<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic>Sumario: 1. Los desafíos del Derecho del Trabajo en el escenario actual. El ocaso de un derecho protectorio que no protege. 2. La conflictividad laboral perjudica a todas las partes. La simplificación es la clave. 3. Un nuevo sistema de desvinculación laboral. La compensación por cese laboral en cualquier caso. 4. La antigüedad no es un premio. La necesidad de un cambio de concepción sobre los derechos derivados del cese laboral. 5. La implementación de fondos de cese laboral. La “mochila austríaca” y la experiencia argentina. 6. La combinación de soluciones compensatorias. 7. La eliminación de supuestos legales que eximen de compensar al trabajador. La tendencia a la unificación y uniformidad del contrato de trabajo. 8. La indemnización extraordinaria. El debate judicial no debe dejar desprotegido al trabajador. 9. El solve et repete laboral. La primacía del principio de inocencia del trabajador y la inversión de la acción. 10. Conclusiones</italic></intro><body><page><bold>1. Los desafíos del Derecho del Trabajo en el escenario actual. El ocaso de un derecho protectorio que no protege</bold> En un mundo indefectiblemente globalizado por el impacto de los avances tecnológicos, nuestro país se encuentra en una carrera económica que involucra a todos los actores, lo quiera o no. Argentina puede optar entre sentirse amenazada por los desafíos actuales planteados por la globalización, o bien, procurar su adaptación en el entendimiento de que dichos desafíos significan en verdad grandes oportunidades. Las telecomunicaciones y el transporte han acortado las distancias –han “achicado el mundo”– y la colaboración internacional basada en la apertura comercial, la división del trabajo y la economía de escala han llevado a la humanidad a niveles de riqueza nunca antes vistos y a la mayor reducción de pobreza en toda la historia. En este contexto, las naciones que han recogido el guante marcan algunos paradigmas a tener en cuenta. La legislación tiene un impacto directo sobre la economía y la dinámica del trabajo; un poder transformador o devastador. La experiencia en materia de legislación nos dice que aquellos países en los que el proceso de desvinculación laboral resulta más sencillo y menos costoso –por más contraintuitivo y paradójico que parezca– gozan de menor desocupación e informalidad, mejores salarios e inferiores índices de pobreza e indigencia. Por otra parte, el modelo de derecho laboral “superprotectorio” ha demostrado que –más allá de sus buenas intenciones– opera en contra de aquellos objetivos que dice perseguir. Los sistemas legales rígidos y la falta de libertades en cualquier aspecto de la economía destruyen la productividad, no promueven la creación de empleo e incluso son capaces de marginar a los trabajadores más vulnerables. Las naciones más desarrolladas han tomado cartas en el asunto. Estados Unidos se jacta de tener un derecho laboral mínimo y de los más flexibles del mundo, acompañado de altos índices de ocupación, innovación e ingresos de sus trabajadores. En Europa, desde hace más de una década se debate sobre el modelo de “flexiseguridad” como respuesta a los retos que plantea el mercado laboral de este siglo. Aquellos países europeos que cuentan con sistemas de desvinculación más simples y menos costosos tienen bajos índices de desempleo y alta renta per capita, mientras que países como España y Grecia cuentan con sistemas caros y algunas de las tasas más altas de desocupación laboral en el continente. Europa podría darnos la pauta de que –junto con otros factores económicos asociados– el esquema de desvinculación laboral tiene una intrínseca relación con los índices de productividad y desempleo. Varios de nuestros vecinos sudamericanos ya se han prendido a la carrera en búsqueda de medidas que permitan optimizar sus costos laborales. La inercia de nuestro país frente a esta realidad aumenta la brecha y lo deja en desventaja, lo que redunda en el desvío de inversiones y oportunidades de desarrollo hacia otros horizontes. Argentina, con una legislación anacrónica inspirada en la producción de mediados del siglo pasado, se encuentra hoy entre los países de América Latina con menor libertad económica, menor libertad laboral, y en una encrucijada ineludible: decidir entre continuar ensimismada aplicando recetas ya superadas en otras partes del mundo, o bien, acoplarse al concierto de naciones protagonistas de una revolución sin precedentes. <bold>2. La conflictividad laboral perjudica a todas las partes. La simplificación es la clave </bold> Una de las principales demandas de los sectores empresarios de