<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold><italic>SUMARIO: 1. El cambio de mentalidad en el Derecho Procesal. 2. El acceso a la Justicia en la Constitución reformada. 3. Los derechos colectivos. 4. La acción popular. 5. Los derechos implícitos. 6. El temor a la acción popular. 7. El derecho público a litigar y el derecho público a participar. 8. Conclusión </italic></bold></intro><body><page><bold>1. El cambio de mentalidad en el Derecho Procesal</bold> Nuestra Universidad mediterránea, próxima a cumplir los cuatrocientos años, nos ha preparado desde fines del siglo XIX para un proceso “adversarial”, un proceso de confrontación o choque entre intereses particulares contrapuestos, donde el “derecho subjetivo”, expresamente consagrado como exaltación del individualismo, otorga a su tenedor “acción” para demandar su tutela ante el órgano jurisdiccional. Así, durante muchísimo tiempo, la acción estuvo adosada al derecho subjetivo. Diríamos que no fue más que la contracara procesal del derecho sustancial: quien tenía un derecho, tenía acción para postularlo en juicio. Ello se debe principalmente a nuestra concepción individualista del derecho, asociada siempre a la idea de “propiedad”, de raigambre romanista <italic>(utendi, fruendi et abutendi)</italic>. Sin embargo, la acción y el derecho subjetivo no son uno, y quien tiene acción para presentarse ante el órgano jurisdiccional para hacer valer una pretensión, puede que no tenga ningún derecho subjetivo que lo ampare(2). Nuestra legislación nos dice que para intentar una acción como para contradecirla es necesario un interés como condición necesaria para poner en juego la actividad jurisdiccional. La doctrina, haciendo una elaboración más compleja de las palabras de la ley, le denomina derecho subjetivo y realiza una clasificación por grados, y con relación a su mayor intensidad o fuerza los categoriza en: 1) derecho subjetivo; 2) interés legítimo y 3) interés simple. Y a partir de esa clasificación, elabora tres principios que podríamos enunciar así: a) sin interés no hay acción; b) el interés es la medida de la acción y c) la acción se agota con su ejercicio. Hoy creemos que el desafío es distinto, que es preciso “tocar el Arca Santa”, es decir, la idea admitida e indiscutida del Derecho Subjetivo, sobre todo en lo que a la “legitimación para obrar” respecta, no para destruirla, sino para afirmarla en sus cimientos, desbrozándola de adherencias inconvenientes o contrarias a la función social que está llamada a desempeñar. Y ese cambio de mentalidad, ese nuevo derecho procesal del siglo XXI, comenzó a perfilarse en el denominado movimiento de acceso a la justicia, nacido en Florencia, Italia, en 1978. No sólo el acceso a la justicia desde el punto de vista de la jurisdicción, sino con relación a los nuevos derechos: el derecho a la salud o vida sana, a tener una vida plena y también una muerte digna, a estar informado, a la cultura, a la preservación del medio ambiente (que involucra el derecho de las generaciones futuras), en suma: el derecho a participar. La clásica trilogía del derecho procesal acción - proceso - jurisdicción comienza a ceder ante la “legitimación”, que es hoy el gran desafío de los especialistas de este nuevo siglo, decía el maestro Morello. Sin embargo, nuestros ordenamientos adjetivos prácticamente desconocen el concepto mismo de legitimación(3). <bold>2. El acceso a la Justicia en la Constitución reformada</bold> El ciudadano con su demanda pone en marcha la actividad jurisdiccional, y bien sabemos que la demanda judicial no constituye propiamente la manifestación tangible del derecho constitucional de peticionar a las autoridades, porque la “petición” es cualquier requerimiento de satisfacción de un interés individual o colectivo, pero que se agota en el acto de pedir, sin que el resultado que se espera sea obligatorio para la autoridad. La demanda judicial constituye un acto de “postulación” que no significa sólo pedir, sino que tiene el sentido de reclamación o queja con derecho a una respuesta concreta. Respuesta que compete al Estado a través de sus órganos jurisdiccionales. La demanda judicial, entonces, constituye la materialización del derecho a la acción, que el Estado debe satisfacer abriendo una instancia y obligándose a decidir sobre la pretensión que constituye el objeto material o jurídico de la acción. Y como el Estado ha asumido el monopolio de la decisión jurisdiccional, ha contraído, consecuentemente, la obligación de dirimir los conflictos que le sean sometidos por los particulares, aunque no encuentre en la legislación