<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>I. Con la transformación o distinción entre la faz sustancial y el aspecto procesal de un derecho vulnerado, se elaboraron distintas teorías <header level="4">(1)</header> tratando de constituir diversas clases o sistemas de acción teóricamente fundadas y conducidas por un método integrativo del proceso. En cualquier posición en que nos situemos, la génesis de la <bold>acción</bold> emana de la significación de un <italic>esfuerzo</italic> afirmado y dirigido a consumar la finalidad suprema del proceso, vale decir la sentencia. El esfuerzo aludido configura un <bold>puro</bold> concepto de acción, así como todo trabajo físico o intelectual y aun hasta el simple quehacer placentero. Por lo tanto podríamos decir sin caer en el error, que existe en el <bold>obrar</bold> una transformación sinérgica desde el mero ademán hasta la sucesión de hechos o de instancias. Ahora bien, el péndulo de la dinámica conceptual parece oscilar impulsando un criterio que podemos calificar de inconducente al admitir <italic>la acción</italic> <bold>no fundada en derecho</bold>, so pretexto de demostrar que hay una separación entre Derecho sustancial y procesal, relegando normas elementales de lealtad y veracidad jurídica. <bold>II.</bold> La acción debe encauzarse en el ámbito de la probidad, y la apetencia al <italic>fin</italic> último (sentencia) debe ser generada por una acción o pretensión lícita (demanda justa y congruente), desarrollada por instancias sucesivas enmarcadas en una deontología inobjetable. Se conjuncionan lo jurídico con lo filosófico moral, alentando <italic>acción</italic> lícita, con actitudes posteriores pulcras y probas, para alcanzar un idealismo que es el desideratum de obtener justicia. Para nuestro sentir la <italic>acción</italic> así dirigida, se perfecciona, se jerarquiza en la dimensión cultural que el <italic>derecho</italic> exige. Las teorías procesales, al intentar descubrir el concepto de <italic>acción</italic> desarrollan expresiones metafóricas, pero el lenguaje común es claro al denominar acción al impulso, al movimiento que intenta llevar adelante una <bold>pretensión</bold>, así sea simplemente aspirando la realización de una obra, construcción o cumplimiento de tareas o para el resguardo de un derecho y su resarcimiento. Al parecer no hay diferencias conceptuales entre el lenguaje corriente y el lenguaje culto o procesal, pero un análisis crítico nos da su contenido lógico. Genéticamente la acción como acto humano es una manifestación antropológica; es una producción de la especie. Es el elemento promotor para actuar, para defender derechos, patrimonio, la vida misma. Se actúa pues desde una posición cosmológica. Se está en un mundo, digámoslo sin eufemismos, que jamás deja al hombre enteramente en paz. Y a estas acciones del hombre, naturales como alimentarse, transitar, generar, etc. deben unirse las <bold>planificadas</bold> por él mismo: discurrir, discernir, comunicarse con sus congéneres y <italic>trabajar</italic>. Las primeras son formas de la conducta comunes al hombre en su antropología, y también al ser infrahumano; las otras son formas de acción específicamente humanas. Sólo el hombre, como ser viviente que tiene logos es capaz de promover una acción planificada y si se trata de restablecer un derecho vulnerado, actuará en una sana especulación, provocará la discusión que esclarecerá la cuestión, y obtendrá la transparencia y conformidad de individuo a individuo y <italic>sociedad</italic>, para fundamentar el equilibrio jurídico. <bold>III. </bold>Durante mucho tiempo los procesalistas deslizaron su preocupación al amparo de densos conceptos ancestrales, sobre todo los que hemos heredado las pautas de la Ley de Enjuiciamiento española, pero poco a poco, por influencias foráneas modificaron el trazo del sendero cotidiano. Como acotáramos, marca el inicio de este nuevo transitar José Chiovenda, el ilustre profesor de Bolonia cuando en sus “Principios” sienta las bases de una nueva concepción de la acción, considerándola