nuestro país, para poder competir y ser económicamente viables, es la de bajar la litigiosidad laboral. Dar solución a la famosa y mal llamada “industria del juicio”. Los abogados –salvo pocas y deshonrosas excepciones– nos dedicamos a defender con ahínco y de la mejor manera los intereses de nuestros clientes siempre en concordancia con la normativa aplicable. En realidad, la enorme proliferación de juicios laborales no es más que el producto y fiel reflejo de una legislación laboral que promueve el conflicto. La conflictividad no beneficia a nadie. O a casi nadie. De seguro que no beneficia al empresario. Los conflictos laborales tienen la capacidad de destruir pequeñas y medianas empresas y de hacer que grandes multinacionales decidan emigrar del país. Los costos se multiplican y se vuelven impredecibles. En Argentina el fuero laboral es uno de los más importantes en cuanto al tráfico de causas judiciales, y representa un termómetro al que debemos prestar atención. Lo cierto es que dar trabajo hoy en nuestro país es casi heroico; pero quedan cada vez menos “héroes” cuando se toma conciencia de la gesta que le espera al empleador al incorporar nuevo personal. La conflictividad laboral desincentiva a la empresa y desincentiva la generación de puestos de trabajo. Mucho menos beneficia al trabajador. La Justicia laboral se encuentra al borde del colapso y los procesos son eternos. El trabajador sometido –en exceso– a la experiencia judicial ve diezmada su esperanza de cobrar lo que le corresponde en el corto y mediano plazo. Salvo que llegue a un acuerdo con la empresa. Y a la hora de negociar, los dilatados tiempos de la Justicia le juegan siempre en contra, ya que, dada su imperiosa necesidad de solventar gastos inmediatos, muchas veces se verá obligado a aceptar ofertas “bajo la par”. El ordenamiento legal no sólo debe procurar el acortamiento de los tiempos del proceso judicial, sino, mejor aún, debe intentar ahorrarle al trabajador su paso por los tribunales. El desafío de la legislación es neutralizar la litigiosidad descontrolada, sin incurrir en desmedros o beneficios injustificados, sino más bien brindando una rápida y previsible composición para todas las partes. “La justicia lenta no es justicia”. Cuando el derecho no es capaz de brindar una respuesta rápida, las consecuencias van incluso más allá de la injusticia que se comete en el caso concreto. La impunidad y la anomia se vuelven regla, y el derecho, inútil para la consecución de su fin último. Mucho se discurre sobre la necesidad de acelerar los tiempos de la Justicia, con bienintencionados proyectos de reforma del proceso laboral, aumentos presupuestarios, entre otras medidas necesarias; pero, en verdad, el mejor rol que pueden cumplir los tribunales –con respecto a las relaciones de trabajo– es el de no tener que cumplir ningún rol. Seamos realistas, el Poder Judicial es un cuello de botella. El molde, la máquina y la línea de producción crearon una nueva manera de producir, en serie y masificada, con niveles récord de eficiencia y capaz de satisfacer a una enorme cantidad de consumidores, en contraposición al antiguo modelo de producción artesanal, de hechura a mano, más dedicado a la atención en los detalles y a brindar una prestación “a medida”. La aplicación del derecho por parte de los tribunales es intrínsecamente artesanal, “a medida”. Los tribunales se abocan de la mejor forma posible a la indagación minuciosa, caso por caso, que requiere el análisis y el juicio de “ver quién tiene razón y quién la culpa”. De por sí, el Poder Judicial rara vez podrá ser eficiente en la medida en que lo demanda la vorágine y la dimensión del mercado laboral, ya que requiere de una cuantiosa mano de obra y de gran infraestructura, requisitos que, de no ser suficientes –casi nunca lo son– provocan el colapso del sistema. Henry Ford decía que si él les hubiera preguntado a sus clientes qué querían, éstos le hubieran contestado: “un caballo más rápido”. Como sabemos, Ford no se dedicó al mejoramiento genético ni al entrenamiento de caballos para volverlos más veloces, sino a la fabricación en serie de automóviles, y de este modo detectó y satisfizo la verdadera necesidad de sus clientes: poder trasladarse de un lugar a otro más rápido. Lo cierto es que la prioridad del trabajador no es contar con “un proceso judicial más rápido”, sino más bien no tener que atravesar el proceso. Más que la rápida resolución del conflicto por parte de los tribunales, prefiere que dicho conflicto no aparezca. O bien, que éste sea resuelto de la manera más automatizada posible. La solución al colapso judicial no pasa por intentar convertir a los