<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><italic>A la memoria de Marcos A. Díaz Reyna</italic> <bold>I</bold> <bold>1.</bold> La <italic>febril</italic> proliferación de normas jurídico-penales que ha caracterizado a la legislación de los últimos años y la expansión del Derecho criminal que ella ha traído aparejada, ponen en evidencia la necesidad ineludible de escudriñar el fenómeno en términos de “racionalidad legislativa” o, en otras palabras, de justificación racional de la decisión legislativa de creación de cierta disposición legal. El problema consiste, pues, en establecer qué criterios son admisibles para reconocer como “racional” la sanción de una nueva regla que ensancha el ámbito de la <italic>criminalización primaria</italic> o que agrava las <italic>consecuencias jurídicas</italic> de determinado delito. Por lo demás, una regla de racionalidad de la legislación penal tal como la que aquí proponemos parece <bold>razonablemente exigible</bold> –incluso con arreglo a un <italic>estándar de racionalidad</italic> equiparable al que se predica respecto de la jurisdicción<header level="4">(1)</header>– en el marco de las peculiaridades que exhibe el ordenamiento penal en un Estado de Derecho. Pensamos que esto puede admitirse sin mayores obstáculos, aun cuando se acepte, con Díez Ripollés, que cualquier intento de “…profundizar en los contenidos de racionalidad que deberían resultar determinantes en todo proceder legislativo y en su resultado, la ley, ha de empezar por reconocer que la delimitación entre legislación y jurisdicción, entre lo que sea creación y aplicación del derecho, se mueve en estos momentos, tanto desde una perspectiva técnicojurídica como sociojurídica, sobre terreno poco firme. El protagonismo de la ley en la configuración del ordenamiento jurídico, rasgo esencial del derecho moderno, está siendo seriamente cuestionado –asevera el jurista–, hasta el punto de que se ha convertido en un lugar común hablar de la crisis de la ley. Con ello se querría expresar que la ley ha perdido la centralidad que venía ocupando en el sistema jurídico desde la instauración del Estado de Derecho liberal, como expresión de la voluntad general democráticamente expresada, reflejada en notas tales como su carácter único, originario, supremo e incondicional”<header level="4">(2)</header> . En este sentido, parece inconcuso que, por un lado, la “racionalidad legislativa” –o, al menos, cierto grado de ella–, es presupuesto necesario de la racionalidad en la aplicación del Derecho<header level="4">(3)</header>, y que, por el otro, aún persiste mayoritariamente en el sector jurídico especializado “una aspiración de racionalidad global de los contenidos legislativos penales, que se refleja formalmente en el mantenimiento de un único cuerpo legal casi omnicomprensivo, el código, y materialmente en la pretensión de lograr un catálogo de bienes jurídicos protegidos coherente, y de mantener un único sistema de responsabilidad penal y de sanciones”<header level="4">(4)</header>. Desde una línea argumental diferente, aunque no menos relevante para la consideración del tema que nos ocupa, se ha expresado: “Las raíces de la racionalidad se encuentran en nuestra cultura, es decir, en las formas como usamos este concepto en el lenguaje ordinario. Nuestra forma de vida está construida de manera tal que esperamos que la gente se comporte racionalmente en sus relaciones recíprocas. En este sentido, la racionalidad es un hecho intersubjetivo (supraindividual) dado en nuestra cultura. (...) La forma coherente de pensar está tan enraizada en nuestra cultura que la usamos como pauta cuando evaluamos el comportamiento de otras gentes. En este sentido, el concepto de coherencia es un elemento necesario de nuestro concepto común de racionalidad. Pertenece a la base de la comunicación humana. Nuestra vida social y nuestra interacción comunicativa funcionan sólo si esta precondición está satisfecha. Por ello, sería correcto decir que la reconstrucción de la racionalidad sólo explicita algo que está profundamente oculto en el uso lingüístico común de la gente occidental con