<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>1. Reconozco que podría herir alguna susceptibilidad localista, que –como modo de celebrar este sano intento de “recuperar una empresa” a través de sus trabajadores (de un modo adecuado a las previsiones legales)– se comente un fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial, cuando el mérito del esfuerzo y la lucidez puestas en juego para hacer realidad esta aventura cooperativista es de absoluto cuño cordobés. Sin embargo –y sin silenciar que superar pequeños vallados provincianos es una buena enseñanza para nosotros los porteños (y que no hay mejor modo de enseñar que por vía de dar el ejemplo)–, entiendo que el fallo en comentario tiene de suyo entidad más que suficiente para merecer un análisis en una revista preocupada por la doctrina mercantil moderna. Y quiero destacar, en especial, que hay una suerte de coincidencia táctica entre la solución de fallo y la necesidad apremiante de las pequeñas y medianas empresas (entre ellas, esto es obvio, las cooperativas “recuperadoras”) de acceso al crédito. Esto fue fuertemente remarcado –de modo más genérico– por la Sra. Vocal de primer voto. Y esto del acceso al crédito no sólo significa que efectivamente se conceda a quien lo necesite –mientras cumpla con requerimientos razonables para acceder a él– sino que, a través de tal concesión, no se instaure un sistema perverso que termine sellando de modo adverso la suerte del prestatario. 2. Hecha la salvedad que antecede, cabe apuntar que –conforme fuera reconocido en plurales Congresos de la especialidad comercial– el carácter señero de los fallos de la Cámara Comercial no puede ser dejado de lado y no sólo por aquellos que están sometidos a su jurisdicción o litigan ante los juzgados que de ella dependen. Dicho Tribunal, de altísima especialización, es habitualmente seguido por un sinfín de magistrados del resto de la República (el ejemplo paradigmático son los archiconocidos fallos plenarios “Translíneas” y “Difry”, aplicados en todo el territorio nacional –más allá de que su carácter vinculante estuviera reservado a los Juzgados Nacionales de Primera Instancia en lo Comercial y a la propia Cámara–). 3. El fallo que se comenta – “Avan SA c/ Banco Tornquist SA s/ordinario”, CNCom, Sala “A”, 17/3/04– es atípico desde varios puntos de vista: a) porque requirió integración de la Sala por siete jueces de Cámara antes de formar mayoría sobre la pluralidad de temas que trató; b) por su notable extensión (se trata de un interlocutorio que insumió 65 carillas), y c) porque, si bien incardinado en fallos anteriores que los propios jueces citan, comporta un reposicionamiento sobre dos cuestiones basilares: I) en orden a que la confirmación tácita del art. 793, CCom., no precluye el ejercicio de la facultad del cuentacorrentista de obtener su rectificación en mérito a las previsiones del art. 790, CCom.; II) en orden a revisar, en función de su potencial abusividad, los intereses liquidados por el banco –y fictamente consentidos– y ordenar su readecuación a parámetros que no conmuevan el estándar del art. 953, CC. 4. La norma nuclear en crisis es el segundo párrafo del art. 793, CCom., que dice: “...Si en este plazo, el cliente no contestare [se refiere a las liquidaciones que los bancos hubieran pasado a sus clientes sobre sus cuentas corrientes], se tendrán por reconocidas las cuentas en la forma presentada, y sus saldos, deudores o acreedores, serán definitivos a la fecha de la cuenta...”