<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. Introducción: el delito tributario como presupuesto de la acción estatal</bold> Iniciemos por establecer definiciones del derecho penal, porque de ellas lograremos extraer cuál ha sido el propósito de su creación normativa, lo que nos permitirá, a su vez, visualizar los resultados obtenidos de su aplicación. En este sentido, se ha descripto al derecho penal de muchas maneras, por ejemplo, como aquel “conjunto de normas y disposiciones jurídicas que regulan el ejercicio del poder sancionador y preventivo del Estado, estableciendo el concepto del delito como presupuesto de la acción estatal, así como la responsabilidad del sujeto activo, asociando a la infracción de la norma una pena finalista o una medida aseguradora” <header level="4">(1)</header>. Hay enunciaciones que fijan su atención en cuestiones subjetivas, emparentadas entonces de manera directa con el “derecho de castigar” que tiene el Estado y que funda el ejercicio de su poder punitivo; hay definiciones que tienen un sentido marcadamente objetivo, y que lo definen como un conjunto de normas o reglas jurídicas establecidas por el Estado, que asocian al crimen como “hecho” y a la pena como su legítima consecuencia <header level="4">(2)</header>. Hay criterios que pretenden alcances más profundos, en los cuales el derecho penal es designado como “la organización jurídica más completa de la lucha del Estado contra el delito, uniendo y coordinando a la pena otros institutos homogéneos a sus fines esenciales y perennes de justicia y de defensa, de manera que constituya un todo unitario <header level="4">(3)</header>. En la República Argentina, donde tanto furor tuvo el positivismo, rescatamos la definición de Ramos: “Derecho penal es el conjunto de reglas jurídicas y de doctrinas fundamentales por cuyo medio las sociedades buscan las mejores condiciones posibles para prevenir los delitos y reprimir, con medidas coercitivas y regeneradoras, los hechos antisociales que se producen en su seno” <header level="4">(4)</header>; la del Prof. S. Soler: “Una norma del derecho es una norma penal cuando su sanción asume carácter retributivo”, añadiendo que “Derecho penal es la parte del derecho compuesta por el conjunto de normas dotadas de sanción retributiva” <header level="4">(5)</header>. Más acá en el tiempo, el Prof. Norberto Spolansky caracterizó la expresión “derecho penal” como un conjunto normativo que contiene consecuencias jurídicas por las que a ciertos hechos, bajo ciertas condiciones, se asocian penas <header level="4">(6)</header>. Una parte muy significativa del mundo académico, según observamos, alimentó desde siempre grandes expectativas en el funcionamiento del derecho penal como un instrumento insustituible de convivencia, como una especie de elemento <header level="4">(7)</header> necesario para lograr establecer, con un margen razonable de certidumbre, las consecuencias de las acciones propias y también las derivaciones de las acciones desplegadas por los terceros, en la medida, claro está, que esas acciones sean capaces de poner en riesgo o producir directamente lesión sobre bienes jurídicos que para la sociedad, en un determinado momento, considera necesario proteger. En nuestro país, como en gran parte del mundo moderno, se consideró que la lucha de la evasión podría eficientizarse con la sanción de un régimen penal especial, construido, en el caso de la República Argentina, 'extramuros' del Código Penal. La primera ley penal se sancionó en el año 1990 y hoy, dos lustros después, puede afirmarse sin hesitación que la vigencia del régimen penal tributario en nuestro país han mostrado superlativos efectos en la consecución de esos objetivos, a la par que desnudaron graves falencias, algunas de las cuales intentaremos desentrañar a lo largo de este trabajo. Decía el extinto presidente Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, que con la democracia se come, se educa, se cura <header level="4">(8)</header>. Haciendo una analogía con la firmeza que semejante afirmación lleva ínsita, al parecer este mismo aserto anida en la mente atribulada de algunos gobernantes que se encuentran convencidos de que con el derecho penal se pueden llegar a resolver todos los males, con lo cual venimos siendo testigos de una inflación del derecho penal <header level="4">(9)</header>; particularmente, los últimos gobiernos de turno dejaron plasmada esta idea, a la vez que la retroalimentaron agravando las consecuencias punitivas en su peregrina búsqueda por terminar con la evasión <header level="4">(10)</header>. Cabría preguntarse si ese aumento en las penas condujo efectivamente