ámbito de la Ley de Defensa del Consumidor, al invocar la existencia de una relación de consumo con la parte demandada. En oportunidad de dictar el decreto de admisión, el juez de primera instancia sostuvo que la Ley de Defensa del Consumidor (en adelante LDC) es de orden público y en su art. 53 establece la regla de tramitación por el proceso más abreviado que rija en la jurisdicción del tribunal ordinario competente; asimismo, valoró que no se advertía que las cuestiones involucradas revistieran complejidad como para otorgar un trámite de conocimiento más amplio; y que el trámite de conocimiento más abreviado resultaba de aplicación obligatoria a la causa, no por la cuantía, sino por tratarse de una demanda de resolución de contrato en la que se encontraban involucrados derechos del consumidor. Por ello, dispuso dar a la causa el trámite de juicio oral (ley 10555). Contra el proveído de admisión, la actora interpuso recurso de reposición, con apelación en subsidio, fundado en que el trámite que el <italic>a quo </italic>le otorgara afectaba su derecho de defensa en juicio. Ello así, por cuanto el ofrecimiento de ciertas pruebas que debían diligenciarse en extraña jurisdicción, precisamente la pericial e informativa, tornaban desventajoso el proceso oral, pues, a su juicio, no era posible aplicar las reglas que el protocolo de gestión prevé para este tipo de pruebas. Todo ello le suscitaba preocupación en torno a que sus posibilidades probatorias se vieran cercenadas en pos de la inmediatez, concentración y economía procesal que rigen en el proceso oral. En consecuencia, expresó que las circunstancias de la causa importaban una complejidad tal que justificaba el otorgamiento del trámite ordinario pretendido, por entender, asimismo, que ello era lo más favorable para el consumidor en los términos del art. 3, LDC. Dicho recurso fue rechazado por el juez de primera instancia, quien sostuvo que el proceso oral no colisiona con el derecho de defensa, sino, por el contrario, los principios que lo rigen se complementan armónicamente con aquél. En ese entendimiento, explicó que <italic>“si el legislador introdujo la oralidad en el procedimiento a los fines de lograr la celeridad, sencillez y economía procesal, de ninguna manera lo hizo con el propósito de crear reglas que fueran discrepantes entre sí, pues resulta de explorado derecho que las disposiciones de un cuerpo legal, no son recíprocamente excluyentes sino complementarias unas con otras, formando parte integral de un todo armónico”</italic>. Asimismo, destacó que el otorgamiento del trámite oral sigue los parámetros del art. 53, LDC, el cual no es disponible entre las partes, atento a la naturaleza de orden público de la normativa aplicable. Sin perjuicio de ello, el <italic>a quo</italic> concedió el recurso de apelación impetrado en subsidio. <bold>c. Los fundamentos de la solución a la que arribó la Cámara de Apelaciones</bold> La Cámara de Apelaciones partió, para el análisis de la cuestión, de dos premisas básicas que rigen el ámbito de aplicación de la ley 10555. Así, destacó que este se encuentra constituido por dos elementos que deben coexistir, cuales son la naturaleza de la acción –debe tratarse de una de daños y perjuicios– y el monto de la pretensión –juicios menores a 250<italic>jus</italic>– (art.1, ley 10555). Luego señaló que más allá de los supuestos de aplicación obligada, cuando las partes, de común acuerdo, sea a propuesta del magistrado o por iniciativa propia, consientan la tramitación por el proceso oral, corresponde imprimir dicho trámite (art. 1 de la ley 10555). Por otra parte, agregó que el AR N° 1550 Serie “A” del 19/0/2019, que instituyó el Protocolo de Gestión del proceso civil oral, contiene reglas de aplicación vinculantes para los operadores jurídicos, y en su primer artículo establece que en los procesos de consumo en los que se incluya alguna pretensión de daños y perjuicios se podrá invitar a aplicar el procedimiento de la ley 10555. En este sentido, aclaró que conforme a una recta interpretación el juez, en estos casos, no solo puede sino que debe invitar a las partes a adherir al sistema de proceso por audiencias. Continuando con el análisis, sostuvo que la LDC dispone en su art. 53 que en las causas iniciadas por ejercicio de los derechos