. Este dispositivo ha “blindado” tradicionalmente las citadas liquidaciones (las cuales, por cierto, no son habitualmente impugnadas más allá –o quizá por eso– de que están concebidas muchas veces de modo críptico con remisiones a códigos inentendibles para el cliente promedio <header level="4">(2)</header>. Es, por otra parte, el antecedente lógico del cuestionable certificado de saldo deudor –cuya aptitud ejecutiva, en función de las previsiones del decreto–ley 15.354/46, resulta como mínimo discutible<header level="4">(3)</header>–. Pero el “blindaje” referido choca con otra disposición del Código mercantil que parecería relativizarlo: el art. 790, CCom., que prevé que: “La acción para solicitar el arreglo de la cuenta corriente, ...o la rectificación de la cuenta por errores de cálculo, omisiones, artículos extraños o indebidamente llevados al débito o crédito, o duplicación de partidas, se prescribe por el término de cinco años...” <header level="4">(4)</header>. En pos de sostener el negocio bancario, parece una casi “opinión común” que hay que discriminar entre la mera rectificación (que es a lo que habilitaría el art. 790, C.Com.) y la revisión (la que no sería posible una vez producido el reconocimiento tácito previsto por el art. 793, CCom.). Es una obviedad resaltar que los primeros interesados en esta interpretación son los propios bancos, pero que muchos hombres de derecho comparten, con sincera convicción, esa tesis. Esa posición aparece expuesta por uno de los jueces que votan en el fallo en comentario (a la postre, el único de ellos que sustenta la validez de la discriminación entre “rectificación/revisión”), el Dr. Viale, quien señala: “...que de admitirse la tesis que postula la Vocal preopinante en el sentido de que es ‘posible llevar adelante una revisión sustancial de todos los movimientos registrados en la cuenta dentro del plazo de prescripción quinquenal sin efectuar distinciones que la propia norma no efectúa’ implicaría lisa y llanamente suscribir el certificado de defunción del sistema bancario argentino. Es inadmisible pensar que las instituciones bancarias puedan operar con seguridad jurídica que significa estar sujetas a revisión todas las cuentas de sus clientes durante el plazo antes aludido de cinco años...”, para agregar: “Lo hasta aquí expuesto no quiere significar que de darse la situación contemplada por la colega preopinante en el sentido de la existencia de excesos por parte del banco, quien sufra los mismos no pueda acudir a la tutela jurisdiccional pero, y esto resulta dirimente, se reitera, una vez que haya expresado su disconformidad dentro del plazo límite fijado por la ley...”. El camino de compatibilización que formula el citado magistrado –pese a que su voto declara la adhesión a la tesis de “rectificación/revisión” propugnada, entre otros, por Gómez Leo– parece transitar otro camino: la “disconformidad” con la liquidación remitida por el banco aparecería como <italic>conditio iuris</italic> de la aplicación del remedio del art. 790, CCom. (acción que quedaría abierta por cinco años en el caso de haberse levantado óbices a la liquidación de marras). Corresponde reconocer, por una cuestión de lealtad intelectual, que una de las lecturas posibles de ambos dispositivos es –sin agravio alguno a la lógica– la propuesta por el Dr. Viale. Sus pares, en cambio, transitan una vía diversa. La conformidad del art. 793, CCom., es tomada como una “presunción <italic>iuris tantum</italic>”<header level="4">(5)</header> y el art. 790, CCom., se convierte en una suerte de ariete, para prevenir fraudes y abusos <header level="4">(6)</header>. Dice sobre el punto la Dra. Isabel Míguez: “...considero que los planteos susceptibles de ser introducidos con base en el art. 790, CCom., van más allá de los meros aspectos “formales” e ingresan en un plano sustancial, que contemplan las impugnaciones atinentes a la legitimidad de las partidas incluidas como débitos y/o créditos. Por otra parte, es esencial comprender que esa aprobación puede desbaratarse si se demuestra que hubo error, dolo o fraude o cualquier otro vicio del consentimiento del deudor, por lo que ni el silencio, ni el pago del saldo deudor, ni el transcurso del tiempo cubren las irregularidades cometidas, por cuanto resultaría disvalioso desde una perspectiva ética, moral y jurídica convalidar el abusivo e ilícito proceder del banco...”