a los resultados deseados. La respuesta no tardará en aparecer al cabo que se revisen las estadísticas dadas a conocer por la Administración Federal de Ingresos Públicos de manera discontinua: ello no ha ocurrido. Seguramente hay más de una razón para que las cosas sean de tal modo. Sobre algunos motivos nos explayamos profusamente en la obra “Garantías Procesales en el Derecho Tributario”, especialmente vinculado al accionar contradictorio por parte del Estado que, simultáneamente con el endurecimiento del marco normativo, dicta regímenes de amnistía que todo lo perdonan y además permiten reparar el daño en generosa cantidad de cuotas <header level="4">(11)</header>. Basta recordar que en estos veinte años de existencia de la ley penal especial en el país, se han dictado no menos de quince normas que poseen ese efecto liberatorio. Pero éste es sólo uno de los motivos que alienta la propensión al delito. Hay otros, aunque debemos confesar que a nuestro juicio éstos son menos importantes. Por ejemplo, atenta contra la efectividad del régimen la creación de normas de dudosa constitucionalidad, el empleo equivocado de delitos de peligro que de ser concretos pasaron a transformarse en abstractos para luego transmutarse en hipotéticos. Si el fusil, en manos del cazador, no le permite dar en el blanco frente a grandes elefantes, es una verdadera fantasía llegar a pensar que ese mismo fusil y ese mismo cazador puedan atrapar un colibrí zunzuncito <header level="4">(12)</header>. Un buen ejemplo de lo que transmitimos se ve en la sanción de tipos penales como el previsto en el artículo 9 de la ley 24769; tras la pretensión indisimulada por desplazar a la causalidad de su posición preeminente en la teoría del delito, confluyó a la saturación de causas cuyo destino final es conocido de antemano <header level="4">(13)</header>. Es nítido, desde esta concepción, que tampoco ayudó el derecho adjetivo –procesal– y su incompatibilidad, creemos ya demostrada, con la Constitución Nacional. Ése es otro de los gigantescos aspectos que hay que revisar. La Constitución Argentina no se encuentra adecuadamente reglamentada por el Código de Procedimientos Penal de la Nación. Ambas normas reconocen orígenes tan distantes que inclusive se tornan antinómicas en más de una oportunidad. El régimen procesal de persecución penal nacional, eminentemente “mixto”, inquisitivo en la instrucción y acusatorio en el plenario, lleva a concluir en un rotundo fracaso que se palpa con la escasísima cantidad de causas que han llegado a juicio oral y público. Adviértase que, justamente dentro del marco procesal vigente, si hay alguna etapa –en el proceso– donde Constitución y Ley Formal son compatibles, es precisamente en ese momento, en el debate, el plenario, el juicio oral donde todas las partes aparecen enfrentadas, debate que en materia de delitos penales tributarios y previsionales, en más de veinte años de vigencia de la normativa criminal, casi nunca llegó a producirse. Vayan como síntomas del prolegómeno los siguientes datos: durante el período 1998-2008 se efectuaron 771 denuncias por evasión de impuestos en la ciudad de Córdoba <header level="4">(14)</header>, a un promedio de ingreso mensual de 2,14 denuncias por cada uno de los tres juzgados existentes. De este total de 771 causas, sólo hubo 5 condenas, 26 procesamientos, 37 se encuentran en la etapa de instrucción, 15 fueron sobreseídos por prescripción, 10 por extinción de la acción penal mediante el pago y 195 sin motivo determinado <header level="4">(15)</header>. Veamos la información oficialmente difundida por el Estado argentino durante el mes de marzo de 2010: desde que se sancionó la ley 24769 se tramitaron 14.501 causas, de las cuales sólo hay condena en 234 –equivalente al 1,61%–, existen 1.751 causas con procesamientos –12,08%–, 3.856 causas con declaración indagatoria –26,59%–. La situación al mes de mayo del 2010 mostraba 723 causas elevadas a juicio oral (4,99%), 320 con sentencia (2,21%) y 115 con “probation” (0,71%). Hay actualmente en todo el país 8.350 causas finalizadas (58%) y 6.151 que todavía están en trámite (42%), pese a la última ley de perdón fiscal dictada en el año 2009 (ley 26.476). Estos guarismos pueden compararse con la realidad en el llamado “Primer Mundo”; por ejemplo, Canadá entre 2007 y 2008 tuvo 300 casos de evasión, el 96% de estos trescientos casos terminó con penas de prisión <header level="4">(16)</header>. Hay otras razones adicionales a las expuestas que confluyen, junto a ellas, al panorama que si bien puede llegar a variar de acuerdo con la óptica del intérprete, indudablemente tiene aspectos semejantes y un común