La cuestión planteada en nuestros días – y que hacemos explícita en el título de esta ponencia
– debe conducir a un debate, tan necesario como impostergable, sobre algo que es de suyo opinable.
La vehemencia que ponemos en la defensa de la propia posición en nada desmerece la contraria. Sólo expresa la pasión que surge del mayor peso que creemos encontrar en nuestras razones que la abonan.
Esa posición surge de una convicción que anticipamos, porque subyace a cuanto se diga: una ley de responsabilidad penal juvenil, como la que hoy se pretende, conduce a un camino sin retorno. A contrario de lo que propugna la legislación todavía vigente
, la que adviene introduciría a la niñez en la política penal –más allá de discursos grandilocuentes– y la expondría a consideraciones discrecionales, de oportunidad y conveniencia, que pueden llevar a agravamientos –en edad responsable, especies y montos de pena– a medida que la criminalidad suscite reclamos sociales ineludibles para quienes están expuestos a necesidades de agenda electoral.
No podríamos fijar una determinada posición sobre el tema en cuestión si no antepusiéramos un punto de partida, a guisa de marco teórico, para darle sustento. Es lo que pretendemos en prieta síntesis.
La Convención sobre los Derechos del Niño distingue al niño como un educando. Así puede leerse en su preámbulo y a lo largo de su texto, aunque de modo más explícito en los arts. 28 y 29. Ello así porque la educación se inserta como un derecho fundamental del niño, y como tal concierne a la satisfacción de su interés superior, interés que opera como principio fundamental y como criterio de actuación y decisión, según lo entienden la doctrina y la jurisprudencia
.
La niñez como tiempo de educación debe impregnar toda la legislación aplicable al menor de 18 años y adecuar todas las soluciones que se escojan a su respecto en los conflictos, y particularmente en los seleccionados como delitos por la ley penal.
Como cualquier delito, el que se comete en la niñez expresa una dificultad en la inserción social, de mayor o menor gravedad según el arraigo que tenga en el sujeto e incida en su vida de relación con los demás. Pero en el niño esa dificultad acarrea un plus, algo más que llama nuestra atención, dado que interfiere la inserción social en un tiempo de educación.
No atendida a tiempo, es decir en el marco de su educación formal o informal, acarrea inevitablemente una desventaja importante al exponerlo tempranamente a consecuencias que lo privan de oportunidades para incorporarse en plenitud a la vida social.
Sabemos que hace a una República la igualdad de oportunidades. Consecuentemente, hace a una República que se brinde al niño transgresor la educación que lo integre a la sociedad, que mediante una acción socioeducativa lo devuelva como protagonista de la vida en común.
De todo lo cual se infiere que una legislación que responda a los derechos fundamentales y que sirva a una dirección política republicana no puede desconocer que la educación ocupa un lugar gravitante en la vida del niño y que está llamada a operar tanto en su encauzamiento como en su reencauzamiento hacia el desarrollo integral.
Rige todavía la ley nacional 22278, llamada “Régimen Penal de la Minoridad”. Esta ley debe ser leída, interpretada y aplicada a la luz de la Convención sobre los Derechos del Niño y otros tratados con rango constitucional, como lo subraya la Corte Suprema de Justicia en los casos “Maldonado”
y “Reinoso”
.
Esta ley data del año 1980, es decir, del último gobierno de facto autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”, pero actúa como un vector que reproduce y amplía lo que ya sobre la materia decía la ley 14394, del año 1954.
La ley 14394 había sido dictada en el marco de la Constitución Nacional del año 1949
, cuyo art. 37 reconocía al niño una consideración de privilegio
. Si esa ley fundamental daba el gran marco jurídico, otro más próximo y no menos importante lo daba la ley 10903, de patronato de menores
, potenciada por una concepción política que alentaba grandes realizaciones y prestaciones públicas, todo ello en el seno del llamado Estado de Bienestar (
Sin cuestionar seriamente la tesitura defensista de la intervención pública, avistaba al niño transgresor como un educando que debía ser sustraído del régimen penal aplicable al adulto y sometido a un régimen especial que lo apartase de las circunstancias familiares o sociales que incidían en su mal comportamiento.
