<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic><bold>Sumario: I. Principio de legalidad o reserva de ley. Las retenciones son un impuesto. II. Principio de seguridad jurídica. La razonabilidad de las leyes. III. Principio de no confiscatoriedad (art. 17, CN). IV. Principio de igualdad (art. 16, CN). V. El principio (la forma) federal de gobierno (art. 1º, CN)</bold></italic> </intro><body><page>Nos proponemos en esta nota una mirada desde la Constitución en relación con el tema que ha ocupado y preocupado en estos días a la sociedad, aun no resuelto. Con tal objetivo, examinaremos los principios constitucionales que se advierten relacionados. <bold>I. Principio de legalidad o reserva de ley. Las retenciones son un impuesto</bold> 1. Para decirlo sin rodeos, hay que empezar señalando que las retenciones pertenecen a los dominios de la categoría tributaria “impuesto”. Como se ha recordado recientemente en la doctrina nacional, Fonrouge incluyó este gravamen entre los impuestos aduaneros o derechos de aduana <header level="4">(2)</header>. Como tal, la competencia para establecerlo está atribuida con exclusividad al gobierno federal conforme se desprende de los artículos 4, 9 y 75, inciso 1º, CN. Se trata de un recurso no coparticipable. Habíamos citado esta señalación: “En el nacimiento de grandes federaciones, como Estados Unidos, Canadá, Australia o la Argentina, pese a los matices nacionales, se apuntó a lograr una separación bastante plena y que además operaba como una separación que privilegiaba al centro pues le asignaba los más importantes recursos en las épocas ‘fundacionales’ de tales estados, los tributos aduaneros” <header level="4">(3)</header>. En un destacado precedente, recordó la Corte Suprema que, al indagar la finalidad perseguida por los artículos 9, 10, 11, 12, CN, el tribunal puntualizó que las aduanas interiores abolidas por la “Carta Magna” tenían fines económicos y fiscales, ya que se proponían defender la producción local frente a la competencia de la producción de otras provincias y también crear recursos para el erario siendo la renta principal de algunos Estados, lo que explica la resistencia tenaz que opusieran a la abolición. Y agrega que los impuestos aduaneros eran principalmente tres: a) el impuesto al tránsito, el más enérgicamente vetado por la Constitución, como era el que enconaba más la querella entre las provincias, y consistía en un impuesto al simple paso de un producto por el territorio de una provincia, viniendo de otra y destinado a una tercera; b) el de "extracción" de los productos, impuestos llamados a veces “de exportación” que gravaba la sola "saca" de ellos, destinados a otra provincia; c) el de "introducción" o también llamado “de importación”, que tenía dos grados de imposición: a veces un impuesto más alto cuando provenía del extranjero, otro menor cuando provenía de otra provincia <header level="4">(4)</header>. Añadió la Corte en esa sentencia: "Lo que convertía a la aduana en un instrumento de querella y represalia entre las provincias, era el propósito de protección de la producción local que se buscaba con el impuesto. Esta protección de producto local tenía dos formas: gravamen sobre el producto introducido de otra provincia, que no pagaba el similar local, y gravamen sobre el producto que se sacaba de la provincia, quedando libre de él el similar que se consumía en su territorio". "Lo que impedía, pues, que el país fuera un solo territorio para una sola nación, como lo ha dicho esta Corte, era el tratamiento diferente del mismo producto, según sea local o importado, según se consuma en él o se exporte a otra provincia". "La supresión de la aduana interior significó sustancialmente la abolición de preferencias en el tratamiento de los productos o mercaderías por razón de su procedencia". <bold>2.</bold> Es interesante retener lo que Alberdi diseñó. Por lo pronto, dejó sentada una regla en materia de reparto de competencias entre el Gobierno central y las provincias: “Esa regla que deslinda lo provincial de lo nacional, en materia de gobiernos, es la siguiente: las provincias conservan los poderes inherentes a la soberanía del pueblo de su territorio, excepto los poderes delegados expresamente al gobierno general”. Y, obsérvese, subrayó: “Menos numerosos que lo que parecen a primera vista, los poderes del gobierno general se refieren principalmente a objetos exteriores, tales como la paz, la guerra, los tratados con las naciones extranjeras, las aduanas y el comercio exterior. En lo interior, se reducen a muy poco los intereses sobre que versan, y los más de ellos pueden referirse al comercio interior y sus accesorios, que son las aduanas, la posta, la moneda; y a la seguridad interna, cuyo objeto abraza las contribuciones, el crédito y el ejército, como medios auxiliares para hacerla efectiva”<header level="4">(5)</header>. La realidad de nuestros días es muy otra. El “gobierno general” ha concentrado poderes en desmedro de las autonomías provinciales y municipales; proceso largo –lo llamó Linares Quintana “perversión de la Constitución”–, que devino desde fines del siglo XIX, se fue profundizando de modo evidente en la tercera década del siglo XX y continúa y se agrava en este siglo XXI <header level="4">(6)</header>. <bold>3.