<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> Toda concepción del derecho se relaciona con un sistema filosófico específico, pues, como la filosofía tiene por objeto el estudio del “todo”, la visión que se tenga de ese “todo” quedará, inevitablemente, impregnada en el resto de las partes. En otras palabras: como se entienda al todo se entenderá a la parte. Hoy, el concepto del derecho responde a un sistema filosófico particular que se encuentra en las antípodas del pensamiento clásico, ya que elimina el aspecto trascendente del hombre y, con ello, a la misma naturaleza humana. Un claro ejemplo de ello lo podemos encontrar cuando leemos –por ejemplo de destacados juristas– que la “dimensión histórica es el único sitio en el que un estadista puede apreciar con cierta altura las pasiones humanas”(1). Así, si lo único que puede apreciarse es la dimensión histórica, resulta claro que no habrá más ningún parámetro objetivo al que adecuarse (entiéndase: naturaleza humana) que sirva como modelo, dado que la realidad, a partir de esta visión, será entendida como puro movimiento en donde no existirá ningún principio estable u objetivo. Esta manera de concebir a la realidad –es decir, como puro movimiento– no es otra que la sostenida por Marx en sus tesis II, VI y XI sobre Feuerbach, en las que claramente se puede leer que la naturaleza humana no es sino el “conjunto de las relaciones sociales” o, como se sostiene, “la dimensión histórica” aludida. Ahora bien, nos atrevemos a decir que si al derecho se lo concibe desde este prisma, la razón quedará absolutamente impotente y nada podrá aportar en el campo jurídico, ya que la voluntad (entendida como apetito sensitivo, deseo o decisión) tomará su lugar extirpándola por completo. ¿Qué significa esto? Veamos. Al decir que la <italic>voluntad </italic>ha arrasado con la razón quiero significar que esta ha devenido inútil, en el sentido de que no tiene nada más para decir. En efecto, aquella función racional que consistía en deducir los principios universales de los primeros principios –que a su vez se le presentaban a la <italic>inteligencia</italic> de modo claro y distinto– ha perimido. Esta función ha “caducado” con el advenimiento de la modernidad, momento a partir del cual, la realidad comenzó a ser entendida como movimiento eterno (inmanencia pura sin trascendencia) y no teleológicamente, esto es, como una realidad repleta de fines independientes a la acción humana y disponibles para descubrir. Ahora bien, como antes dijimos, el derecho hoy es concebido como movimiento o inmanencia pura; sin embargo, la cuestión no comenzó con Marx, sino con Thomas Hobbes, ya que este pensador inglés comenzó a “desnaturalizar” el derecho natural fundando la justicia, no en la razón, sino en el “miedo”. Este punto es el que vamos a intentar describir en las próximas líneas; no obstante, consideramos necesario definir previamente al derecho natural en sentido clásico, puesto que es el que se encuentra en tela de juicio. <bold>II. Concepto de derecho natural</bold> Siguiendo a Javier Hervada podemos decir que el derecho natural es “todo derecho cuyo título no es la voluntad del hombre, sino la naturaleza humana, y cuya medida es la naturaleza del hombre o la naturaleza de las cosas”(2). Es decir, fácilmente puede colegirse que el objeto del derecho –como el de la justicia– es la persona humana. Todo se mueve en torno a ella: al hombre tiene como finalidad. Nótese que para la corriente del realismo jurídico clásico, primero es la naturaleza humana (o la realidad, de allí el nombre “realismo”) y luego la voluntad. En pocas palabras, el derecho natural en sentido clásico parte de concebir a la realidad como repleta de fines que también pueden denominarse <italic>esencia</italic> o <italic>naturaleza</italic>(3). Es decir, la realidad –que es primera– posee fines que no dependen de nuestra voluntad, fines que el ser humano puede descubrir gracias a su inteligencia y a su razón. La inteligencia, luego de auxiliarse de los sentidos, capta los primeros principios; luego, la razón, de esos primeros principios va deduciendo los segundos principios y de esa forma va determinado qué es lo justo. Veamos un ejemplo para esclarecer la cuestión: cuando el ser humano, gracias a los sentidos del cuerpo, entra en contacto con la realidad, percibe de modo claro y distinto los primeros principios. Algunos de esos primeros principios son su deseo de vivir, de trabajar, de formar familia, etc. Así, una vez que la inteligencia percibe esos primeros principios comienza el papel de la razón descubriendo esos segundos principios que se derivan de los primeros. Por ejemplo: como tengo derecho a vivir, es que tengo derecho a tener una vivienda digna, tengo derecho a alimentarme, etc. Es