tribunales en eficientes líneas de producción en serie, ya que sería pretender que el artesano produzca al mismo ritmo que la máquina. Los esfuerzos en materia legislativa procesal, a fin de volver más rápida y eficiente la aplicación de la ley por parte de los tribunales, pueden ser relevantes y muy valiosos, pero jamás suficientes. Son analgésicos para un paciente terminal. La clave es entender y aceptar que el trabajo es un fenómeno dinámico que supera al sistema judicial por bueno que éste sea, y permitirnos reconocer que la discusión sobre la culpa o la justificación de la conducta, con respecto a la desvinculación laboral, trae consigo aparejado un gran perjuicio: la judicialización del conflicto y la necesaria “artesanalidad” que la respuesta a dicha disquisición requiere. La Ley de Contrato de Trabajo argentina, con su casuística al detalle, es fuente directa para la propagación de conflictos interminables. Una ley aficionada al reparto de culpas, poco práctica y eficiente, que con tal de no apartarse dogmáticamente del principio “protectorio” y en el afán de “dar a cada uno lo suyo” en forma estricta, prevé un nutrido surtido de situaciones y vicisitudes que pueden acaecer durante la vigencia del contrato de trabajo, dando respuestas particulares para cada caso y dejando lugar a la aparición de múltiples cuestiones debatibles, grises. Y sabemos que los grises siempre llevan a juicio. En la era de la inmediatez, nuestros conflictos laborales son resueltos por un sistema legal arcaico. Cuando la ley sustantiva complejiza el conflicto laboral y lo trata de forma despareja según el caso, crea la necesidad de constante valoración y validación judicial de las posiciones asumidas por las partes. Termina destinando el caso a los tribunales –el cuello de botella– y condenando al trabajador a tener que peregrinar largos años sin una solución inmediata y concreta. Por consiguiente, resulta conveniente repensar y abogar por una Ley de Contrato de Trabajo moderna que estructure soluciones más “industriales” o “de molde” para el tratamiento de la conflictividad, y de este modo permita evitar la judicialización. Es en verdad una reforma de la ley de fondo la que podrá dar adecuada respuesta al complicado asunto de la conflictividad laboral. La casuística de una estructura normativa compleja y minuciosa como la nuestra es un gran problema para los involucrados, y lo cierto es que el litigio judicial no se engendra sólo cuando la propia legislación deja poca o nula materia sujeta a controversia; es decir, cuando elimina los grises. La solución radica entonces en simplificar drásticamente el sistema. <bold>3. Un nuevo sistema de desvinculación laboral. La compensación por cese laboral en cualquier caso. </bold> Reducir la casuística, para reducir la materia pasible de controversia, para reducir los conflictos judiciales que vuelven tan ineficiente y perjudicial el sistema laboral. Esa es la cuestión. La desvinculación de un trabajador de la empresa debe ser una circunstancia a resolver de manera pragmática y que no derive en una letanía procesal en la que se debatan las culpas propias y ajenas. Poco debería importar la “culpa” en un despido. Cuánto se debate acerca de la voluntad extintiva y la justa causa en los tribunales mientras se abarrotan los despachos de expedientes, se prorrogan las fechas de audiencias, y se postergan de modo indefinido las soluciones a los conflictos, con los consiguientes costos materiales y morales para las partes, y para la sociedad que en su conjunto auspicia el funcionamiento del Poder Judicial. Hay otros valores importantes en juego. Para simplificar debemos tender a eliminar las diferencias. Esa es la directriz. Hoy la Ley de Contrato de Trabajo prevé múltiples formas de extinción de la relación laboral y brinda también las diferentes consecuencias para cada caso. Con ello, la ley propende a generar situaciones tensas en lugar de neutralizarlas. Para lograr un Derecho del Trabajo menos conflictivo y más eficiente debemos tratar la extinción del contrato de trabajo como un fenómeno entero, de manera única. O al menos, de la manera más unificada posible. Debemos abandonar el sistema de responsabilidad subjetiva vigente y adoptar un sistema basado en lo que podríamos denominar como “responsabilidad objetiva laboral”. Despido con justa causa, despido sin causa, renuncia, extinción por mutuo acuerdo, por jubilación, por fallecimiento, por disminución definitiva de la capacidad laboral, etcétera. Ante cualquier caso, la solución más pragmática no es hacer lugar a la discusión de mérito –por más “justa” que esta parezca–, sino compensar al trabajador. Incluso en