</bold> Más allá de esas recordaciones históricas, conviene subrayar estas dos cosas: a) por tratarse de un impuesto, el derecho de exportación debe ser sancionado mediante ley por el Congreso nacional. Obsérvese, dice el artículo 4, CN: “El Gobierno federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro nacional, formado del producto de derechos de importación y exportación, del de la venta o locación de tierras de propiedad nacional, de la renta de Correos, de las <bold>demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General</bold>, y de los empréstitos y operaciones de crédito que decrete el mismo Congreso para urgencias de la Nación, o para empresas de utilidad nacional” <header level="4">(7)</header>. El principio está contenido en la propia previsión; b) también de la misma norma constitucional surge que se trata de un recurso de la “Nación” –en rigor, del Gobierno federal, como correctamente se consigna en ella, porque todos somos la Nación<header level="4"> (8)</header>–. Pero la destinación, precisamente, son <italic>los gastos de la Nación</italic>, es decir, de todos sus integrantes y no solo del Estado central. <bold>4. </bold>Vendrá bien recordar a Jarach: “El principio fundamental que en el moderno Estado es propio de los tributos es el principio ‘<italic>nullum tributum sine lege</italic>’, en consecuencia del cual no surge una pretensión de la administración al tributo y de manera correspondiente una obligación para el particular, si una <bold>ley, en el sentido material y no solo formal</bold>, no prevé <bold>el hecho jurídico que le da nacimiento, los sujetos a los cuales corresponde la pretensión y la obligación, y la medida de ésta</bold>” [énfasis nuestro]<header level="4">(9)</header>. Se advierte así, en este tema específico de las retenciones, desde el respecto del reparto de competencias tributarias que ha hecho la Constitución, un doble orden normativo: uno se refiere a las competencias entre el Legislativo y el Ejecutivo, y el otro a las competencias del gobierno central y de las provincias. <bold>5. </bold>Resulta del todo incuestionable que el Congreso retiene la exclusividad para establecer tributos en la órbita de la competencia federal –potestad deferida al gobierno central– frente a las provincias pero también frente al Ejecutivo nacional. De otro modo dicho, las Legislaturas provinciales no pueden, válidamente, establecer “derechos de importación y exportación”, y el Poder Ejecutivo federal no puede arrogarse esa facultad. En nuestro derecho, la prohibición que pesa sobre el Ejecutivo de dictar una norma legal con el fin de crear tales derechos –en rigor, cualquier tributo– es absoluta. A lo ya dicho, debe agregarse la siguiente previsión, la primera de las contempladas entre las Atribuciones del Congreso: “Art. 75.- Corresponde al Congreso: 1. Legislar en materia aduanera. Establecer los derechos de importación y exportación, los cuales, así como las avaluaciones sobre las que recaigan, serán uniformes en toda la Nación”. Y también la atribución contenida en el inciso 2, de este mismo artículo 75. A su vez, debe repararse en la norma del artículo 99, CN: “Art. 99.- El presidente de la Nación tiene las siguientes atribuciones: 1… 3. Participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las promulga y hace publicar. El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo. / Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y <bold>no se trate de normas que regulen materia</bold> penal, <bold>tributaria</bold>, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros…” [énfasis nuestro]. Por tal razón –tratándose de materia tributaria–, no podría invocarse la delegación legislativa –a que han sido tan afectos los parlamentos en diversos países de Europa y América en los últimos tiempos, también nuestro Congreso– que autoriza de modo excepcional y bajo específicas condiciones el artículo 