<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> La vivienda constituye una de las principales necesidades básicas de la población, motivo por el cual su insatisfacción acarrea innumerables inconvenientes sociales traídos de la mano de la precarización de la calidad de vida. La situación de deterioro socio-económico y empobrecimiento generalizado de franjas importantes de la población, resultado de un capitalismo descarnado, hace que resulte fundamental luchar denodadamente contra el flagelo social de la falta de vivienda. Esta realidad, que ilustrábamos tiempo atrás <header level="4">(1)</header>, persiste en nuestros días sofocando a un sinnúmero de familias, máxime en épocas adjetivadas por una fuerte recesión que se refleja en una de las crisis más profundas que recuerde nuestro país. Por eso, hasta tanto la carencia e insuficiencia habitacional sea revertida por la autoridad política de turno, resulta indispensable que el legislador sancione instrumentos de protección de la vivienda, como medio tutelar del “techo” donde se asienta la célula familiar, cumpliendo así el cometido constitucional –art. 14 <italic>bis</italic>, CN. En esa búsqueda, el legislador cordobés no se ha quedado atrás. Desde 1987 a la fecha ha demostrado un superlativo interés en la figura de la inejecutabilidad de la vivienda única, a la que arriba mediante un prolífero racimo de normas que han ido poniendo cepos a la agresión de los acreedores contra el patrimonio del deudor. Sin inmutarse siquiera por los reproches que en su tiempo elevó la Corte federal<header level="4">(2)</header>, la Unicameral mediterránea avanzó sobre las atribuciones que la ley de fondo concede a los acreedores, basándose en la figura de la inejecutabilidad de la vivienda única como regla antes que como excepción. Lo señalado constituye el núcleo de este trabajo, dado que en estas líneas pretendemos ofrecer al lector algunas reflexiones que nos merecen las leyes 9322 y 9358, que han sido recientemente sancionadas por la Legislatura local, en tanto establecen –en rigor, reeditan– la suspensión de las ejecuciones que tengan por objeto a la vivienda única. <bold>II. Las leyes bajo examen</bold> La ley 9322 (BOP 27/10/06) tiene por objeto “la suspensión de la tramitación de los procesos judiciales en los cuales se estén reclamando montos adeudados y/o se realicen ejecuciones o desalojos contra inmuebles que constituyan vivienda única del deudor y su familia, sea cual fuere el origen de la obligación motivo de la demanda, siempre que las deudas originariamente se hubieran contraído en dólares estadounidenses, posteriormente pesificadas por aplicación de la LN N° 25561” –art. 1°–. Mientras que el artículo segundo establece que esa medida “deberá ser declarada de oficio por el juez de la causa, quien ordenará que se practiquen las medidas que se disponen por la presente Ley”. Por su parte, la ley 9358 (BOP 9/1/07) prescribe en su artículo primero la suspensión hasta el día 31 de diciembre de 2007 de las ejecuciones que tengan por objeto a la vivienda única, sea cual fuere el origen de la obligación. A renglón seguido, el plexo en cuestión excluye de este régimen a: a) Las situaciones jurídicas comprendidas en la ley 9322; b) Los créditos de naturaleza alimentaria; c) Los créditos derivados de la responsabilidad por comisión de delitos penales, y d) Los créditos laborales. En lo que respecta a materia procedimental, el artículo 3º de la ley 9358 remite al instituido por la ley 9322, en la medida que ello no resultare incompatible. <bold>III. Núcleo del debate</bold> Detrás de la suspensión de las ejecuciones de viviendas únicas se encuentran comprometidos intereses de gran entidad, involucrando a ambas esferas de la relación. De un lado, apreciamos la frustración del acreedor ante la imposibilidad de que su acreencia sea satisfecha de modo normal, por cuanto al intentar ejecutar un bien de su deudor (art. 505, CC) se encuentra con la infranqueable valla de estas normativas de emergencia. Por el otro, se hallan los deudores, impedidos de afrontar sus