como autónoma y pública. Con ello se aleja del Derecho procesal clásico; la acción no es ya el derecho sustancial en movimiento, puede apartarse de él, puede ser esgrimida sin fundamento jurídico. El proceso en su teleología puede soslayar que se acuerde a cada uno lo suyo. Y este pensamiento doctrinario se introduce en la legislación, rompiendo moldes milenarios e infiltrando conceptos ajenos al pensamiento típicamente latino. La inspiración se inhaló en Filosofía y Derecho extranjero especialmente germano. Sin restar méritos ni mucho menos a la innovación que él consideró necesaria, Chiovenda olvidó que la doctrina como fundamento de las leyes de una nación debe ser real y autóctona, pues cada país, cada comarca, tiene su sello y su modalidad propia. La reacción procesal chiovendiana –a nuestro juicio hasta cierto punto negativa– tuvo extensa trayectoria doctrinaria en Alemania con los ya citados maestros Windscheid, Muther, Wach y Degenkolb, que influenciados políticamente fueron los antecedentes de aquélla, cuya autoridad fue acatada salvo alguno que otro autor, entre ellos Allorio en 1939. Quien introduce primigeniamente estos principios de Chiovenda en América fue Carnelli sin ánimo de propender a una reforma legislativa, el que se manifestó respetuoso de nuestras tradiciones; pero debemos destacar que el que promovió necesarias reformas sin alterar nuestra raigambre hispánica fue el profesor Máximo Castro, que retardó e impidió el avance de esas novedades foráneas. En cambio en Brasil, las nuevas concepciones encontraron campo propicio quizás por la situación política imperante en aquellos tiempos en la Nación hermana. Con todo, distinguidos procesalistas americanos se incorporaron a la glosa positiva de esos principios germanos, admitiendo como auspicio del ejercicio de la acción el derecho abstracto de obrar. Esto es, repito, típicamente germano. Según este concepto, la acción a veces no sería un instrumento al servicio de quien tiene la razón, sino que puede esgrimirla quien no la tiene, y como bien expresa Calamandrei, la acción más que garantía del interés individual, sería la promoción del <bold>derecho de no tener razón</bold>. Para nosotros la acción corresponde al titular de un derecho menoscabado que intenta su reparación por ante el órgano jurisdiccional competente, y con sus elementos típicos y específicos. Desechamos pues esas abstracciones que no condicen con nuestra mentalidad argentina, pues no son sino manifestaciones engañosas, acordando la preeminencia de una pretensión, con transgresión formal de la verdad real o material, elaborando un proceso civil falso o fraudulento. Sería el triunfo falaz de la forma sobre el fondo y, sin duda, el <bold>procedimiento no se ha hecho</bold> para alterar el derecho, <bold>sino para dirigir su aliento al triunfo de la Justicia</bold>. Y esa acción, ¿contra quién se dirige?¿Contra el Estado?, ¿frente al Estado, hacia el Estado? No están muy de acuerdo los procesalistas sobre ello, y digámoslo francamente, la acción se dirige al sujeto pasivo, al interviniente en el negocio jurídico celebrado al responsable de la infracción o frustración que me obliga a litigar. En suma, contra el demandado <bold>con petición de amparo al Estado</bold>, pues si no, nos haríamos justicia por mano propia. El proceso busca resarcimiento justo, equitativo pero pacífico y por medio del Estado que delega su potestad en el magistrado para que se pronuncie en equilibrio con la probidad y la paz comunitaria, nunca obtenida por la fuerza ni la sorpresa, ni con elementos técnicos censurables. Esto sería a nuestro criterio la <bold>sustentación objetiva</bold> que emana del Estado, en base al orden jurídico, la tutela jurisdiccional y al proceso. Éste –el proceso– a su vez se apoya en elementos anímicos o subjetivos que se traducen en la actividad, en el quehacer del individuo para obtener la tutela jurisdiccional y que se configura con el ejercicio de la acción. Por ello la acción debe estar integrada por <bold>calidad</bold>, por un <bold>derecho</bold>, un <bold>interés</bold>, un <bold>agravio</bold> y una <bold>congruencia</bold>. Conjuncionado todo ello, en coherencia con la actividad pretensiva, certeza y seguridad en el obrar encauzadas en las formas que otorgarán viabilidad y efectividad a ese quehacer por las vías establecidas a tal fin dentro de un sistema regulador de la actividad jurisdiccional. Esto importa la <bold>sustanciación</bold> procesal que <bold>corporizará la pretensión</bold> y satisfará la <bold>expectativa</bold> provocada. Así se habrá consumado el <bold>fin social</bold> del proceso, el éxito de la previsión legislativa y el acogimiento al <bold>requerimiento</bold> de Justicia, formulado por quien se siente agraviado en su derecho. Es por ello que están íntimamente ligados, acción , jurisdicción y excepción. Ya se ha dicho que jurisdicción es la aptitud del órgano judicial para conocer del asunto que se lleva a sus estrados; que llega a las puertas del pretorio con una petición y contundencia que es la acción. A su vez el accionado puede intentar contener o restañar esa actividad por la excepción. Vemos entonces que la <bold>jurisdicción</bold> se encuentra excitada por dos actividades, activa y pasiva (relativamente). En concreto: por dos postulaciones disímiles. Aparece pues la <bold>jurisdicción</bold> cuando el hombre deja de hacerse justicia por su mano. La forma pacífica de administrar Justicia surge en la sociedad en cuanto ésta tuvo vida jurídica. Como expresa Sauer <header level="4">(2)</header> “en principio el proceso es un procedimiento para la realización concreta de la voluntad de una <bold>comunidad</bold> por un órgano de la <bold>comunidad</bold>”. Ahora bien, el proceso que ha sido instaurado por la promoción de la acción, que excitó la jurisdicción, que provocó la actividad justicial, importa la dinámica procesal, inspirada como se ha dicho en una base genética que contiene o está apoyada en diversos aspectos: a) la defensa de un derecho, base sustancial; b) la manera de ejercitarlo, acción; c) La <bold>recepción</bold> de esa <bold>pretensión</bold> por el Estado, que la acoge como deber y como elemental política de convivencia y <bold>equilibrio</bold>, acordando la vía de amparo específico: el proceso, para facilitar y organizar la concreción del<bold> reconocimiento</bold> de ese derecho vulnerado. Ello determinará la <bold>sustanciación</bold>, y es por este motivo que se vincula sustento como base de la iniciativa, y sustancia como fundamento para proveer el <bold>sustento</bold> de lo que se pretende <header level="4">(3)</header>. Hay pues una plataforma de sustanciación subjetiva o anímica: el derecho, el interés de accionar que, con la calidad de aquél, el agravio inferido, la congruencia y la capacidad para actuar conforman el conglomerado necesario para la viabilidad de la acción. <bold>IV. Elementos de la acción a) Derecho</bold> Nos apartamos de la posición, para nosotros artificial, como dijéramos, de la <bold>acción no fundada en derecho</bold>, aunque se nos diga que participamos de un conservadorismo clasicista procesal, y por ello nos consideramos enrolados en la corriente concreta. La autonomía de la acción sin duda existe y justifica la diferencia entre derecho sustantivo y adjetivo, pero en la <bold>realidad</bold> y en la <bold>materialidad</bold>, no teniendo otra finalidad de la acción que el restablecimiento del derecho y su amparo jurisdiccional; faltando aquél, desaparece la causa de la promoción de la acción, pues ésta no es sino, como se ha dicho con acierto, el <bold>derecho hecho valer</bold>. Es preciso, entonces, la existencia del derecho acondicionado con los elementos o caracteres determinativos, tanto en lo que hace al fondo como a su forma. La existencia del derecho no es suficiente: es necesario que no se encuentre inhabilitado por una condición, ni su ejercicio por un plazo aún no vencido. Así tenemos que la prescripción extingue el derecho y, en consecuencia, operada y esgrimida como defensa, fulmina la acción. El acreedor cuyo crédito está subordinado a una condición