76, CN. Es una alternativa prohibida al Ejecutivo de modo expreso en la Constitución. Ni el Congreso puede delegar –decreto legislativo– ni el Ejecutivo arrogarse la facultad –decreto ley–. En doctrina que podríamos trasladar sin dificultad, se ha dicho respecto de semejantes previsiones contenidas en la Constitución española<header level="4">(10)</header>: “La interdicción de intervención del decreto-ley en relación con los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos se inserta dentro del escrupuloso entramado de garantías que, para su efectiva salvaguardia, ha dispuesto nuestro Constituyente, el cual no se ha limitado a la mera enunciación de los derechos, sino que se ha preocupado también de las garantías en un triple plano: 1) Garantía formal, en cuanto al modo de regulación, representada por la reserva de ley, establecida de manera genérica en el artículo 53.1, CE, <header level="4">(11)</header>, en una especie de duplicación de las numerosas formulaciones de reserva legal contenidas en las propias declaraciones de derechos. 2) Garantía sustancial, de respeto, en todo caso, del contenido esencial, del núcleo intangible de los derechos. 3) Garantía procesal o jurisdiccional, encomendada expresamente al Tribunal Constitucional. No satisfecho con esto, el Constituyente ha añadido el precepto del artículo 86, eliminando en este ámbito la intervención del Decreto-ley” <header level="4">(12)</header>. Pero en España, la doctrina se ha dividido en relación con la norma del artículo 86.1, CE, que citamos al pie. Algunos autores han podido apelar allí a la literalidad de esta norma y aun a un análisis histórico para enfatizar el carácter absoluto de la prohibición, y otros, en cambio, han encontrado que ella admite otra hermenéutica procurando “fundamentar una interpretación que permita salir de los estrechos límites de la letra del artículo 86.1.” <header level="4">(13)</header>. No hay ninguna posibilidad de trasladar estas disputas doctrinarias porque el Constituyente de 1994 ha desautorizado con carácter absoluto, como hemos adelantado, la delegación legislativa en materia tributaria. No es menester apelar al principio según el cual <italic>en el derecho del poder, lo que no está expresamente permitido está prohibido</italic>, puesto que la Constitución contiene la prohibición de modo expreso y, por esto mismo, no cabe intentar incluir la facultad en el marco de la excepcional autorización de los decretos legislativos. <bold>6.</bold> Se revela de este modo la primera inconstitucionalidad de las retenciones. Cabe remitir a la doctrina de Fallos, CS, 155:290; 148:430; 246:345; 237:636; 318:1154; 326:4251; 319:3400, citados por Pablo D. Sanabria en el trabajo referenciado en nota 1. Agregamos nosotros lo dicho por el juez Petracchi en su voto disidente <italic>in re</italic> S 481 XXIX; 31-08-1999; T. 322 P. 1926: “Si algún acierto puede reconocerse en el fallo ‘Peralta’ es el hecho de haber recordado en su considerando 22 lo que la sentencia apelada, precisamente, olvida. Esto es, que ‘los constituyentes... [establecieron] la obligada participación del Poder Legislativo en la imposición de contribuciones (art. 67, inc. 2°), consustanciada con la forma republicana de gobierno...’, participación que –como es obvio– también se requiere en el supuesto de supresión de un régimen impositivo de excepción (art. 44 - actual art. 52- de la Constitución Nacional)”. Antes, en ese mismo precedente, dijeron los jueces Belluscio, Boggiano y Bossert: “(…) tal como se afirmó en la causa citada en el considerando precedente, es inaceptable una tesis estricta que pretenda limitar la exclusiva competencia que la Constitución le asigna al Congreso en materia tributaria, a lo referente al establecimiento de nuevos impuestos. (…) la supresión por decreto de una prerrogativa fiscal de la que gozaba la empresa actora en virtud de la ley, constituye una injerencia inconstitucional en la competencia exclusiva del Congreso. Esta categórica limitación en razón del principio de legalidad, torna inconducente la argumentación del tribunal inferior en grado, en lo atinente a la ausencia de un menoscabo sustancial al derecho de propiedad”. También, la doctrina siguiente: “(…) de lo expuesto surge con claridad que el Poder Ejecutivo, mediante un decreto, modificó un elemento directamente determinante de la cuantía de la obligación impositiva que resultaba de las normas legales aplicables, en tanto éstas no preveían reajuste alguno del tributo que se abonase dentro de los plazos anteriormente mencionados. / (…) Que con tal comprensión, corresponde