. Corresponde destacar –pese al resaltado que antecede– que lo que la Cámara de Comercio analiza no es una acción donde se invocó la nulidad de ciertas conformidades por vicio de la voluntad (lo que nos llevaría fuera del terreno de los art. 790 y 793, CCom., y colocaría la discusión en derredor del art. 1044 y ccs, CC); sino en la posibilidad de que, sin necesidad de perseguir la nulidad de la conformidad tácita, se admita la revisión de ciertos yerros, cuya magnitud y significación resulten agraviantes a parámetros de moral media. Y es aquí donde confluyen ambas vertientes (y donde la primera se informa y vivifica con los principios de la segunda), porque los errores de cálculo, las omisiones, los artículos extraños o indebidamente llevados al débito o crédito, la duplicación de partidas, son actos claramente contrarios a la moral y a las buenas costumbres (arg. art. 953, CC). Los jueces han interpretado por tanto –en el fallo en comentario– que tales ítems son revisables “siempre”, salvo haber prescripto la acción y que no hay “conformidad tácita” que pueda hacer tabla rasa con tal derecho. Seguramente, y volveré sobre el punto al final de este trabajo, como la impronta moralizadora campea tan fuertemente en los pronunciamientos de los distintos camaristas, corresponderá (para evitar hacerle el juego a los “vivillos de siempre” que buscarán por esta vía desdecirse alegremente de lo que a ciencia cierta conformaron) modalizar la posibilidad de revisión, de tal suerte que la misma se emplee en casos graves y con criterio restrictivo (lo cual sería bastante lógico porque el banco cuenta, a su favor, con la presunción <italic>“iuris tantum”</italic> de haber actuado bien). No se me oculta la audacia de la decisión de la mayoría de los jueces que votan en este cuasi “plenario”, aunque es del caso resaltar que –a veces– cuando los males son grandes, requieren soluciones heroicas. Dicho de otro modo: es posible que los magistrados se hayan sentido inclinados a una interpretación tan decidida (no es fácil romper con moldes doctrinarios consolidados e insuflar “nueva vida” a un dispositivo (art. 790, CCom.), que parecía acotado a la simple corrección de erratas formales –llenándolo de los principios moralizantes del art. 953 y ccs., CC, – <header level="4">(7)</header> por la presencia de tal sumatoria de abusos y yerros que agraviaba la lógica, en el caso concreto, un accionar diverso. El voto de la Dra. Míguez provee un detallado catálogo de tales irregularidades: (i) ausencia de descripción clara de los códigos utilizados para efectuar los débitos al dorso del resumen de cuenta (lo que impide identificar su origen y causa); (ii) indebida duplicación de intereses –por vía de cobro de una comisión por riesgo contingente (en presencia de elevadas tasas de intereses en descubierto), sin acreditarse su efectiva prestación ni apoyo normativo; (iii) existencia de comisiones por giros y transferencias, sin haber podido acreditarse la prestación del servicio; (iv) existencia de comisiones sin respaldo documental ni justificación lógica (“cuenta bloqueada, comisión sobregiro, comisión saldo inferior”); (v) presencia de ítems difusos y –también– injustificados: “comisiones diversas y otras”. Agréguese a ello, y ésta es la segunda piedra del escándalo de este fallo polémico, que el decisorio no sólo avanza sobre la posibilidad de revisar la composición del saldo (pese a no haber mediado impugnación en los términos del art. 793, CCom.), sino que la Cámara ingresa, además, en el muy urticante tema de la revisibilidad de la tasa de interés aplicada. No hay dudas de que “Avan” será la bestia negra de los asesores de bancos, y ya lo sería por la interpretación en derredor de los art. 790 y 793, CCom., si se hubiera limitado a determinar la eventual existencia de errores de cálculo, omisiones, artículos extraños o duplicación de partidas, malgrado la falta de oposición en los términos del art. 793. Pero el tema es todavía mucho más urticante, porque los jueces decidieron ponderar si la cuenta de