<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>Las nuevas orientaciones en materia probatoria afirman cada vez más el papel protagónico del juez en el proceso, emancipándolo del sistema “ferulario”, propio del más crudo y superado “dispositivismo”; producto, en realidad, de una mañosa tergiversación del sentido de la ley procesal que no consagra “fórmulas” sino “formas”. El sistema evaluativo de las pruebas es el de la “sana crítica racional” que nosotros preferimos denominar “criticismo lógico” en el sentido kantiano, tomando como objeto de conocimiento la forma de su aprehensión racional y no el objeto mismo; o sea a-empírica y superadora del dogmatismo y la mera intuición <header level="4">(1)</header>. Si nos ubicamos en la concepción epistemológica prekantiana (Bacon, Locke, Berkeley, Hume), tienen razón los que sostienen el arcaico criterio de que el juez es un mero receptor de las conclusiones periciales; pero si lo hacemos conforme las pautas de la “sana crítica racional” (de allí lo de “crítica” que no está incluido porque sí), el juzgador resulta ser el verdadero perito de la causa. El CPC aún en vigencia, implícitamente lo dice así, pese a registrar su origen en la Ley de Enjuiciamiento Civil española de 1855, pero ya la de 1881 prescribe con toda contundencia en su art. 632: “Los jueces y los tribunales apreciarán la prueba pericial según las reglas de sana crítica sin estar obligados a sujetarse al dictamen de los peritos”. El originario Código de Procedimiento Civil de la Nación, Ley 1144 de 1881, que declaró vigente para la Capital Federal de la provincia de Buenos Aires del 29/8/880, en su art. 178, disponía: “…siempre que los tribunales apreciarán la prueba pericial según las reglas de la sana crítica sin estar obligados a sujetarse al dictamen de los peritos”. El originario Código de Procedimiento Civil de la Nación, ley 1144 de 1881, que declaró vigente para la Capital Federal el de la provincia de Buenos Aires del 29/8/1880, en su art. 178, disponía: “…siempre que los peritos nombrados tuviesen títulos y sus conclusiones fueran terminantemente asertivas, tendrán éstas fuerza de prueba legal”. Pero este precepto fue reformado por el art. 26, ley 4128 de 1902 que lo sustituyó por el siguiente: “La fuerza probatoria del dictamen pericial será estimada por el juez, teniendo en consideración la competencia de los peritos, la uniformidad o disconformidad de sus opiniones, los principios científicos en que se fundan, la concordancia de su aplicación con las leyes de la sana lógica y demás pruebas y elementos de convicción que la causa ofrezca”. La jurisprudencia se encargó de desarrollar en particular esos conceptos, pero lo positivo es que, después de veinte años de vigencia, el CPCN originario debió adoptar el criterio de razonabilidad que exige el sistema probatorio general a través de la ley de reformas de 1902, mencionada. La fórmula ha persistido con ligeras variantes en el CPCN, ley 17454, el cual en su art. 477 acuña una fórmula por demás explicativa, y el nuevo CPC para Córdoba, ley 8465, ha receptado ese precedente, con algunos retaceos, en el art. 283. No obstante, volviendo a nuestro “venerable y anciano Código”, pese a su remoto modelo, ya insinuaba el referido criterio, por implicancia, en su art. 294, pues sólo declara obligatoria la pericia para el juez, cuando las partes les hubieran conferido a los peritos el carácter de árbitros o arbitradores. Este aspecto ha sido contemplado en el art. 773, CPCN, cuando regula la denominada “pericia arbitral”. En suma, sin llegar al sistema instructorio civil del CPC italiano, no cabe duda alguna que los jueces están habilitados para interpretar libremente los dictámenes periciales, con la advertencia de que ello no debe confundirse con arbitrariedad; pero de allí a concluir en que sólo pueden hacerlo mediante el auxilio de otro peritaje (art. 290, CPC ó 347 inc. 3, CPC) hay una gran distancia. De acuerdo con el criterio de los “pretendidamente ortodoxos”, si un perito dijese que la tierra es cúbica, el juez necesitaría de otra pericia para que le dijera lo que sabe desde su infancia, o sea, que es esférica. Ironías aparte, tomemos un caso de experiencia profesional. En un proceso de indemnización por enfermedad accidente, el perito médico dijo que la actora había desarrollado tareas dactilográficas durante diez años, sin descanso ni feriados, doce horas diarias, y que ostentaba una incapacidad total y permanente del 25 % de la total obrera. Obviamente, si sometida a semejante “martirio laboral”, había disminuido su capacidad laboral en un 25 %, no cabía duda alguna de que el perito se estaba refiriendo a la “mujer biónica”. ¿Es posible que el tribunal, por no poder utilizar conocimientos médicos, aunque los tengan sus integrantes, acepte tamaño despropósito? La respuesta negativa se impone. Lo mismo ocurre frente a un peritaje de alto tecnicismo. ¿Qué les impide a los jueces abrevar en la literatura especializada para verificar los fundamentos del dictamen…? No se trata de la información extraída de revistas de divulgación científica <italic>“ad usum delphini”</italic>, sino de tratados confiables, que por su “gravedad, número y conexión” con el asunto de que se trata constituyen “<italic>pruebas leviores</italic>” <header level="4">(2)</header>. No es el caso que los magistrados salgan a discutirle al perito sus conclusiones, sino que efectúen un análisis crítico sobre los puntos del dictamen con fundamento técnico o científico, basados en fuentes reconocidas e inclusive que se procuren asesoramiento de especialistas, aunque no sean auxiliares de la Justicia formalmente incorporados al proceso. Santiago Sentís Melendo relata su experiencia en un caso práctico que es sumamente ilustrativo. Debiendo recibir declaración