denominador: hay todavía mucho por realizar para que la protección del bien jurídico “renta pública” pase de ser una manifestación vacía de contenido a una cabal realidad, como consecuencia de la convivencia con la ley penal tributaria. La tendencia alcista en materia de penas y la expansión del marco de protección se da de bruces con la exigencia de una necesidad preventiva de la pena como su limitación a través de la justa medida de la culpabilidad, cuestión que desdibuja los actos del Estado democrático. En este sentido, las penas que exceden la culpabilidad, justificadas en razones preventivas y con nítidos fines intimidatorios, resultan repugnantes al orden público y malogran el cometido social del derecho penal tributario nacional. “Una pena sólo es legítima si es preventivamente necesaria y si, al mismo tiempo, es justa, en el sentido de que evite todo perjuicio para el autor que sobrepase la medida de la culpabilidad del hecho” <header level="4">(17)</header>. <bold>II. Distintos enfoques para el examen del prolegómeno de la ciencia del derecho penal como manifestación de la ley moral jurídica</bold> Desde que el derecho penal y el derecho procesal penal fueron concebidos, hasta nuestros días, la evolución del pensamiento humano ha sido sorprendente. Precisamente y tal vez no sea casual, la primera oportunidad en que ambas disciplinas comenzaron a enseñarse en forma separada dentro de los claustros universitarios fue a través de la gesta del profesor Vincenzo Manzini, maestro del derecho penal italiano a quien se le reconoce la creación del positivismo penal <header level="4">(18)</header>. Es útil recordar que desde otra posición, aparentemente opuesta, se encuentran los desarrollos de notable frescura y actualidad del profesor Francesco Carrara, a quien se le atribuye la conquista del racionalismo. Posiblemente sin saberlo, ya que su obra data del año 1941 <header level="4">(19)</header>, Manzini tuvo mucho que ver con el derecho tributario, ya que desde su óptica, caracterizada por ser fuertemente autoritaria, dio germen para lo que después conoceríamos como la naturaleza administrativa de la infracción tributaria, a la que llamó contravención, en la búsqueda por distinguirla del delito penal (20). Sin embargo, sería injusto atribuirle sólo a Manzini esta conceptualización que tantos problemas nos trajo y nos trae aún por estos tiempos modernos, ya que también Carrara distinguía “trasgresiones” de “delitos”, explicando que las violaciones a las leyes sobre comercio, hacienda y regalías, pertenecientes a lo que el llamó la “ciencia del buen gobierno”, debían ser conminadas con multas, siguiendo las reglas del procedimiento civil, destacando con su particular énfasis que “todas estas sanciones, que solo pueden ser leves, no corresponden a la función penal” <header level="4">(21)</header>. Entre nosotros hay definiciones categóricas en contra de estas posturas, que por supuesto también pertenecen a épocas más modernas; por ejemplo, el profesor Sebastián Soler dejó plasmada en su obra que es totalmente inaceptable la distinción intentada por J. Goldshmidt, según la cual “las normas del derecho penal administrativo se dirigen al hombre como miembro de una comunidad, a diferencia de las del derecho criminal que se dirigen al hombre como individuo”. Por supuesto que no se cruzaba por la cabeza de ninguno de los prestigiosos profesores italianos que la “ley civil” pudiese llegar a condenar con multas de dos a diez veces el impuesto evadido o sanciones múltiples como la de multas de trescientos pesos hasta los treinta mil pesos y clausuras de tres a diez días por simples incumplimientos de deberes de índole formal <header level="4">(22)</header>. Lo hasta aquí expuesto lleva a reflexionar que hay por lo menos dos grandes escuelas iniciales desde las cuales se enfrenta la problemática del derecho penal en sus orígenes: la denominada “racionalista”, desarrollada con talento sin igual por Francesco Carrara, y la llamada “positivista” enarbolada por Manzini. Lo singular y auspicioso, como lo indican Núñez y Gavier en el trabajo citado, fue que el tecnicismo jurídico salvó el escollo representado por la oposición entre racionalismo y positivismo sin lesionar lo propio y característico de cada escuela <header level="4">(23)</header>. Más contemporáneamente, los profesores alemanes del derecho penal, pioneros en los desarrollos que generosamente y muchas veces sin límites necesarios han gustado adoptar los académicos argentinos, nos mostraron que no es una buena decisión soslayar los aspectos filosóficos ligados al crimen ni al derecho penal en general y en particular. Todavía más puede