suspensiva no puede realizar su derecho y, por ende, exigir el cumplimiento de la obligación: no obstante puede formular acciones precautorias o conservatorias (art. 1061, 1081 del CPC, 522 del CC). Se advierte, por tanto, que exista una acción de protección del derecho, que al parecer no había provocado aún su dinámica, pero el sustento de la acción conservatoria no surge de un derecho nonato sino del ajuste que las partes realizaron en el momento de contratar. En el fin culminatorio de la contienda judicial, siempre hay un litigante vencedor y un vencido, lo que demuestra que una de las partes no tenía derecho. Insistimos; para nosotros <bold>sin derecho no hay acción</bold> y precisamente el magistrado en su pronunciamiento determinará si la pretensión deducida está amparada en una norma legal concreta o encaja en los principios generales del Derecho, de no existir aquélla. Vale decir que el juez declara la existencia del derecho, consumada la demostración de los hechos que generan ese derecho, aunque éste no haya sido invocado en sus alcances o haya sido imperfectamente indicado (iura novit curia). En el pronunciamiento o fallo el juez se expedirá teniendo como base la acción deducida y no puede situarse fuera de ella (congruencia sustancial) (art. 348, CPC), salvo en los fueros como el penal o laboral que es admisible la sentencia <italic>extra</italic> o <italic>ultra petita</italic>. Por último cabe hacer notar que los efectos de la sentencia se retrotraen a la fecha en que el juicio se inició, y si la acción fue rechazada se considera que lo fue en el momento que se dedujo. <bold>b) Intereses</bold> Este elemento de la acción es la base genética del proceso. Si el titular de un derecho que posee todos los atributos para requerir una declaración judicial no peticiona, por tantas y múltiples razones: condonación subjetiva de la deuda, fobia tribunalicia, horror al litigio, simplemente molicie, etc., vale decir, si no quiere actuar, es que <bold>no hay interés</bold>, y por ende no hay un generador de la acción; y si, aun ésta puesta en movimiento, no se prosigue, el interés cesa: ha desaparecido el impulso volitivo y por tanto puede operarse la prescripción o la caducidad de la instancia. Aquel aforismo tantas veces recordado tiene plena vigencia: sin interés no hay acción, y <bold>el interés es la medida de las acciones.</bold> Podríamos aun distinguir en un<bold> interés anímico</bold> y en <bold>interés jurídico</bold> y hasta si se quiere social. Es decir, un interés en zanjar situaciones personalísimas, tornándose en egoísta, de persecución o de porfía; y el interés fundado en la sanidad de que la situación dislocada se defina en derecho tanto para el directamente interesado como para la colectividad. En aquel caso el interés anímico sería de una especulación negativa; en éste de reparación en justicia y por tanto con una finalidad constructiva. El interés se dirige pues, a intentar reparar un agravio, generalmente económico, y aquí debemos adelantar con énfasis que el interés como elemento generador de la acción no surge sin el perjuicio acaecido. La <bold>carencia </bold>de agravio al derecho resta auspicio y no propugna el interés de accionar pues no hay nada que reparar, y si a pesar de ello se intentara la acción, los jueces pueden declararla infundada. El interés <bold>sin base constructiva</bold>, sin daño inferido puede constituir una aventura judicial o puede quizás estar fragilizado por el error, a menos que se anhele una mera declaración judicial , y en este caso el interés fue un lírico quehacer humano. Así, por ejemplo, demandar las presuntas consecuencias materiales de una colisión, en un accidente de tránsito, sin que haya agravio económico o lo sea ínfimo, es antieconómico, valga la redundancia, pues provoca un desgaste jurisdiccional inútil, salvo que se haya incurrido en un agravio o daño moral. Destacamos que el hecho de accionar exterioriza en principio un interés jurídico para acordar relevancia a la pretensión deducida. El interés así sustentado se dirige a