mentalidad moderna”<header level="4">(5)</header>. Sentado esto, estimo que cabe preguntarse: ¿puede el legislador penal, al sancionar una determinada disposición legal, apartarse de un presupuesto básico de la vida social y la interacción comunicativa de la <italic>gente occidental con mentalidad moderna</italic> como el de la racionalidad? Parece evidente que la respuesta negativa es la única admisible, pues el legislador, que –en tanto funcionario elegido mediante determinado procedimiento democrático– se encuentra en una “buena posición” (en sentido epistémico) para interpretar los intereses sociales que son merecedores de protección penal para determinada sociedad<header level="4">(6)</header>, no puede realizar este cometido <bold>apartándose de elementales criterios de racionalidad,</bold> so riesgo de perder toda legitimación. Sin que haya mayores inconvenientes a este respecto, puede apreciarse que el principio de racionalidad de la ley penal –según aquí se lo muestra– se desenvuelve, predominantemente, en el terreno de los <bold>problemas de legislación</bold> que en un sentido amplio han sido denominados “<bold>políticos</bold>”. Como es sabido, éstos agrupan toda una serie de cuestiones de índole axiológica o valorativa, que comienza con los problemas de <bold>política legislativa general</bold> que el legislador penal debe resolver, en primer lugar, al momento de decidir cuándo y en qué circunstancias es más conveniente resolver los posibles conflictos sociales en forma anticipada mediante normas generales, y cuándo es preferible dejar su solución en manos de jueces u otros órganos administrativos, que están en condiciones de resolverlos en forma individual, esto es, tomando en cuentas las circunstancias de cada caso<header level="4">(7)</header>, y en segundo lugar, al tiempo de determinar si aquellas normas generales que estima necesarias son las reglas que se valen de la drástica respuesta penal o si, por el contrario, es suficiente el empleo de disposiciones legales de otra clase. Puesto el asunto en ese terreno, es sencillo reconocer que el <italic>dilema</italic> de la política criminal “...es el problema de la racionalidad política frente a conflictos que aparentemente no pueden ser resueltos sin el compromiso de las herramientas coactivas y sancionadoras más intensivas de que se vale la organización estatal”<header level="4">(8)</header>. <bold>2. </bold>Conviene anotar que –al menos, a los fines de este breve artículo– adscribimos a un <bold>concepto de racionalidad legislativa penal</bold> que la describe como la capacidad para elaborar, en el marco del control social jurídico sancionador que propicia la legislación penal, una decisión legislativa que atienda a los datos relevantes de la realidad social y jurídica sobre la que aquélla incide<header level="4">(9)</header>. Desde esta perspectiva, hay buenas razones para aseverar que lo que postulamos es una noción <italic>teleológica</italic> de racionalidad, en el sentido de que repara en el <bold>fin social</bold> que pretende lograr el legislador al sancionar determinada norma jurídica<header level="4">(10)</header>, vale decir, y para referirlo en otros términos, <bold>en la idoneidad que dicha regla revela para la consecución del objetivo deseado</bold><header level="4">(11)</header>. Pero, al mismo tiempo, se trata de una racionalidad <bold>instrumental</bold>, en tanto y en cuanto reclama –como <italic>condición necesaria</italic>, aunque <italic>no suficiente</italic>, puesto que también deberá involucrar determinados <bold>principios y valores (reglas de garantías penales)</bold>– la utilización de criterios que “indican qué medios son técnicamente adecuados para conseguir ciertos fines”(12). Transitando carriles discursivos equivalentes, Juan F. Linares se detiene en la <bold>razonabilidad ponderativa de la ley</bold> a fin de ver cómo funciona en la práctica, y asegura que, para que tal estimación se despliegue, debe mediar “...una valoración técnico-social o política que soporte la jurídica y constituida por la apreciación de la norma vista como técnica social en la cual se