<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic><bold>Sumario: 1. Introito. 2. El juicio ordinario. 3. El efecto adverso del garantismo en exceso. 4. Pesos y contrapesos. 5. La inapelabilidad de las interlocutorias y la apelación diferida. 6. La inconsistencia normativa entre los arts. 362 y 515, CPC. 7. La inapelabilidad de las interlocutorias y el juicio ordinario. 8. Epílogo</bold></italic> </intro><body><page><bold>1. Introito</bold> Nuestro ordenamiento procesal civil ha perdido, en algunos aspectos, su carácter práctico como herramienta para la resolución de los conflictos intersubjetivos y se ha convertido desde hace unos años en una máquina de impedir o de dilatar la resolución definitiva de las causas que se sustancian en las instancias ordinarias. Específicamente, el procedimiento declarativo ordinario no satisface en manera alguna la necesidad social del momento –que exige la pronta resolución de la cuestión traída a decisión del tribunal– al permitir que los accionados demoren a su antojo el trámite de la litis mediante el uso y abuso de un sistema recursivo, anacrónico y permisivo al extremo. La garantía de defensa en juicio no puede ser llevada al extremo de permitir que casi cualquier resolución sea apelable con efecto suspensivo en aras de la supuesta necesaria revisión o control –por parte de la alzada– de las resoluciones dictadas por el inferior. Resulta necesario “tocar el arca santa”, esto es, readecuar el concepto de que la garantía de defensa en juicio pasa siempre por la posibilidad revisora de las resoluciones del inferior. Precisamente, sería adecuado modificar la ley para introducir el instituto de la inapelabilidad de las resoluciones interlocutorias en el juicio ordinario. Éste es el tema central del presente ensayo, que intenta lograr una revisión de la cuestión por parte de la doctrina y una reforma audaz por parte del legislador. <bold>2. El juicio ordinario</bold> Se trata de un procedimiento general porque, precisamente, se rige por normas de carácter general y supletorias (que deben aplicarse en la generalidad de los casos), a diferencia de los denominados procedimientos especiales, en los que el procedimiento que debe observarse para la actuación del derecho por medio de una declaración de certeza está regulado de manera diferente y particular. En nuestro ordenamiento adjetivo, el juicio ordinario ha sido regulado como un procedimiento de conocimiento pleno; esto significa que parte de una pretensión incierta plasmada en la narración de hechos contenidos en el escrito de demanda, a los cuales el actor les atribuye relevancia jurídica; pero para que el tribunal pueda recibir la demanda, dependerá de la prueba a rendirse durante la sustanciación del proceso. No existe, como en el juicio ejecutivo, un título al que la ley presume auténtico, sino que incumbe a cada parte probar el presupuesto de hecho de la norma o normas que invoquen como fundamento de su pretensión o de su defensa. La característica distintiva del procedimiento declarativo general ordinario está dada por el conocimiento pleno, esto es, por la posibilidad amplia de alegación y prueba que nos lleve a la plena cognición de la existencia o inexistencia de los intereses sustanciales o procesales protegidos por el derecho objetivo que se hace valer en juicio. En otras palabras, en el ejercicio de la actividad cognoscitiva que despliega el tribunal en estos procedimientos generales, la tarea está dirigida a conseguir la certeza con base en los elementos probatorios arrimados, de donde se extraen los datos sobre los que se funda el convencimiento (plena convicción). La característica distintiva del procedimiento general ordinario es que, con relación al derecho sustancial que se declara cierto, se realiza sobre la base de una plena declaración de certeza, apoyada por una instrucción plena, encaminada a la prueba plena de la existencia o inexistencia de los hechos sobre los cuales el derecho objetivo vincula efectos jurídicos sustanciales. Ello nos lleva a deducir –lógicamente– que la resolución que pone fin al proceso