reflexionarse: la Europa continental del siglo XX tuvo una fuerte reacción al naturalismo positivista y reclamó un regreso a la filosofía. En este deambular, donde ubicamos a Manzini descreyendo del liberalismo y hasta de la democracia, desafectado por la filosofía y las conquistas de la Revolución Francesa; pasando por Carrara que, por el contrario, creía en los valores individuales y su obra es el monumento más grande que un jurista haya erigido al derecho liberal de esas épocas, nos encontramos con un novedoso derecho penal y una forma bastante peculiar de enfrentar al conflicto que, muchas veces, sobre todo a partir del fatídico atentado de las Torres Gemelas del 11/9/2001, el mismo presupone: el derecho penal “del enemigo”, aquél donde la inspiración según la cual el derecho penal sólo puede ser legitimado si se basa en la idea superior del respeto a la persona humana, por su sola calidad de persona, es abandonada detrás de un objetivo “superior”, claramente más importante. Hay en la legislación penal argentina, incluyendo la tributaria, normativa que claramente puede ser identificada como tal: derecho penal del enemigo. Vayan como ejemplos de las primeras, el abigeato; y dentro de las segundas, la asociación ilícita del artículo 15, inciso c), ley 24769. Con todo, es nuestra opinión que conciliar estos dos grandes pensamientos que inician el desarrollo del estudio del derecho penal es un verdadero problema, de dimensiones no muy diversas a lo que significaría un intento por transigir el novedoso derecho penal del enemigo con la simbiosis misma del derecho penal. Como muestra, mientras la ciencia penal, en definición racionalista, tiene como misión moderar los abusos de la autoridad en el desarrollo práctico de su objeto, consistente básicamente en refrenar las aberraciones de la autoridad social en la prohibición, en la represión y en el juicio, para que esa autoridad se mantenga en las vías de la justicia y no degenere en tiranía; para el positivismo de Manzini, de notable actualidad en el llamado derecho penal del enemigo, esta autoridad debe sobresalir aunque signifique tiranía, autoritarismo. Con las excepciones que mencionamos, como la de la asociación ilícita penal tributaria, afortunadamente las cosas en nuestro país no se han desviado tanto como para decir que hayamos arribado en forma plena a una concepción de estas características, pese a lo cual, es claro que se olvidó el origen mismo de la ley penal y que allí reside uno de los grandes problemas del fracaso –o éxito marginal y parcial– del derecho penal tributario en la República Argentina. Desde esta óptica, el gobernante nacional insiste en desdeñar el hecho de que la ciencia del derecho penal es una manifestación de la ley moral jurídica, y en un Estado que prescinde constantemente del orden público mediante el uso y el abuso del poder, no hay moral posible que pueda alimentar el cauce legislativo; además, el derecho es sinónimo de libertad, inclusive, el derecho penal es sinónimo de libertad, ya que, como decía Carrara, la ciencia criminal bien entendida es el supremo código de la libertad, que tiene por objeto sustraer al hombre de la tiranía de los demás y ayudarlo a librarse de la tiranía de sí mismo y de sus propias pasiones. El derecho criminal es el complemento de la ley moral jurídica <header level="4">(24)</header>. Las permanentes dificultades en el funcionamiento de las instituciones en nuestro país y los cada vez mayores casos de corrupción en el ejercicio de la función pública, quitan legitimidad a la represión penal. A esto se suma que la función penal debe ser protectora y no violatoria del derecho, lo que difícilmente pueda llegar a conseguirse cuando es el mismo Estado el que en más de una oportunidad promueve la violación de la ley. Recuérdense dos aspectos de preeminente valor sobre este particular: la promoción, por parte de las autoridades del Fisco nacional, de las denuncias anónimas –delación–, pese a que hay una ley que expresamente las proscribe (nada más y nada menos que el Código de Procedimientos Penal de la Nación); y la coacción institucionalizada sobre los individuos que de uno u otro modo participan en la relación fisco-contribuyente. Nos referimos a las presiones legales y también a las ilegales e inmorales. Damos ejemplos: hubo un gran número de magistrados sometidos a juicio político y con pedido de destitución por haber sido considerados “garantistas” y de este modo haber “favorecido” (?) la evasión. Mientras comenzamos la escritura de este trabajo, en el otoño del 2010, el director de la Administración Federal de Ingresos Públicos salió públicamente a apoyar una reforma de la ley 