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La conveniencia para el proceso de la carga dinámica de la prueba

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I. Introducción
Se habla, con razón, acerca de que “la prueba es el alma del proceso”, reconociéndose que existe un “derecho a probar” completado por un derecho a una debida y explicitada valoración de la prueba producida. Más aún: hoy resulta válido pergeñar nuevas definiciones del proceso civil, ahora desde la perspectiva probatoria. Así, considerarlo como un espacio democrático de reconstrucción de lo pretérito.
Empero, si la prueba ofrecida –que condiciona en buena medida la obtención de la verdad– no es la adecuada, no se produce por negligencia o impericia o si la producida es deficitaria o insuficiente, el logro de la verdad respectiva resultará perjudicada. Es más: la prueba civil –harto sabido es– sólo puede versar sobre los hechos alegados por las partes que conforman un círculo de hierro que no puede evadir el juez, por lo que si no se han invocado hechos determinantes de la suerte de la litis, es muy posible que la verdad no alumbre en el caso. Igualmente, la consolidación de una cosa juzgada puede llegar a impedir que la luz de la verdad penetre en el recinto del juicio civil, aunque últimamente la proliferación y difusión de las denominadas pruebas científicas ha principiado por relativizar el referido impedimento.
Por todo ello es que, acertadamente, Taruffo señala que la lógica binaria de valores absolutos (“verdadero-falso”) no es utilizable en el derecho probatorio correspondiente al proceso civil. La falta de elementos de prueba significa únicamente que no se ha confirmado la verdad de la hipótesis, no que ésta sea falsa. La falta de elementos de demostración probatoria de una hipótesis produce incertidumbre acerca de ella, pero no la confirmación de la hipótesis contraria (1). Pero tampoco debe perderse de vista que en todo proceso civil contencioso y con contradictorio –excepción hecha de los dirimidos en virtud del funcionamiento de las reglas de distribución de la carga de la prueba que sólo generan una certeza práctica y no alguna suerte de versión con pretensiones de verdadera–, al resolverse, queda delineada una plataforma fáctica que contiene lo que sería la verdad correspondiente al caso.
La doctrina autoral más autorizada se niega a decir que el litigio civil puede generar verdades meramente “formales” o “procesales” distintas de las verdades “histórica”, “objetiva” o “material”, por reputarla una falsa distinción propia de la doctrina alemana decimonónica. Se diga lo que se quiera, la susodicha distinción obedeció al hecho de que años ha se pensaba que el proceso civil era incapaz de desentrañar la verdad, a diferencia del proceso penal. Durante mucho tiempo se reservó al proceso penal la calidad de idóneo para develar la verdad “histórica”, y se le asignó al proceso civil el rol de una suerte de Cenicienta que casi siempre debía conformarse con la mezquindad de una verdad “formal” o “procesal”. Lo relatado explica, asimismo, el funcionamiento de las cuestiones prejudiciales penales, en las cuales, palmariamente, se está expresando que es más confiable el proceso penal que el civil a la hora de demostrar cuál es la plataforma fáctica del caso. Afortunadamente, las cosas han cambiado y ya no impera, irrestrictamente, dicha fatalidad. Pruebas al canto: la popularización y multiplicación de pruebas científicas en el terreno del proceso civil confirman que dicha dicotomía es un anacronismo, si es que se pretende usarla para ensalzar al proceso penal como marco para encontrar la verdad en detrimento del proceso civil.
En el terreno probatorio, la noción de carga de la prueba tiene una trascendencia indiscutible. Inicialmente, cabe decir que es un área que guarda íntima relación con un fracaso de la actividad probatoria, pero también contempla la vía para administrarlo y así evitar el fracaso del proceso civil todo.
El sistema probatorio –por estas latitudes, en materia civil y comercial– gira sobre el concepto de carga procesal, entendida ésta como un “imperativo del propio interés” (por ende de naturaleza incoercible) impuesto a una parte, cuyo cumplimiento puede, eventualmente, traducirse en una ventaja procesal o –por lo menos– en evitarse una desventaja procesal. La carga procesal se singulariza por contribuir a la integración y desarrollo del proceso; y en especial sobre su vertiente más rica cual es el de la carga probatoria. Tanto es así que durante mucho tiempo fue la única aplicación de la noción de carga procesal, no obstante que la noción de “carga procesal” es un concepto técnico que sustenta y explica muchos aspectos del proceso civil. Cabe acotar que el rol asumido hoy por dicho concepto fue cumplido, aunque de manera no totalmente satisfactoria, por la noción de la “necesidad práctica de probar”, allá por los albores de la ciencia procesal.