intentar se repare el agravio, lo que determina la interposición de la demanda. Está íntimamente ligado, pues, con el agravio en sí, que supone un hecho lesivo o antijurídico que se subsanará con el amparo jurisdiccional. En este sentido puede expresarse que el interés genera el <bold>proceso </bold>por medio de la acción, para reparar un <italic>status</italic> dislocado; ello nos hace insistir en que el interés es el elemento de la acción que emana del derecho sustantivo, pues tiene que haber ocurrido necesariamente una infracción que sin duda es de carácter sustancial. De esto no puede inferirse que la función procesal de la acción tenga un carácter punitivo, pero sí que el proceso sea un medio de reparación o reintegración del derecho sustancial agraviado o insatisfecho. Hemos analizado el interés cuando se presume un roce o una pugna, vale decir, cuando existe un antagonista o contradictor; pero puede existir una necesidad jurídica –léase asimismo interés – para constituir un estado jurídico o una declaración justicial, como sucedería en los casos de jurisdicción voluntaria. Interés en remediar la situación que apareja una correcta o tardía denuncia de un nacimiento, por ejemplo; interés en promover la declaración de inhabilitación de una persona o hacerla cesar; de establecer pruebas para el futuro, como en los casos en que se admite la sumaria para perpetua memoria, etc. etc. Advertimos, y ello no es difícil de aprisionar, que para el éxito de la acción debe haber <bold>legitimidad</bold> en su contenido, es decir que debe estar auspiciada por un interés legítimo, y este atributo se configura –y todo pensamiento en contrario es huero– cuando aquella <bold>está fundada en derecho.</bold> <italic>Ergo</italic>, todo interés que tiende a restablecer un equilibrio jurídico o a asegurar el goce de un derecho, es legítimo, de ahí que los actos expresamente prohibidos por la ley o las buenas costumbres no pueden engendrar una acción, porque no hay <bold>legitimidad</bold> en el interés. Algunos autores expresan que el interés debe ser directo, es decir que pertenezca al individuo en su carácter de sujeto de derecho privado y no como ciudadano o miembro de la sociedad, vale decir personal o personalísimo. Este concepto de directo o rectitud, es un resabio de las acciones populares que existían en Roma tendientes a efectivizar el respeto a la ley, pudiendo cualquier ciudadano hacer uso de ellas en defensa de los fines sociales. En dichas acciones populares había al parecer un interés directo; actualmente no existen en materia civil tales acciones, pero no podemos dejar de expresar nuestro criterio: <bold>si todos tuviéramos sanidad en nuestros propósitos y un interés comunitario trascendente no sería desacertado accionar para remediar un mal u obtener un beneficio social, aunque más no fuere como advertencia o sugerencia al ente estatal.</bold> Son muchos los ojos ciudadanos que se traducen en interacciones sociológicas que pueden brindar ayuda a los organismos e instituciones, auspiciando cohesión, orden y entendimiento. Concluimos que lo <bold>directo</bold> pertenece al interés privado, generalmente con una finalidad económica o material, pero puede ser, como dijéramos, moral, siempre que configure una naturaleza jurídica apreciable civilmente. Hay interés en cuestiones de honor, de profesión, de familia, que están dentro de la <bold>legitimidad</bold> exigida como atributo del interés. Este interés directo y legítimo, particular, obtendrá la tutela que requiere del Estado por su <bold>relevancia</bold> y <bold>racionalidad</bold>, emanadas de ese valor indispensable que es la legitimidad. El servicio jurisdiccional se presta a consecuencia de un requerimiento legítimo y asequible. Esto es lo que la ley ha supuesto a priori, y que se consumará a posteriori en la decisión judicial. Por último cabe expresar que el interés tiene que ser evidente y actual, pues si no, estaría anímica y jurídicamente precluida la situación. Podría exceptuarse lo referente a <bold>condenas de futuro</bold>, sobre todo en lo