allí establecidos regirán las normas del proceso de conocimiento más abreviado que rijan en la jurisdicción del tribunal ordinario competente, a menos que, a pedido de parte, el juez, por resolución fundada y basado en la complejidad de la pretensión, considere necesario un trámite de conocimiento más adecuado. En consecuencia, entendió que por aplicación del art. 53, LDC, el consumidor tiene el derecho de optar por el trámite más amplio cuando la complejidad del caso así lo amerite. Por ello, sostuvo que <italic>“la regla de aplicación del proceso más abreviado <bold>–el proceso por audiencias– </bold>cede frente al pedido fundado del consumidor en cuyo caso el juez puede imprimir un trámite más extenso acorde a la complejidad del trámite”. (el destacado nos pertenece)</italic>(2). En adición, sostuvo el tribunal colegiado que el art. 3 de la LDC establece <italic>“la prevalencia del criterio hermenéutico más favorable para la parte débil, en la cual se basa y sostiene toda la construcción jurídica del sistema de tutela general del derecho al consumidor”, y por lo cual entendió que “aun si no existiera certeza sobre si las circunstancias del caso ameritan –o no– un procedimiento más extenso, igualmente corresponde inclinar la balanza en favor del trámite pretendido por el consumidor por imperio del principio de interpretación del art. 3 LDC”</italic> (3). Con base en todas las consideraciones expuestas, determinó que <italic>“este proceso, en particular, debe tramitar como juicio ordinario, atento ser expresamente solicitado por el consumidor con fundamento en el resguardo de su derecho de defensa, concretamente en lo que refiere al diligenciamiento de prueba en extraña jurisdicción”</italic> (4). <bold>III. Las diferentes posiciones en torno al trámite que debe imprimirse a los procesos de consumo y la regla jurisprudencial del caso examinado</bold> Lo primero que debemos tener en cuenta a la hora del análisis que se pretende realizar es el marco normativo aplicable. Así tenemos, por un lado, la ley 10555 y su Protocolo de Gestión, AR 1550 Serie “A” del 19/2/2019; y, por otro, la Ley de Defensa del Consumidor N° 24240. El caso de examen se presenta como un supuesto en el cual la aplicación literal de la norma procesal local y su Protocolo de Gestión entran en crisis frente a los postulados de la Ley de Defensa del Consumidor. Así, mientras el art. 1 de la ley 10555 limita su competencia a las causas de daños y perjuicios cuyo monto no supere el máximo de 250 <italic>jus </italic>y el Protocolo de Gestión, en su artículo 1, dispone que en los procesos de consumo el juez puede invitar a las partes a adherir al proceso oral; el art. 53, LDC, por su parte, establece lo siguiente:<italic> “En las causas iniciadas por ejercicio de los derechos establecidos en esta ley regirán las normas del proceso de conocimiento más abreviado que rijan en la jurisdicción del tribunal ordinario competente, a menos que a pedido de parte el Juez por resolución fundada y basado en la complejidad de la pretensión, considere necesario un trámite de conocimiento más adecuado”</italic>. Esta última norma dispone concretamente un determinado trámite para las causas de consumo: <italic>“el más abreviado”</italic>; pero dicha regla no es absoluta, sino que otorga la opción al consumidor de solicitar uno <italic>“más adecuado”</italic>, lo que será sometido a valoración judicial en atención a la complejidad de la causa, y que, en caso de otorgarse, debe ser fundado. Ahora bien, a pesar de la norma establecida por la ley 24240 existen, al menos, tres posturas con relación al trámite que cabe asignarles a los procesos de consumo, según se atienda a lo estrictamente dispuesto por las normas procesales locales (ley 10555 y su Protocolo de Gestión), o a una combinación entre lo dispuesto por la ley 24240 y las demás normas citadas, o bien, se le asigne primacía al art. 53 de la ley 24240. Para una corriente más restrictiva, la ley 10555 y el Protocolo de Gestión son claros en cuanto no han querido incluir a los procesos de consumo de manera obligatoria en el trámite de oralidad. Así, se sostiene <italic>“la propia ley destaca que las pretensiones que deben ser sometidas al trámite oral, son aquellas que por su cuantía deban tramitar como juicio abreviado. La ley