positiva la solución al caso que se le lleva a resolución (art. 15, Cód. Civil). Con referencia a la legitimación activa, cabe preguntarnos si la expresión “toda persona” del art. 43, CN, se refiere únicamente a aquel que resulte agraviado en un derecho personal, propio, directo, esto es, el titular de un derecho subjetivo, o si puede ampliarse el concepto pensando que esa persona puede actuar también por un interés de la colectividad en su conjunto. El maestro Bidart Campos(4) lo señala con mayor claridad diciendo: “Seguramente no está mal, hoy día, reconocer que quien titulariza un derecho debe disponer de la acción para postularlo en un proceso ante un tribunal. No obstante, la fórmula habría de emerger de su abreviatura para aclararse con proyecciones clarificadoras, y lo proponemos así: a) quien cree que titulariza un derecho debe disponer de la acción para articularlo en un proceso; pero b) en rigor, será la sentencia la que, recién al cabo de ese proceso, deje bien establecido si quien creyó titularizar un derecho, realmente tenía ese derecho; o no; por ende, c) el sentido de la frase “quien tiene derecho, tiene acción”, ha de significar que “quien invoca un derecho en juicio, debe tener acción” para que el juez tramite el proceso a cuyo término quedará establecido si en verdad era titular del derecho alegado, o no lo era; de tal manera que d) hay que independizar la acción del derecho que postula quien ejerce la acción, porque no es exacto definir la acción como el derecho a defender en juicio “un derecho”, ya que al momento de interponer la acción es prematuro dar por cierto que mediante ella se da cauce procesal a un derecho, que quedará o no declarado, reconocido o constituido cuando el proceso finalice con la sentencia firme y pasada en autoridad de cosa juzgada; por consiguiente, e) cuando se encara la acción hay que presuponer que en múltiples casos quien ejerce la acción no es titular del derecho en cuyo nombre la deduce; de tal modo, f)¿cómo reconocer, admitir y dar curso procesal a una acción cuando todavía se ignora si el derecho invocado es realmente un derecho que pertenece a quien interpone la acción?; g) de lo expuesto se infiere que el derecho sustancial alegado a través de la acción necesita adquirir certeza -o rechazo- después de tramitado el proceso, con la sentencia firme, y ello alcanza y sobra para visualizar la acción no sólo con independencia del derecho sustancial, sino como un derecho autónomo, consistente en la capacidad del justiciable de acudir ante un tribunal para que éste le resuelva la pretensión que articula en el proceso; en otras palabras sumamente sencillas, h) la acción alude al derecho de obtener la prestación de justicia involucrada en la función propia de los órganos jurisdiccionales que tienen a su cargo la administración, la impartición o el servicio de justicia -como más guste decirlo-: i) avanzando más, hasta en el vocabulario constitucional actualmente en curso, la acción se identifica con el derecho a tutela judicial efectiva, que tradicionalmente se ha venido denominando derecho a la jurisdicción o derecho de acceso a los tribunales”. No es nuestra intención aquí pesquisar la naturaleza jurídica de la acción; simplemente queremos destacar que a partir de la denominada Escuela Científica(5), sus integrantes han tratado de demostrar la autonomía del poder de acción con relación al derecho subjetivo que se hace valer en juicio. La acción no se identifica con el derecho. Es algo independiente, que cuenta con arraigo constitucional. <bold>3. Los derechos colectivos</bold> En los últimos ocho años se ha comenzado a debatir sobre el proceso colectivo con mucha frecuencia entre los juristas; ello a pesar de que nuestro país no cuenta con normas de avanzada sobre el tema ni existe una sistematización de doctrina o jurisprudencia relacionada con la tutela jurídica de los mal denominados “intereses difusos, colectivos o individuales homogéneos”. La dura realidad en cuestiones de impacto ambiental ha puesto a nuestros jueces a resolver casos legalmente complejos y de gran trascendencia social sin contar con una legislación (sustancial y procesal) adecuada, estando éstos obligados –por imperativo legal, art. 15, CC–, a sentenciar. La mayor parte de la doctrina, tomando como base el proyecto de Código Modelo de Procesos Colectivos para Latinoamérica, postula una clasificación tripartita de los denominados intereses colectivos o supraindividuales, dividiéndolos en derechos difusos, derechos colectivos y derechos individuales homogéneos. Toda clasificación es siempre parcial; cada autor tiene en