Provisoriamente pero con bastante proximidad a su descripción definitiva, se ha manifestado que carga de la prueba es una noción procesal que contiene la regla de juicio por medio de la cual se le indica al juez cómo debe fallar cuando no encuentre en el proceso pruebas que le den certeza sobre los hechos que deben fundamentar su decisión, e indirectamente establece a cuál de las partes le interesa la prueba de tales hechos para evitarse las consecuencias desfavorables. Constituye, sin duda, la espina dorsal del proceso civil, por más que su incorporación expresa a los textos codificados fue tardía y reciente.
Señalábamos al principio que el tema que concita nuestra atención es la crónica del fracaso de la actividad probatoria, porque parte de la premisa de que las hipótesis afirmadas por los contradictores no han logrado reunir elementos de prueba suficientes para considerar que se está ante una versión aceptable. Por supuesto que esa regla no puede entrar en juego cuando al menos una de las hipótesis sobre el hecho está dotada de un grado de confirmación probatoria suficiente para considerar que constituye una versión aceptable del hecho.
La solución que dirime el juicio en función de la regla de la carga de la prueba y frente al fracaso de la actividad probatoria, no convalida la falsa distinción entre verdad material y verdad formal, tan cara a la doctrina alemana decimonónica.
Conocido es que el juez civil no puede librarse de proporcionar certeza jurídica a los litigantes mediante la emisión de un non liquet. Por lo que, en verdad, lo que se intenta disipar con el sistema en estudio es la incertidumbre sobre un hecho invocado, sin que se persiga la obtención, a todo trance, de la verdad, sea ésta material o formal. Taruffo enseña que la ley procesal regula las modalidades de decisión en el caso en que la falta de pruebas deja incierta la hipótesis sobre el hecho. En realidad, la situación de incertidumbre debería llevar a un pronunciamiento de non liquet. Habida cuenta de que éste está proscripto en materia procesal civil, entran en juego las reglas de la carga de la prueba que posibilitan en cualquier caso adoptar una decisión jurisdiccional. No puede permitirse la permanencia de la incertidumbre sobre el hecho en cuestión. Caso contrario, ello involucraría, fatalmente, que fracasara el proceso civil respectivo, por admitir un non liquet contrario a los tiempos que corren.
El sistema de la carga de la prueba posibilita que, en cualquier supuesto, sea posible que el juez civil se pronuncie sobre el mérito del debate. La resolución judicial dictada sobre la base extrema del sistema (ninguna de las hipótesis fácticas aseveradas ha logrado el aval de elementos de juicio suficientes para ser considerada “probada”) es una decisión que goza de la misma jerarquía que la que cuenta la adoptada sobre el funcionamiento de las bases de uso más corriente. Dicha decisión “extrema” es de índole sustitutiva puesto que la regla de la carga de la prueba reemplaza a la ponderación de las pruebas en el momento de resolver, pero ello, insistimos, no importa demérito alguno. El funcionamiento del sistema de la carga de la prueba se da no sólo respecto del pronunciamiento de mérito sino también en relación de resoluciones interlocutorias que deban emitirse sobre la base de hechos probados.
Finalmente, es preciso tener en cuenta que la regla de la carga de la prueba es más bien una regla de juicio que una regla de prueba, poniéndose de manifiesto su real importancia cuando no concurre prueba o ella es insuficiente, porque en tal caso se debe fallar contra la parte que ha corrido el riesgo de no probar. Más que distribuir la prueba, reparte las consecuencias de la falta de prueba o certeza, y las normas que la regulan son de naturaleza procesal.
El asunto que ahora trataremos ha sido ocasión de frecuentes yerros, de los cuales no hemos estado exentos. Así es que en otra oportunidad sostuvimos que las normas de distribución de la carga de la prueba apuntan a determinar quién debía probar determinado hecho, cuando lo correcto es decir que establecen cuál de las partes corre el riesgo procesal de que cierto hecho no resulte probado o de que la prueba colectada sea insuficiente. Es que la prueba en cuestión puede ser proporcionada por el accionar oficioso del tribunal y aun por el proceder de la contraparte quien, por ejemplo, puede admitir expresa o tácitamente cierta aseveración fáctica de su contrincante.