24769 bajo la necesidad de obtener más condenas, cuando lo que debe prevalecer es el objetivo de lograr disminuir y eliminar la evasión, no el logro de sentencias condenatorias a cualquier precio. Y en materia de normas, las últimas reformas vienen buscando imponer el temor a los profesionales que actuamos en esta materia, sea como asesores, sea como representantes, sea ejerciendo el patrocinio en el juicio, circunstancia que tampoco se cuida ocultar, ya que también el máximo cargo jerárquico del Organismo da a conocer que a partir de determinados procedimientos el contador ya no le alienta a su cliente para que éste evada sus impuestos, como si ésa fuese la tarea del profesional y ésa fuese su postura ante el problema. Yendo a contramano de la realidad, entonces, nuevamente se persiste en acciones gubernamentales que soslayan al derecho penal como protector de la libertad. Para eso debe ser concebido. El derecho penal tributario argentino no protege la libertad sino que la pone en serio riesgo con figuras de peligro hipotéticas y penas exageradas que, de no ser por la aplicación sistemática que la mayoría de los jueces argentinos realiza de la legislación adjetiva, tendría las cárceles abarrotadas de imputados por delitos de índole penal tributaria y previsional. ¿Podemos responder así a los postulados de Cicerón cuando dice que somos esclavos de la ley para ser libres? A nadie le agrada transformarse en esclavo de la ley ante este horizonte. Hay otro problema de enorme magnitud que por su dimensión bien merece ser tratado en forma apartada y profunda: el desconcierto que existe en nuestro país con relación al lugar que se asigna a las autoridades administrativas en el régimen penal especial, confundiendo la función penal con la función de policía, cuando la segunda no tiene nada que ver con la primera y recién debe iniciar su actividad cuando la primera ha agotado inútilmente sus esfuerzos. Desde nuestro punto de vista, la carga de la AFIP (DGI) en la esfera del proceso penal tributario no debe superar la del preventor, y es un grave error el haberle asignado un rol dentro mismo del derecho punitivo penal tributario; para colmo de males, este rol ha venido<italic> in crescendo</italic> con el paso del tiempo y el avance de la legislación. Desde una primera normativa –ley 23771– en la que se discutía si la DGI podía y debía actuar como auxiliar de la Justicia, pasamos a una segunda legislación donde no solamente se le reconoce esta función, sino que además se la habilita a denunciar u optar por no hacerlo aun ante la presencia de una posible comisión de delitos –arts. 18, 19, 20 y 21 de la ley 24769– y estamos ante la difusión de un proyecto que le asigna un lugar todavía más protagónico al Organismo, que únicamente debería ser el encargado de la recaudación, la verificación y el control de los tributos nacionales. No pretendemos con esta colaboración explayarnos sobre el proyecto de ley penal difundido por la autoridad pública que nos gobierna, pero simplemente indicamos que hay en aquél sorprendentes variantes de índole procesal que pueden retroalimentar el flagelo de la evasión en sintonía con una variedad indeterminada de posibles delitos a cometer desde el ejercicio de la función pública; verbigracia, la eliminación de la extinción de la acción penal por pago contemplada en el art. 16 de la ley 24769 y su reemplazo por la excusa absolutoria aplicable a todos los tipos penales –delitos de peligro y de resultado–, fulminando la salida del proceso en una sola oportunidad y recreando en forma encubierta la disposición que se dice derogar –art. 16–, que, para colmo, se fija para su aplicación exclusiva y excluyente por parte de la AFIP, desterrándola como “atributo judicial” y consagrando que la DGI tiene en sus manos exonerar los delitos, lo que conlleva, entre otras graves consecuencias, a que se ignore la Ley de Ética Pública. Además, y como lo ha señalado la academia cordobesa, esta aparente “autolimitación” desembocará en una nueva ley de amnistía <header level="4">(25)</header>. <bold>III. El crimen tributario como ente jurídico. Evolución</bold> Cuando en el año 1859 el profesor Carrara publicitó su prestigioso “Programa de Derecho Criminal”, partió de una sencilla fórmula que según él debía contener el germen para la resolución de prácticamente todos los conflictos que presenta la ciencia del derecho penal. Resumió esa fórmula en los tres grandes temas que a su entender comprendían la base misma de este derecho: la prohibición, la represión y el juicio, y la resumió magníficamente diciendo que el delito no es un ente de hecho sino un ente jurídico. El delito es un ente jurídico