cuenta determinados caracteres para realizar la suya y ellas poseen más sabor docente que esencia diferenciadora. Decir “derecho o interés difuso” constituye para nosotros una <italic>contradictio in terminis</italic>, pues involucra adjetivar al sujeto “interés” con una condición incompatible con su esencia, que es, precisamente, su concretidad. Hay quien sostiene que el término “difuso” alude a la “difusión(6)” de un concepto o un interés. Quizás etimológicamente puedan tener algo de razón, pero semánticamente y referido a nuestro interés específico, que es el de adjetivar los derechos, la explicación no se adecua a aquel. Difuso proviene del latín <italic>diffusio</italic>, efusión, desbordamiento o<italic>diffusus</italic> extendido, extenso, desparramado, disperso. De manera que el interés, que es concreto o los derechos, que siempre se refieren a intereses, nunca pueden adecuarse al referido sentido logomáquico. Supongamos el caso de alguien que tiene un “interés” (altruista, desde luego) en que no corten los árboles de un paseo público. El interés así resulta concretado en lograr que se mantenga la arboleda, lo cual es absolutamente concreto. Puede también manifestar que no se altere un sistema ecológico equilibrado, sin especificar qué ejemplares deben protegerse, pero por ello no vamos a decir que su interés es disperso, desparramado o impreciso (difuso), pues el sujeto de la oración ya no es “los árboles del paseo”, ni aun los que pueblan el área cuya protección se pretende, sino el “sistema ecológico” afectable, lo cual no puede ser más concreto. Desde luego que hay algo “difuso”, extendido, desparramado, disperso y hasta indeterminado y esos son los sujetos beneficiarios, que pueden ser reales, hipotéticos, previsibles o no, etc., y serán todos los que de una manera u otra, por su permanencia o en tránsito, reciban los beneficios del área que pudiese resultar afectada y, por ende, sus derechos a los beneficios. Entonces, la denominación más ajustada a la esencia de ese tipo de derechos es la que, en definitiva, utiliza la Constitución Nacional, “derechos de incidencia colectiva en general” (art. 43, 2º párrafo, CN). Por tanto, consideramos que la denominación de “intereses” o “derechos difusos” resulta inadecuada. Así también consideramos que el argumento de las pretensiones indivisibles es una falacia. Decir que lo que es de todos no es de ninguno en particular, es un error <italic>in cogitando</italic> (en la forma de razonar). Yo tengo tanto derecho a que se respete mi propiedad privada, como a gozar del aire que respiro, o a que no se destruya el patrimonio cultural de mi ciudad o que no se degrade el medio ambiente de mi provincia. En definitiva, los intereses son concretos, las normas están establecidas precisamente para protegerlos como tales; por ende, reiteramos, los intereses o los derechos son concretos. Podríamos crear miles de derechos, en una interminable lista, pero para que pueda impetrarse su defensa en sede jurisdiccional debemos concluir que estamos ante un “derecho subjetivo”, nuevo, más amplio, difuso, compartido, necesario, o cuanto adjetivo le agreguemos, pero siempre será un derecho subjetivo, al que le asignaremos un nombre común: derechos humanos o derechos del hombre.<italic>Nihil novum sub sole</italic> (7), sólo hemos modificado las bases del concepto, logrando de ese modo ampliar el elenco de los sujetos legitimados. <bold>4. La acción popular</bold> El célebre precedente denominado “Las toninas(8)” puso a la doctrina y a la jurisprudencia a debatir sobre la existencia en nuestro derecho de la acción popular. A partir de allí –y como una primera reacción al citado precedente–, los doctrinarios encabezados por Marienhoff(9) negaron la existencia de la acción popular en nuestro derecho positivo, profetizando, incluso, que admitir el instituto traería consecuencias desastrosas para el sistema judicial. Pero qué es la acción popular. En el Derecho Romano(10) se conocen con el nombre de acciones populares “aquellas vías procesales o litigiosas en las cuales el actor legitimado podía ser cualquier ciudadano miembro del populus, siempre que éste actuara en interés de todos, pero haciéndolo además en interés propio, de sí mismo, en cuanto ciudadano, sin necesidad de acreditar la condición de “afectado”. Recién en los últimos cinco o seis años, quien primero reconoce la vigencia del instituto en nuestro derecho positivo es Bidart Campos, luego Gozaíni y por último –aunque tímidamente– Morello. A partir de la opinión de este último autor, la balanza se ha equilibrado bastante, aunque sigue siendo