En la actualidad, media un cierto consenso en que no tienden a conseguir una “verdad formal” sino en lograr, como fuere y en cualquier supuesto, una declaración de certeza. También hay acuerdo en que se trata de normas imperativas de las que el juez no se puede desentender sin incurrir en violación de la ley y en causales casatorias de impugnación. Igualmente, concurre el convencimiento –fundado en razones lógicas– acerca de que, como regla, debe distribuirse la carga probatoria y no colocarse sobre los hombros de una sola de las partes.
Se registran cronológicamente muy diferentes posiciones en el curso de la llamada “historia del dogma de la carga de la prueba”, que no nos ocuparemos aquí de reseñar. En cambio, nos limitaremos a recordar que recién en el Derecho justinianeo apareció el principio que debía probar quien afirmaba la existencia o inexistencia de un hecho como base de su acción o excepción, lo que fue retomado en la Edad Media; época esta en la cual, cuando el demandado se limitaba a negar que fueran ciertos los hechos afirmados por la actora, estaba exento de probar esa negativa. Las Partidas se mantuvieron fieles a esa verdadera regla áurea condensada en la vieja máxima romana Ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat que significa que incumbe la prueba a la parte que formula la afirmación y no a la que niega.
Bastante después surgió la teoría chiovendiana de la partición de los hechos invocados en la demanda y en la contestación (constitutivos por un lado; impeditivos, modificativos y extintivos por el otro), que asigna la carga probatoria según fuere la calificación de los hechos alegados. Más allá de su insuficiencia para solucionar algunos casos extremos, lo cierto es que también padece lunares derivados de que resulta difícil, a veces, distinguir de cuál especie de hecho se trata y de que también en algunos supuestos la actora puede alegar hechos impeditivos o extintivos. Como fuere, en algunas jurisdicciones argentinas, a falta de normas legales expresas, la doctrina judicial sigue echando mano a la vieja enseñanza chiovendiana, sin mayores sobresaltos.
Como propuesta superadora, apareció la teoría normativa de Leo Rosenberg cuyo ideario puede así sintetizarse: “cada parte debe afirmar y probar los presupuestos de la norma que le es favorable”. Ella ha sido claramente adoptada por el artículo 784 del Código Judicial panameño. Dicha propuesta fue luego mejorada, según algunos, por Micheli, para [el que] quien soporta la carga de la prueba respecto de un hecho, [es] la parte que pretende deducir de él un efecto jurídico. Interpretamos que a pesar de contar con una presentación más pulcra y científica, detrás de las propuestas de Rosenberg y Micheli reaparece, casi sin cambios, la vieja distribución chiovendiana. Vale decir que el peso de la prueba a la luz de las teorías de Rosenberg y Micheli no se altera, en la gran mayoría de los casos, cuando se aplica el venerable, pero todavía usable, esquema chiovendiano.
Conocido es en el terreno procesal civil –como sostuviéramos supra– que si algo no pueden hacer los jueces es mantener un estado de incertidumbre jurídica. Es que el Derecho posee una naturaleza práctica que determina que, a todo trance, las dudas jurídicas que puedan aquejar a los protagonistas del proceso y al propio magistrado interviniente deben ser zanjadas. Del Vecchio enseñaba: “Ningún argumento es tan adecuado para demostrar la naturaleza eminentemente práctica del Derecho, y su plena y perfecta adherencia a la vida, como el siguiente: no hay interferencia alguna entre hombres, no hay controversia posible, por muy complicada e imprevista que sea, que no admita y exija una solución jurídica cierta. Las dudas e incertidumbres pueden persistir durante largo tiempo en el campo teórico. Todas las ramas del saber, y la misma jurisprudencia como ciencia teórica, ofrecen ejemplos de cuestiones debatidas durante siglos y a pesar de ello no resueltas todavía y tal vez insolubles; pero a la pregunta “quid iuris?” ¿cuál es el límite de mi derecho y del ajeno? debe, en todo caso concreto, poder darse una respuesta, sin duda no infalible, pero prácticamente definitiva” (2). Igualmente, Calamandrei –en su memorable ensayo dedicado a marcar las diferencias entre el juez y el historiador– decía: “El juez, aun en aquellos casos en que el historiador permanecería en la incertidumbre, debe a toda costa llegar a una certeza oficial; y a tal objeto la ley le proporciona, para ayudarle a salir del piélago de dudas, ciertos recursos un poco ordinarios, pero expeditivos, que sirven para transformar la perplejidad psicológica en certeza jurídica; tales son, en el proceso civil, las reglas sobre la distribución de las cargas de la prueba, que establecen sobre cuál de las partes debe recaer la falta de certeza del juez acerca de