decir, todos esos razonamientos que la razón efectúa son siempre segundos, y su finalidad esencial es la realización de la persona humana fundándose en la mismísima naturaleza humana, puesto que hacen a su perfección y dignidad. Podemos ver, entonces, cómo la inteligencia que “descubre” la realidad, y la razón que la “complementa”, son el núcleo central del derecho natural en sentido clásico(4). Ahora bien, Hobbes se ha encargado de invertir la cuestión. Para Hobbes (1588-1679) hay en el ser humano algo que se presenta de modo universal, totalmente claro, y que no discrimina a ninguna persona: el miedo a la muerte violenta en manos del prójimo. Esta es la tesis fundamental de su <italic>Leviatán</italic>. Así como para Descartes nadie puede dudar de su existencia, para Hobbes nadie puede dudar de que todos tenemos miedo a morir violentamente en manos del otro, y prueba de ello es que cada uno de nosotros a la hora de dormir cerramos las puertas con candados, alarmas y demás elementos de seguridad(5). Para Hobbes, el Hombre –a diferencia de los clásicos– antes de la fundación del Estado, vive en un estado permanente de guerra de todos contra todos, en el que cada uno es juez de los medios que considere necesario para poder autoconservarse (sobrevivir). Esto deriva de que el hombre –según esta tesis– en su estado natural es asocial, egoísta y malo: <italic>“Por tanto, todas las consecuencias que se derivan de los tiempos de guerra, en los que cada hombre es enemigo de cada hombre, se derivan también de un tiempo en el que los hombres viven sin otra seguridad que no sea la que les procura su propia fuerza y habilidad para conseguirla. En una condición así, no hay lugar para el trabajo, ya que el fruto del mismo se presenta como incierto; y, consecuentemente, no hay cultivo de la tierra; no hay navegación, y no hay uso de productos que podrían importarse por mar; no hay construcción de viviendas, ni de instrumentos para mover y transportar objetos que requieren la ayuda de una fuerza tan grande; no hay conocimiento en toda la faz de la tierra, no hay cómputo del tiempo; no hay artes; no hay letras; no hay sociedad. Y lo peor de todo hay un constante miedo y un constante peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta</italic>”(6). Pues bien, claramente se puede deducir que el ser humano, antes de la fundación del Estado tiene derecho absolutamente a todo, dado que en el estado natural (sin el Estado) no existe lo justo ni lo injusto, sino sólo el deseo de autoconservación. Por lo tanto, el ser humano debe salir urgentemente de ese estado de terror imperante; no obstante, para lograrlo, deberá fundar al Estado. Esta es la denominada teoría contractual en el sentido de que los hombres de común acuerdo transferimos nuestros derechos al Leviatán (Estado) para que sea este el que nos cuide y nos saque de la aquella situación terrorífica en la que domina la pasión más poderosa: el miedo a la muerte violenta. Ahora bien, esto que pareciera ser sencillo produce varios efectos en la realidad jurídica y social. En primer lugar, se absolutiza al Estado, dado que este será de ahora en adelante el que determinará lo justo y lo injusto, lo cual es antidemocrático, en tanto y en cuanto, el Estado también forma parte de un “todo” que es la “sociedad política” de la que debe distinguirse y no confundirse(7). En segundo lugar, se absolutiza el positivismo jurídico, dado que el Estado es el único productor de las normas (no la naturaleza). Al respecto, el destacado filósofo político Leo Strauss, al escribir sobre Hobbes, dijo: “Pero el consentimiento no es efectivo si no se transforma en sujeción al soberano. Por la razón indicada, el soberano es soberano no debido a su sabiduría, sino debido a que ha sido hecho soberano por el pacto fundamental. Esto conduce a la conclusión ulterior de que el mandato o la voluntad, y no la deliberación o el razonamiento, es el núcleo de la soberanía o que las leyes son leyes no en virtud de su verdad o razonabilidad, sino sólo en virtud de la autoridad”(8). Por último, se absolutizan el deseo entendido como apetito sensitivo, y la libertad. Sobre este último punto quisiéramos detenernos. El Estado, al fundarse gracias al miedo mutuo existente entre los hombres, tendrá sólo por fin garantizar la vida biológica sensitiva. De ahora en más el denominado <italic>bien común</italic> será dejado de lado por el Estado, para que este pueda dedicarse sólo a defender al individuo (esta es la doctrina del liberalismo). Ahora bien, ¿qué sucede si existe algo que los hombres no hayan pactado o, en otras palabras, exista un silencio? Efectivamente, dado que el positivismo se ha consagrado confundiendo lo legítimo con la norma jurídica emanada regularmente de los órganos