obligaciones quizás como consecuencia de la crisis que oprimió a todos por igual, situación que se agudizó con mayor énfasis en el caso de los empleados por la caída de los salarios y el consecuente menor poder adquisitivo de sus ingresos. Dentro del caos económico, surgió la figura del legislador; y si bien ha sido por demás loable su actividad, cabe que nos preguntemos una vez más si el régimen normativo bajo análisis involucra materia procesal o, por el contrario, establece una medida propia del régimen patrimonial –y, por ende, de derecho común o de fondo–. <bold>IV. Breve referencia sobre el derecho de emergencia</bold> Tanto se ha escrito sobre derecho de emergencia que resultaría presumido de nuestra parte esbozar algún tipo de comentario al respecto. Sin embargo, nos tomamos la licencia de hacerlo para ofrecer una breve referencia sobre este tópico a fin de dotar de plenitud al presente. Tratándose de emergencia, la necesidad de subordinar el derecho de la emergencia a la Constitución Nacional constituye la cuestión clave, tal como el propio Sagüés se encarga de destacar: “Las relaciones entre el Derecho Constitucional y el Derecho de emergencia no han sido claras ni pacíficas. En rigor de verdad, todavía se discute cuáles son las fronteras de la emergencia y si está comprendida, de modo completo, por la Constitución; el análisis de las relaciones entre el Derecho Constitucional y el Derecho de emergencia es muy grave y complejo. El jurista debe reconocer que detrás de esa problemática existe otra, propia de la filosofía política, en torno a la cotización ética de la necesidad”<header level="4">(3)</header>. El derecho de la emergencia se asienta en la necesidad de preservar el bien común, norte al que debe propender toda la actividad estatal, según lo determina nuestra propia Ley Fundamental. De allí que aquél, que pareciera pretender autonomía, deba subsumirse en la idea de la supremacía. Dentro de ese derecho de emergencia han sido concebidas las últimas normas locales relativas a la suspensión de la ejecución de viviendas únicas. Sin embargo, que su génesis reconozca como basamento la situación de crisis no habilita a derribar los postulados supremos de nuestra Constitución, por lo que para ser consideradas válidas deben adecuarse al sistema establecido por la Carta Magna. El derecho de emergencia no nace fuera de la Constitución sino dentro de ella. <bold>V. La suspensión y el orden público</bold> La ley 9322, estigmatizada en varios foros como “inconstitucional”, establece, entre otras hipótesis, la suspensión de ejecuciones contra inmuebles que constituyan vivienda única del deudor y su familia, siempre que se trate de obligaciones pesificadas, esto es, concebidas en divisa extranjera y posteriormente alcanzadas por la ley 25561 y decreto 214/02. Luego de fijar el alcance del precepto, el legislador le reconoce a este novel ordenamiento la calidad de orden público, lo que implica un conjunto de principios de orden superior, políticos, económicos o morales, que actúan como límites de la autonomía de la voluntad, exigiendo que tanto las leyes como la conducta de los particulares se acomoden a sus postulados. Esta prerrogativa se traduce en una serie de consecuencias de interés: i. sus normas son de aplicación ineludible, a pesar del silencio en que eventualmente pudieran haber incurrido las partes; ii. la imposibilidad de dispensa y de renuncia: atendiendo a ese carácter las disposiciones de esta ley tienden a predominar sobre la voluntad de las partes, sin que éstas puedan alterar o modificar sus efectos. Tal carácter se acentúa al haberse previsto que la suspensión ha de ser decretada de oficio, es decir que el juez de la causa debe suspender la ejecución aun en el supuesto de que el deudor nada haya solicitado al respecto –art. 2–. <bold>VI. Obligaciones de las partes</bold> El texto normativo bajo estudio establece un catálogo de obligaciones que las partes deben cumplir durante la suspensión del trámite, a saber: <bold>VI.1. A cargo del acreedor</bold> El acreedor deberá: i. informar