marras contenía tasas desmesuradas, exorbitantes o directamente usurarias. Y por esta vía, y por las fundadas razones que <italic>infra</italic> se transcriben (y todas las muchas otras que quedarán en el camino de este artículo por razones de extensión), el hálito moralizante del pretorio alcanza su pináculo. Ya no es cuestión de hacer tabla rasa con la defensa del art. 793, CCom., para reaccionar contra abusos o picardías como cargar comisiones poco o nada explicables; sino para entrar de lleno en el núcleo del negocio <header level="4">(8)</header>. Encuentro dos argumentos para este parecer que, desde mi óptica, resultan irrefutables: el primero está expresado con remarcable austeridad por la Dra. Ana Piaggi, quien dice literalmente: “...corresponde establecer una tasa de interés que guarde concordancia con los principios del orden público a que alude el art. 953, CC, esto es, que resulte compatible con la moral y las buenas costumbres que dicha norma ordena guardar. No caben dudas de que las tasas que el banco cobró al accionante no se condicen con ese parámetro. Si se omitieron pactar los intereses que se aplicarían, no correspondió al banco fijar unilateralmente la tasa, por lo que deberá devolver los que cobró en exceso, no resultando óbice la falta de observación de los resúmenes por su cliente, pues tal proceder no puede permitir a la contraria enriquecerse ilícitamente con intereses excesivos y contrarios a la moral y a las buenas costumbres (cfr. CNCom, Sala E, 31/3/99, <italic>in re</italic> “Cosentino Electricidad SA c/Banco Quilmes SA”)”. El segundo lo encuentro en el voto del juez Caviglione Fraga –que tiene, además, el mérito adicional de traer al fallo a un camarista que no votó “materialmente” en él, pero cuyas ideas precedentes parecen haber sido fuerte inspiración de la solución a la que arribó: el Dr. Monti; virtualmente, y parafraseando el subtítulo de una conocida película de ciencia ficción, el octavo camarista, en este pronunciamiento en el que intervinieron siete jueces de Cámara–. El texto a citar, dice así: “En lo que atañe a la materia sustancial del debate, ...adhiero a la solución afirmativa propiciada en los votos de las doctoras Isabel Míguez y Ana Piaggi, por los fundamentos expuestos en los precedentes de la Sala que integro en autos “Corvera, Hugo c/Banco de Mayo s/ordinario”, del 24/4/01, y sus citas. Allí se sostuvo, por el voto del Dr. Monti, que para los casos en que la tasa de interés aplicada por el banco merezca serios reparos a la luz de principios indisponibles (cfr. art. 953, CC) no cabía inferir del silencio del cuentacorrentista su conformidad con las tasas aplicadas. Ello es así, pues la nulidad que tal situación involucra, la pone fuera del alcance de la directiva contenida en el artículo 793, CCom., toda vez que la nulidad absoluta no puede ser materia de renuncia anticipada ni cabe considerarla subsanada por una suerte de consentimiento tácito del obligado (cfr. art. 21, 872, 953, 1038, 1047, 1058 y 1071, CC)...”. Aunque el núcleo de la solución se articula sobre los referidos principios liminares de derecho civil, el discurso lógico de los sentenciantes cuenta con otras importantísimas vetas –para arribar a la conclusión a la que llegan–. Desde las irregularidades atribuidas al banco demandado (que vendrían a aditarse a la lista efectuada más arriba), hay dos señaladas por la Dra. Míguez que deben resaltarse: (i) el incumplimiento por parte de la institución financiera del “...deber de información cierta y objetiva, veraz, detallada, eficaz, completa e idónea respecto de las tasa de interés que aplicará, en todo el curso del iter contractual, que abarca desde la etapa precontractual, la celebración y ejecución del contrato, a fin de que el cuentacorrentista pueda comprender debidamente el alcance patrimonial de las obligaciones que contrae y evaluar en cada caso en tiempo oportuno los riesgos que asume, para que éste en posición de discernir y decidir fundadamente, sobre