una minoría la que reconoce la vigencia en nuestro derecho de la acción popular. Pensamos modestamente que el instituto está vigente, aunque de manera implícita, desde la reforma de la Constitución del año 1994. <bold>5. Los derechos implícitos</bold> Entre los juristas, jueces y abogados, es frecuente oír que algunos casos y situaciones no tienen una solución legal expresa, pero que, sin embargo, ella está implícita. A veces este argumento se presenta de un modo directo utilizando las expresiones “implícita” o “implícito” para referirse a una norma o un derecho cuyo reconocimiento se considera ineludible, pese a no hallarse promulgado en forma expresa. Otras veces el argumento es presentado en forma indirecta o elíptica, cuando se dice por ejemplo “...debe presumirse que el legislador ha ordenado...” o “...tácitamente se ha dispuesto que...”, etc. En estos casos, aunque los exponentes no tengan conciencia de ello, están usando la idea de un derecho implícito como un argumento a su favor. En el campo del Derecho Constitucional es común también afirmar que una Constitución no prevé (ni puede prever) todos los derechos y garantías que se desea resguardar, razón por la cual se consideran asimismo protegidos una importante cantidad de derechos no enumerados, expresión con la que se intenta señalar que la Constitución garantiza derechos en forma implícita(11). Ningún artículo de nuestra Constitución Nacional garantiza el “derecho a la vida”; sin embargo, nadie se animaría a decir que nuestra Constitución no lo protege. Ni que la norma del Código Penal que sanciona al que “matare a otro” es inconstitucional porque hace referencia a un derecho que no está contemplado en nuestra Carta Magna. No nos gusta hablar de “derechos no enumerados” ya que nuestra Constitución no hace una lista ni un catálogo de derechos. Sí podemos hablar de “derechos consagrados expresamente” y de “derechos implícitos”, quizá no consagrados en el texto constitucional pero que son su condición necesaria. Los derechos humanos –conjunto de normas que comprenden los derechos económicos, culturales, sociales, políticos y civiles– incluyen lo que modernamente se ha denominado “derecho a la vida”, abarcando necesaria y lógicamente también el derecho a la salud o a la vida sana. Legislativamente consagrado en el art. 4.1. de la Convención Americana sobre los Derechos Humanos (norma de rango constitucional en función del art. 75 inc. 22 del la Constitución Nacional) que prescribe: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida...” y ese derecho es una condición necesaria de toda Constitución. El derecho de todos los habitantes a un ambiente sano, equilibrado y apto para el desarrollo humano y el deber de preservarlo que la Constitución Nacional consagra (artículo 41), habilita a todos los habitantes para hacer efectiva la preservación con todos los medios jurídicos y materiales que sean necesarios. El artículo 19 de la ley 25675 (Ley General del Ambiente. Texto según Dec. 2413/2002 - Publicación en el B.O., 28/11/2002) establece que toda persona tiene derecho a opinar en procedimientos administrativos que se relacionen con la preservación y protección del ambiente, que sean de incidencia general o particular y de alcance general. La ley 25675 reglamenta el ejercicio de la participación ciudadana y encomienda a las autoridades institucionalizar procedimientos de consulta o audiencias públicas como instancias obligatorias para la autorización de aquellas actividades que puedan generar efectos negativos y significativos sobre el ambiente. Dispone que la opinión u objeción de los participantes no será vinculante; pero que las autoridades convocantes fundamenten y hagan público su eventual disenso (artículo 20). El Principio 10 de la Declaración de Río de Janeiro de 1972 de la CNUMAD estableció que: “El mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados en el nivel que corresponda. En el plano nacional toda persona deberá tener la oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones. Los Estados deberán facilitar y fomentar la sensibilización y la participación del público poniendo la información a disposición de todos”. La audiencia pública, previa a la toma de decisiones de repercusión ambiental, constituye una aplicación muy difundida de este principio. La exigen algunas Constituciones y leyes provinciales y hoy son frecuentes en la Ciudad de Buenos Aires. Es bueno y necesario que el individuo participe en la gestión de su propio ambiente y acuerde con sus semejantes su ordenamiento. <bold>6. El temor a la acción popular</bold> La actual concepción