acerca del modo en que aplica la ley 25713 y cómo ha efectuado la compensación dispuesta por las leyes 25796 y 25827; ii. detallar los efectos cancelatorios y financieros derivados de esa compensación; iii. incorporar a los deudores al sistema de refinanciación hipotecaria –leyes 25798, 26062 y 26084–, en la medida que se observen los recaudos exigidos. <bold>VI.2. A cargo del deudor</bold> El deudor, en tanto, procederá a depositar, en base a una declaración jurada que practique, el valor en pesos de la cuota del crédito en origen, siempre que no supere el equivalente al 20 % de sus ingresos mensuales. Como se puede apreciar, la norma vernácula instituye sin cortapisa alguna la suspensión de las ejecuciones que recayeran sobre viviendas únicas; y a partir de esa medida, genera un bloque de obligaciones que tanto el acreedor como el deudor deben cumplimentar. De ello se desprende que aun frente a la suspensión declarada de oficio –art. 2°–, la misma quedará sin sustento si, por ejemplo, el deudor no cumple con la prestación que a su cargo sienta el art. 4, ley 9322. El conjunto de obligaciones que tiene el acreedor permite realizar una reflexión puntual: el legislador cordobés ha intentado articular este precepto dentro del variopinto cuadro integrado por la prolífera actuación del Congreso federal en procura de evitar el remate de la vivienda única del deudor. <bold>VII. Mediación</bold> Ya dentro del capítulo segundo, el art. 6 de la referida ley introduce una etapa de mediación, la que deberá ser cumplimentada una vez observadas cada una de las obligaciones fijadas en el capítulo anterior. El respeto y el consecuente tránsito por esta instancia de conciliación están asegurados al habérsela instituido con carácter obligatorio, procurando que las partes encuentren allí la oportunidad adecuada para arribar a una justa composición de sus derechos e intereses, teniendo en cuenta “la situación económico-financiera” de ambas. <bold>VII.1. Incomparecencia a la audiencia. Sanciones</bold> Y no conforme con haber declarado la “obligatoriedad” de la instancia de mediación, el legislador consagró además un catálogo de sanciones en caso de que cualquiera de las partes no concurriera. Así se advierte que si quien no compareció fue el acreedor, tal omisión genera derechamente el mantenimiento de la suspensión del trámite de ejecución por el plazo de doce meses, sin que la norma fije el <italic>dies a quo</italic> de la penalidad –lo que hace presumir que se contará desde la fecha en que se convocó la audiencia de conciliación, aunque puede entenderse que el plazo de suspensión correrá a partir de que se certifique tal extremo, que no necesariamente concuerda con aquél–. En cambio, si es el deudor quien se ausenta sin justificación al proceso de mediación, la ley manda a que se prosiga el trámite que se hallaba suspendido, situación que también concurre en caso de la incomparecencia de ambas partes. <bold>VII.2. Asistencia a la audiencia. Continuación</bold> Al asistir las partes a mediación, se presentan dos alternativas: de arribarse a un acuerdo, éste será homologado por el juez de la causa; por el contrario, de no presentarse esa posibilidad, el fracaso de la mediación implicará sin más, resulta obvio decirlo, la finalización del trámite. Sin embargo, una nueva vuelta de tuerca da el legislador mediterráneo disponiendo que ante la frustración de la etapa mediadora el juez de la causa deberá convocar a las partes a una audiencia a los fines de procurar el desvanecimiento de las cuestiones litigiosas y la consecuente conciliación, todo en conformidad con los términos del art. 58, CPC. <bold>VIII. Reflexiones en torno a la ley 9322</bold> La lectura de la normativa en estudio habilita a precisar algunos puntos medulares: i. impone la suspensión de las ejecuciones de viviendas únicas, medida que dista en demasía de ser novedosa, atendiendo al cúmulo de leyes que en igual sentido y con el mismo norte fueron sancionadas tanto en el orden local –sobremanera– como a nivel nacional; ii. recoge el camino trazado