los aspectos complejos tales como la cuantificación del precio del servicio prestado...”; (ii) el considerar que la atribuida opción del cuentacorrentista de operar periódicamente con descubiertos no autorizados [que ostentaban la condición de ser las más caras del mercado], comportó un accionar tolerado –cuando no inducido– por la propia institución por “...haber consentido y tolerado el mantenimiento de tal práctica durante un prolongado lapso de cinco años, cuando contaba ciertamente la facultad de disponer el cierre de la cuenta de su cliente. Llama la atención que durante el plazo de vigencia del vínculo el banco sólo otorgó un adelanto en cuenta corriente garantizado con cesión de facturas ... Es evidente que entre ambas opciones, eligió la más conveniente para su propia rentabilidad...”. Un detalle cuidadoso de esas argumentaciones complementarias luce en el voto de la Dra. Piaggi: (i) los contratos de crédito, y en especial los bancarios, portan la imposición unilateral por la institución financiera predisponente de determinadas condiciones, debiendo tenerse en consideración tal condición la posición preponderante del banco que le permite imponer cláusulas abusivas atribuyéndoles carácter imperativo; (ii) principios de justicia conmutativa exigen que la libertad de una de las partes encuentre su propio límite en la libertad de la otra; y que el pretorio debe realizar un esfuerzo para limitar las “...facultades casi omnímodas que poseen las instituciones bancarias, que cuando no son ejercidas con ponderación y mesura engendran situaciones reñidas con un elemental sentido de equidad...”; (iii) la calidad de profesional del banco fuerza a analizar su conducta conforme un estándar de responsabilidad agravada; (iv) “...como en muchos otros sectores del derecho, la complejidad del tráfico hace exigible la protección responsable del consumidor (art. 42, ley 24.240); y la confianza como principio de contenido ético impone a los operadores un inexcusable deber de honrar esas expectativas...”; (v) los clientes gozan de derecho a una información adecuada y condiciones de trato equitativo y justo –art. 42, CN– y la solicitud de crédito no cumple mínimamente con tales principios. Los argumentos reseñados –más la fortísima “idea fuerza” que campea en todo el fallo en orden a la primacía de la moral y las buenas costumbres (953, CC) y el deber de los jueces de restablecer la aplicación de tales parámetros– no pueden dejar de ser compartidos, aun cuando se disienta con la normativa base traída en auxilio. Personalmente no puedo sino señalar mi total acuerdo con la necesidad de ponderar que se está en presencia de un contrato predispuesto y emanado de una parte con preponderancia sobre el cocontratante; así como apuntar que el juzgamiento de la responsabilidad de ésta con un cartabón más exigente no es sino la aplicación del art. 902, CC. Va de suyo que el deber de informar al cliente es un deber impuesto por la buena fe contractual (art. 1198, CC) y que tal información a la par de veraz y completa debe ser “entendible”. Remitirse a códigos que son verdaderas encriptaciones de los rubros respectivos no cumple con tales parámetros. Tampoco atosigar al cliente con información banal [me encanta recordar sobre el punto un film que describe la batalla judicial entre padre e hija –interpretados por Hackman y Mastrantonio– en que frente a la orden del Tribunal de entregar ciertos antecedentes (que no se quieren mostrar) se opta por saturar a la contraparte entregándole “todos” los gigantescos archivos de la compañía]. No me convence la necesidad de recurrir a la Ley de Defensa del Consumidor –remedio éste que considero de dudosa aplicabilidad en las áreas donde existen entes de contralor de una actividad reglada, en la especie, el BCRA<header level="4">(9)</header>-. El pronunciamiento que se comenta contiene –por parte de diversos magistrados, explicando la dificultad de arribar a mayoría pese a que seis de los firmantes están contestes en la cuestión básica en análisis (la procedibilidad del análisis de la cuenta corriente y su revisión, incluido el tópico intereses, pese a no haber mediado oposición en los términos del art. 793, CCom.)