subjetiva de la jurisdicción exige, para que los tribunales entren a conocer el fondo de la cuestión litigiosa, una determinada legitimación en el actor o reclamante. Es decir, que tan sólo cuando han sido afectados directamente los derechos o intereses calificados de sujetos concretos, éstos estarán legitimados para excitar la actividad judicial. Aparentemente, en nuestro sistema, únicamente cuando se dan acumulativamente dos circunstancias –que existan personas legitimadas y que éstas quieran iniciar el proceso– puede el órgano jurisdiccional dictar válidamente una resolución de fondo. Esta situación deriva de la originaria concepción individualista del Estado de Derecho y de la desconfianza en el buen criterio de los ciudadanos, que se manifestó en el temor a que la introducción de la “acción popular” colapsara los tribunales, circunstancia que resulta hoy a todas luces insatisfactoria. En el marco de un Estado Social y Democrático de Derecho donde emergen, cada día con mayor fuerza, intereses colectivos de difícil individualización, pero merecedores de respeto y protección; donde la intervención del Estado alcanza a todas las fibras de la sociedad y a veces, en contra de los intereses de los ciudadanos, hay que tender a la remoción de los obstáculos que se opongan al benéfico control jurisdiccional de las personas por el solo hecho de ser tales. En el muro de la legitimación se han estrellado muchas justas pretensiones, suele decir Gozaíni; detrás de cada declaración de inadmisibilidad puede quedar consolidada e impune una situación ilegítima y verdaderamente dañosa. Se impone, pues, en tanto no se reforme en profundidad el actual sistema de acceso a la jurisdicción, una interpretación generosa del presupuesto procesal de la legitimación que tienda a facilitar al peticionante una efectiva tutela judicial, que sólo puede venir de la mano de una resolución fundada en derecho sobre el fondo de la pretensión sostenida. Con la reforma del año 1994, la Constitución Nacional no ha supuesto el fin de la exigencia de la legitimación personal para impetrar la revisión jurisdiccional, pero sí ha representado un definitivo impulso a las tesis favorables de facilitar el acceso de los ciudadanos al amparo judicial. <bold>7. El Derecho Público a litigar y el Derecho Público a participar</bold> Se ha dicho y con razón que “la circunstancia de que existan intereses individuales afectados como consecuencia de la afectación del interés social no cambia la naturaleza de la lesión. El derecho afectado es el social, y eso es lo que hay que probar. Son esos derechos humanos individuales los que reaccionan para salir en defensa de los derechos de la sociedad. En ese caso los individuos somos custodios de la sociedad, y no tenemos acción por haber decaído en nuestra individualidad, sino porque está en peligro un supuesto básico de la convivencia: el hábitat o ambiente social”(12). El temor de la supuesta “saturación de los tribunales” por si se otorga acción a cualquier ciudadano, que utilizan como muralla insalvable los administrativistas, nos hace recordar al argumento utilizado por los “antidivorcistas”, quienes sostenían que la catarata de divorcios –sin límites– que se desataría de aprobarse una ley de divorcio vincular en el país, saturaría primero a los tribunales de causas y segundo, destruiría a la familia argentina. Pues bien, ninguna de esas calamidades ha ocurrido ni ocurrirán de ampliarse el campo de la legitimación, porque los ciudadanos han demostrado muchas veces un grado de madurez mayor que la de los legisladores y jueces. Y un grado de responsabilidad absolutamente superior al de aquellos funcionarios públicos que supuestamente deben ejercer funciones de control y no las cumplen. Y, mayor aún, que la del propio Estado, generalmente, uno de los causantes del daño, por acción o por omisión. Hay que hacer notar que un factor no jurídico debe tenerse en cuenta en la evolución de la doctrina y la jurisprudencia sobre la posibilidad de los ciudadanos de participar directamente (tener legitimación) en temas que hacen a su diario vivir y que les afectan o pueden afectarles. Se trata de otorgar a los ciudadanos una herramienta de protección; es decir, un instrumento esencial para establecer un mínimo equilibrio en la relación de fuerza que existe entre los pequeños y los grandes de nuestra sociedad. Más aún, es un freno para ciertas prácticas incalificables. Es también un medio de procedimiento para obtener justicia y para obtener individual y colectivamente el reembolso de sumas ilegalmente arrancadas o la reparación de daños a la salud, o de