desde tiempo ha por el art. 58, CPcial., protegiendo nuevamente la vivienda única; iii. resulta intrascendente, contrariamente a lo que acontece con la ley nacional 26167, la génesis de la obligación incumplida por el deudor y, tratándose de obligación dineraria, el monto de la misma. Recuérdese que la ley nacional dispone tajantemente que su ámbito de actuación son las causas que involucren préstamos inferiores a cien mil pesos/dólares y que hubieran sido destinados a la compra, construcción, mejora o ampliación de una vivienda única y familiar, siempre y cuando la devolución del préstamo se hubiera garantizado con una hipoteca constituida sobre la indicada vivienda; iv. tampoco es pertinente la fecha en que el deudor incurrió en incumplimiento, desembarazándose una vez más de la legislación de fondo (circunscribe que la mora debe haber operado entre el 1/1/01 y el 11/9/03); v. de modo similar a lo que acontece con la ley nacional, no se discrimina tampoco la calidad del acreedor, por lo que ante la falta de precisión, noble es concluir que quedan incluidos tanto las personas físicas como las jurídicas; en rigor, abarca a las obligaciones contraídas entre particulares y, además, a aquellas que vinculan a un particular con una entidad financiera; vi. la ley 9322 establece una serie de obligaciones que hacen a la esencia o estructura de la tutela que se intenta brindar al deudor; vii. por otra parte, también fija un procedimiento de mediación con el propósito de que las partes puedan “limar sus posiciones” y arriben a un acuerdo; viii. en último término, pero quizás el de mayor rango de todos, el legislador ha entendido de modo expreso que se trata de una normativa de orden público, extremo que tampoco resulta extraño desde que se asiste con cierta frecuencia a este tipo de pronunciamientos que echan por tierra el carácter excepcional que subyace en la calidad de orden público de una norma. <bold>IX. El test de constitucionalidad</bold> Luego de exponer el contenido central de cada instrumento legislativo, es posible a esta altura escudriñar si en el articulado de referencia se producen lesiones o fracturas de derechos y garantías que habilite una declaración de inconstitucionalidad. <bold>IX.1. La supremacía constitucional</bold> El puerto de partida está configurado por el principio de la supremacía constitucional, elaborado en torno al art. 31, CN, precepto que ubica a esta última como piedra angular del ordenamiento jurídico patrio. De este modo, la Constitución federal se posiciona sobre todo el orden jurídico-político del Estado, sobre el derecho de las provincias y sobre el derecho federal, obrando como el “peldaño más alto del orden jurídico” y, por ende, insusceptible de ser vulnerado por las demás normas inferiores<header level="4">(4)</header>. Como consecuencia directa, inmediata y forzosa de la infracción a este sistema de graduación, el propio ordenamiento constitucional prevé la declaración de inconstitucionalidad que conlleva la nulidad de la norma inferior como sanción a la antijuricidad. Así, en caso de que se evidencie la existencia de colisión entre una norma de rango inferior con una superior, debe preferirse la aplicación de esta última, en virtud del principio de supremacía constitucional que se desprende del art. 31, CN, actividad que involucra el examen de la justicia intrínseca de la ley inferior, con sustento en “... la fórmula de razonabilidad como instrumento de contralor axiológico de la constitucionalidad”<header level="4">(5)</header>. La supremacía constitucional no constituye un mero tecnicismo estructural sino que representa la base misma de la legalidad y la seguridad jurídica que sostiene y legitima todo el andamiaje del derecho positivo<header level="4">(6)</header>. <bold>IX.2. El reparto de atribuciones</bold> En segundo orden, ha de tenerse en cuenta que la Constitución Nacional elabora un proyecto de vida basado en un sistema federal de Estado, lo que hace,<italic> prima facie,</italic> que la presencia de la nación no desconozca la de cada entelequia provincial. En