es clara y efectúa un distingo por el monto de la pretensión y no por su naturaleza. Si se entendiera de manera distinta, deberíamos también incluir dentro del trámite a todas la otras pretensiones comprendidas en el art. 418 CPCC, y entendemos que esa no fue la intención del legislador, al menos en esta incipiente etapa (prueba piloto)”</italic>(5). Para otra tesitura, <italic>“la propia norma especial (art. 53 ley 24240), justifica la aplicación del trámite de conocimiento más abreviado, por lo que estos supuestos naturalmente quedarían comprendidos dentro del ámbito de la oralidad, con independencia del monto reclamado, siempre que impliquen reclamos de daños y perjuicios”</italic>(6). Esta tesis limita la aplicación del proceso oral, en los casos de consumo, a la naturaleza de la cuestión. De otro costado, una postura más amplia, sentada jurisprudencialmente por la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de 6ª. Nominación, conforme al caso analizado, y sostenida también por la Fiscalía de Cámara Civil, Comercial y Laboral de la ciudad de Córdoba, afirma que la regla en materia de consumo (aunque no sea absoluta), es la tramitación por el proceso de conocimiento más abreviado –el proceso por audiencias– por lo que no regiría la limitación dispuesta por la ley 10555, con relación a la naturaleza del reclamo –daños y perjuicios– ni a la cuantía –menos de 250 jus–. En efecto, la Fiscalía de Cámara interviniente <italic>obiter dictum</italic> esbozó opinión al respecto y dictaminó lo siguiente: <italic>“…aunque la Ley 10555 y el Protocolo de Gestión limitan su ámbito de aplicación a los juicios de daños y perjuicios, la realidad es que el art. 53 de la LDC dispone que cualquier conflicto por tutela consumeril debe tramitar por el proceso de conocimiento más abreviado que exista en la jurisdicción del tribunal competente. Y el proceso más abreviado en la jurisdicción lo es, sin dudas, el trámite por audiencias. En función de ello, este Ministerio Público asume postura en el sentido de que todo proceso de consumo debería tramitar, en principio, bajo las reglas del proceso instituido por la Ley 10555. Incluso el presupuesto relativo a la especie de reclamo –daños y perjuicios–, debe ceder frente a la ley nacional. Por el principio de prelación jerárquica de las normas que consagra el art. 31, CN. Y también por el carácter de orden público que caracteriza al régimen tuitivo, art. 65, LDC. De tal manera, la conjugación armónica de los preceptos –en el marco del continente normativo mencionado– deriva en la aplicación del juicio por audiencias, como regla, para todas las causas iniciadas en ejercicio de derechos amparados por la Ley 24.240. Aun si no se tratase de reclamos de daños y perjuicios –vgr. cumplimiento o resolución contractual–Y sin importar el monto de la pretensión”</italic> (7). En similar línea argumentativa, la Cámara de Apelaciones interviniente, por su parte, determinó que <italic>“la regla del proceso de conocimiento más abreviado –el proceso por audiencias– cede frente a un pedido fundado del consumidor, en cuyo caso el juez puede imprimir al reclamo un trámite más extenso, que resulte acorde a la complejidad”</italic>. En efecto, si bien no aplicó la regla al caso decidido, por los fundamentos expuestos, la Cámara de Apelaciones dejó entrever la existencia de una regla –el proceso más abreviado– en materia de procesos de consumo, siendo el proceso por audiencias el que cumple dicha condición. Por último, cabe destacar que el juez de primera instancia también sostuvo la existencia de dicha regla procesal, aunque –como vimos– entendió que en el caso de marras no existían razones para dejarla de lado. <bold>IV. El análisis crítico de la solución dispuesta por el fallo comentado</bold> De lo expuesto se advierte que la discrepancia entre lo resuelto en primera y en segunda instancia radicó, principalmente, en la aplicación práctica de la regla (el proceso más abreviado) al caso concreto analizado. Es decir, en la calificación del caso como uno de complejidad tal que ameritara dejar de lado el proceso aplicable, en los términos del art. 53, LDC, ante un pedido fundado por el consumidor. Mientras el <italic>a quo </italic>juzgó que la condición de complejidad no se cumplía, la Cámara, en atención a la existencia