Hecho ya el trasiego a la ley 22278, un cuarto de siglo más tarde, a la luz de una Constitución, la de 1853, afectada por la existencia de autoridades de facto y de un welfarismo declinante, sigue distinguiendo dos aspectos a atender: por un lado, el hecho delictuoso en sí mismo, que suscita una respuesta pública, necesariamente adecuada a la niñez; y por otro lado, la desatención de parte de los mayores responsables (padres, tutores o guardadores) que puede estar explicando la existencia de circunstancias que exponen al niño a la delicción.
El régimen mantiene, por lo tanto, su carácter tutelar-correctivo. Exclusivamente así para los niños menores de 16 años, inimputables por edad ante la ley penal, y principalmente así para los niños mayores de 16 años, pese a que, por su calidad de imputables, son eventualmente punibles.
Evitando cualquier referencia al cambio paradigmático sobre el que se basa el discurso hegemónico de sus detractores –pues llevaría a complejas consideraciones que exceden el espacio disponible
–, creemos no obstante posible poner de manifiesto algunas notas censurables, y hoy insostenibles a la luz de la conciencia jurídica contemporánea, sobre todo la que alumbra desde su concreción en la Convención y otros pactos iushumanistas.
Por una parte, la ausencia de garantías fundamentales
. La ley no traza los lineamientos indispensables para la existencia de un proceso legal en que se posibilite el derecho de defensa para el procesado, sobre todo el inimputable, si bien esta omisión ha sido enmendada por normas operativas de rango constitucional como los arts. 37 y 40 de la Convención y la jurisprudencia de la Corte que ya mencionamos.
Tampoco la ley define, especifica ni limita las medidas de educación correctiva aplicables, con lo que deja su modalidad y duración libradas a la discreción del magistrado. Igualmente lo concerniente a las medidas tutelares dispuestas durante el proceso, y aun en la sentencia, pues carece de precisión en cuanto a requisitos, límites y fines.
El desborde de lo tutelar, comúnmente llamado “tutelarismo”, que se expresa en una práctica rayana en lo autoritario y sobreprotector, lleva a que el hecho motivante y sus probanzas pasen a segundo plano, y que la actuación de los órganos públicos se agote en lo que de manera informal y enteramente discrecional disponen sin mediar sentencia, so pretexto de guarda y educación.
Parecería que el “régimen penal de la minoridad” no tuviera contenido rescatable y, sin embargo, ha sobrevivido a las mudanzas que viene experimentando la legislación penal, muchas veces vertiginosas, y particularmente aquellas que han ido adecuando nuestras normas a los compromisos asumidos pro homine desde que la República recuperó sus instituciones.
Efectivamente: aun proviniendo de un gobierno de facto, los tribunales han reconocido su vigencia, si bien han condicionado su validez a la armonización de sus disposiciones con las normas fundamentales.
Esa supervivencia no ha respondido al mero capricho de los jueces; tampoco a la incuria de los legisladores, aunque durante años y años han postergado una seria consideración de los proyectos. Sucede que, más allá de la elocuencia puesta de resalto por sus detractores, ese régimen privilegia la niñez como un tiempo de educación, de lo cual resulta que la punición constituye sólo una consecuencia eventual.
Impone la cesura del juicio, con lo que el debate entre las partes y el pronunciamiento judicial queda dividido en dos momentos: el primero, en que se discute y resuelve la responsabilidad penal de quien ha delinquido en la niñez, y la segunda, en que se discute y resuelve la necesidad penal en el caso, es decir si las circunstancias muestran ineludible el reproche social ínsito a la sanción privativa de libertad
.
¿Qué media entre un momento y otro? ¿Qué hay entre el juicio de responsabilidad y el de necesidad penal? Un tiempo de probación (“
.