– un largo debate sobre la tasa de interés a tomar como parámetro para morigerar la aplicada por el banco. Aquí, más allá de lo importante del decisorio en el caso concreto, no ingresaré en análisis alguno por considerarlo cuestión harto mutable y dependiente de las circunstancias de tiempo y lugar (la tasa elegida fue la que se consideró más justa aquí y hora, pero ello no es óbice para que en algún otro momento, y dadas otras circunstancias u otra realidad económica, tales bases sean diversas). Señalo, eso sí, que cualquiera fuera el cartabón elegido, los jueces deberán cuidar de que se trate de intereses de mercado que, sin importar abuso de posición predominante, no inviertan el perjuicio, generando, en consecuencia, un enriquecimiento incausado a favor del debitor. Ningún banquero se ajustaría al modelo ideal del buen hombre de negocios (LS, art. 58) si hiciera beneficencia con los fondos de sus depositantes. La operación bancaria es un negocio mercantil (art. 8, inc. 3, CCom.), donde está implícito un legítimo afán de lucro (art. 1 y 8, CCom.). Por otra parte, clamaría al Cielo que para “desfacer un entuerto” se hiciera otro análogo y de sentido inverso. Si esta jurisprudencia tiene alguna chance de abrirse camino y asentarse, ello será porque ha colocado ese afán de lucro en su quicio (apartándolo del abuso de derecho; arg. art. 1071, CC); no porque sea una herramienta para que malos deudores y “ventajeros” de la peor ralea, se liberen alegremente de las deudas por ellos contraídas). Procede decir algunas palabras sobre el extensísimo obiter dictum de la Vocal preopinante, el que fue objetado por una de sus pares, en razón de disentir con el paralelismo que formulara entre los sistemas financieros argentino y americano (voto de la Dra. Piaggi). Adelanto que no ingresaré sobre el mayor o menor acierto que quepa asignar a tales análisis y afirmaciones de la Dra. Míguez, pues tratándose, como se trata, de cuestiones extrajurídicas –aunque de alto impacto desde lo valorativo en cualquier decisión jurisdiccional que se tome o en cualquier postura dogmática que se adopte–, quedan libradas a la subjetividad de cada lector quien, acorde con sus propias creencias, principios y pareceres podrá concordar con lo dicho o repudiarlo (a la postre, una de las maravillas del sistema democrático del que felizmente gozamos es que, salvo algún acuerdo mínimo sobre cuestiones fundamentales expresadas en la Constitución Nacional y en los Tratados Internacionales que la integran, las ciudadanas y ciudadanos de este país podemos pensar libremente lo que nos venga en gana, y hacer otro tanto), esto último en tanto no ofenda al orden y a la moral pública, ni perjudique a terceros. La magistrada de primer voto realiza un entusiasta análisis sobre la desmesura con que actúan las instituciones bancarias a la hora de conceder crédito –en lo que a tasas de interés atañe– y bonifica sus dichos con citas de diversas opiniones vertidas en una reunión de Asociación de Bancos Argentinos por un especialista, Miguel A. Arrigoni, al que la jueza identifica pudorosamente como “...socio gerente de D...& T...”. Insisto sobre lo ya dicho: puede compartirse o no tal análisis (de hecho, algunos de los jueces que suscriben el fallo –Dres. Viale y Butty– rechazaron expresamente la recomendación que era su corolario, y el resto no la apoyó: notificar al BCRA la ponencia en comentario “...a fin de que tome conocimiento de las nefastas consecuencias que conlleva para las pymes las elevadísimas tasas de interés aplicadas...” –esto, sin perjuicio de que la CNCom. dispuso pasar los actuados a la Justicia del Crimen a fin de que se investigue la eventual comisión del delito tipificado en el art. 175 bis, CP–), pero no puede soslayarse lo allí