de duda al respecto, por el principio protectorio del art. 3, LDC, y por los fundamentos esgrimidos por el apelante, inclinó la balanza en su favor, sin juzgar si efectivamente operaba dicha complejidad. Como vemos, existe una divergencia en la valoración y subsunción del caso en la norma, lo que para el <italic>ad quem</italic> tornó inaplicable la regla del proceso más abreviado al caso en cuestión; no obstante, ambas instancias dan cuenta de la existencia de esta regla procesal. Ahora bien, sin perjuicio de las disímiles soluciones a las que arribaron una y otra instancia para el caso concreto, sin lugar a dudas, la interpretación que comparten en cuanto a la aplicabilidad del proceso oral a los juicios de consumo es la que luce como la más adecuada, en los términos dispuestos por los arts. 1 y 2 del Código Civil y Comercial de la Nación(8). En este sentido, cabe recordar que cuando el legislador introduce normas de corte procesal en ordenamientos de tipo sustancial, se entiende que tiene en miras establecer pautas mínimas procesales. Ello es a los fines de asegurar la eficacia de las instituciones reguladas, a partir de un tratamiento uniforme de la cuestión en las diferentes jurisdicciones y, generalmente, con el objetivo de propender a un mayor resguardo de derechos que se traduzca en la tutela judicial efectiva de aquellos que han sido consagrados constitucional y convencionalmente (como es el caso de los derechos del consumidor, reconocidos en el art. 42 de nuestra Carta Magna). Dichas pautas son jerárquicamente superiores a las normas procesales locales y son estas últimas las que deben adecuarse a aquellas (art. 31, CN). En este entendimiento, la doctrina afirma que <italic>“ello permite no sólo asegurar una base o estándar de tutela común a todas las provincias (al cual necesariamente deben adecuarse todas las prácticas jurisdiccionales, sean provinciales o federales), sino también garantizar el cumplimiento de los compromisos asumidos en el plano internacional por el Estado nacional, cuya responsabilidad puede verse comprometida por su inobservancia (arts. 8º y 28, aparts. 1 y 2, de la CADH)”(9). En efecto, “las injerencias legislativas del Congreso Nacional en materia de derecho procesal —fundadas en la necesidad de asegurar la eficacia de las instituciones reguladas en los Códigos de fondo— es un fenómeno de vieja data que ha sido explicado y legitimado por una consolidada doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a partir de los casos “Bernabé Correa” —Fallos 138:157—, “Netto” —Fallos 141:254—, “Real de Maciel” —Fallos 151:315—, “Perelló” —Fallos 247:524— entre muchos otros</italic>”(10). En consecuencia, estimamos que si se efectúa una interpretación e integración coherente de la normativa y jurisprudencia, aplicables a casos como el presente, resulta difícil sostener una postura contraria a la asumida por la Cámara de Apelaciones. Por último, cabe resaltar que la decisión analizada y los fundamentos –de orden constitucional– que la sustentan, abren paso a repensar y cuestionar no solo la aplicación del trámite oral a las causas de consumo, sino también otros aspectos procesales vinculados a la temática, por ejemplo, la validez constitucional de la norma que exige, como condición de admisibilidad de la demanda, el cumplimiento de la etapa de mediación prejudicial obligatoria o de la etapa administrativa previa ante el organismo competente (art. 2 y 6 inc. 13- ley 10543). En este sentido, podría sostenerse que ella opera como una barrera más para el acceso a la justicia del consumidor –de manera expedita y efectiva–, en evidente contradicción con el art. 52, LDC, que dispone:<italic> “el consumidor y usuario podrán iniciar acciones judiciales cuando sus intereses resulten afectados o amenazados”</italic>, sin sujetar dicha acción a ningún tipo de instancia previa; y también colisionaría con el propio espíritu del art. 53, LDC, conforme ha sido investigado. <bold>V. Tensiones entre el orden público y la autonomía de la voluntad en materia consumeril</bold> Otro elemento que se hizo presente en las resoluciones dictadas fue el relativo al orden público consumeril. La postura del <italic>a quo</italic> tuvo basamento en el carácter de orden público de la LDC (art. 65) que, a su juicio, tornaba de