alguno de los hechos controvertidos…”(3). No puede extrañar, entonces, que el orden jurídico contemple normas de clausura de los distintos sistemas jurídicos que le posibiliten al juez resolver cuestiones cuya solución no se encuentra expresamente prevista o que la sustanciación de la causa no ha hecho cesar la incertidumbre acerca de “donde está el Derecho” en el espíritu del magistrado. Dichas normas de clausura son plurales y variopintas. Así, puede citarse desde una perspectiva general, la consistente en el argumento a completudine, o de la “completitud” del sistema jurídico: “es un procedimiento discursivo según el cual, en virtud de que no encontramos una proposición jurídica atribuyendo una calificación jurídica cualquiera a cada sujeto con relación a cada comportamiento materialmente posible, debemos concluir sobre la validez y la existencia de una disposición jurídica que atribuya a los comportamientos no reglados de cada sujeto una calificación normativa particular: o siempre indiferentes o siempre obligatorios, o siempre prohibidos o siempre permitidos…”; traducida habitualmente por los textos constitucionales en su variante “lo que no está prohibido se encuentra permitido”, tal y como lo prescribe el “principio de reserva” en favor de los ciudadanos.
Asimismo, la presunción de inocencia –tan cara al proceso penal– constituye una norma de clausura. Finalmente, la regla de la carga de la prueba, proporciona una muy rendidora norma de clausura en sede civil. La volveremos a reseñar en las líneas que siguen.
La regla de la carga de la prueba distribuye el riesgo procesal frente a la falta o insuficiencia de prueba, es decir establece cuál de las partes corre el riesgo de que no sea satisfecho el onus probandi respecto de determinado hecho controvertido. En verdad, las plurales reglas de distribución del esfuerzo probatorio existentes se sintetizan, de algún modo, en la llamada regla áurea de todo el aparato distributivo del onus probandi: “quien afirma, debe probar”. Ahora bien: ¿cuál es el riesgo procesal corrido? Pues que el juez deba fallar contra quien debía correr el riesgo procesal del caso, en el supuesto de que no hubiera levantado la carga probatoria correspondiente. Si bien se mira, las disposiciones distributivas del onus probandi son más normas de decisión que de Derecho probatorio.

II. La doctrina de las cargas probatorias dinámicas
Corrido el tiempo, aparecieron mecanismos tendientes a tomar nota y en alguna medida a remediar desequilibrios existentes entre las partes a la hora de acreditar sus versiones fácticas. Dichos mecanismos involucran, en mayor o menor dosis, un apartamiento de la regla de igualdad procesal probatoria, escolarmente concebida, conforme la cual cabe partir –siempre y en todos los casos– de probar cabalmente los presupuestos de hecho de los contradictorios, siendo inaceptable que merced a distorsiones probatorias u otros artilugios se alivie o sobrecargue el esfuerzo probatorio de alguno de los litigantes.
Entre los referidos mecanismos destaca la llamada “doctrina de las cargas probatorias dinámicas”. Se dio a conocer hace varios lustros (circa 1978) y en su origen fue solamente una solución pretoriana, que en su variante más difundida se traduce en que frente a situaciones excepcionales que dificultan la tarea probatoria de una de las partes, se debe desplazar el esfuerzo probatorio respectivo hacia la contraria, por encontrarse ésta en mejores condiciones de acreditar algún hecho o circunstancia relevante para la causa.
Luego, la doctrina que nos ocupa fue objeto de un verdadero espaldarazo científico en el curso del XVII Congreso Nacional Argentino de Derecho Procesal donde, entre otras cosas, se declaró lo siguiente: “La temática del desplazamiento de la carga de la prueba reconoce hoy como capítulo más actual y susceptible de consecuencias prácticas a la denominada doctrina de las cargas probatorias dinámicas, también conocida como principio de solidaridad o de efectiva colaboración de las partes con el órgano jurisdiccional en el acopio del material de convicción. Constituye doctrina ya recibida la de las cargas probatorias dinámicas. La misma importa un apartamiento excepcional de las normas legales sobre la distribución de la carga de la prueba, a la que resulta procedente recurrir sólo cuando la aplicación de aquéllas arroja consecuencias manifiestamente disvaliosas. Dicho apartamiento se traduce en nuevas reglas de reparto de la imposición probatoria ceñidas a las circunstancias del caso y renuentes a enfoques apriorísticos (tipo de hecho a probar, rol de actor o demandado, etc.). Entre las referidas nuevas reglas se destaca aquella consistente en hacer recaer el onus probandi sobre la parte que está en mejores condiciones profesionales, técnicas o fácticas para producir la prueba respectiva”.