esa convivencia armónica se experimenta el respeto de las distintas jurisdicciones, a cuyo propósito se diseñó oportunamente el reparto de facultades –arts. 75, inc. 12, 121 y 122, CN– que los constituyentes adoptaron como símbolo de la concordia en un Estado federal. De dicha distribución decanta el ámbito material en el que actúa el Congreso Nacional, por una parte, y las Legislaturas provinciales, por la otra, cada una soberana en su continente jurisdiccional, correspondiendo al primero lo relacionado con la regulación de los derechos sustantivos y quedando para las segundas el diseño de los aspectos procesales. Ello se explica como consecuencia directa de la organización federal, entendiéndose a las provincias como unidades políticas plenamente autónomas (arts. 122 y 123, CN), lo que implica la facultad de organizarse, en las condiciones que establezca la Constitución, dictando sus instituciones con absoluta prescindencia de todo otro poder y de ejercer dentro de su territorio el poder absoluto y exclusivo de legislación y jurisdicción, con relación a todo asunto no comprendido en las atribuciones delegadas por la Constitución al Gobierno federal (art. 121, CN). Dentro de las prerrogativas exclusivas, los Estados provinciales tienen asignada la competencia de dictar cuanta legislación procesal les sea necesaria para la aplicación, en sus respectivos tribunales, del derecho común elaborado por el Congreso Nacional. Pero, como manifestación negativa de esa distribución, no pueden inmiscuirse en asuntos que atañen pura y excluyentemente al Parlamento federal, so riesgo de fracturar el diseño constitucional y, con ello, quebrantar el principio de la supremacía –art. 31, CN–. <bold>X. Las leyes en examen: ¿derecho adjetivo o de fondo?</bold> A esta altura del análisis parece fundamental discernir sobre la naturaleza de las normas jurídicas puestas en crisis, con el objeto de definir si encuadran en el reparto de competencias que establece la Constitución de la Nación. Como destacamos en el capítulo anterior, el principio de supremacía constitucional exige respetar en primer lugar el orden federal y el correspondiente reparto de competencia entre la Nación y las provincias. La Carta Magna ha organizado la competencia legislativa entre aquélla y éstas reservando para la primera el dictar los Códigos Civil, Comercial, Penal y de Minería, por lo que esta materia constituye legislación sustantiva delegada al Congreso de la Nación que no puede ser abordada por las provincias sin violar el reparto federal al que se ha aludido –art. 75 inc. 12 y 121, CN–. Desde esta atalaya, la cuestión es sencilla de analizar, más allá de las respuestas que puedan elaborarse al respecto: la ley 9322 así como la ley 9358, ¿constituyen normas de naturaleza procesal que simplemente tienen por finalidad "suspender" el trámite ejecutorio o, por el contrario, están definiendo la "inejecutabilidad" de determinados bienes y, en consecuencia, se introducen en materia creditoria propia del derecho patrimonial, derecho de fondo delegado al Congreso de la Nación? No resulta controvertido que todo lo atinente a la responsabilidad y a la garantía patrimonial constituye un aspecto central de los derechos creditorios, tópico emplazado dentro de la legislación civil y comercial. Todo derecho personal está caracterizado por esa relación dinámica de garantía y responsabilidad que se concreta en el aforismo de que "el patrimonio constituye la prenda común de los acreedores", enunciado que implica que todos los bienes que integran el activo del patrimonio del deudor son ejecutables. Si bien no expresado de modo concreto, el principio de responsabilidad patrimonial es fácilmente deducible de un sinnúmero de preceptos que integran el Código Civil, entre los cuales se pueden citar los arts. 505, 2312, 3474, 3875, 3876 y 3922. Así, el art. 505, CC, al enumerar los efectos de las obligaciones respecto del acreedor le confiere el derecho de obtener la ejecución forzada de ellos, sea <italic>in natura</italic>, sea por vía de indemnización. Este