<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. </bold>El epígrafe que utilizamos corresponde a Sebastián Soler, mejor dicho, es el que presidió la publicación de una entrevista que le hiciera el cronista de una revista del medio, cuando Soler estaba de paso en esta ciudad de Córdoba, referida a la ejecución en España de guerrilleros vascos (“Nueva Vida”, Año 3, Nº 11, abril de 1976). Transcribimos la respuesta de Soler al primer interrogante: “Soy tradicionalmente opuesto a la pena de muerte. Siempre he luchado contra ella. Lo único que ocurre ahora es que se ha puesto de moda discutir sobre ella, y no sé bien por qué. Porque sentencias capitales se ejecutan con mucha frecuencia e incluso ha habido episodios gravísimos en los últimos veinte años en materia de pena de muerte. El más grave de ellos es que la legislación soviética, en el Código Penal de 1960, por primera vez en la historia moderna se ha puesto diecinueve veces la pena de muerte sin que nadie se haya dado por enterado de ese hecho. En efecto, diecinueve delitos están sancionados con la pena de muerte. Incluso delitos que jamás en la historia han sido castigados con esa sanción. De manera que no sé por qué haya tantos interrogantes sobre la aplicación de la pena de muerte en España, un país que siempre la ha tenido en su legislación penal, como la tienen Francia y muchos países europeos. Considero que es un hecho grave que la pena de muerte se incluya en la legislación. Cuando está en la ley, el que se la ejecute no significa más que el cumplimiento de la ley”. Luego, y sintetizando, Soler sigue un pensamiento de Unamuno y con fina ironía –su lanza de polemista era temible– se refiere a aquéllos (los que mandan) que pueden proyectar, sancionar, promulgar y publicar la ley estableciendo la pena capital. Ley que al ser aplicada determinará que se ordene la ejecución de una persona. “Es muy fácil representarse la pena de muerte como el acto de poner una firma en un papel, o de sancionar una ley en el Congreso. Pero hay que representarse la realidad del hecho”. Allí, en la realidad del hecho está el problema, o sea los que mandan no soportan el problema, sino que lo transfieren íntegramente a un mandado: <bold>el verdugo</bold>. <bold>II.</bold> En un tiempo recién pasado tanto que en realidad es un presente, pero ya olvidado en este país sin memoria, un acto aberrante, la muerte del general Aramburu, tuvo su repercusión inmediata en la legislación penal y la pena capital se enseñoreó de los “Delitos contra la Libertad”; ya antes la había reclamado la “Ley de Espionaje y Sabotaje” y damos por sabido que hasta hace muy poco estaba en el Código de Justicia Militar. Al expresado bagaje legislativo se añadieron otras leyes más, sin logro, aunque más no fuera magro, del objetivo procurado, o sea hacer cesar o al menos disminuir la comisión de ciertos delitos, pues su comisión continuó. Entendemos que necesariamente tiene que aceptarse que la pena de muerte no disminuye el accionar delictivo y que quienes así lo afirman “lo dicen porque les parece” (Soler, <italic>ibíd.</italic>) Si bien la pena de muerte en dicho tiempo no se presentó por aplicación de la normativa mencionada, en realidad se hizo presente. En efecto, hechas a un lado las ejecuciones por motivos políticos, si se retrocede un poco en el tiempo, la muerte aparece derribando a muchos delincuentes comunes, considerados como tales prácticamente sin juicio previo o bien decididamente sin éste. Así, los pelotones de rifleros, al rayar el alba abatieron personas en el “Puerto” en el año treinta, pues se había establecido la “ley marcial”. También en la “Chicago argentina”, donde el pulso firme del jefe de Policía y su Colt implacable limpiaron el “Bajo” frente al Paraná azorado. Sin embargo, como vivir eternamente bajo “ley marcial” es impensable, ésta perdió vigencia en orden a los delitos comunes y la humana sociedad recobró su normalidad, es decir, la normalidad de los hombres que por ser tales, nada más que hombres, así como puede ser pecadores –muchos lo somos–, también pueden ser delincuentes, o sea avanzar más allá de la comisión circunstancial de un delito. Ello fue lo que aconteció en la “Chicago argentina” en la que tuvieron su residencia varias familias de mafiosos y de la “cosa nostra”. Una de esas familias extendió su brazo delictivo hasta esta provincia en la que tuvo lugar el “secuestro y homicido de Abel Ayerza” (José Manuel Núñez, “Tres casos de Derecho Penal”, Edit. J. Maggi y Cía., Villa María, 1938, p. 5 y ss.). Ergo, la limpieza que practicara el jefe de Policía no duró mucho y nos atrevemos a decir que la “ley marcial” no detiene a formas parasitarias de vida o incluso abiertamente delictivas. <bold>III. </bold>Una nueva mafia, la de los <bold>narcotraficantes</bold>, ensombrece los tiempos actuales con su estilo <italic>apocalíptico</italic> que ingenuamente personas autorizadas (los que mandan) creen que pueden detener volviendo a traer otra vez a la expresión verbal de la ley punitiva la pena capital. Esto es, recurrentemente los que mandan acuden a un mandato: el <bold>verdugo</bold>. De éste será el problema. De otra parte estamos seguros, pues eso es lo que piensan en el “Puerto”, que la nueva ley o leyes que tal vez establezcan el “paredón” para los narcotraficantes, persistirán –aunque sean manos provinciales las que las escriban– en atribuir competencia a la Justicia federal en materia de estupefacientes, por que así lo quieren <bold>los que mandan, pero no la Constitución</bold>. De tal suerte, el federalismo, por el que tanta sangre derramaron los del interior, seguirá existiendo sólo en las canciones de los payadores que felizmente quedan –y que felizmente no son “payadores mazorqueros”– pero nada más. <bold>IV.</bold> Aquellos que están decididos –tal es lo que proclaman– a incluir “a novo” la pena de muerte en la ley punitiva del país, ya tanto se ha dicho en contra de ella, que sólo atinamos en nuestra perplejidad a decirles que el hombre que pueden derribar <italic>los que mandan</italic>, al igual que ellos, es mero episodio en el devenir de los tiempos, pero <bold>ese mero episodio es irrepetible.</bold> Si se mata a “un hombre, a diferencia de un animal, no se corta solamente una vida sino que se anticipa el término fijado por Dios para el desarrollo de un espíritu o sea para la conquista de la libertad: sólo quien no tenga en cuenta el valor de la vida del cuerpo en orden a aquel desarrollo y a aquella conquista, puede ignorar que <bold>de la vida de un hombre ningún otro, cualquiera que sea su autoridad y cualquiera que sea su razón, puede disponer sin usurpar el poder de Dios” </bold>(Francesco Carnelutti, El problema de la pena, traducción de Santiago Sentís Melendo, EJEA, 1947, pág. 42) &#9632; • Publicado en Comercio y Justicia-Jurisprudencia, Tomo LVII, pág. 8-D, 1989. </page></body></doctrina>