caso de que la voluntad extintiva provenga de este mismo o exista justa causa para despedir, la solución más pragmática es compensar siempre y por cualquier motivo de extinción. Y en cualquier caso hacerlo de manera entera, eliminando el fraccionamiento indemnizatorio a que nos lleva muchas veces la casuística de la ley, lo que también es fuente de litigio. De esta forma, no desproteger al trabajador frente al futuro cercano e incierto que le espera hasta conseguir un nuevo trabajo. Ante el cese laboral no debe darse lugar a debates judiciales; priman la urgencia y la necesidad de una solución inmediata. El devengamiento automático de una compensación a favor del trabajador ante el cese de la relación laboral –por cualquier motivo– echa por tierra las discusiones a las que tan afectos somos los abogados, y vuelve predecible el juego. Y sobre todo, lo vuelve simple, casi automático. El trabajador tiene así derecho a percibir una compensación rápidamente, sin dilaciones. Se asegura pasar el período de transición que le toca vivir con una cobertura económica que le dé un margen razonable para su readaptación en el mercado laboral. Y sin mayores discusiones. Se elimina con ello la posibilidad del ardid y la especulación de las partes. La desvinculación, de este modo, deja de ser un hecho estigmatizante y de consecuencias tan traumáticas para el trabajador. El conflicto desaparece, o por lo menos, se reduce a una mínima expresión. Un sistema de compensación obligatoria por cese laboral ante cualquier motivo no es un juego de suma cero. Todos los actores ganan, y lo hacen en la medida en que se aplica una adecuada escala de prioridades basada en la practicidad y la eficiencia antes que en “la verdad y la equidad por sobre todas las cosas y a cualquier costo” en la que recae nuestro derecho. La empresa asumiría una obligación que a primera vista luce injusta o inequitativa en aquellos casos en los que el trabajador renuncia o comete una injuria grave; y sin embargo, teniendo en cuenta el mencionado orden de prioridades, gana mucho. El “árbol” –la injusticia de tener que pagar en dichos casos– no taparía lo que para la empresa es en verdad el “bosque”, es decir, la reducción final de costos laborales que permita darle mayor competitividad a su oferta en el mercado, sumada a un marco de previsibilidad económica y seguridad jurídica que evite que el derecho laboral ponga en riesgo su continuidad. Pero para que la ecuación cierre, es de fundamental importancia ponerle el cascabel al gato; es decir, sincerar los costos y cuestionar seriamente la viciada naturaleza de la indemnización por antigüedad. <bold>4. La antigüedad no es un premio. La necesidad de un cambio de concepción sobre los derechos derivados del cese laboral.</bold> El factor más perjudicial que encuentra la empresa al momento de indemnizar al trabajador despedido es su antigüedad en el puesto de trabajo. Es además uno de los que en mayor medida distorsiona el sistema de incentivos. La experiencia muestra que muchos empleados no se atreven a cambiar de trabajo por no perder su antigüedad acumulada al servicio de una empresa y, con ella, los beneficios que procederían ante un eventual despido, por lo que eligen continuar en un trabajo que no les satisface sin perseguir mejores oportunidades, o bien, en el peor de los casos, procuran maliciosamente su despido en vez de renunciar. El despido sin causa no debe ser un negocio para el trabajador, pero al otorgarle un valor exagerado a la antigüedad pareciera que la ley fomentara una especie de sistema de ahorro de antigüedad laboral que para su efectivización muchas veces debe valerse del conflicto. Además de favorecer la rigidez del mercado laboral, la Ley de Contrato de Trabajo, mediante la aplicación de una indemnización desproporcionada basada en el factor antigüedad y una casuística apegada a la imputación de culpas, ha creado un sistema de incentivos perverso que, por un lado, en vez de poner un coto, abre la posibilidad al trabajador de “parasitar” a la empresa mediante la caza de indemnizaciones; y por otro lado, tienta a la empresa con la posibilidad abierta de librarse del trabajador –y diferir o eludir costos– recurriendo a un despido con causa inventada, a sabiendas de que las intolerables demoras del sistema judicial jugarán a su favor en una futura negociación. El actual sistema de la ley, en lugar de reducir la conflictividad, sólo apresta el cuadrilátero a seguros contendientes. El sistema de compensación por cese laboral propuesto corrige las distorsiones apuntadas, ya que el trabajador siempre percibirá su compensación sin importar los motivos de extinción del