como testigos de varios médicos que habían intervenido en la amputación de una mano lesionada por disparo de arma de fuego, convencido de su ignorancia (como juez) en materia anatómica o quirúrgica y en previsión de que los facultativos se expresaran en términos técnicos, planteando problemas que se debían solucionar sobre la marcha, decidió recibir las declaraciones sumariales acompañado de dos médicos forenses para que le interpretaran y asesoraran técnicamente sobre las respuestas. Concluye su historia con una reflexión que es más una inferencia y dice: Si no hubiera requerido el concurso de esos “peritos asesores”, que los deponentes no se esperaban, con toda seguridad habrían querido rebasar al juez por su ignorancia natural en la materia <header level="4">(3)</header>. Ahora bien, la pregunta es: ¿dónde está previsto en la ley el asesoramiento técnico?… En nuestro CPC, en el art. 262, para la inspección ocular solamente. ¿Fue legítimo el proceder del juez? Obviamente que sí, pues su afán de descubrir la “verdad real” le llevó a utilizar un medio probatorio no previsto por la ley. Si bien el caso es de testigos, pero “testigos técnicos”, ¿qué obsta a que el magistrado haga lo mismo con una pericia? El objeto supremo del proceso es garantizar la bilateralidad y el equilibrio de los justiciables, pero procurando que el apego a las formalidades no permita que se oculte bajo ellas “la verdad jurídica objetiva”, vicio con que la CSJN ha descalificado sentencias por arbitrariedad y por la causal de “exceso ritual manifiesto” (Casos “Colalillo” 238:550, “Besada Torres de Martínez” 247:176, “Cabred” 240:99, etc.). Al respecto nos dice Herrendorf <header level="4">(4)</header>: “El exceso ritual manifiesto es una verdadera enfermedad, es difícil hallar tribunales que con habilidad y franqueza se deshagan de esas malas costumbres que llevan a los jueces a un expeditismo agobiante, y cuyos resultados son una esclerotización indeseable de la Justicia”. En suma, la verdad puede surgir de cualesquiera de los elementos del proceso, siempre y cuando el juez interprete, profundice, analice, evalúe y califique el material incorporado al mismo, esto es: critique. Nada obsta, en consecuencia, a que el magistrado consulte a otros especialistas, se informe de la literatura específica y admita o deseche la tarea pericial con fundamentos también específicos –no arbitraria o infundadamente– como tampoco que admita cualquier despropósito por pasividad o mera formalidad, por no decir comodidad. No queremos “jueces peritos”, pero tampoco indiferentes, cándidos o negligentes. No podemos someternos sin protesta a la dictadura de los técnicos, sin generalizar, obviamente. Los jueces son soberanos para escoger aquellos elementos probatorios suficientes para fundar su decisión y esa soberanía se manifiesta, precisamente, a través del análisis crítico del material de conocimiento, siendo por tanto incompatible con una aceptación lisa y llana de las conclusiones, a despecho de los fundamentos que, por lo general, ostentan un lenguaje gongorino que nos disuade <italic>ab initio</italic> de su lectura, como ocurre con la “letra chica” de las pólizas de seguro. Por razones de lealtad intelectual debo señalar el aporte que me significó un airado y no menos justificado comentario de Eduardo Olmedo Guerra, respecto a una luctuosa experiencia profesional en la cual un médico recién recibido pero inscripto como perito y por ende sorteado como “oficial”, debía evaluar, en un caso de supuesta mala praxis, la labor de un prestigioso y experimentado galeno. Más allá de las razones que pudieran asistir al demandado o inclinaran las cosas en pro o en contra, resultaba poco probable que un inexperto pudiera emitir un dictamen confiable, donde justamente jugaba más la experiencia que la ciencia. Esto me llevó a reflexionar sobre el problema de la evaluación de los dictámenes de los peritos de control, que a veces se analizan de soslayo por la sola circunstancia de que, al ser propuestos por las respectivas partes, se supone –también teóricamente– que tienen un compromiso con ellas. Sin embargo, si se analizan sus conclusiones en función de “la competencia del perito”, como sabiamente dispone el ya citado art. 477, CPCN, y se pondera la reconocida responsabilidad profesional de los contraloreadores, el resultado no puede ser sino el de evaluar todas las opiniones vertidas por los técnicos, sin que tenga preeminencia la del perito oficial por el solo hecho de serlo. En conclusión, sostenemos enfáticamente que los jueces no sólo <bold>pueden</bold> sino que <bold>deben</bold> instruirse técnica o científicamente para evaluar críticamente los asesoramientos periciales –que es cosa bien distinta a la de erigirse en peritos originarios– porque tanto lo autoriza la ley formal como el <bold>sentido común</bold>, que no es el del común de las gentes sino, como dice Earl Warren, “El sentido común culto de la Nación” <header level="4">(5)</header> &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Kant, Emanuel, “Crítica de la razón pura”, Cap. I, Edit. Sopena, Bs. As. 1952 y en el mismo el estudio preliminar de Kuno Fischer sobre “Historia de los orígenes de la filosofía crítica”. </header> <header level="3">2) Peyrano, Jorge W., “Aproximación a la teoría de las pruebas leviores”, JA del 28/11/80.</header> <header level="3">3) Sentís Melendo, Santiago, Teoría y práctica del proceso, Edit. EJEA, Bs. As. 1959, T. III, p. 325, nota 21. </header> <header level="3">4) Herrendorf, Daniel E., El poder de los jueces, Edit. Abeledo –Perrot, Bs. As. 1994, p. 53.</header> <header level="3">5) Warren Earl, “La ley y el futuro”, Revista “Fortune”, nov. 1955. </header> • Publicado en Semanario Jurídico, Tomo 73 – 1995 - B, pág. 337.</page></body></doctrina>