utilizan ciertos <italic>medios</italic> para obtener ciertos <italic>fines</italic> que se meritúan como valiosos”. “Sabido es –agrega el jurista– que la legislación enfocada desde un cierto ángulo aparece como un eficaz instrumento social para lograr ciertos objetivos. (...). “Desde luego –enfatiza–, la técnica social no tiene la certeza de la técnica de la naturaleza física, porque en la sociedad no rige la causalidad natural sino meramente una serie de <italic>regularidades tendenciales</italic>, nunca seguras por la razón de que en ellas juega el imprevisible dato de la libertad humana. Hasta en las leyes económicas que parecen ofrecer una mayor dosis de regularidad, intervienen factores que les imprimen un margen muy grande de incertidumbre. Pero aun así –concluye el constitucionalista– el hombre tiene que resignarse a utilizar la imprecisa técnica social para alcanzar con determinados medios determinados fines estimados como buenos”<header level="4">(13)</header>. Sin perjuicio de lo expresado, no puedo dejar de mencionar la concepción de autores que se pronuncian de modo diferente. Así, por ejemplo, desde la filosofía jurídica, Laporta sostiene que es “altamente dudoso, al menos en un grado suficiente como para poder hablar, efectivamente, de práctica racional de legislar”, que pueda ser extendida sin más a la realidad de las interrelaciones humanas, la relación instrumental medio-fin, que podemos establecer con mucha eficacia en el tratamiento de la realidad natural<header level="4">(14)</header>. Para justificar su parecer, este autor manifiesta: “No es sólo que muchos datos sean imposibles de recolectar y tener en cuenta por el legislador, lo que transforma este tipo de actividad normativa en un problema de dudosa solución; es que además los mensajes que emite el legislador no pueden ser palancas de inducción instrumental porque no son recibidos por un agente racional que los integra en su conjunto de motivaciones y los jerarquiza con otros muchos. La combinación de la necesaria falta de información con la actitud consciente y activa del agente es lo que produce con tanta frecuencia fenómenos como la ineficacia de las normas, los efectos no queridos de la legislación y en definitiva la dudosa capacidad instrumental de la legislación”<header level="4">(15)</header>. Las características de este escrito me impiden un examen detenido de estos argumentos, pero no que, a modo de <italic>impropia</italic> –e indudablemente insuficiente– refutación, remita a la posición que escuetamente desarrollo en el texto principal, y que, aprovechando las palabras de Prittwitz, afirme que el hecho de que existan dudas acerca de la capacidad de los métodos empíricos de las ciencias sociales para probar la efectividad del Derecho penal “…no debiera llevarnos al abandono de la racionalidad de la política criminal”<header level="4">(16)</header>. Es que, quien “…tome en serio los problemas con que se enfrenta la sociedad, a cuya resolución deba coadyuvar el Derecho penal, esté convencido de que el camino del Derecho penal no lleva a ninguna parte y vaticina además de un modo relativamente preciso sus daños colaterales, no debe atrincherarse tras una línea de defensa, que resulta científicamente inatacable, sino que debe exigírsele, en unión o no con los científicos sociales pero seguramente con el debido apoyo de los constitucionalistas, un método de debate explícito y transparente acerca de los caminos y las exigencias necesarias para poder dar por probada la eficacia del Derecho penal”<header level="4">(17)</header>. Cabe manifestar, pues, que el mandato de racionalidad al que debe ajustarse el legislador penal exige que éste acomode su actividad a un liminar <bold>principio de utilidad de la intervención penal</bold>, que ordene la función que define su rol –como encargado de sancionar la ley– de acuerdo con la aptitud de la ley criminal para el cumplimiento de su <italic>función instrumental</italic> de <bold>eficaz protección de bienes jurídico-penales</bold>. La importancia de esto, hay que decir, <bold>no parece menor</bold>, frente a diagnósticos tan preocupantes como