derecho de ejecución forzada tiene como presupuesto la afectación del patrimonio como garantía del cumplimiento de las obligaciones. Surge entonces que el patrimonio del deudor es el medio de satisfacción de las obligaciones que lo gravan y el derecho sustantivo del acreedor se concreta a través de la ejecución jurisdiccional, es decir mediante el proceso correspondiente que garantiza la obligación del ordenamiento jurídico. La doctrina está conteste al entender que el régimen de las obligaciones, de las cosas, del patrimonio y de la sujeción o no de los bienes del deudor al cumplimiento de los primeros son, sin lugar a dudas, materia propia del derecho civil y cualquier norma referida a estos temas forma parte, por su materia, del derecho común de fondo, cuya regulación ha sido expresamente delegada por las provincias al Congreso de la Nación (art. 75, inc. 12, CN) y, por ende, vedado a las jurisdicciones locales (art. 126, CN). La jurisprudencia sigue esta línea por cuanto “el conjunto de cosas y bienes que componen el patrimonio del deudor hace las veces de garantía de los acreedores (art. 2312 <italic>in fine</italic> y cc., CC), infiriéndose de lo prescripto por los arts. 14 y 75 inc. 12, CN, que todo lo atinente a esta materia es privativa de la legislación nacional”<header level="4">(7)</header>. Este temperamento ha sido acuñado en inveterada jurisprudencia de la Corte Suprema, tribunal que declaró la inconstitucionalidad de preceptos locales (Constituciones y leyes) que disponían sobre la inembargabilidad de determinados bienes, predicando que las relaciones entre acreedor y deudor son de exclusiva incumbencia del Congreso de la Nación<header level="4">(8)</header>. De singular trascendencia resultó, en esta provincia, lo decidido por el Tribunal cimero en la ya citada causa “Banco del Suquía SA c/ Tomassini”, oportunidad en la consideró que las normas dictadas por el Congreso Nacional constituían, por la materia que regulaban y por el hecho de haberlas sancionado aquél, preceptos de fondo, o sustantivos, destinados a regir las relaciones entre acreedor y deudor y, por consiguiente, normas generales del derecho civil; esto es así –apuntó el Alto Cuerpo– porque al atribuir la Constitución al Congreso la facultad de dictar el Código Civil, ha querido poner en sus manos lo referente a la organización de la familia, a los derechos reales, a las sucesiones, a las obligaciones y a los contratos, es decir, a todo lo que constituye el derecho común de los particulares considerados en el aspecto de sus relaciones privadas. Como consecuencia del ordenamiento constitucional, resaltado por la Corte, va de suyo que las provincias no ejercen el poder delegado a la Nación y no les está permitido dictar los códigos después de haberlos sancionado el Congreso, precepto que no deja lugar a duda en cuanto a que todas las leyes que estatuyen sobre las relaciones privadas de los habitantes de la República, sean personas físicas o jurídicas, al ser del dominio de la legislación civil y comercial están comprendidas entre las facultades de dictar los Códigos fundamentales que la Constitución atribuye exclusivamente al Congreso. Determinar qué bienes del deudor están sujetos al poder de agresión patrimonial del acreedor –y cuáles, en cambio, no lo están– es materia de la legislación común, y, como tal, prerrogativa única del Congreso Nacional, lo cual impone concluir que no corresponde que las provincias incursionen en ese ámbito. Ese poder ha sido delegado por ellas a la Nación al sancionarse la Constitución y esta distribución de competencias no podría alterarse sin reformar la Ley Fundamental. <bold>XI. Las leyes locales 9322 y 9358 constituyen derecho de fondo. Inconstitucionalidad</bold> Tal como se destacó anteriormente, el propósito último de estas leyes es asegurar la indemnidad del patrimonio del deudor –en rigor, de la vivienda única– frente a la ejecución impulsada por el acreedor. Hacia allí se dirige, en nuestra opinión, la suspensión de las ejecuciones de viviendas únicas que, como subrayamos, no constituye