adquiere el carácter de cosa juzgada material y que no puede volver a ser juzgada. La firmeza de la sentencia o resolución que pone fin al proceso ordinario y el “temor” a la inmutabilidad de la cosa juzgada han llevado al legislador a permitir que la casi totalidad de las resoluciones interlocutorias, dictadas por el juez instructor (juez de primera instancia), puedan ser revisadas (a pedido de parte legitimada), por el superior (Cámara de apelaciones), como una forma de materialización de la garantía de defensa en juicio (art. 18, CN). <bold>3. El efecto adverso del garantismo en exceso</bold> Como el subtítulo puede llevar a confusión, queremos destacar que la argumentación desarrollada más abajo para fundar nuestra opinión nada tiene que ver con la disputa entre procesalistas, hoy divididos entre activistas y garantistas, que en lugar de hacer progresar el derecho procesal de nuestro país, lo han hecho retroceder más de un siglo, ya que unos, con un mal entendido espíritu de apertura, se empeñan en copiar todo lo que viene de afuera por considerarlo mejor y pretenden incorporar institutos que nos son extraños o ajenos a nuestro sistema jurídico, tanto por tradición cuanto por la imposibilidad de adecuarlos a esta realidad tan empobrecida en lo económico y en lo intelectual. Y los otros, bajo el ropaje del debido proceso legal, tratan de anquilosar el derecho procesal e inclusive retrotraerlo hasta la legislación colonial, añorando la perfección técnica de los Códigos españoles del siglo XIX, que nadie discute, pero que no puede adaptarse al vértigo de este siglo XXI. Ni qué decir de aquellos otros procesalistas cercanos al puerto de agua dulce, que bucean con lupa en los clásicos y en los doctrinarios extranjeros poco traducidos al castellano, para presentar como novedad instituciones que tienen varios lustros de vigencia, pero que presentan adornadas con nombres grandilocuentes y 'marquetineros' (1), con una finalidad más editorial-comercial que científica. Para novedades los clásicos..., suele predicar –con sutil ironía– el maestro Mariano Arbonés en sus clases y tiene mucha razón. Nuestra posición nada tiene de dogmática y se encuentra alejada tanto de unos como de otros, ubicándonos en la modesta posición de simples observadores del derecho procesal, y desde allí opinamos. La razonable deducción que hace el legislador, al derivar lógicamente la necesidad de un control o revisión de la resolución interlocutoria por un tribunal superior –previo a que adquiera firmeza– para garantizar los derechos del afectado o agraviado por dicha resolución, se diluye al verificar que, en la práctica judicial, la mentada revisión por parte del <italic>ad quem</italic> tarda años, y dicha demora desnaturaliza el derecho que se pretende tutelar al afectar gravemente a la parte contraria, ya que la revisión de cuestiones baladíes en aras de la garantía de defensa en juicio atenta contra igual garantía de la parte contraria a obtener una sentencia en un tiempo razonable. Si bien el problema señalado de la insoportable demora en la resolución de las causas jurisdiccionales no es nada nuevo –por el contrario tiene su origen casi con la creación del instituto mismo del proceso judicial– es siempre la materia pendiente a resolver. El recordado acto III de la escena I de la célebre obra Hamlet, Príncipe de Dinamarca, de Shakespeare, nos ilustra sobre el problema (2). Allí, el genial autor nos habla del “sueño de la muerte” –a diferencia del gran Calderón de la Barca, quien predicaba que “la vida es sueño”–– como una forma de escape a las grandes tragedias que nos ocurren en la vida y así señala: “...morir, dormir, tal vez soñar! Si no fuera por el sueño de la muerte, quién podría soportar la ignominia de una traición, la pérdida de un ser querido o la lentitud de los tribunales...” (3). Vemos cómo el problema de la lentitud en la resolución de las causas judiciales tiene su venerable antigüedad. <bold>4. Pesos y contrapesos</bold> Los anglosajones suelen denominar “<italic>checks and balans</italic>” al juego de equilibrio entre