difícilmente controvertibles que dan cuenta de la constatación del <italic>ocaso del aludido principio de utilidad</italic> del control penal al que asistimos en los tiempos que corren, en los que “...la <italic>praxis</italic> político-criminal de las diversas legislaciones ...a menudo aparece alejada de los paradigmas de una auténtica Política Criminal regida por la síntesis coherente de fines preventivos y aspiraciones garantísticas”<header level="4">(18)</header>. “...es ya un lugar común –dice Silva Sánchez– aludir a la proliferación de preceptos que, habiendo perdido –si es que alguna vez la tuvieron– toda aptitud para el cumplimiento de <italic>funciones instrumentales </italic>de protección de bienes jurídico-penales, se limitan a desempeñar un mero <italic>papel simbólico</italic>, con exclusiva incidencia sobre la opinión pública y sus sentimientos de inseguridad”<header level="4">(19)</header>. La sentencia del jurista español, pensamos, es aplicable no sólo a la creación de nuevas figuras penales, sino también al agravamiento punitivo de las ya existentes. <bold>II</bold> <bold>1.</bold> Los riesgos que se ciñen sobre el Derecho penal a partir de una práctica creadora del Derecho indiferente a las exigencias mínimas de una legislación penal racional son serios y son muchos. Me permito señalar aquí sólo uno de ellos; no es posible otra cosa en el marco de un escrito como éste. La sanción irracional de normas jurídico-penales –o, para expresarlo más adecuadamente, la sanción de normas jurídico-penales irracionales– conduce, acaso de modo inexorable, a la <bold>inutilización del instrumento jurídico-penal del Estado.</bold> Esto, de alguna manera, ha sido referido ya en el apartado precedente. Un ordenamiento jurídico-penal sobredimensionado en razón de la permanente elaboración de reglas sancionatorias ineficaces, a las que el legislador apela para postular una solución que –por llevar al plano de las <italic>respuestas meramente formales</italic> lo que exige un tratamiento real, concreto y apropiado– nada resuelve y se consolida, por ello, como una <italic>solución aparente</italic>, encuentra en aquella consecuencia su fatal destino. Si, como se dijo, la <bold>decisión relativa a la intervención penal del Estado</bold> prescinde de toda indagación sobre la eventual aptitud de la ley criminal para el cumplimiento de su <italic>función instrumental</italic> en tanto <bold>idónea protectora de bienes jurídico-penales precisamente definidos</bold>, el Derecho penal se convertirá en una herramienta de utilería para hacer frente a problemas que nada tienen que ver con conflictos ficticios mostrados en una puesta teatral o cinematográfica. En la voluntad de refirmar la <italic>noción del Derecho criminal como instrumento dirigido al fin de preservación de bienes jurídicos,</italic> hago mías las palabras de Freund que, aunque se apoyan en las normas jurídicas del Derecho alemán, son del todo aplicables a nuestra realidad normativo-jurídica: “...tanto el fundamento y los límites como el contenido y la medida de la pena deben determinarse mediante la pretensión de proteger bienes jurídicos en el sentido de preservar las condiciones de vida frente a la perturbación. Sólo la pena necesaria es una pena justa. Desde esta perspectiva no es posible defender una teoría absoluta (sin fines) de la pena, ya que tal teoría no sería en absoluta compatible con el Derecho vigente“<header level="4">(20)</header>. Procediendo de aquella manera, en definitiva, el legislador penal olvida que, ante problemas sociales verificadamente existentes, el Derecho penal debe <italic>acomodar sus características esenciales </italic>a las notas que definen a un <bold>medio de satisfacción real</bold> de los intereses, necesidades, valoraciones y expectativas de las personas que conviven en una determinada sociedad. Nunca está de más insistir en que el hecho de que tales expectativas sociales puedan inspirarse en el ánimo de lograr una <italic>sensible reducción de las cifras de la criminalidad</italic> en una comunidad dada, no debe conducir irreflexivamente a una disposición a la acción