concluir que la cámara ha efectuado un correcto enfoque de la cuestión controvertida, en concordancia con la tradicional jurisprudencia de este Tribunal con relación al principio de reserva o legalidad en materia tributaria (Fallos: 155:290; 248:482; y más recientemente, causa L.62.XXXI ‘La Bellaca SAACIF y M. c/ Estado Nacional -DGI-, sentencia del 27 de diciembre de 1996, entre muchos otros)” [in re N 82 XXVIII; 17-03-1998; T. 321 P. 270]. Igualmente, Fallos: 321:270 y 1966; 319:3208; 322:1926; 325:2394, entre otros. Desde luego, las delegaciones contenidas en el Código Aduanero –delegó en el Poder Ejecutivo la potestad de definir la aplicación concreta de los derechos de exportación, los bienes gravados y la alícuota aplicable– son inconstitucionales (recuérdese a Jarach en los conceptos que hemos citado antes), por lo que solo pueden invocarse como un fundamento meramente aparente del establecimiento o modificación de los derechos de exportación. Obsérvese que la Resolución 125/2008 del Ministerio de Economía y Producción, publicada el 12 de marzo, se remite al artículo 16 decreto 509/2007, del 15 de mayo; a las Resoluciones números 368 y 369 de fecha 7 de noviembre de 2007; a lo previsto en la ley Nº 22415 (Código Aduanero), en la Ley de Ministerios (texto ordenado por decreto Nº 438/92) y sus modificaciones, y se dice dictada en uso de las facultades conferidas por los decretos números 2752 de fecha 26 de diciembre de 1991 y 2275 de fecha 23 de diciembre de 1994 y sus modificatorios. El decreto 509, a su vez, se remite a lo previsto en el artículo 11, apartado 2, y en el artículo 12 del Código Aduanero. Y añade las atribuciones 1 y 2 conferidas en el artículo 99, CN, al Presidente de la Nación. Pero ninguna de estas normas puede por sí sustentar la constitucionalidad de la medida. No es necesario abundar más acerca de que ésta afecta incuestionablemente el principio de legalidad o de reserva de ley –artículos 4, 52, 75 (1) y (2), 76 y 99, numeral 3, párrafos II y III, CN–. <bold>II. Principio de seguridad jurídica. La razonabilidad de las leyes</bold> <bold>1. </bold>Hay otro principio en juego, cual es el de <italic>seguridad jurídica</italic>. La súbita modificación de las reglas existentes lo involucra en la cuestión. Podemos recordar, para caracterizar este principio, una cita que hiciéramos en la obra mencionada en nota al pie: “...la seguridad jurídica deriva de un derecho del que el Estado no es sólo creador y garante, sino también sujeto vinculado(...) el Derecho se ofrece al ciudadano no sólo como un instrumento para su protección individual, sino además como un instrumento revestido, para cumplir ese objetivo, de una certeza suficiente, ofreciéndose al ciudadano como seguro en sí mismo por lo que respecta a esos fines” <header level="4">(14)</header>. La seguridad jurídica y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos aparecen así mencionadas como garantías expresas en el artículo 9.3 de la Constitución española <header level="4">(15)</header>. El Cimero Tribunal de nuestro país ha sustentado la jerarquía constitucional de este principio. Ha dicho que el derecho adquirido y la seguridad jurídica son de orden público y poseen jerarquía constitucional [Fallos 243:465; ver también Fallos: 242:501; 251:78; 253:47; 317:218]. Ha añadido que la seguridad jurídica adquiere dimensión constitucional en cuanto se vincula con el ejercicio de las atribuciones de los poderes y el respeto de los derechos individuales comprometidos [Fallos: 254:62]. Ha dicho, asimismo, que el principio de la seguridad jurídica constituye una de las bases principales de sustentación de nuestro ordenamiento, cuya tutela innegable compete a los jueces [Fallos: 316:3231]. Es de toda importancia traer de inmediato a colación a la Corte, cuando se refirió a la necesidad de que el Estado prescriba claramente los gravámenes y exenciones para que los contribuyentes puedan fácilmente ajustar sus conductas respectivas en materia tributaria (Fallos: 253:332; 315:820 y causa M.130.XXIII. ‘Multicambio SA s/ recurso de apelación’, fallada el 1° de junio de 1993) [Fallos: 319:3208]. <bold>2.