dicho. Reconozco que, como regla, los jueces no deben aprovechar su posición para sentar opiniones personales, sino que sólo deben juzgar rectamente, en base al derecho aplicable y los hechos probados en la causa, aquellos conflictos que se traen ante sus estrados. Pero, y ¡a Dios gracias!, aún no ha llegado el tiempo en que sofisticados sistemas digitales impartan justicia en base a fórmulas logarítmicas o estructuras de lógica simbólica –y, sinceramente, espero que nunca lleguen–. Tal menester está confiado a mujeres y hombres de carne y hueso que, más allá de la referida pretensión de prudencia y autocontención, pueden encontrarse (como evidentemente le ocurrió a la Vocal que votó en primer término) ante situaciones que conmueven íntimamente su sentido de lo justo y ante la necesidad imperiosa de dar testimonio de aquello en lo que profundamente creen o sienten. Además –y por esto de la libertad y pluralidad de nuestro sistema republicano–, después de tantos años de discurso único, es refrescante toparse con opiniones distintas (y tan apremiantes que no pueden silenciarse, pese a sólidos usos y costumbres forenses). No se me oculta que toda injerencia estatal (aun la emanada del accionar judicial, que presenta la característica de ser una intervención posible que hace a la propia existencia como sociedad; arg art. 18, CN) no se lleva bien con el mundo mercantil. Este es afecto por propia naturaleza a la máxima flexibilidad y libertad, y donde el luminoso principio de la autonomía de la voluntad –1197, CC– tiene peculiar primacía; máxime en presencia de operaciones comerciales habidas entre sujetos especializados (comerciantes ambos), difíciles de sorprender en su inexperiencia o ligereza. Pero ello no habilita la ausencia de control público; y mucho menos en la especie, donde han sido los jueces quienes, tomados de normas liminares que hacen a la moralidad intrínseca del sistema de derecho privado, han venido, en base a una interpretación de los dispositivos en juego (los tantas veces citados art. 790 y 793, CCom.) que no agravia al sentido común, a garantizar la primacía de las reglas básicas referidas (art. 21, 953, 1071 y ccdtes., CC). Una libertad desaforada y ajena a esos principios consagra habitualmente la supremacía de quien ostenta mayor poder fáctico (cualquier comerciante puede estar sujeto a la “necesidad” o ser sorprendido por quien actúa o induce en otro –como dice el voto del Dr. Caviglione Fraga–: “...error, dolo o fraude al practicarse los descuentos...”) y convierte a la declamada “libertad” en una parodia o fachada que encubre las trapisondas del más fuerte. Cabe recordar, porque ya se dijo, que aun con una construcción diversa –que sujeta la revisión a la oposición del art. 793, CCom.– el Dr. Viale nada objeta a esa posibilidad; por el contrario, la rescata. Un ejemplo foráneo impactante por haberse dado en uno de los mercados más desregulados del mundo (que hace –o hacía– hipócrita ostentación de su pretendida “autorregulación”) es, en temas de gobierno corporativo, la reciente “Sabarnes –Oxley Act”, consecuencia de escándalos como el de Enron. 5. Como corolario, cabe resaltar esta reacción pretoriana contra abusos demasiado consolidados y hacer votos porque ella –por aquello de nuestra lamentable historia pendular– sea lo que debe ser: un volver a poner –en estos negocios bancarios– las cosas en su quicio (bajo la majestad de los ya citados art. 21, 953, 1071 y ccdtes., CC), y no una grieta por la que se filtren los abusadores que, agazapados, siempre están atentos para esconderse bajo banderas que no reverencian en su diario accionar. <header level="3"> creadas por el juez, para lo cual se encuentra habilitado por la ley...Se ha escrito miles de veces que el derecho, para ser tal, debe ser cierto, y otras tantas veces se ha repetido que un derecho no adecuado a la realidad constituye la negación de la justicia ...”, Galgano, Francesco, “El negocio jurídico”, p. 454.