Después, se produjo su asunción por la Corte Suprema de Justicia de Argentina en “Pinheiro”, precedente que sirviera de firme puntada inicial a la consolidación de una jurisprudencia, hoy casi sin fisuras, que aplica la doctrina en comentario aun a despecho de la inexistencia de texto legal expreso sobre el punto.
En la actualidad y en el plano legislativo, no son todas sino sólo algunas provincias argentinas que han preferido su regulación explícita. Podemos enumerar, por orden cronológico, a La Pampa, Corrientes, Santiago del Estero y San Juan. Siempre en el plano de lo legal (o paralegal), a continuación pasaremos revista a construcciones normativas significativas que han sumado a la doctrina en cuestión a sus textos: a) el artículo 217 de la Ley de Enjuiciamiento Civil española; el artículo 12 del Código Modelo de Procesos Colectivos para Iberoamérica del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal; el artículo 167 de nuevo Código Procesal Civil de Colombia; y el nuevo Código Procesal Civil de Brasil que ya ha recibido media sanción del Senado federal de dicho país.
Como advertirá el lector, el crecimiento y propagación de la doctrina que venimos analizando ha sido incesante y poderoso. No puede ello extrañar, porque representa un homenaje a las circunstancias del caso que, en determinadas oportunidades, no es que aconseje sino que exige aligerar el esfuerzo probatorio que soporta alguna de las partes en litigio.
Ahora bien: en lo medular, ¿qué es, de qué se trata la mencionada doctrina? Pues desde un punto de vista –si se quiere– más especulativo, se caracteriza porque procura respetar las diferencias y de algún modo privilegiar la consagración de un Derecho flexible (como quería Carbonnier) o dúctil. Ferrajoli permanentemente predica sobre la necesidad de respetar las diferencias y la conveniencia de no permanecer indiferente frente a lo distinto, vale decir acerca de lo impostergable de un hacer algo en pos del referido respeto. Conocido es que al filósofo francés de raíces estructuralistas Gilles Deleuze –autor, junto a otros muchos libros, de “Diferencia y repetición” (1968)– se lo reconoce como el pensador de la “diferencia”. Básicamente, sus enseñanzas parten de que la “repetición”, el canon, el orden establecido, contribuye a construir “codificaciones” que posibilitan su más sencillo consumo por los usuarios del sistema de que se trate. Claro está que ello presenta la desventaja de la “cristalización” de los conocimientos y la palmaria dificultad resultante por abrirse a lo nuevo y diferente.
Durante un largo lapso y aun luego de haber sido plenamente incorporado al lenguaje procesal el concepto de “carga probatoria”, se diseñaron las reglas de la carga de la prueba como algo estático, conculcando así, a nuestro entender, el espíritu de su primer mentor, quien siempre concibió su teoría del proceso como una consideración dinámica de los fenómenos procedimentales (4). Ocurrió entonces que, adoptando una visión excesivamente estática de la cuestión, los doctrinarios “fijaron” (y aquí este verbo deber ser entendido de un modo literal) las reglas de la carga de la prueba de una manera demasiado rígida, y sin miramientos, además, para las circunstancias del caso; circunstancias que, eventualmente, podrían llegar a aconsejar alguna otra solución. De tal guisa, por ejemplo, se decía que en cualquier caso y contingencia los hechos constitutivos (es decir, los invocados por el actor en el escrito de demanda) deben ser probados por quien demanda dentro de un proceso de conocimiento, mientras que los hechos impeditivos, modificativos o extintivos –o en general, cualesquiera que alegara el demandado y que fueran distintos de los invocados por el actor– debían ser acreditados por el demandado. Y punto.
Hasta tiempos no demasiado distantes, el tema no se prestaba a mayores sutilezas. Básicamente, las reglas de la carga probatoria seguían siendo estáticas y no eran otras que las arriba reseñadas, en cuanto a lo fundamental. Pero ya más modernamente, la praxis –una vez más– alertó a la doctrina respecto de que dichas bases resultaban a veces insuficientes o bien inadecuadas.