</bold> Según lo habíamos mencionado, en una obra ya clásica, Razonabilidad de las leyes, nos enseñó Juan Francisco Linares el valor de la garantía que él mencionó como del <italic>debido proceso</italic> legal, expresa en su contenido adjetivo, artículo 18, CN, “innominada” en su faz sustantiva pero construida por la jurisprudencia de la Corte Suprema, devenida de las enmiendas V y XIV de la Constitución de los Estados Unidos y aun del más viejo derecho inglés. Tal garantía del debido proceso legal sustantivo la ha derivado la Corte de cuatro cláusulas constitucionales, las de los artículos 17, 28, 16 y 33, CN <header level="4">(16)</header>. Citábamos estos conceptos del juez Belluscio: “Las normas jurídicas son susceptibles de ser cuestionadas en cuanto a su constitucionalidad cuando resultan irrazonables, en la inteligencia de que la irrazonabilidad se configura cuando no se adecuan a los fines cuya realización procuren o consagran una manifiesta iniquidad” <header level="4">(17)</header>. En un reciente voto en disidencia, el juez Zaffaroni ha podido señalar que “no se trata de cualquier acto de gobierno, sino nada menos que de la percepción de los tributos por el Fisco, materia que, con la Carta Magna, está vinculada a los remotos orígenes del constitucionalismo y que ha sido objeto de discusiones y de las más reñidas en nuestras asambleas constituyentes. Es deber de esta Corte, por ende, dada su específica función constitucional, velar muy especialmente por las garantías de los ciudadanos en esta materia”. Y ha añadido que “no se trata de perderse en discusiones de pasados siglos para reconocer que <bold>ningún acto de gobierno debe estar reñido con la racionalidad republicana y menos aun con los principios éticos a que deben atenerse los poderes del Estado en esa forma de gobierno” </bold>[destacado nuestro]<header level="4">(18)</header>. Y, muy a propósito, viene este pronunciamiento que habíamos citado también: “Las normas y actos públicos, incluso privados, como requisito de su propia validez constitucional deben ajustarse no sólo a las normas o preceptos concretos de la Constitución, sino también al sentido de justicia contenido en ella, el cual implica, a su vez, el cumplimiento de exigencias fundamentales de equidad, proporcionalidad y razonabilidad, entendidas como idoneidad para realizar los fines propuestos, los principios supuestos y los valores presupuestos en el Derecho de la Constitución. De allí que las leyes y, en general, las normas y los actos de autoridad requieran para su validez, no sólo haber sido promulgados por órganos competentes y procedimientos debidos, sino también pasar la revisión de fondo por su concordancia con las normas, principios y valores supremos de la Constitución -formal y material-, como son los de orden, paz, seguridad, justicia, libertad, etc., que se configuran como patrones de razonabilidad. Es decir, que una norma o acto público o privado sólo es válido cuando, además de su conformidad formal con la Constitución, esté razonablemente fundado y justificado conforme a la ideología constitucional. De esta manera se procura no sólo que la ley no sea irracional, arbitraria o caprichosa, sino además que los medios seleccionados tengan una relación real y sustancial con su objeto. Se distingue entonces entre razonabilidad técnica, que es, como se dijo, la proporcionalidad entre medios y fines; razonabilidad jurídica, o la adecuación a la Constitución, en general, y en especial, a los derechos y libertades reconocidos o supuestos por ella; y finalmente, razonabilidad de los efectos sobre los derechos personales, en el sentido de no imponer a esos derechos otras limitaciones o cargas que las razonablemente derivadas de la naturaleza y régimen de los derechos mismos, ni mayores que las indispensables para que funcionen razonablemente en la vida de la sociedad”<header level="4">(19)</header>. <bold>III. Principio de no confiscatoriedad (artículo 17, CN)]</bold> Desde antiguo, la Corte Suprema ha sostenido que “La confiscatoriedad se configura cuando se excede el tope del 33% tradicionalmente admitido en la presión fiscal”<header level="4">(20)</header>. Ha de ponderarse que, conforme con nuestro sistema federal de gobierno, todas las esferas de poder –gobierno federal, provincias, municipios (Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires)– están facultadas a establecer gravámenes aun cuando se produzca una múltiple imposición –que proviene de gravar la misma fuente de imposición por parte de diferentes niveles de gobierno–. “(...) Si bien un régimen impositivo razonablemente organizado no ha de desentenderse de las peligrosas consecuencias que la excesiva presión tributaria puede causar en la economía del país, el problema que ello plantea no concierne al régimen impositivo de la Constitución Nacional sino a la política de las relaciones económicas de la Nación con las provincias” <header level="4">(21)</header>. Habremos de recordar que la Corte tiene dicho que “Es violatorio del art. 17 de la Constitución