</header> <header level="3"> 7) Algún párrafo de Galgano (que influyó en el título de este trabajo) permite intuir esta tensión perenne entre “certeza” y “justicia” y la necesidad de encontrar un justo equilibrio que no sacrifique la primera al caso concreto, ni cierre el paso a posiciones innovadoras que dentro del marco de lo establecido, lo mejoren y trasciendan: “...En nuestra práctica actual podemos lamentarnos de excesos de subjetivismo en la interpretación judicial de la ley, que han llegado hasta el límite del capricho y de la extravagancia; ni dejan de existir manifestaciones de la tentación por el derecho libre. Sin embargo, podemos encontrar justo en aquellas materias donde son mayores los poderes que la ley reconoce al juez, como son aquellas reglamentadas por cláusulas generales, un indicio de equilibrio prudente entre el impulso innovador y la exigencia de un derecho cierto. Piénsese en materia de la responsabilidad civil, cuya regulación se encuentra presidida por la cláusula general del resarcimiento del “daño injusto”. Desde hace treinta años las líneas de interpretación jurisprudencial se presentan profundamente cambiadas, el ámbito del daño resarcible ha sido ampliado notablemente y, sin embargo, el análisis de estos treinta años de jurisprudencia sobre el hecho el ilícito no da la sensación en absoluto de una esquizofrénica variedad de respuestas judiciales a las multiformes ocasiones de daño que se presentan en la vida contemporánea, sino que ofrece la idea de una progresión en estadios sucesivos, en cada uno de los cuales la jurisprudencia se manifiesta constantemente en el sentido de la nueva frontera alcanzada...”, autor y op. cit, p. 459.</header> <header level="3"> 8) Sospecho que los jueces han partido de idénticos principios que informan un voto sobre cuestión concursal del Dr. José Luis Monti, principios extrapolables a casi toda cuestión en juzgamiento. Dijo dicho juez de Cámara, al mencionar cierta norma de la LC, que aun en supuestos de “inteligencia estricta” de un dispositivo ello no impide correlacionar “...esa regla con otras normas del ordenamiento jurídico, dentro o fuera del propio régimen concursal. En especial si se trata de normas cuya incidencia no podría postergarse en tanto reflejen principios indisponibles, imperativos y vinculantes para los jueces por ser inescindibles del orden público, la moral, la buena fe y las buenas costumbres, que ellos deben resguardar (art. 21, 502, 530,542, 872, 953, 1047, 1071, concs., CC)...” –Equipos y Controles SA s/concurso preventivo s/incidente de apelación”, CNCom., Sala C, 27/12/02.</header> <header level="3"> 9) Contra, y analizándolo desde el punto de vista de la protección del consumidor (aunque no estrictamente “desde” la ley respectiva –por estar referido a principios globales–): “...la protección del consumidor es otra meta de la regulación bancaria. Interpretando de una manera amplia este objetivo, podía comprender, dice Spong, la mayoría de las regulaciones bancarias, como las efectuadas para proteger a los depositantes, los estatutos anti–trust, las leyes federales y estatales que protegen al acreedor frente al incumplimiento de los contratos financieros, las leyes de debida información a los tomadores de créditos, etcétera. En todas estas leyes, agrega dicho autor, se pueden encontrar dos propósitos básicos. El primero consiste en requerir a los dadores de créditos que provean a los tomadores de un significativo informe de los términos de los créditos, que puedan comparar rápidamente y hacer una elección bien informada sobre las distintas alternativas de crédito. Estas leyes sobre la información debida intentan proteger a los tomadores de crédito de las prácticas abusivas y hacer que ellos presten más atención a los costos y compromisos de un contrato de crédito. El segundo propósito es otorgar a todos los clientes bancarios un mismo tratamiento...”, Villegas, Carlos G., “La reforma bancaria y financiera”, p.132.</header></page></body></doctrina>