aplicación obligatoria el trámite más abreviado previsto por la ley local, cuestión que juzgó no disponible por las partes. En primer lugar, cabe precisar que encontrándonos en el ámbito de sujetos de preferente tutela –consumidores– pero en el que, asimismo, se debaten cuestiones de contenido patrimonial, las normas previstas por la LDC pueden ser consideradas, a priori y en general, como de orden público relativo, siempre que se encuentren en juego intereses individuales, como sería el caso bajo análisis, por tratarse del reclamo de un consumidor en particular que pretende una solución sobre una relación jurídica determinada. En este sentido, se ha entendido que: <italic>“el orden público (institución), siempre con la finalidad de limitar la autonomía de la voluntad, produce, entre otros dos efectos: la imperatividad de la norma y la irrenunciabilidad de los derechos adquiridos (…) por un lado tendremos un orden público relativo, cuando sus consecuencias jurídicas se limiten sólo a la imperatividad de las normas o bien sólo a la irrenunciabilidad de los derechos adquiridos (efectos menos intensos, o sea que la limitación de la autonomía de la voluntad es menos severa). Por otro lado se configurará un supuesto de orden público absoluto cuando se generen conjuntamente tanto la imperatividad como la irrenunciabilidad (efectos más intensos, de modo que la limitación de la autonomía de la voluntad es más acentuada)”</italic>(11). Corolario de ello es que “<italic>en principio, cuando el derecho asignado por la norma imperativa tenga contenido patrimonial, se considerará que sólo se encuentra en juego un interés individual y no el de la sociedad, por lo que una vez adquirido su destinatario podrá renunciarlo libremente, configurándose entonces un supuesto de orden público relativo (imperatividad sin irrenunciabilidad)</italic>”(12). Un ejemplo lo encontramos en que el consumidor puede disponer de sus derechos mediante la libre celebración de acuerdos conciliatorios, sin necesidad de conformidad del Ministerio Público Fiscal. Ahora bien, la norma que se encuentra en discusión no es en sí misma una de contenido patrimonial, sino que es del campo procesal. Sobre este punto, existe una gran discusión doctrinaria respecto a la posibilidad de disponer y de realizar pactos procesales, en razón de los fines públicos que tiene asignados el proceso, enderezados hacia la solución de conflictos y a la tutela judicial efectiva. Así, surge el siguiente interrogante: ¿el trámite previsto por el art. 53 de la ley 24240 es o no disponible por las partes? Para una tesitura, en la línea sostenida por Chiovenda, <italic>“la libertad de las partes en la esfera procesal sólo puede resultar de una concesión expresa de la ley”</italic>(13). Este sería el caso, por ejemplo, del art. 1 de la ley 10555 que dispone que las partes de común acuerdo pueden adherir al trámite oral. De otro costado, Peyrano sostiene que<italic> “Indudablemente, hay que asignarle a la voluntad de los litigantes el lugar empinado que le corresponde tratándose de procesos donde se ventilan derechos disponibles y en áreas que admiten una cierta flexibilidad en cuanto a la observancia de ciertas normas procedimentales”</italic>(14). Lo cierto es que la propia ley establece a favor del consumidor la opción de solicitar un trámite más adecuado. Esto encuadraría en lo que Chiovenda llama una <italic>“una concesión expresa de la ley”</italic>. Sin embargo, ello no significa que esté autorizando a las partes a disponer libremente del trámite; en primer lugar, porque solo concede esta facultad al consumidor; y, en segundo, porque si bien los derechos en juego de carácter patrimonial son disponibles, al haberse asignado la propia normativa especial el carácter de una ley de orden público, ha querido con ello favorecer al mismo quien, en tanto sujeto vulnerable, merece una protección diferenciada. En opinión de Mosset Iturraspe, <italic>“la imperatividad de las normas contenidas en la ley de defensa del consumidor surge del propio texto de la ley (art. 65) y de la propia naturaleza de sus normas. Responde a lo que es el orden público de protección” </italic>(15). En otras palabras, el carácter disponible de los derechos del consumidor debe ser entendido, valorado y compatibilizado con el carácter