Nacional el impuesto territorial establecido por la ley 3787 de la Prov. de Córdoba en cuanto absorbe la renta que el campo bien explotado produce a su dueño, en una proporción del 38,44 % según el perito tasador, y del 93,53 %, según los cálculos del perito contador realizados sobre la base del promedio de utilidades obtenido mediante el cómputo de los beneficios y las pérdidas producidos durante varios años, inclusive aquellos en que la pérdida ha sido extraordinaria” <header level="4">(22)</header>. Cierto es que, como ha destacado el Procurador General de la Nación en un dictamen, se ha señalado de manera invariable que para que la confiscatoriedad exista debe producirse una absorción, por parte del Estado, de una porción sustancial de la renta o el capital (Fallos: 242:73 y sus citas; 268:57), y que el exceso alegado como violación de la propiedad debe resultar de una relación racional estimada entre el valor del bien gravado y el monto del gravamen (Fallos: 207:238; 322:3255 y sus citas) <header level="4">(23)</header>. Opinó el Procurador que el fallo que examinaba, al omitir particularizar la relación entre el impuesto pagado y el capital de la empresa, el monto anual de sus ventas o cualquier otro índice de su capacidad económica, incurría en una mera afirmación dogmática al tachar de confiscatorio al gravamen (Fallos: 292:254, cons. 16), pues la compulsa que ha realizado no trasciende el ámbito infraconstitucional, y sólo podría derivar de ella la mayor o menor bondad o equidad de un sistema por sobre el otro, pero no la demostración de la repugnancia de la solución establecida por el Legislador con la cláusula constitucional invocada. Citó Fallos: 320:1166, cons. 5). Por mayoría, la Corte hizo suyo este dictamen (con las disidencias de los jueces Zaffaroni y Argibay, quienes entendieron que el recurso extraordinario federal era inadmisible en el caso). Como lo ha exigido la Corte, la invocación de que se encuentra afectado este principio de no confiscatoriedad o <italic>prohibición constitucional de confiscatoriedad</italic> <header level="4">(24)</header> exige prueba en concreto, y lo ha destacado el dictamen citado: se ha requerido una prueba concluyente a cargo del actor (Fallos: 220:1082, 1300; 239:157). La Corte ha dicho que la determinación del vicio de confiscatoriedad de un gravamen debe ser objeto de una prueba concreta y circunstanciada por parte de quien la alega [Fallos: 199:139; 207:238; 248:763; 314:1293, entre muchos otros]. Ha expresado el Tribunal que la confiscatoriedad debe resultar no de una mera estimación personal, aunque ella emane de peritos ilustrados y rectos, ni de circunstancias puramente accidentales y eventuales, sino de una relación racional estimada entre el valor del bien gravado y el monto de ese gravamen, al margen de accidentes transitorios y circunstanciales. Recordó que en la sentencia recaída el 21 de diciembre de 1999 <italic>in re</italic> “G.348, L.XXIII, A Gómez Álzaga, Martín Bosco c/ Buenos Aires, Provincia de y otro s/ inconstitucionalidad”, sostuvo el Tribunal que la presunta conformidad de las leyes nacionales o provinciales con las normas constitucionales, que es el principio cardinal de la división, limitación y coordinación de los poderes en nuestro régimen institucional, no debe ceder –por transgresión a ese principio y a esas normas– sino ante una prueba contraria tan clara y precisa como sea posible y particularmente cuando se trata de impuestos creados por el Poder Legislativo en virtud de sus facultades no discutidas <header level="4">(25)</header>. En este orden de ideas, cabe destacar que este impuesto en particular no emana precisamente del ejercicio de facultades constitucionalmente regladas, sino de un ejercicio irregular del poder en violación del principio de reserva de ley en materia tributaria. Los productores han afirmado que las retenciones son confiscatorias –“el Gobierno captura el 40 por ciento de los precios agropecuarios, a lo que suma el resto de los impuestos que deben afrontar los productores rurales” [Clarín, 31/3/2008]–. La cuestión puede agravarse puesto que las retenciones son móviles. Escapa a los límites de estas notas especular acerca de las vías más idóneas para resguardar los principios constitucionales que aparecen violentados, discusión que ya tiene desarrollo en pronunciamientos judiciales concretos y opiniones doctrinarias –por ejemplo, en orden a la legitimación activa o al ámbito de conocimiento para mejor decidir, amparo o declaración de certeza–. Pero se tendrá presente la exigencia de acreditar en concreto, mediante