En otras palabras, se empezó a reparar en que ni eran bastantes ni contaban con la flexibilidad que sería de desear. Por ello fue que, paulatinamente y al impulso de decisiones judiciales que procuraban la justicia del caso, comenzaron a nacer reglas acerca de la carga de la prueba que, inclusive, desbordaron el encuadre que realizó del tema el legislador contemporáneo. Adviértase, en este orden de ideas, que –por ejemplo– el mismo art. 377 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación (que incorpora la teoría normativa de Rosenberg al igual que el Código Judicial panameño), que significó un avance técnico con relación a la anterior situación “superestática” tradicional –ligada indisolublemente a la discriminación entre hechos constitutivos, modificativos, impeditivos y extintivos–, no resulta en todos los supuestos idóneo para indicar con acierto quién debe soportar, desde una correcta perspectiva axiológica, la carga de probar ciertos hechos controvertidos.
Resulta ser que la vida y hasta el propio sentido común permitieron descubrir coyunturas en las cuales el referido apriorismo en materia de esfuerzos probatorios funcionaba mal. Así, v.gr, la regla de distribución de las cargas probatorias según la cual se debe colocar la carga respectiva en cabeza de la parte que se encuentre en mejores condiciones para producirla. Así, v.gr., establecida la separación de hecho sin voluntad de unirse, se encuentra en mejores condiciones (por conocer las intimidades de la pareja) de probar su inocencia (o la culpabilidad del otro cónyuge) en orden a conservar su vocación hereditaria, el cónyuge supérstite que los causahabientes del cónyuge fallecido (5).
Hemos explicado de qué se trata la doctrina que nos ocupa, sus antecedentes, aplicaciones y lo que entraña; resta tan sólo aportar la línea argumental que puede utilizarse para invocársela inclusive en lugares donde no haya sido legalmente regulada, cual es el caso de Panamá. Por de pronto, cabe recordar –porque interesa para el desarrollo de la temática que estamos abordando– que la regla de la sana crítica es una fórmula de antigua prosapia (6) que en un principio se utilizó para valorar la prueba testimonial, pasando luego a constituir regla general para la apreciación de las pruebas. Con ella se procuró identificar un sistema de valoración judicial de pruebas, intermedio entre el método de prueba legalmente tasada o de valoración apriorística y el de íntima convicción o de apreciación en conciencia. Cabe acotar que las reglas de la sana crítica no sólo se invocan para valorar las resultas de los distintos medios de prueba, sino también por ser el eje, explicación y justificación de plurales novedades doctrinarias y jurisprudenciales que presenta el Derecho probatorio actual. Así, vgr., sirven para legitimar la “prueba difícil” (que es aquella que versa sobre una cuestión cuya prueba, objetivamente, escapa a lo normal y corriente, lo que convalida que se aligere el rigor probatorio). Precisando más las cosas, decimos: “Las ‘reglas de la sana crítica’ son pautas valorativas de la prueba contingentes y variables según el tiempo y lugar de que se tratare –conformadas por una mixtura entre la experiencia y los principios lógicos del buen pensar”. Algunos autores suman a la referida “afortunada” combinación de Lógica y experiencia, otros ingredientes (7). Ya hemos tenido ocasión de señalar lo siguiente: “Pero también –continuando en materia probatoria– deberán aplicar adecuadamente las reglas de la sana crítica y así no valorar los elementos de convicción producidos de igual modo y con el mismo recelo: lo diferente se debe valorar distinto. Dicha aplicación adecuada es la que legitima, por ejemplo, las siguientes figuras pretorianas: pruebas leviores, prueba difícil y cargas probatorias dinámicas” (8).