los derechos y las obligaciones; haciendo una derivación de aquel instituto, podríamos hablar de pesos y contrapesos, que el legislador debe evaluar al momento de proyectar la reforma de una ley. El 21 de junio de 1880 se dicta en España la ley por la que se autoriza al gobierno de Su Majestad para que oyendo a la Comisión General de Codificación, proceda a reformar la Ley de Enjuiciamiento Civil, que daría origen a la LEC de 1881, base de nuestro actual ordenamiento adjetivo local (LP 8465). En el artículo primero impone “adoptar una tramitación que abrevie la duración de los juicios, tanto cuanto permitan el interés de la defensa y el acierto de los fallos, estableciendo al efecto reglas fijas y preceptos rigurosos para que no se consientan escritos ni diligencias inútiles, para que se observen los plazos judiciales y sean eficaces los apremios...”. Ciento veintiocho años después los problemas siguen siendo los mismos; de allí que resulta necesario readecuar las soluciones en función de un nuevo diagnóstico de la realidad jurisdiccional vista desde un punto de mira integral (económico, legislativo, estructural, de capacitación de los operadores, etc.), dejando de lado posiciones dogmáticas tales como proceso oral o proceso escrito, juez director o juez prescindente, garantismo o activismo, para arribar a un proceso eficiente que provea soluciones a los problemas de la gente. <bold>5. La inapelabilidad de las interlocutorias y la apelación diferida</bold> El instituto de la inapelabilidad de las interlocutorias ha sido incorporado a nuestra legislación adjetiva por medio de los arts. 515 para el juicio abreviado y 559 para el juicio ejecutivo. En líneas generales la regla puede definirse de la siguiente manera: las únicas resoluciones apelables son la sentencia y los autos o decretos que pongan fin a los incidentes que no afecten el trámite del principal. En el juicio ejecutivo se agrega también la resolución que pone fin al incidente de nulidad promovido por el demandado con fundamento en vicios de la citación inicial. Las demás resoluciones son “inapelables”, pero el agraviado puede, en el escrito de expresión de agravios de la sentencia, incluir los agravios causados por las resoluciones inapelables, siempre que no hayan sido consentidas. Es una derivación particular del instituto de la “apelación diferida” regulado en el art. 243, CPCN. En ese ordenamiento nacional, el recurso de apelación puede ser admitido con efecto inmediato o con efecto diferido. Si se admite con efecto diferido, la decisión sobre el recurso se “posterga” para cuando se resuelva la apelación de la sentencia. Sobre este instituto se ha dicho que “indirectamente limita el espectro recursivo, pues las partes, si bien pueden apelar del pronunciamiento que a su juicio les causa agravio, resulta factible que su interés sobre el particular desaparezca con la sentencia definitiva y en consecuencia, de este modo, se descargan muchas impugnaciones por carecer de virtualidad al momento en que deben ser falladas” (4). La diferencia fundamental estriba en que en nuestro sistema local no hay que interponer el recurso de apelación, pues la resolución es “inapelable”; en cambio, en el sistema nacional, es necesario impetrar en tiempo oportuno la apelación para que luego, si la admite, la conceda con efecto diferido. Nuestro instituto se parece más al sistema del “replanteo de la prueba” regulado en el art. 260, CPCN, ya que como no se puede apelar durante la etapa de prueba (art. 379, CPCN), se admite la posibilidad de que cuando el expediente llega a la Cámara de Apelaciones, en virtud de un recurso de apelación de la sentencia, el tribunal <italic>ad quem</italic> puede controlar el fallo del inferior en función de las pruebas que fueron denegadas en primera instancia o de la resolución que tuvo por acusada la negligencia probatoria. Es decir, el agraviado, ante el inferior, no tiene que interponer recurso alguno; basta que sea agraviado para que en la alzada puedan producirse las pruebas denegadas o no diligenciadas por la declaración de negligencia. <bold>6. La