de orden público de la ley. En efecto, estimamos que lo disponible para el consumidor no es el trámite en sí, sino la posibilidad de solicitar otro distinto, petición esta que no es determinante para el órgano decisor. Prueba de ello es que la norma deja en manos del juez la valoración de lo requerido, quien resolverá de manera fundada, haciendo o no lugar y, conforme sostiene la Cámara, en caso de duda estará a lo solicitado por el consumidor, si esto es lo más favorable. Si el legislador hubiera querido otorgar una opción libre al consumidor –o a las partes– así lo hubiese establecido expresamente o bien, no se hubiese preocupado en dictar una norma procesal específica para este tipo de juicios. En atención a lo expuesto, se considera que la norma procesal que instituye el trámite más abreviado no es renunciable ni disponible por las partes, pues, dados los fines que tiene en mira proteger la Ley de Defensa del Consumidor, forma parte de orden público procesal consumeril. Ello es así ya que, como ya fuera expuesto líneas atrás, se trata de pautas mínimas procesales, cuyo objeto es propender a la tutela judicial efectiva de aquellos derechos consagrados constitucional y convencionalmente, en cumplimiento de las obligaciones asumidas en el ámbito internacional. Ahora bien, con relación al fallo comentado, se vislumbra que la Cámara de Apelaciones, para fundar el otorgamiento del trámite ordinario, no se basó únicamente en el pedido del consumidor, lo cual hubiese importado otorgarle a su autonomía de la voluntad el máximo vigor, sino que valoró la petición –dándole el lugar a la autonomía de voluntad que la propia norma autoriza– pero, además, aplicó el art. 3 de la ley 24240 –interpretación más favorable–, por encontrarse en un caso de duda sobre la complejidad de la cuestión(16). En definitiva, con ello queda en evidencia que ninguna de las dos instancias juzgó como libremente disponible el trámite asignado por la LDC a los procesos de consumo, lo cual luce como la solución más acertada. <bold>VI. La errónea identificación del proceso oral como un proceso previsto para causas simples y la pretendida afectación al derecho de defensa</bold> Otro punto que surge de la discusión del fallo de análisis es la asociación que existe en la comunidad jurídica entre proceso oral y causas simples. El recurrente sostuvo que la complejidad de la causa –basada en el diligenciamiento de prueba en extraña jurisdicción– combinada con la aplicación del proceso oral podría acarrearle una afectación a su derecho de defensa y, por ello, solicitó se le imprimiera un trámite más extenso. La Cámara interviniente, como vimos, hizo lugar al pedido, en atención al principio e interpretación más favorable al consumidor, aun cuando no existiera certeza sobre si las circunstancias del caso ameritaban o no un procedimiento diferente. En este orden de ideas, puede decirse que proceso oral es erróneamente entendido como instrumento útil para resolver solo las pequeñas causas cuando, en realidad, se trata de un método de debate y de conocimiento que es amplio, y que –nos animamos a sostener– está preparado para resolver cuestiones o casos difíciles. Así, la inmediación que prevé, a partir de las dos audiencias que lo componen, con la participación efectiva de las partes, permiten lograr a través del uso de la palabra y el entendimiento mutuo, la concreción de acuerdos o, al menos, el cabal entendimiento de los propósitos de los involucrados, lo que facilita enormemente el avance célere del expediente y una resolución más adecuada del conflicto, más allá de la complejidad que presente la cuestión debatida. A este respecto la doctrina enseña que “<italic>hay que destacar que los beneficios de la inmediación consisten esencialmente en una mejor percepción del tribunal acerca de la materia litigiosa y las partes del juicio, pudiendo apreciar de mejor modo su conducta durante el proceso cuando ella pudiere ser un elemento de convicción”</italic>(17). Asimismo, la flexibilidad en orden a los plazos probatorios, en tanto la extensión de estos será determinada en la audiencia preliminar, impacta positivamente en el trámite de la causa, pues permite adecuar el período de prueba a las necesidades y circunstancias del caso particular. En esta línea se ha sostenido que <italic>“el plazo deberá ser fijado prudencialmente por el juez, atendiendo a las especiales características de la tarea pericial encomendada o del informe solicitado, considerando la complejidad de producción de los mismos</italic>”(18). Por otra parte, y en vinculación con lo anterior, consideramos que el proceso oral apreciado en abstracto no vulnera el derecho de defensa de las partes, sino que, por el contrario, integra la propia noción de debido proceso legal. En este sentido, la garantía del debido proceso <italic>“es la idea de un juicio, concebido como una audiencia pública y contradictoria, en el que intervengan las partes, ante un juez o tribunal imparcial, en donde se ejerza el derecho a defensa, se produzca y se controle la prueba, y se dicte una decisión razonablemente fundada en relación al litigio conforme lo acaecido en el mismo” </italic>(19). En efecto, en opinión de la Corte Interamericana, <italic>“para que exista ‘debido proceso legal’ es preciso que un justiciable pueda hacer valer sus derechos y defender sus intereses en forma efectiva y en condiciones de igualdad procesal con otros justiciables...” (Opinión Consultiva OC-16/99, parág. 117)</italic>(20). En este orden de ideas, “<italic>la oralidad consiste en una metodología de producción de la información y su comunicación entre las partes, por un lado, y entre las partes y el tribunal, por el otro. Supone el uso de la palabra y no de la escritura, y no es un elemento que aparezca explícitamente mencionado en los tratados internacionales pero sí —como veremos—, es una derivación directa de los mismos, entendida como el único mecanismo para asegurar ciertamente la inmediación y la publicidad en el proceso</italic>”(21). Cabe entonces afirmar que lo que puede vulnerar el derecho de defensa en juicio no es en sí mismo el diseño del proceso oral sino las decisiones, si se quiere, procesales, que en éste se tomen. Esto es, por ejemplo, que el juez al momento de proveer la prueba, deniegue irrazonablemente un determinado medio probatorio ofrecido o que, tratándose de una prueba a diligenciarse en extraña jurisdicción –como sucedió en el fallo comentado–, otorgue un plazo ínfimo a los fines de su producción, que importe, en los hechos, la necesaria pérdida de la misma por ser de imposible o difícil concreción en el término fijado. Es en esas particularidades en las que debe prestarse especial atención al momento de la fijación del plan de trabajo en audiencia preliminar –y por ende, de la definición de los plazos probatorios–, circunstancias que planteadas por las partes deberán ser valoradas prudencialmente por el magistrado interviniente. Por ello, es posible sostener que los principios de celeridad y economía procesal no necesariamente deben pensarse como enemigos de la defensa en juicio ni de un proceso de debate amplio. Lo que ocurre es que al tratarse de un ordenamiento novedoso y diferente al que estamos acostumbrados, existe una lógica inexperiencia y desconocimiento en relación con la amplitud y modalidad de este tipo de procesos, como con los beneficios que trae aparejados su implementación. Naturalmente, estas circunstancias generan cierta incertidumbre y recelo en los operadores jurídicos, lo que se traduce, en muchas ocasiones, en una identificación con la posible afectación de la defensa en juicio, aunque esto efectivamente no suceda en la práctica; todo ello, de una forma u otra, conspira en contra de la aplicación del proceso por audiencias, a pesar de que hoy en día comiencen a conocerse y ponerse de manifiesto, cada vez más, sus bondades. De lo expuesto, puede concluirse que en la medida en que se respete el debido proceso, el trámite por audiencias será perfectamente compatible con todo tipo de juicios, se trate de causas complejas o simples, puesto que es el que en mayor medida asegura una tutela judicial efectiva al justiciable. <bold>VII. Una propuesta práctica</bold> Para finalizar y a partir de las consideraciones expuestas, sin pretender agotar las posibles modalidades de aplicación práctica de la regla que se considera sentada por la decisión jurisdiccional bajo análisis, creemos oportuno esbozar algunas líneas en esa dirección. Es sabido que el Protocolo de Gestión ya mencionado dispone, en su artículo 1, que <italic>“puede”</italic>