Insistimos en decir que se han ensayado diversas y fundadas justificaciones acerca de la validez intrínseca de dicha doctrina, pero posiblemente la que prevalece es la que considera al imaginario de las cargas probatorias dinámicas una derivación de las reglas de la sana crítica, especialmente de la que establece que “lo diferente no puede ser valorado con el rasero del común”, tal como se declarara en las Quintas Jornadas Bonaerenses de Derecho Civil, Comercial e Informático celebradas en Junín (Argentina) en octubre de 1992. Vale decir que el apartamiento de las reglas tradicionales distributivas delonus probandi se encuentra legitimado frente a una situación distinta de las habituales y por imperio de una de las reglas de la sana crítica.Bien se ha expresado que la utilización de la doctrina de las cargas probatorias dinámicas por los jueces al tiempo de “sentenciar constituye también una aplicación de la sana crítica en la valoración de los medios probatorios. Así lo establece el artículo 139.2 del Código General del Proceso del Uruguay, al señalar que ´La distribución de la carga de la prueba no obstará a la iniciativa probatoria del tribunal ni a su apreciación, conforme con las reglas de la sana crítica, de las omisiones o deficiencias de la prueba’, norma que consagra también el ideario de las cargas dinámicas, pero con el acento puesto en la regla de juicio y no en la distribución subjetiva de la carga probatoria. No debe soslayarse que se trata de compatibilizar razonablemente las reglas sobre distribución de la carga probatoria con la aplicación de la sana crítica no sólo en la valoración de la prueba sino también respecto de todos los elementos de la causa, entre los que se encuentra el análisis de las dificultades probatorias” (9). Eso sí: se coincide en que la doctrina que estamos examinando es de excepción. Sobre el particular se ha consignado lo siguiente: “Sus caracteres más salientes radican en que –en tanto nació como una doctrina de origen pretoriano, para evitar conclusiones abstractas sobre la prueba a las que conduce en ocasiones la aplicación de las normas sobre carga probatoria– constituye un instituto de excepción, sólo aplicable a los casos de prueba difícil (v. gr., procesos de simulación invocada por un tercero, responsabilidad por mala praxis médica, nulidad de matrimonio, acciones de filiación y, en general, todo caso en que existan dificultades probatorias para quien afirma un hecho, ya sea por la naturaleza del hecho a probar o por las circunstancias de su acaecimiento” (10).
Así las cosas, el tenor del artículo 781 del Código Judicial panameño da recibo a las reglas de la sana crítica como pauta valorativa de la prueba judicial, pero también, por lo dicho, viene a proporcionar legitimación a la aplicación de la doctrina de las cargas probatorias dinámicas en Panamá, por más que no se encuentren expresamente reguladas.

III. De la conveniencia de que se legisle acerca de la doctrina de las cargas probatorias dinámicas
En primer lugar, se daría por tierra con el fácil argumento negatorio consistente en expresar que la falta de texto legal condena al instituto. Es una línea argumental cómoda porque releva a sus mentores de todo esfuerzo intelectual pues “vestibularmente” la consideran fuera de toda ponderación por no contar con consagración legal expresa. Sin recurrir a argumentaciones jusfilosóficas acerca de que la ley no es la única fuente del Derecho, nos permitimos consignar que desde mediados del siglo pasado dicha línea de pensamiento es absolutamente descartable. Más aún: su adopción generalizada hubiera determinado un pernicioso inmovilismo del horizonte jurídico.
Alguna vez se ha pretendido impugnar la doctrina de las cargas probatorias dinámicas imputándole inutilidad, porque lo que intenta solucionar estaría ya resuelto por la aplicación irrestricta de las reglas distributivas del onus probandi, tales como las contenidas en el artículo 784 del Código Judicial panameño. En verdad, la aplicación irrestricta de la teoría normativa de Rosenberg, distributiva de la carga probatoria, no dista demasiado de la tesis chiovendiana sobre la materia. Es que en ambos casos se traducen en rispideces, tal como la consistente en constreñir a la víctima de una mala praxis quirúrgica acreditar los hechos demostrativos de la culpa del equipo médico interviniente cuando este último se encuentra en muchas mejores condiciones para consumar dicha faena probatoria. Dicha condenable imposición puede redundar en un injusto rechazo a la pretensión resarcitoria con escarnio para el valor justicia. Más aún: podría sostenerse –por vía de hipótesis– que son parejas las exigencias probatorias para las partes en cuanto a la demostración de los hechos que asignan o relevan de culpa, ninguna de ellas logre probar cabalmente donde reside ella. ¿Qué hacer frente a dicha situación? Pues, obviamente, como se ha visto, todo sistema probatorio debe contar con una válvula de escape que determine cómo resolver cuando no existe prueba suficiente producida, ineludiblemente, se debe precisar quién debe resultar vencedor y quién vencido en la emergencia, cuando ambos litigantes han fracasado en el terreno probatorio. Parece, realmente, más valioso que sea considerada vencedora la parte que se encontraba en peor situación para generar la prueba que le incumbía. Entonces, la incorporación legislativa de la doctrina de

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