inconsistencia normativa entre los arts. 362 y 515, CPC</bold> Dispone el art. 362 de nuestro ordenamiento adjetivo local que “el recurso de apelación comprende los vicios de nulidad de las resoluciones por violación de las formas y solemnidades que prescriben las leyes”. Aquí se ha operado una modificación importante con relación al anterior Código de Procedimiento, ley Nº 1419. En dicho ordenamiento ritual, el recurso de nulidad era procedente para cuestionar los vicios formales, sea en el procedimiento anterior a una resolución jurisdiccional o en la sentencia. Si se acogía el recurso, cuando existía nulidad por errores <italic>in procedendo</italic>, había reenvío –necesariamente–, para que un nuevo juez (por excusación en virtud del art. 1085 inc. 3, LP 1419), tramitara ese proceso nuevamente. Si la nulidad residía en la sentencia, el tribunal <italic>ad quem</italic> la declaraba nula y entraba a resolver sobre el fondo de la cuestión litigiosa. ¿Qué pasa, ahora, en la ley 8465? En primer lugar, no se mantiene el recurso de nulidad con el carácter “autónomo” que antes tenía; el nuevo ordenamiento adscribe a las modernas tendencias procesales que dicen que el recurso de apelación sirve no sólo para enmendar los errores de juicio (in iudicando), sino también los vicios en el procedimiento (errores <italic>in procedendo</italic>), pero no como en el Código anterior (en el procedimiento y en la sentencia), sino solamente en la sentencia. ¿Qué pasa, entonces, con el procedimiento anterior a la sentencia? Todos los vicios de procedimiento, distintos de los contenidos en una resolución jurisdiccional, van a ser cuestionados por medio del “incidente de nulidad”, que tiene la misma plenitud que en el Código anterior, pero además comprende el “incidente de rescisión” y lo que conocíamos como el “recurso de nulidad por vicios <italic>in procedendo</italic>”. Es decir que en el art. 362 el legislador dice que las Cámaras de Apelaciones no constituyen una instancia extraordinaria o casatoria, por tanto, si anulan una sentencia no pueden reenviar la causa para que sea fallada nuevamente, sino que deben pronunciarse sobre todas las cuestiones de fondo que quedaron sometidas a su conocimiento. Pero, cuidado, en el procedimiento del “juicio abreviado”, el art. 515, al establecer la inapelabilidad de las interlocutorias, permite introducir como “agravios”, que sustenten la apelación de la sentencia, los causados en los incidentes o en el procedimiento; es decir que nos permitiría introducir en la apelación los vicios <italic>in procedendo</italic> del procedimiento anterior a la sentencia recurrida (si hemos planteado oportunamente el incidente de nulidad y resultamos vencidos en él). Nos encontraríamos, entonces, frente a una excepción a la norma del art. 362 o frente a una inconsistencia normativa, pues si suponemos el caso en que se articuló incidente de nulidad por vicio en la citación inicial, el juez de primera instancia, luego de sustanciarlo, lo rechaza por medio de un auto, con fundamento en que ha vencido el plazo del art. 78, para impetrar la nulidad. La resolución no es recurrible por reposición ni apelable. Luego, el demandado es vencido en la sentencia y, al expresar agravios, introduce el agravio del rechazo del incidente de nulidad. La Cámara advierte que el juez computó mal el plazo de los cinco días y declara la nulidad de la citación inicial. Pero no puede resolver el fondo, porque todos los actos que son consecuencia directa del declarado nulo, son nulos también. Es decir, que la causa debe necesariamente sustanciarse nuevamente, a partir del acto declarado nulo. Ello importa que la Cámara debe ordenar el reenvío para que sea nuevamente tramitada y fallada, aun en contra de lo que ordena el art. 362, último párrafo. <bold>7. La inapelabilidad de las interlocutorias y el juicio ordinario</bold> En el juicio ordinario, la aplicación de este instituto (vía reforma legislativa) debería necesariamente prever más excepciones que las que actualmente tiene en el trámite del juicio abreviado y en el del juicio