que atañe a los juicios de desalojo, que los códigos modernos han incorporado a sus regulaciones. Así se admite promover la acción antes del vencimiento del plazo convenido para que la locación cese, lo que parece antijurídico, pero la sentencia deberá cumplirse después del vencimiento de aquél. En verdad, para estos casos, es realmente lícita y viable la acción rescisoria de la locación, considerando estrictamente los elementos integrativos de la acción, aun sin estar cumplimentada una de las condiciones del acuerdo de voluntades. Para conjugar racionalmente esta posible discrepancia, tendremos que considerar la acción de condena de futuro, como un tipo de cautela; como una forma de adelantarse cronológicamente a los hechos, sin causar agravio al accionado. También, como dijéramos, las sumarias para perpetua memoria pueden constituir una situación excepcional, pues tendrán efecto para el futuro, pero no puede negarse que el interés es evidente, eminentemente actual y de tipo cautelar, sin agravio y sólo con la finalidad de preservar elementos probatorios. <bold>c) Calidad</bold> Otro elemento necesario o requisito para el ejercicio de la acción es la calidad, es decir, la facultad de actuar en justicia, de conformidad con la personería y con el título que se invoca, necesarios para excitar <italic>in limine</italic> la jurisdicción. Esta condición sin duda está referida al derecho, es decir, cuando hay una relación jurídica entre el titular de la acción y el obligado. Así, si una persona pretendiera entablar una demanda a nombre de otro a título de gestor, aunque le impulsara un interés, no podría decirse que su acción tiene calidad puesto que no le pertenece ese derecho y por tanto no tiene título para actuar en juicio; sin embargo, recordemos que para evitar un agravio o un mal inminente a los intereses de una persona, puede cumplirse con una obligación, pago de impuestos, por ejemplo. Claro está que esto no es una acción, pero se convierte en ella si el favorecido, o deudor en este caso, no devuelve la suma abonada, pudiendo el gestor repetir los gastos ocasionados en su cometido (art. 2298, CC). Por tanto la calidad surge de la titularidad del derecho: el acreedor contra su deudor, el usufructuario y el usuario contra el dueño del fundo, el locatario, el heredero, el retentor, etc., etc. <bold>d) Agravio</bold> Para que surja el interés de restablecer el derecho que se esgrime con la reparación jurídico-patrimonial que se pretende, debe necesariamente existir un agravio económico o moral de tal dimensión, que sea congruente para requerir la tutela jurisdiccional. Y entendemos como congruencia, según explicaremos más adelante, no sólo la conveniencia de intentar la acción, sino la exacta correlación entre el derecho vulnerado y el agravio inferido, todo lo que determinará la magnitud suficiente para que la tutela sea otorgada. Destaquemos una vez más que el interés está íntimamente consustanciado con el agravio ocasionado, de lo que surge que <bold>el agravio es el elemento de la acción de orden sustancial que determina su ejercicio para la reparación del mismo, con base en un interés jurídico propugnado.</bold> Agravio es pues toda lesión o daño producido al alterarse la normalidad jurídica, sea de carácter sustancial o procesal, dicho ello con un criterio generalizante, y así la lesión de carácter sustancial da lugar a la promoción de la demanda: pero a veces la instauración de una demanda inconsulta causa agravio al demandado, y hasta si se quiere al órgano jurisdiccional, por el desgaste justicial que ello supone. En la faz procesal sería extenso enumerar las circunstancias que pueden aparejar agravio: la negativa de la apertura a prueba de la causa, de un recurso, cualquier nulidad que se suscite en el trámite del proceso, el proveído o la sentencia injusta, etc., etc. Lo propio ocurre en el aspecto sustancial. Lato sería o interminable enunciar los casos en que se infiere agravio o daño a una persona, provocativa de la acción tendiente a su reparación, comenzando, por ejemplo, con los daños causados por los delitos (art. 1079,CC) extensivo al daño moral según la reforma del art. 1078, <italic>id.