Finalmente, no admite la imposición de pena por delito cometido en la niñez a quien sea todavía niño, es decir menor de 18 años
; tampoco que esa pena opere como antecedente para una declaración posterior de reincidencia criminal.
Cuando publicamos nuestro primer libro “Delincuencia y Derecho de Menores” (1ra. edición, Buenos Aires, 1986), proponíamos que se atribuyera responsabilidad penal recién a los 18 años, ya que la legislación argentina –que perdura aun puesta en crisis– no quería penados menores de esa edad, hoy considerados niños en la Convención que rige con rango constitucional.
Advertíamos el peligro que podían acarrear los cambios impulsados por la presión social, sobre todo de la opinión pública formada por personas o sectores interesados, y queríamos poner la niñez fuera de la respuesta penal. Claro está, con un régimen socioeducativo que contemplara medidas disciplinarias y correctivas en forma progresiva, al modo en que las tenía ya incorporadas la Ley Judicial Juvenil alemana
.
Desde luego que era sólo una opinión, y el tiempo nos iba a demostrar que arribar a un régimen legal de esas características era de utopía en un país víctima de sus urgencias y muy expuesto a la tendencia penalista que fue consolidándose en la región bajo el impulso de Unicef y el despliegue de su mayor exponente Emilio García Méndez.
No se innovó en la legislación sobre el tema hasta ahora, aunque la discusión sobre la edad fue y sigue siendo recurrente como catarsis colectiva cada vez que episodios resonantes de delicción precoz –como el reciente caso “Capristo”
– en una sociedad como la nuestra, tan frívola en la consideración de las causas de su malestar, y además como caballo de batalla de quienes pelean por los votos u otras ventajas subalternas. De tiempo en tiempo se instala en la consideración pública, amenaza con cambios insensatos y luego se diluye. El clamor “Blumberg”
la incluía como uno de los puntos específicos de la reforma penal.
Este andar azaroso ha motivado múltiples proyectos de ley que responden a las corrientes de opinión existentes, unos que proponen tímidos retoques a la ley 22278 y otros que tienden a instaurar un régimen de responsabilidad penal juvenil.
La responsabilidad penal juvenil plantea dos puntos relevantes: el primero, una edad mínima a partir de la cual empieza el niño a responder por sus transgresiones penales, y el segundo, la batería de medidas punitivas, preferentemente no privativas de libertad, que se implementa con una cierta finalidad de prevención especial.
Justamente los proyectos portan catálogos de penas que deberían cumplir una función socioeducativa. Aunque las vistan de seda, penas quedan. A diferencia de las medidas que hoy se aplican con tal carácter, dirigidas principalmente a rectificar la conducta del transgresor, las nuevas que se pretenden –penas para Zaffaroni, sanciones para García Méndez– conllevan en lo principal el reproche social y el estigma consiguiente, por noble que sea su finalidad accesoria.
Los niños cuya edad no alcanza el límite mínimo quedarían fuera del alcance de esta ley penal
, por lo que su atención se confiaría –cuando fuere menester– al sistema de protección integral de derechos (ley 26061)
.
Son puntos que sobresalen en los proyectos hoy prevalecientes
e implican riesgos que no dejaremos de mencionar.
El discurso penalista dominante da razones, pero sobre todo mueve pasiones. Una descalificación sistemática de todo lo que ha transcurrido hasta aquí, usando gruesos adjetivos para la ley vigente y sus operadores, parece reducir el terreno del debate a una sola opinión, la de quienes utilizan los circuitos de la prensa complaciente y los fondos públicos de entes gubernamentales ávidos de obsecuentes.
Pese a la apariencia, ese discurso avanza sobre dos corrientes de opinión, en realidad divergentes, pero que procuran el cambio: una que pretende la incorporación del niño al régimen penal como contribución a la seguridad ciudadana, y otra que la reclama como medio para hacer efectivas ciertas garantías fundamentales. La primera, que mira a la sociedad expuesta, es sincera y frontal en su planteo; la segunda, que atiende al niño transgresor, no siempre lo es.