una herramienta novedosa sino todo lo contrario, desde que se asiste desde el último lustro a una vorágine de normas y preceptos que comparten idéntico objetivo y que han sido integrados en la legislación de emergencia. Fácil es advertir que tras el “velo” de la suspensión se encuentra protegida una institución jurídica que ha generado un intenso debate –y lo sigue haciendo, como se puede observar– y que ha recorrido todas las instancias judiciales previstas en el organigrama federal: la inejecutabilidad de la vivienda única. No puede pasar inadvertido que, a pesar del esfuerzo del legislador cordobés en tratar de crear herramientas que ayuden a superar el caos económico en el que se sumergió el Estado en su triple identidad desde el año 2001, la tutela –o mejor– el mecanismo que introduce la ley 9322 (suspensión de las ejecuciones) y retoma la ley 9358, reconoce parentesco con idénticas soluciones que ya había previsto con anterioridad –ley 9136 y modif.–, e, inclusive, transita un camino análogo al trazado desde tiempo remoto por el art. 58, CPcial., protegiendo nuevamente la vivienda única. La suspensión de las ejecuciones dirigidas contra viviendas únicas torna ilusorio el derecho del acreedor que el propio Código Civil le reconoce a los fines de satisfacer su acreencia. Es que al impedir que el sujeto activo de la relación logre subastar el inmueble que integra el patrimonio de su deudor y alzarse con el producido del remate, la utopía gana a la realidad. Y para que así resulte, la Unicameral echa mano a disposiciones que lesionan el reparto de facultades descripto en párrafos anteriores. De modo superficial puede pensarse que la suspensión goza de la calidad instrumental indispensable para ser sancionada por la Legislatura local, por cuanto regula el trámite –materia procesal–. Sin embargo, a poco que se revise el fin último de la norma se clarifica sin hesitación que el trámite no es lo que preocupa al legislador sino la protección de la vivienda cuando ésta es única. Así, produce una fisura en los cimientos mismos de la Constitución federal, hendidura por la cual se permite discurrir a los fines de entrometerse en materia reservada a aquél. Detrás de todo se halla agazapada la inejecutabilidad de la vivienda. Nuevamente ha de recordarse que la facultad legisferante provincial no puede inmiscuirse en materias estrictamente reservadas al ámbito nacional como es el caso de la ejecutabilidad o no de determinados bienes del patrimonio del deudor en cuanto componentes de la garantía común de que gozan los acreedores en base a la reconocida máxima creditoria. Postura ésta que fuera en definitiva refrendada por la Corte en “Banco del Suquía SA c/ Tomassini”. Por considerar entonces que las leyes bajo anatema regulan un capítulo relacionado a derechos creditorios, nos pronunciamos por su invalidez formal, al fragmentarse el reparto de facultades dispuesto por la Constitución Nacional y, con ello, hacer añicos el postulado de la supremacía –art. 31, CN–. <bold>XII. Postura subsidiaria: reglamentarias de la ley 26167</bold> Si se entendiera, vía hipótesis, que la ley 9322 puede ser confirmada como precepto reglamentario de la ley nacional 26167, tampoco podría ser convalidada desde un punto de vista constitucional, por cuanto la ley cordobesa se desentiende en algunos puntos de lo que ha regulado el congresista federal. Adviértase que para la ley nacional su ámbito de aplicación está constituido por préstamos inferiores a cien mil pesos/dólares y que hubieran sido destinados a la compra, construcción, mejora o ampliación de una vivienda única y familiar, o la cancelación de mutuos constituidos originalmente para cualquiera de los destinos antes mencionados, siempre y cuando la devolución del préstamo se hubiera garantizado con una hipoteca constituida sobre la indicada vivienda. Tales presupuestos no “aparecen” en la norma provincial, la que hace mérito únicamente en la existencia de un juicio ejecutorio contra inmuebles que constituyan vivienda única del deudor y su familia, “sea cual fuere el