</italic>, por los consumados por los cuasidelitos y, por supuesto, las infracciones contractuales o incumplimiento de las obligaciones contraídas, etc. En el caso de las relaciones civiles o comerciales que vinculan a los individuos y son infringidas, el agravio no sólo lo constituye el apartamiento del negocio jurídico que celebraron, sino el perjuicio jurídico-social por la repercusión que puede producirse en el patrimonio del damnificado, el menoscabo al derecho consagrado en el ajuste de voluntades, y una baja en el concepto de que gozaba el infractor. Estos actos “consumativos negativos” son los que suscitan la reparación del perjuicio por medio de la acción pertinente. La acción así promovida estará mensurada por la pretensión contenida en la demanda y que abarcará el agravio en sus diversos aspectos: material, daño emergente, lucro cesante, intereses punitorios, revalorización de la deuda y daño moral por las consecuencias que producen los impactos subjetivos. En este sentido, material y moral, la pretensión debe ser acorde, adecuada, conforme al agravio, sin requerimiento excesivo. Debe ser, en suma, <bold>congruente</bold>. <bold>e) Congruencia</bold> Puede que en este aspecto de la acción tratemos de innovar, pero ya veremos que ello no ocurre, pues en antiquísimas legislaciones ya se insinúa claramente este elemento. Nosotros tratamos de demostrar que la acción debe contener en su exacta medida <bold>una pretensión que encaje cabalmente en la juridicidad que se sostiene e invoca y en la antijuridicidad que se ha consumado.</bold> Lo que sucede es que habitual y procesalmente se considera la congruencia como la adecuación de la decisión del sentenciante a las pretensiones de las partes. Así lo dispone textualmente nuestro Código de Procedimiento en su art. 348 cuando dice: “La sentencia definitiva debe contener decisión expresa con arreglo a la acción deducida en el juicio, declarando el derecho de los litigantes y dictando la condenación o absolución a que hubiere lugar”. Este es el principio denominado: “secundum allegata et probata” (4); aunque la disposición antes dicha no se refiere estrictamente a la prueba, sin duda la sentencia se basará en la pretensión, en el derecho y en los elementos ponderables de la prueba. Literalmente la acepción “congruencia” tiene el siguiente significado: conveniente, oportuno, adecuado. Esto es lo que sostenemos: la conveniencia de que la acción se ajuste <bold>adecuadamente</bold> al derecho invocado. Que sea <bold>oportuno</bold> el accionar y que sea acorde la <bold>pretensión</bold> con la realidad jurídica. Con ello propiciamos la efectivización del derecho vulnerado en su defensa cabal, requiriendo la actuación tutelar de la pretensión. Como lo expresa con erudición el profesor Serra Domínguez <header level="4">(5)</header>, es la congruencia un concepto tradicional en el Derecho español que se remonta a las más antiguas leyes. Para nuestro sentir, ese momento jurídico –Las Partidas–- nos concede razón cuando, más adelante, tratando la incongruencia expresa: “<italic>Ca si fuer fecha la demanda antel sobre un campo ó sobre una viña, é el quisiere dar juicio sobre casas ó bestias, ó sobre otra cosa que non perteneciese a la demanda, non deue valer tal juicio...”</italic> Advertimos pues falta de congruencia para casos distintos y hasta por modos diferentes de plantear las cosas. No hay duda de que en el concepto estrictamente procesal la congruencia se refiere al principio aludido “según lo alegado y probado por las partes”; pero en el campo jurídico en general no podemos olvidar que la acción está conjuncionada con el derecho que se invoca, en oportunidad, adecuación y conveniencia. La congruencia, aun procesalmente, se advierte en otros dispositivos que hacen al tratamiento de la acción; tales son los casos de ampliación de la demanda consignados en los arts. 158, 159 y 160, CPC, por ejemplo. ¿Por qué esta facultad otorgada con posterioridad