contrato. Elimina los incorrectos incentivos. Esto lleva a que él mismo pueda decidir cambiar de trabajo sin el gran costo de oportunidad que –con el sistema actual– implicaría perder su antigüedad acumulada, ya que incluso en caso de renuncia haría efectiva su compensación, lo cual soluciona muchas tensiones adentro de la empresa. Evitaría que el trabajador especule con su despido mediante maniobras perjudiciales. En definitiva, evitaría el conflicto provocado por el trabajador. Por otra parte, los modelos de desvinculación menos restrictivos y más uniformes tienden a reducir la posibilidad de cometer despidos improcedentes. En el sistema propuesto, sumamos una compensación de costo razonable, más la eliminación del debate sobre la culpabilidad, más la obligación de compensar ante cualquier caso de desvinculación, y como resultado terminamos por vedar la posibilidad de que la empresa –en su afán de exoneración indemnizatoria o de dilatar pagos– se vea tentada a fabricar despidos con causa de dudosa justeza. En definitiva, el sistema de compensación por cese también evitaría el conflicto judicial provocado por la empresa. La antigüedad en nuestro país parece intocable, pero para que el sistema de compensación por cese laboral propuesto y sus beneficios sean viables, resulta necesario bajarla del pedestal, superar cierto romanticismo ideológico, y hacer los recortes necesarios sobre aquellos derechos que hoy no parecen más que prerrogativas poco justificables. En Argentina su incidencia es muy significativa. La Ley de Contrato de Trabajo prevé el pago de suma equivalente a un mes de salario mensual por cada año de servicio; luego, el tope previsto por la norma alcanza a la base de cálculo desfavoreciendo a quienes se encuentran en la cúspide de la pirámide salarial, y ha sido ampliamente discutido y tachado de inconstitucional por los tribunales. En la práctica, cuando la antigüedad del trabajador es considerable, puede resultar demoledora para la empresa. En Estados Unidos no existe un pago obligatorio por cesantía ni tampoco un reconocimiento por la antigüedad en el empleo. Australia cuenta con un sistema que tarifa la antigüedad en forma decreciente y mucho más barato que el de Argentina. La mayoría de potencias europeas aparecen también muy por debajo nuestro en el ránking indemnizatorio. Hablamos en todos los casos de países con bajo desempleo y altos niveles de renta y bienestar social. Existe una narrativa o percepción popular que identifica a los países nórdicos de Europa como sociedades que aplican cerradas políticas reguladoras en materia económica, en general, y en materia laboral, en particular. Sin embargo, la evidencia dicta en contraposición a los apriorismos, ya que dichos países cuentan con sistemas económicos y laborales mucho más desregulados y libres que el nuestro. En general, las reformas en materia de libertad económica y laboral llevadas a cabo, no los han hecho involucionar en prosperidad, y posiblemente sean algunas de las principales causas en que basan su éxito actual. Una indemnización de alto costo y con tanta incidencia del cómputo de la antigüedad en el puesto de trabajo, tal como rige en Argentina, causa severos desfases. Produce una alta rigidez del mercado laboral, que así como beneficia arbitrariamente de más a algunos, margina arbitrariamente del sistema a muchos otros. Los intentos de intervención desmesurada en que recae la voluntad protectoria habitualmente terminan siendo un factor distorsionador y perjudicial dentro de cualquier mercado; fenómeno del que no escapa el mercado laboral, y por ende, tampoco el trabajador. No existen razones que justifiquen la preponderancia del factor antigüedad como criterio o parámetro para indemnizar. No se justifica como método idóneo para la protección de empleados de edad avanzada –quienes a pesar de su <italic>expertise</italic> pueden verse aventajados por trabajadores más jóvenes–. Veamos, si no, el caso de un trabajador que ingresa a los veinte años de edad a una empresa y que a sus treinta ya cuenta con diez años de antigüedad, frente al trabajador de cincuenta años de edad que ingresó a trabajar a la misma empresa hace tres. Si la empresa despidiera sin causa en función del costo indemnizatorio, este último quedaría en clara desventaja a pesar de tener mayor edad que el primero. Queda descartado que la indemnización por antigüedad pueda significar un factor de equiparación que favorezca a empleados de edad avanzada. La antigüedad no es un premio o una especie de reconocimiento al trabajador por su fidelidad a la empresa. Es un error considerarla de tal modo. Indemnizar implica el pago de dinero a una