legislativos, puede llegar a suceder –como de hecho sucede– que exista una situación no legislada, es decir, exista un silencio. Hobbes se encarga de resolver sencillamente esta laguna diciendo que, cuando el Estado se haya olvidado de legislar alguna cuestión, el ser humano se encontrará como en el estado natural previo a la constitución del Estado y, por lo tanto, tendrá “derecho absoluto a todo”. Ello así, desde que, en el estado natural, cada individuo decide lo que considera justo para sobrevivir, en pocas palabras: tiene derecho a lo que quiera, porque sólo el Hombre es su propio juez (no existe una realidad previa, de ahora en más todo parte del sujeto). Por este motivo consideramos que la voluntad ha tomado el lugar de la razón, y esta ha quedado totalmente relegada de los debates parlamentarios. Un claro ejemplo lo tenemos contemplado en el principio de reserva previsto en el art. 19 de nuestra Carta Magna, el cual ha servido a muchos jueces para conceder los deseos de los individuos que recurren a los estrados judiciales. Es decir, no se analiza si el deseo es justo o no de conformidad a un parámetro que no dependa de la voluntad o del ser; lo único que se analizará es si ese deseo se encuentra legislado (todo lo que no está prohibido, está permitido), produciéndose, como consecuencia, una hiperinflación de los derechos subjetivos. <bold>III. Conclusión</bold> Son muchas las conclusiones pueden deducirse del pensamiento de Hobbes, sólo nos hemos referido a algunas de ellas de manera sintética. No obstante, hoy podemos decir sin lugar a dudas que estamos ante un nuevo concepto de derecho. En este sentido, nótese que aquella definición elaborada por Ulpiano en su digesto (9) que dice que la justicia “es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho”, ha padecido una transformación radical al estilo copernicano. Ahora, el derecho será “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que desea conforme a su apetito sensitivo”; la racionalidad ha quedado totalmente relegada en el sentido de que la justicia se halla en la pasión (miedo) y no en la razón. La pasión de Hobbes, y luego el historicismo se encargarán de eliminar cualquier tipo de parámetro objetivo que no dependa de la voluntad del hombre, dejando totalmente fuera al derecho natural en sentido clásico para rendirle pleitesía a una la libertad totalmente desligada de la moral. Sin embargo, nos permitimos hacer las siguientes preguntas: ¿cuál es el criterio para juzgar como buenos o malos los deseos de los individuos, si estos mismos emergen del propio individuo?¿Son, acaso, todos los deseos del hombre buenos en sí mismos? No cabe duda de que una sociedad en la que solo impera la pasión y no la razón, es una sociedad violenta, ya que todos los individuos deseamos cosas diferentes. Por lo demás, si el conocimiento deja de consistir en el descubrimiento de la realidad –o los fines intrínsecos a las cosas– y se convierte en constructivista, ¿cómo lidiar con lo que cada sujeto construye? ¿Estaremos, acaso, en el estado de naturaleza de Hobbes?&#9830; *) Abogado, Universidad Católica de Salta. Asistente de Magistrado en Juzg. de 1° Inst. y 3° Nom., Civ. Com. y Familia de Villa María, Cba. 1) Argentina, Códigos, Código Civil y Comercial de la Nación, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2014, p.16 [Cfr. introducción realizada por el Dr. Ricardo Luis Lorenzetti). 2) Hervada, Javier, ¿Qué es el derecho? La moderna respuesta del realismo jurídico, Ediciones Universidad de Navarra SA, Barañáin (Navarra)- España, 3.ªed, 2011, p. 90. 3) Es muy común que se piense que el derecho natural quede ligado sólo a lo biológico porque se refiere a la naturaleza. Pero no es así, en parte, ya que los términos “naturaleza”, “esencia” o “fin” se utilizan indistintamente y está estrictamente ligado con la “finalidad de la cosa” o la causa final aristotélica (Cfr. Aristóteles, Metafísica). 4) Adviértase que el sentido del término empleado es “descubrir” y no “construir”, dado que si la inteligencia de cada individuo fuese la que construyese la esencia (o naturaleza), esta quedaría a merced del constructo de cada individuo. 5) El ejemplo dado por Hobbes en Leviatan refiere a elementos de seguridad existentes en su época. 6) Thomas Hobbes, ibidem. 7) Cfr. Maritain, Jacques, El Hombre y el estado, Edit. Guillermo Kraft Ltda., Buenos Aires, 1956, p.27. En esta obra el autor se encarga de analizar las funciones del Estado distinguiéndolo de la nación, del pueblo y de la sociedad política (cada uno de ellos con sus propias funciones dentro de una democracia). 8) Strauss, Leo, Derecho Natural e historia, Prometeo Libros, Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2013, p. 225. 9) Digesto 1. I, §10.</page></body></doctrina>