a la instauración de la acción es viable? Para evitar una incongruencia. Para que se obtenga una adecuación entre derecho y pretensión. Ello es de tanta importancia que se puede formular en cualquier estado de la causa, siempre que se trate de ampliar o moderar la petición sin variar la acción. ¿Por qué el juez puede hacer uso de las medidas para mejor proveer, antes de fallar la causa? Para dictar una sentencia justa y congruente con los hechos y el Derecho. Para no caer en decisión <italic>non liquet</italic> y resolver en equidad y justicia, conjugando lo congruente con la expectativa de las partes y su conciencia de magistrado. Es tan importante este elemento integrativo de la acción, que una acción no fundada en derecho es, por ello mismo, incongruente. Lo requerido ilegalmente, la demanda huera, temeraria o abusiva significaría caer en la incongruencia. Podríamos distinguir en una congruencia <italic>interna</italic> y <italic>externa</italic>, vale decir lo que me agravia y lo que realmente digo, retaceando o exagerando el agravio; aquí juega ya un interés desfigurado que lesiona la veracidad en el proceso. Podemos diferenciar entre congruencia y coherencia <header level="4">(6)</header>. Aquella se refiere a la acción condicionada al derecho vulnerado; ésta, a la forma de exponer la pretensión. Por ello la pretensión debe ser congruente sustancialmente, y la <bold>demanda</bold> que desarrolla o contiene la pretensión, coherente en el aspecto procesal y formulada <bold>correctamente</bold> con clara exposición de los hechos y el derecho para su admisibilidad (art. 155, CPC). Y si se cayera en efugio de las normas pertinentes, puede correrse el riesgo de que sea rechazada de oficio o enervada por una excepción de defecto legal o libelo oscuro, a causa de la incoherencia de su contenido. f) Capacidad Y por último llegamos a la capacidad como elemento de la acción. Sabido es que tanto el demandante como el accionado deben ser personas capaces para obligarse y litigar. La capacidad es la regla y la incapacidad la excepción. De manera que a no ser que la ley expresamente lo prohíba, toda persona puede deducir la acción que le compete, por sí o su representante legal. Bien claramente lo expresan los art. 16 y 17, CPC. Con ello nos referimos a las personas capaces y a los inhabilitados que deben ser representados por quien corresponda, además de la representación promiscua del Ministerio Pupilar. Acotemos que el representante legal debe estar munido del instrumento que acredite su personería, relativo a su carácter: mandatario, padre, tutor, curador, etc. La ausencia de la demostración del elemento capacidad en la acción puede dar lugar a la interposición de la excepción de falta de personalidad o personería. Fijamos así, con todo lo expuesto brevemente, el concepto y los elementos típicos de la acción para su ejercicio cabal y para que la pretensión lícita deducida obtenga la loable finalidad de restablecer el derecho vulnerado &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Savigny sostenía que la acción no es sino un elemento del derecho, y por lo tanto no había acción sin derecho, pero luego esta estructura clásica se fragiliza al concebirse la acción como otro poder distinto de aquel derecho, que con su ejercicio se pretende efectivizar, o como un poder que existe con autonomía o con abstracción del derecho sustantivo que auspicia el interés que impulsa la acción. Esto permitió enunciar ya cabalmente la acción procesal, sin tener en cuenta que se vincule con un derecho concreto. En suma, se abrió el camino para la concepción de la autonomía de la acción, lo que originó la distinción en dos corrientes entre los que apoyan este criterio: una concreta que se formula como de la pretensión a la tutela del derecho y otra abstracta que se la enuncia como la del derecho abstracto de obrar. Las teorías concretas se generan en la conocida polémica de Windscheid y Mulher. Las abstractas, en el osado pensamiento de Degenkolb. Siguiendo una cronología bien conocida, en 1856 Windscheid sostiene qu