origen de la obligación motivo de la demanda”. Se aprecia entonces el disloque entre el precepto local y el nacional, por lo que mal podría entenderse que aquél es reglamentario del segundo. El supuesto fáctico subsumido por la norma provincial difiere en demasía del cuadro regulado por la ley nacional. Por otra parte, para la ley 9322 no arroja dato de interés la fecha en que el deudor incurrió en incumplimiento, desembarazándose una vez más de la legislación de fondo, en tanto ésta requiere que el deudor haya ingresado a situación de mora en el período que corre desde el 1/1/01 y que llega al 11/09/03. Si bien puede reprochársele a la ley 26167 la ausencia de una fundamentación suficiente al establecer la exigencia de que la mora haya nacido en ese período (¿por qué no se ampara al deudor que cayó en mora el 31/12/00, pero sí al que incurrió en ese estado el día 2/1/01?), lo cierto es que la disposición local exorbita esa coyuntura y, por ende, imposible de ser confirmada como norma reglamentaria. <bold>XIII. Segunda postura subsidiaria: carácter instrumental de la norma. Irrazonabilidad</bold> Aun suponiendo que la ley 9322 –y la posterior 9358 que remite al trámite regulado por la primera– sólo instituye reglas de carácter procedimental, quedaría formalmente convalidada conforme la competencia del órgano emisor. Sin embargo, a nuestro entender, tampoco lograría superar el test de constitucionalidad, por no resultar razonable la medida que pregona con el resultado que se persigue. “La actividad estatal, para ser constitucionalmente válida, debe ser razonable. La regla de razonabilidad marca un límite más allá del cual la irrazonabilidad implica una violación a la Constitución... Lo razonable es, en términos generales... lo axiológicamente válido según las circunstancias del caso, lo oportuno, lo conveniente en función de todos los valores... Es un patrón o estándar axiológico que permite determinar, dentro del arbitrio más o menos amplio, ordinario o extraordinario de que gozan los órganos del Estado, aquello que es axiológicamente válido”<header level="4">(9)</header>. Es decir, como lo razonable es lo ajustado a la Constitución, lo irrazonable y, por ende, lo arbitrario, conculca a aquélla. La ley 9322 deja una huella clara: ente las dos alternativas que presenta una relación personal –polo activo y polo pasivo–, propone una solución que beneficia al deudor. De modo tal que puede leerse con diáfana seguridad el espíritu de la norma: que el deudor goce de la vivienda única y familiar. No se discute que ese derecho es de suma trascendencia, a nivel tal que constituye uno de los vértices en que se asienta el constitucionalismo social. Pero no por eso puede aceptarse una situación que si bien “ampara” al deudor, deja en completo “desamparo” al acreedor, cuando ambos son titulares de iguales derechos y garantías, tanto al acceso a una vivienda digna –familiar, en el concepto de la norma–, como a la indemnidad de la propiedad. Parecería entonces que sólo interesa el derecho del deudor pero no el del acreedor, el que siempre podrá ser postergado o bien, lisa y llanamente, aniquilado<header level="4">(10)</header>. Couture enseñaba por entonces que “El principio de igualdad domina el proceso civil. Ese principio es, a su vez, una manifestación particular del principio de igualdad de los individuos ante la ley”<header level="4">(11)</header>. En el caso subexamine, no hay razonabilidad en la medida dispuesta por la ley provincial 9322 por desconocerse los derechos de uno de los sujetos del vínculo, sacrificando así el principio de igualdad –art. 16, CN–. La jurisprudencia vernácula ha destacado que “si bajo ningún aspecto podemos alterar o incluso mutar las garantías sustanciales, individuales y constitucionales que los ciudadanos tienen ante el Estado, con mucha menos razón pueden alterar las mismas garantías dispuestas en el proceso judicial. En realidad, si se quebranta el principio de la bilateralidad o de igualdad en el proceso, en el fondo la igualdad ante la ley, lo que ha desaparecido es el mismo pr