víctima en respuesta equivalente al sufrimiento de un daño ilegal cometido en su contra. En tal sentido, si consideramos el despido incausado como un hecho dañoso, una mensura del supuesto daño que sufriría un trabajador poco puede tener que ver con su antigüedad en el empleo. Por ende, la utilización que hace la Ley de Contrato de Trabajo del “patrón antigüedad” para medir el <italic>quantum</italic> de la indemnización es igual de arbitraria que cualquier otra medida. Pero lo criticable no es la arbitrariedad per se, sino que dicha arbitrariedad en particular –la contenida en la ley– no tenga en verdad un sentido práctico para la partes ni para la economía en su conjunto. Asimismo podríamos cuestionar que la desvinculación laboral deba ser a priori considerada por el ordenamiento como un hecho ilegal o ilícito. El despido es una circunstancia desafortunada en la vida de cualquier persona que ocurre en una sociedad que se precie de ser libre. Seguir partiendo del principio de estabilidad laboral para el diseño de la regulación, en los hechos, resulta ilusorio. No obstante, es real que la extinción del contrato de trabajo es un hecho que coloca en situación de indefensión o premura a la parte más vulnerable de la relación, lo cual acarrea un costo social y una necesidad de previsión que puede ser comprendida por la ley. Aunque es igual de cierto que dicha premura acaba en el momento en que el trabajador consigue empleo. Cuestionar el <italic>statu quo</italic> cuasi intocable de los principios que rigen el derecho laboral argentino, y despojarnos de ciertos mantras o preconceptos, nos habilita a abordar con mayor pragmatismo cómo debe ser cubierto dicho costo social de manera realista y eficiente. En función de contar con un sistema laboral competitivo y viable, o bien debemos abandonar el “patrón antigüedad” de la forma en que hoy rige en nuestro país, o por lo menos, hallar algún mecanismo válido que acote su excesiva onerosidad. A la luz de las experiencias habidas en otros países, ciertamente no implica socavar la dignidad del trabajador ni caer en el temido fantasma de la precarización laboral. El sistema de compensación por cese laboral no debe entenderse necesariamente vinculado a la cantidad de años trabajados, aunque éstos puedan tener una incidencia acotada. Su criterio debe girar más en torno al tiempo que le costaría al trabajador encontrar un nuevo empleo –con condiciones profesionales y salariales razonablemente parecidas– que a la acumulación de años dentro de la empresa. De este modo, la compensación por cese es un crédito a favor del trabajador a los fines de igualar por un tiempo su situación económica a la que tenía antes de la extinción del contrato de trabajo, y de otorgarle así el margen necesario para su reinserción laboral. Para el nacimiento de tal obligación sólo sería necesaria la ocurrencia de la extinción del vínculo laboral, admitida esta en cualquier caso como una situación generadora de potencial desprotección, necesidad y urgencia del trabajador, sin entrar en debates sobre su procedencia. Así, la compensación por cese laboral se halla más cerca de ser una prestación de seguridad social a una verdadera “indemnización por daños causados por la comisión de un hecho ilegal”, y es asumida a cargo de la empresa empleadora por la simple y arbitraria razón de que es un costo laboral previsible que tiene la capacidad de: a) cubrir el costo social que suele implicar la desvinculación; b) corregir el sistema de incentivos en la dinámica laboral, y c) resolver de manera útil y casi automática la conflictividad derivada de las relaciones de trabajo. <bold>5. La implementación de fondos de cese laboral. La “mochila austríaca” y la experiencia argentina</bold> Existen países económicamente desarrollados que ya aplican modelos más unificados de respuesta ante la desvinculación laboral. En Estados Unidos la extinción del contrato de trabajo –salvo excepciones– da como resultado indemnizatorio cero. Esto en verdad parecería ser una solución drástica aplicable sólo en una economía hiperdinámica que permita una reinserción laboral casi inmediata del trabajador y/o con una sólida cultura de ahorro privado de la población. Prácticamente inviable en nuestro país. Por otra parte, tenemos el caso de Austria. Desde hace varios años el país centroeuropeo es un referente en materia de empleo y de las denominadas políticas de “flexiseguridad”. Prácticamente todas las cifras de su mercado laboral son positivas; sus datos sobre productividad, salarios y ocupación superan la media europea. En el año 2003 llevó a cabo una amplia reforma laboral mediante la cual se hizo un giro