En un principio ambas estaban anudadas, como si respondieran al mismo interés, pero al iniciarse el debate legislativo afloraron los diferentes puntos de vista
, con particular referencia a la edad de la imputabilidad penal y el catálogo de medidas aplicables, sanciones para unos y penas para otros. El maximalismo penal de los “defensistas” entró en colisión con el minimalismo de los “garantistas”, y sobrevino una pausa, también alentada por razones de oportunidad y conveniencia vinculadas al proceso electoral.
Aprovechando ese alto en el camino, queremos resaltar que una ley de responsabilidad penal juvenil como la que se pretende plantea graves aporías que justifican nuestra inquietud.
Primero: Una ley de responsabilidad penal es, de suyo, un instrumento de política penal, pues sirve a determinados objetivos vinculados con la contención de la criminalidad. Así, hablando de seguridad como lo prioritario, es harto difícil que pueda convertirse y aplicarse como una herramienta de inclusión social, de incorporación activa del niño a la sociedad (art. 40 de la Convención). Visto como ciudadano y no ya como educando, sólo se le ofrecen las garantías negativas de la democracia política, al decir de Ferrajoli, y se lo priva de las garantías positivas que le brinden igualdad de oportunidades para desarrollarse y participar en sociedad.
Segundo: la edad mínima de responsabilidad tenderá a bajar para comprender en las respuestas penales “socioeducativas” a quienes cometen graves transgresiones en edad temprana, y cada vez más temprana. Las personas o sectores interesados, y la corriente de opinión que despiertan, generalmente desconfían del sistema de protección integral de derechos como medio de integración social.
Tercero: Las medidas penales presentan un abanico de posibilidades
, pero también tenderán a generalizar la privación de libertad como respuesta a la misma presión que genera el ascenso de la criminalidad.
Cuarto: Acentuará esta tendencia el debate que con seguridad despertará la finalidad socioeducativa que se asigna a la pena, ya que hay una controversia a nivel mundial sobre si es legítimo atribuir fines a la pena, que en definitiva –se dice– es un reproche social que se dirige al que ha delinquido, al que ha cometido un hecho antisocial punible
.
Finalmente: un cambio en la nomenclatura legal no asegurará que los servicios estatales, o los contratados, permitan el cumplimiento de las medidas con la finalidad que la ley les asigna. Los pocos recursos disponibles y las presiones ya referidas, podrían mantener o agravar las condiciones en que hoy los entes públicos atienden a quienes han delinquido en la niñez. Por caso, basta observar el raquítico servicio de libertad asistida como, asimismo, la paupérrima asistencia educativa en los establecimientos de internación.
Haciendo pie en cuanto decíamos hace veintidós años en “Delincuencia y Derecho de Menores”, pero también haciéndonos eco del largo y enriquecedor camino que ha seguido el Derecho de la Minoridad a partir de la Convención sobre los Derechos del Niño, entendemos que un nuevo régimen aplicable al niño que comete delitos debe asentarse en ciertas proposiciones:
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Resistimos una ley de responsabilidad penal juvenil, en cuanto introduce tempranamente al niño en la esfera de lo punitivo.
Propugnamos un régimen de responsabilidad socioeducativa, que mantenga la concepción del niño como educando, pero que a la vez lo responsabilice como protagonista de la sociedad. Un régimen en que la respuesta penal propiamente dicha
sea lo último, cuando al niño haya que reprocharle su empecinamiento.
Consideramos importante que ese nuevo régimen haga efectivas todas las garantías fundamentales. Nos place destacar que sería altamente provechoso, a nuestro juicio, que el nuevo régimen legal de responsabilidad incorpore el bloque de garantías que contiene el proyecto de ley sustentado por Emilio García Méndez, muy completo y prolijo en su enunciación.
Por último, y en la eventualidad de que se escoja la solución penal como la única posible, advertimos que debe hacerse mediante una regulación de posible cumplimiento, tanto en lo concerniente a las medidas a aplicar
como a los recursos disponibles al efecto
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