del legislador que, ensanchando y –aun– agravando el Derecho penal, a menudo sólo materializa “…una coartada con la que se transmite la impresión de que se haría todo lo necesario para poner coto a los problemas, cuando, en realidad, es bien poco lo que se emprende frente a las causas de origen de la criminalidad”<header level="4">(21)</header>. ¿Cuáles son esas “causas de origen de la criminalidad”? Sin mucho esfuerzo, es dable hallarlas en gran número y diversa índole, pudiéndose mencionar –con Hirsch– el reblandecimiento de los conceptos de valores; el desarrollo de un individualismo desenfrenado y de un afán de lucro sin conciencia de responsabilidad social; déficit educativos; la disminución de los controles sociales informales, sea familiares, sea vecinales; el desempleo juvenil, y también una intensidad muy débil y más burocrática que activa en la persecución de la criminalidad leve y mediana, particularmente la delincuencia patrimonial<header level="4">(22)</header>. También aquí, entonces, se ve la racionalidad o la irracionalidad de la reacción estatal frente a determinados problemas sociales reales, puesto que tanto desatino hay en la sanción de una norma jurídico-penal. La prescindencia de toda cuota de racionalidad<header level="4">(23)</header> en la decisión del encargado de sancionar la ley penal que crea una nueva regla jurídica sancionatoria lleva inclusive a <italic>diluir</italic> y, en última instancia, <italic>enervar </italic><bold>la identidad del Derecho penal en tanto ultima ratio de la ingeniería estatal dirigida a asegurar la pacífica convivencia social.</bold> De allí que acierte Mendoza Buergo al remarcar que “...resulta mucho más importante respetar la <italic>identidad</italic> del Derecho penal en su carácter de <italic>ultima ratio</italic>, observando estrictamente los principios que fundamentan la intervención penal, de manera que se asegure la seriedad de la conminación penal –lo cual redundará finalmente en su mayor eficacia–, que acabar desnaturalizando el instrumento penal en el intento de abarcar de modo más eficaz ámbitos y funciones que se ve forzado a asumir, influido por presiones coyunturales de diverso tipo. Tal efecto sería la inevitable consecuencia de no emplear el Derecho penal de manera racional y proporcionada, teniendo en cuenta que se trata del recurso más drástico, lo que obliga a limitarlo a lo <italic>estrictamente necesario</italic>”<header level="4">(24)</header>. <bold>2. </bold>Con todo, y desde una perspectiva muy diferente, conviene enfatizar que la postulación de la necesidad de la observancia de la <bold>regla de utilidad de la intervención penal</bold> como uno de los presupuestos de una legislación penal racional no debe conducir –por la vía de la errada comprensión de su significado– a la justificación de discursos autoritarios fundados en <italic>lógicas</italic> “<italic>eficientistas</italic>”, que hagan olvidar que un Estado democrático de Derecho reconoce límites infranqueables a su propio poder penal. La legislación penal de un Estado de Derecho, que se pretenda racional, debe ser –entre otras cosas– eficaz. Pero dicha eficacia, por cierto, nunca puede costearse en moneda de flexibilización de los principios limitadores del poder penal de un tal modelo de Estado, entre los que se cuenta el <bold>principio de dignidad del ser humano,</bold> del que se deriva para el Derecho penal, junto con el principio de reserva (art. 19 CN), y en lo que aquí me interesa destacar particularmente, “<bold>su limitación a los ataques que por su naturaleza</bold> son indispensables para asegurar la convivencia de las personas en la comunidad<header level="4">(25)</header> u <bold>Bibliografía</bold> • <bold>Aarnio, Aulis,</bold> Lo racional como razonable. Un tratado sobre justificación jurídica, versión castellana de Ernesto Garzón Valdés, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991. • <bold>Arocena, Gustavo A. – Bouvier, Hernán G.,</bold> Sobre la fellatio in ore, Advocatus, Córdoba, 2000. • <bold>Atienza, Manuel,</bold> Tras la justicia. 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