porque su esencia debe consistir necesariamente en la violación de un derecho. Pero el derecho es congénito al hombre, porque fue dado por Dios a la humanidad desde el primer momento de su creación, para que aquella pudiera cumplir sus deberes en la vida terrena. Por lo tanto, el derecho debe tener vida y criterios preexistentes a los pareceres de los legisladores y humanos, criterios infalibles, constantes e independientes de los caprichos de esos legisladores y de las utilidades ávidamente codiciadas por ellos. Definido el derecho como ente jurídico, queda establecido, de una vez y para siempre, el límite perenne de lo prohibido, y no se puede ver un delito sino en aquellas acciones que ofendan o amenazan los derechos de los coasociados. Como los derechos no pueden ser agredidos sino por actos exteriores procedentes de una voluntad libre e inteligente, este primer concepto viene a establecer la necesidad constante en todo delito de sus dos fuerzas esenciales: voluntad inteligente y libre; hecho exterior lesivo del derecho o peligroso para el mismo. Esto conduce a definir con criterio fijo la subjetividad y la objetividad de todo delito. Al definir el delito como un ente jurídico, Carrara coloca a la ciencia penal bajo el dominio de un imperativo absoluto, liberándola del riesgo de convertirse en instrumento o del ascetismo o de veleidades políticas, fijando el criterio indestructible para distinguir los códigos penales de las tiranías, de los códigos penales de la justicia. También de esta definición del delito como ente jurídico surgen los límites que circunscriben al legislador cuando formula la prohibición, los cuales no sólo deben responder a la relación calidad y cantidad del mal sino, asimismo, por las condiciones de persona, tiempo y lugar. Introduce también el maestro de la Universidad de Pisa el concepto de “grado de delito”, indicando que la necesidad de constituir el ente jurídico con las dos fuerzas concurrentes, física y moral, conduce, por las posibles modificaciones de aquellas fuerzas, a dar una guía racional y segura del mismo. De esta misma fórmula sencilla surge la legitimidad de la represión y los límites que deben imponérsele. Si el delito tiene su esencia en la violación del derecho, síguese de ello la legitimidad de la represión, por el concurso de dos verdades superiores que convergen a ese fin. La primera de ellas demuestra que todo derecho debe tener como contenido necesario la facultad de la propia defensa, pues de otra manera no sería un derecho sino una irrisión. La restante, vinculada al hecho, consiste en la impotencia de ejercer constantemente una defensa coactiva directa bastante a impedir la violación del derecho. Ambas verdades concurren a la necesidad de una coacción moral que actúe en un doble sentido: apartar a los trasgresores del derecho de la agresión, en primer término, y así obtener su protección, en segundo lugar. Esta protección, desde nuestro punto de observación, no debe ser reservada únicamente al derecho, sino que comprende también la protección de la víctima, el Estado en los delitos penales que analizamos, y del agresor, el contribuyente o responsable y quienes concurren a participar de uno u otro modo para la consumación del crimen de evasión. Si bien es cierto que corresponde violar el derecho propio de quien violó el derecho ajeno, esta violación del derecho propio como castigo del culpable no realiza <italic>per se</italic> una violación sino una protección del derecho, limitada básicamente por el dogma de que el mal que se inflija al culpable no vaya más allá de las necesidades de tutela del bien jurídico, puesto que todo exceso en la punición no es pena sino también una violación de derecho (26). Los excesos no pueden ser vistos ni considerados como necesidad de proteger bienes jurídicos supralegales –paradigma de la defensa social, empleada continuamente para justificar normativa penal propiciada en las épocas del Tercer Reich–, sino como violatorios de derecho. Todo exceso es abuso y tiranía. <bold>IV. Origen del poder del organismo administrativo en la esfera penal de actuación criminal: consecuencias provenientes de primitivismo que se adopta en el país</bold> ¿Proviene de Dios el poder de la AFIP (DGI) en la esfera del derecho penal que nos rige? ¿Hay una especie de justificación metafísica que subyace en esta facultad desmesurada que le confiere la normativa y que es así percibida por el contribuyente y muchas veces también por su asesor? Desde ya que la respuesta es terminantemente negativa; sin embargo, muchas veces el ejercicio del poder, en el marco del proceso penal tributario, parece ser desplegado como si este