ejecutivo. Una de ellas, sin duda, tendría que ser el permitir la apelación de la resolución que resuelve las excepciones tramitadas como de artículo previo, aunque sean suspensivas del trámite del proceso principal. Efectivamente, si se interpuso como de artículo previo la excepción de incompetencia en razón de la materia, no tendría sentido tramitar todo el proceso para que luego la Cámara, al resolver la apelación de la sentencia, declare la incompetencia del tribunal, retrotrayendo todo a fojas cero. También deberían ser apelables las resoluciones que resuelvan los incidentes de nulidad por vicios en la citación inicial. Por el contrario, en la etapa de prueba y en el resto del trámite, debería imperar el instituto de la inapelabilidad de las interlocutorias, para evitar el desgaste de actividad que importa remitir la causa al superior para sustanciar la apelación de una resolución interlocutoria. Quizá y en función del principio de convalidación que rige en el proceso civil, lo ideal sería regular un sistema que exija, en un plazo fatal (que debería ser igual al previsto para el recurso de apelación), que el afectado haga reserva de impugnar, bajo apercibimiento de consentir el acto viciado, para evitar la reedición en la alzada de cuestiones ya resueltas –y ahora firmes– por el inferior. El proyecto de reforma del Código Procesal Civil y Comercial, elaborado por el Tribunal Superior de Justicia, mediante una comisión convocada al efecto, prevé en su art. 506 ter la inapelabilidad incidental; a tal fin dice: “Salvo la resolución sobre las excepciones previas, únicamente la sentencia será apelable; pero en segunda instancia, al conocer de lo principal, se podrán reparar los agravios causados en los incidentes o en el procedimiento. Sin embargo, serán apelables las resoluciones que pongan fin a los incidentes que no afectaren el trámite del principal”. <bold>8. Epílogo</bold> Como habíamos señalada al principio, nuestro ordenamiento jurídico atraviesa una etapa de estancamiento – que en el aspecto procesal se traduce en la demora en la sustanciación de los procesos– que ha llevado a la sociedad hacia una especie de descreimiento en los jueces en particular y en el Poder Judicial como institución. El “ciudadano bomba” –como se lo denomina en Psicología– aparece hoy en la realidad de nuestros tribunales locales, como sucedió en San Francisco cuando el edificio de Tribunales fue apedreado luego de conocida una sentencia absolutoria de una madre acusada de matar a su hija. O el ejemplo paradigmático –esa especie de pueblada– que concluyó con el incendio de los tribunales de la ciudad de Corral de Bustos. Resulta fácil predecir que todas esas situaciones tenderán a agravarse e incrementarse, con el paso del tiempo, en la medida en que el Poder Judicial no pueda dar respuesta, en un tiempo adecuado, a los problemas de la gente, que se materializan en los conflictos intersubjetivos que son traídos a resolución. En función de lo dicho, el cambio se impone, pero la reforma legislativa debe adecuarse a la realidad del lugar donde va a ser aplicada la norma, incluyendo los aspectos económico, estructural, de capacitación de los operadores, entre muchos otros. Creemos necesaria una reforma en el trámite del juicio ordinario (entre muchos otros institutos procesales), que incluya el instituto de la inapelabilidad de las resoluciones interlocutorias, a fin de lograr un proceso de conocimiento pleno, pero que pueda tramitarse tempestivamente &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Permítaseme la anomalía impuesta por las leyes de la derivación.</header> <header level="3">2) Ejemplo del profesor Mariano Arbonés en sus clases en la Facultad de Derecho, UNC.</header> <header level="3">3) Shakespeare, William. Obras completas. Hamlet, Príncipe de Dinamarca, Acto III. Ed. Aguilar, Madrid, 1964, p. 1359. Trad. de Luis Astrana Marín.</header> <header level="3">4) Hitters, Juan Carlos, Técnica de los recursos ordinarios, 2a. Edic., Edit. Librería Editora Platense, Bs. As., 2004, p. 383.</header></page></body></doctrina>