atentados a la calidad de vida de las personas. Somos conscientes de la necesidad de introducir “justicia” en nuestro “derecho positivo”. Esto hará reflexionar a los que tengan la tentación de defraudar la confianza pública o de dañar el medio en que vivimos, y contribuirá a poner freno a prácticas absolutamente incalificables. Más que una cuestión jurídica es una cuestión social, para restablecer el equilibrio entre los explotadores del planeta y los explotados, permitiendo a estos últimos obtener justicia. <bold>8. Conclusión</bold> Debe repensarse la concepción ultraliberal que ha informado al sistema jurídico heredo romanístico-napoleónico y la aparición de regulaciones legales y procesales en las que se verifica una extensión de las facultades de los sujetos intervinientes, reconociéndoles a “cualquiera del pueblo” sin circunscribirlas al estrecho marco de los intereses intersubjetivos y teniendo como destinataria también a la comunidad directa, indirecta o hasta potencialmente afectada por la agresión que motiva la petición amparista-jurisdiccional; que, en alguna medida es volver a las fuentes, pues las acciones populares y la defensa de los intereses colectivos ya eran consignadas por la legislación romana, y que se ha dado en llamar, erróneamente, “intereses difusos”. Su tutela ha encontrado consagración legislativa a nivel constitucional federal y también (aunque en menor medida) en la legislación ordinaria. Sin embargo, creemos que el marco regulatorio ha excedido la voluntad del legislador y ha incorporado a nuestro derecho positivo la denominada “acción popular”. El necesario supuesto de ampliación de la legitimación en atención a los intereses públicos es el de la llamada acción popular, en virtud de la cual se confía legitimación a todos los sujetos de derecho para impetrar el cumplimiento de la función jurisdiccional, es decir, para que el derecho objetivo sea actuado en un caso concreto. El accionante de modo popular no puede afirmar ni afirma su titularidad sobre un derecho subjetivo material, sino que ha de limitarse a afirmar que la ley le reconoce el derecho a la actividad jurisdiccional con base únicamente en la defensa de la legalidad. Está claro, pues, que la acción popular no implica conceder a los ciudadanos un derecho material, sino sólo un derecho procesal. En definitiva, lo que queremos significar es que no hay nadie mejor para defender lo que es de todos, que todos nosotros&#9632; <html><hr /></html> 1) Integrante del Centro de Procesalistas de Córdoba, CPC. 2) Por ejemplo, el caso de que la sentencia que se dicta luego de tramitado íntegramente el proceso, rechaza la demanda, con el argumento de que el actor no tenía ningún derecho para reclamarle al accionado. El derecho no existió nunca, pero el proceso fue válido. 3) El Código Procesal Civil y Comercial de Córdoba, en ninguno de sus 894 artículos menciona la palabra legitimación ni hace referencia a dicho concepto. 4) Bidart Campos, Germán J., El Acceso a la Justicia. El Proceso y la Legitimación. 5) Entre sus principales integrantes podemos mencionar a Wach, Bullow y Goldchmidt, quienes conciben el poder de acción como un derecho a la tutela jurídica. 6) Tale, Camilo, “El amparo colectivo para la defensa de vidas humanas”, Semanario Jurídico Nº 1280, 2 de marzo de 2000, pág. 266. 7) No hay nada nuevo bajo el sol. 8) Un grupo de científicos japoneses solicitó al Estado argentino autorización para capturar con fines científicos un número determinado de toninas o delfines overos, que habitan en el Mar Argentino, en las costas patagónicas. Dos biólogos argentinos entablaron una acción de amparo en contra de esa autorización, con el argumento de que esa especie de delfines está en extinción y que no debe de haber más de cincuenta ejemplares con vida. Por tanto, la captura de un gran número de animales produciría la extinción de toda la especie. El centro de debate jurídico estaba en si los actores tenían legitimación para accionar, ya que no eran “afectados” directos, ni funcionarios públicos, ni pertenecían a organizaciones ecologistas. 9) Marienhoff, Miguel S., “Delfines o toninas y acción popular”, El Derecho, v. 105, pág. 244; idem “Nuevamente acerca de la acción popular. Prerrogativas Jurídicas. El interés difuso”, El Derecho, v. 106, pág. 922. 10) Digesto de Justiniano. –ver infra Capítulo Segundo. 1- 11) Ernst, Carlos, Los Derechos Implícitos,. Ed. Marcos Lerner, Córdoba, 1994, pp. 9 y 10. 12) Quiroga Lavié, Humberto, Los derechos públicos subjetivos y la participación social, Ed. Depalma, Bs. As., 1985, pp. 107 y 108.</page></body></doctrina>