interrogante poseyese otra alternativa de respuesta. Para encontrar la solución al problema es inexcusable remontarse nuevamente al origen del derecho penal, anticipando que estamos convencidos de que un factor gravitante en la inocultable crisis del derecho penal tributario argentino es debido a esta orientación filosófica que subyace en la legislación sancionada desde 1990 en adelante. Podría llegar a pensarse, como de hecho lo hicieron las escuelas positivistas en su origen, que la dogmática jurídica se limita y así debe ser, al mero conocimiento del derecho, de la norma jurídica. Esta norma jurídica, por su parte, podría examinarse haciendo total abstracción de los aspectos filósofos que la rodean. En este modo de ver las cosas, deberían distinguirse la filosofía del derecho de la ciencia del derecho. Así fijó las bases el positivismo manziniano, concentrándose en el conocimiento sistemático del derecho y casi despreciando por completo los aspectos filosóficos que entraña este tema. Descreemos hoy más que nunca de que con este método pueda llegar a explicarse el problema del derecho penal en su faz tributaria, ya que hay cuestiones de índole “extranormativa” que confluyen necesariamente a su cabal comprensión. Dentro de estas cuestiones extranormativas seguramente encontraremos argumentos sociológicos de singular relevancia para desentrañar la firme tensión contenida en la relación “Estado recaudador” – “ciudadano pagador de impuestos”. Podría decirse, al mejor estilo de Manzini, que para la aplicación del derecho objetivo no son necesarias indagaciones de orden psicológico, sociológico, antropológico y similares, ya que ellas “no son parte” integrante de la ciencia del derecho penal. Empero, si bien es cierto que el juez, en esta retórica, no necesita más que conocer el derecho para poder aplicarlo, y para conocer el derecho no se le exige más que tener formación jurídica, es evidente que el legislador no puede apartarse de aspectos psicológicos y sociológicos, por citar sólo algunos, que permitirían ejercer de un modo más eficiente la labor del Estado y contribuir a la eliminación de la fricción que el vínculo mencionado trae consigo. No estamos diciendo que el legislador debería ser filósofo, sociólogo o psicólogo; pero sí que el aporte de estas ciencias podría llegar a facilitar la aplicación del precepto y de la sanción al caso concreto. La política penal no puede prescindir de estos eslabones. Pensamos que eso es muy claro e irrebatible. El derecho objetivo, entre los que se encuentra el derecho penal económico, que a su vez comprende el derecho penal tributario, es un producto de las necesidades sociales y el modo de concebir y de regular estas necesidades sufre la influencia de principios ético-políticos que necesariamente han de ser evaluados en el momento de definir la política criminal del Estado. Dentro de tal definición no es incorrecto percibir las prohibiciones contenidas en el régimen penal tributario argentino como “las leyes de la DGI” que no deben ser infringidas. La penalidad por la desobediencia de esos mandatos expresos, es el sometimiento del ciudadano al poder cuasi divino ejercido por el Organismo encargado de recaudar los tributos, inclusive, ante semejante poder –no limitado sólo al procedimiento administrativo, con el avance de las normas, sino también abarcativo del proceso penal– se es responsable por el mero efecto dañoso y no importa que el sujeto haya quebrantado las prohibiciones consciente o inconscientemente. La norma violada exige la expiación, dicen los funcionarios de la Dirección General Impositiva, y así como debe purificarse el ambiente del maleficio, también los contribuyentes y responsables de las obligaciones tributarias deben responder por el mal que produjeron. Es sabido que desde las concepciones religiosas más amplias existe el lugar del Todo poderoso cuya mirada constante observa el accionar de los seres humanos. Pero en esta noción mística no se encuentra presente la venganza, sino sólo la promesa del Paraíso para los buenos, el Infierno para quienes no lo son tanto y el Purgatorio para lograr el ansiado paso, sufrimiento mediante, al ansiado Paraíso. Pero esta inexistencia de la venganza en el plano divino no funciona del mismo modo en el cuasi divino plano en el que se desenvuelve el poder del Fisco nacional. Nos referimos a que nuestra experiencia personal nos ha demostrado que no es inusual que aquel contribuyente que resuelva defender sus derechos o garantías constitucionales frente a un caso concreto, termine rápidamente expulsado de la comunidad de la paz <header level="4">(27)</header> y debe prepararse a enfrentar una suerte de