prueba pertinente, el agravio constitucional. <bold>IV. El principio de igualdad (artículo 16, CN)</bold> Más difícil es objetar las retenciones desde el respecto del principio de la igualdad de las cargas tributarias [artículo 16, CN]. Apréciese lo que ha podido decir la Corte en señero pronunciamiento: “La garantía de la igualdad en las cargas públicas no impide que la legislación considere de manera diferente situaciones que estima diversas, de modo tal que de no mediar discriminaciones arbitrarias, se creen categorías de contribuyentes sujetos a tasas diferentes”<header level="4">(26)</header>. Adunó el Tribunal: “Si bien todo impuesto tiene que responder a una capacidad contributiva, la determinación de las diversas categorías de contribuyentes puede hacerse por motivos distintos de la sola medida de su capacidad económica”. Y que “No existe obstáculo constitucional para la aplicación de gravámenes que pueden conducir a la aplicación de alícuotas más elevadas en orden a gravar bienes inexplorados o que lo son de manera que no concuerden con los fines de desarrollo y promoción económicos, reconocidos expresamente en la Constitución como atributos de los poderes federales y provinciales (arts. 67, inc. 16 y 107, CN)”. <bold>V. El principio (la forma) federal de gobierno (artículo 1º, CN)</bold> El gran ausente, ya se comprende, es el Congreso nacional –como lo ha sido y lo sigue siendo en materia de la deuda pública, interna y externa, omitiendo ejercer su atribución expresamente consagrada en el inciso 7 del artículo 75, CN–. En el originario diseño de poder, la Constitución imaginó al Senado como la <italic>cámara de las autonomías provinciales</italic> elegido por las Legislaturas locales. Aunque ya no lo era –el doctor Pedro J. Frías nos ha señalado que un estudio demostró, antes de la reforma constitucional de 1994, que dispuso el voto directo de los senadores, que en una década no se encontró un solo comportamiento federal del Senado–, el nuevo diseño ha potenciado el dominio del partido gobernante –lo que suele llamarse “adhesión al proyecto”–. La omisión de sancionar por ley el tributo, como exige la Constitución, determina que se aniquile la posibilidad de debatir la racionalidad de la medida y, básicamente, impide toda participación de los representantes de las provincias o de los pueblos de las provincias, nada menos, en el aspecto más gravitante de nuestro federalismo, el <italic>federalismo fiscal</italic>. Aun más, obstruye todo progreso para hacer efectivo el <italic>federalismo de concentración</italic>, para superar la confrontación entre esferas de poder –la concepción del federalismo como un sistema, menos como fragmentación del poder y más como asociación de competencias (Frías)–. Éste procura proscribir el ejercicio insular de las respectivas competencias y la armonización de potestades sobre la base de la solidaridad, que es en definitiva lo que hace posible una Nación. Proscribir el federalismo dual, que es el de la confrontación en que pierden las provincias y pierden los municipios, alcanzando la convergencia, <italic>mucho más noble que la subordinación</italic>. ¿Cómo, sin la participación de los pueblos –de las autonomías: provincias, Ciudad de Buenos Aires y municipios– podría hacerse realidad el programa constitucional, a saber: <italic>el desarrollo humano, el progreso económico con justicia social, el crecimiento armónico de la Nación, el poblamiento de su territorio, la promoción de políticas diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones</italic> (artículos 41, 75 (19), CN)? Conste que la Constitución ha indicado al Senado como la Cámara de origen a estos efectos (75 (19, II, <italic>in fine</italic>)). Los productores han tomado nota de la excesiva discrecionalidad en el manejo de fondos, dispensado a muy pocas personas y, pese a esto, con escaso control. En las provincias –gobernadores e intendentes– están tomando nota por su lado del hecho de que estas retenciones no se coparticipan –la distribución de la masa de recursos coparticipable se efectuará <italic>contemplando criterios objetivos de reparto, será equitativa y solidaria y debe atender prioritariamente al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades</italic>, según expresa la cláusula final del párrafo tercero del inciso 2, artículo 75, CN– y que la riqueza se transfiere al poder centralizado. Han comenzado a asomar requerimientos de decisiones que consagren, para esta riqueza específica, un esquema semejante al de las regalías petroleras o gasíferas, por ejemplo. En rigor, siguiendo la regla