regulatorio de ciento ochenta grados y se implementó un nuevo modelo de respuesta frente a la desvinculación laboral, el que incluye un sistema de compensación al trabajador –comúnmente llamado “mochila austríaca” – que sustituye el sistema tradicional de indemnizaciones. El modelo austríaco no termina de eliminar las diferencias entre las formas de extinción del contrato de trabajo, pero de cierto modo, mediante un sistema basado en la previsión social, ha tendido a unificar su respuesta. Prevé para ello un sistema de fondos de compensación de trabajadores que se nutre de aportes periódicos y obligatorios de los empleadores. El empleado va acumulando dinero progresivamente en una especie de cuenta de ahorro individual o “mochila”, que es administrada por un fondo de inversión que va generando rendimientos a su favor. En caso de despido, la compensación que percibe es precisamente el dinero acumulado en su “mochila”, y si alcanza la edad para jubilarse sin haber sido despedido, o decide renunciar y cambiar de empleo, sigue conservando sus derechos sobre dichos fondos. En Argentina, desde mucho tiempo antes, contamos con una experiencia muy similar con la implementación del fondo de desempleo o fondo de cese laboral previsto por la ley 17258 del año 1967 –luego sustituida por ley 22250– para los trabajadores de la construcción. Esta ley replicaba un modelo brasilero de “fondos de garantía” aplicable no sólo a los trabajadores de la construcción, sino a todos los trabajadores del sector privado. Pero la ley brasilera por su parte seguía previendo las hipótesis de despido con justa causa, despido injustificado y renuncia del trabajador, con respuestas diferentes en cada caso. El gran avance de la ley argentina, mediante la sanción del régimen para la construcción, no sólo consistía en la utilización de fondos de cese laboral, sino principalmente en la completa eliminación de la casuística y su modo de respuesta frente a la extinción del contrato de trabajo. La regulación del régimen de la construcción ha servido de valiosa punta de lanza en nuestro país en lo que respecta a entender la desvinculación laboral como una circunstancia que requiere de una respuesta única, disociada de la voluntad o culpa de las partes, y a aplicar un sistema de ahorro y previsión para hacer frente al costo social que la desvinculación implica. La actual ley 22250 prevé un aporte periódico equivalente al 12% de la remuneración mensual del trabajador en el primer año, y del 8 % en los años siguientes, y los fondos deben ser depositados en una cuenta especial en una entidad bancaria a nombre del trabajador, la cual irá devengando intereses a su favor. Dichos fondos son inembargables y sólo pueden ser percibidos una vez ocurrida la extinción del vínculo laboral. Más allá de que su normativa ha sido pasible de ciertas críticas, sus resultados han sido notorios en los pasillos de los tribunales laborales, a donde rara vez concurren los trabajadores registrados de la construcción por conflictos derivados de la desvinculación laboral. La ley 22250 no ha solucionado todos los problemas del empleo en su actividad. El trabajo no registrado o “en negro” sigue siendo un enorme flagelo tanto en la construcción como en cualquier otra actividad desarrollada en Argentina; pero lo cierto es que dicha problemática no se encuentra tan determinada por una ley laboral restrictiva o flexible, como por los descomunales costos asociados al trabajo y que no constituyen el salario de bolsillo. No resulta justo achacarle a dicha ley su incapacidad para combatir el empleo en negro. Cuando un empleador contrata sin registrar, en verdad corre con todo tipo de riesgos y responsabilidades en materia de accidentes y enfermedades laborales, así como de exorbitantes multas por la falta de registración y de ingreso de aportes al sistema de Seguridad Social. Los costos asociados a la contratación de un trabajador –y que no constituyen ingresos al bolsillo de este– son tan excesivos que así y todo el empleador asume dicho enorme riesgo como un caro precio a pagar, y lo hace en detrimento de todo el sistema. Por ende, las soluciones al empleo en negro deben buscarse en conjunto con la reducción de esos costos, que son la verdadera raíz del problema de la informalidad. En realidad, el principal inconveniente del régimen de fondo de cese previsto por la ley 22250 es justamente su elevado costo. Un aporte equivalente al 12% del salario el primer año y luego del 8% contrasta notablemente con el 1,53 % previsto en el modelo austríaco, y nace de la desmedida ponderación que se tiene en nuestro país del factor antigüedad. Un aporte periódico tan alto