<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold><italic>SUMARIO: I. Introducción y propuesta. II. Principios rectores de la ejecución penal. III. Resocialización: Crisis de su vigencia y perspectivas de futuro. IV. Conclusiones y propuestas de solución. V. Bibliografía </italic></bold> </intro><body><page> I. Introducción y propuesta La ejecución de toda pena privativa de libertad, entendida como uno de los ejes del sistema represivo estatal, conlleva la necesaria existencia de un derecho o régimen disciplinario que la encauce. Ahora bien ¿las máximas garantías previstas por nuestra Carta Magna encuentran correlato en las normas del derecho disciplinario y, más aún, en la aplicación de éste dentro del régimen penitenciario? Entendemos que las máximas garantías constitucionales tienen una vigencia “relativa” o “declarativa” dentro de nuestras cárceles y que es necesario exigir su cumplimiento efectivo. A más de ello, es importante posibilitar el replanteo de esta situación y luego elaborar una propuesta de solución. En consecuencia, el presente ensayo comenzará por enunciar los principios que, a nuestro entender, deben ser rectores de todo encierro carcelario, por contener ellos las garantías constitucionales antes aludidas. Posteriormente se intentará repensar los motivos por los cuales estos principios padecen una vigencia “atenuada” o “relativa” dentro del régimen penitenciario, para proponer finalmente una posible mejora del sistema a partir de un cambio en la función que tradicionalmente se asigna a las instituciones penitenciarias. II. Principios rectores de la ejecución penal Entendemos que la mayor o menor presencia de aquellas “ideas fuerza” o “directrices”(1) que indefectiblemente deben iluminar la ejecución de una pena privativa de libertad, debe servirnos como parámetro para valorar si las diversas modalidades de ejecución guardan correspondencia con los objetivos humanistas propios de nuestro sistema político, plasmado en el artículo 1º de la Constitución nacional argentina. Ahora bien, para que dicha valoración sea factible, se hace necesaria una “sistematización de los principios rectores de la ejecución penal”, tomando a modo de “brújula orientadora” los postulados expuestos a lo largo del capítulo I de la ley 24660 (LEP). Sobre el particular, y sin desconocer la existencia de principios no tratados a continuación, hemos tomado como base la clasificación propuesta por el Dr. Luis Raúl Guillamondegui, quien ha tenido en cuenta el capítulo I del citado cuerpo legal. Entendemos que existen cuatro principios o normas rectoras de la ejecución penal(2): a) el Principio de Legalidad Ejecutiva; b) el Principio de Inmediación de la Ejecución Penal; c) el Principio de Judicialización de la Ejecución Penal; y finalmente d) el Principio de Resocialización, el cual será tratado en último término, a fin de poder ahondar, luego de una conceptualización básica, con relación a la crisis que atraviesa, para exponer posteriormente una propuesta superadora respecto de la meta resocializadora como propia del encierro carcelario. a) Principio de Legalidad Ejecutiva Todo Estado de Derecho que se precie de serlo recepta en primer lugar el Principio de Legalidad como el principal límite impuesto contra el ejercicio de la potestad punitiva estatal, y que incluye una serie de garantías para sus habitantes que imposibilitan –en líneas generales– que el Estado intervenga penalmente más allá de lo que la ley permite. Este principio tiene doble fundamento: uno político, propio del Estado liberal de Derecho caracterizado por el imperio de la ley, y otro jurídico, resumido en el clásico aforismo de Feuerbach: “Nullum crimen, nulla poena sine lege”, del cual se deriva una serie de garantías en el campo penal: la criminal, que establece la legalidad de los delitos; la penal, que establece la legalidad de las penas y medidas de seguridad; la jurisdiccional, que exige el respeto del debido proceso; y la ejecutiva, que asegura la ejecución de las penas y medidas de seguridad con arreglo a las normas legales. Así, en la ejecución penal, el Principio de Legalidad recepcionado en nuestra Carta Magna (art. 18, CN) y en los Tratados Internacionales con jerarquía constitucional (art. 11 ap. 2 Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 9, Convención Americana sobre Derechos Humanos– Pacto de San José de Costa Rica y art. 15 ap. 1, Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos) significa que toda pena o medida de seguridad debe ejecutarse en la forma prescripta por la ley, la cual debe ser anterior al hecho que motiva la condena impuesta. Es así que la ley debe regular de antemano la cantidad, calidad y modo de ejecución de la pena. Tal exigencia se ve cumplida mediante la sanción y promulgación de la ley 24660, “cristalizando así el principio de legalidad ejecutiva”. Al respecto, no podemos dejar de mencionar lo sostenido por el iusfilósofo italiano Luiggi Ferrajoli, quien ha construido su modelo de legitimación del derecho penal a partir de lo que ha denominado “paradigma garantista”, según el cual el derecho penal se configura como la técnica más racional de minimización de la violencia, tanto de la violencia de los delitos como de la violencia de las penas arbitrarias. En particular, para asegurar la plena vigencia del principio bajo análisis, es necesario poner fin a la dispersión normativa a que ha dado lugar el gran número de leyes que prevén tipos penales por fuera del Código Penal y que determinan que no se conozca con exactitud qué es delito y qué no lo es. Con respecto a la legalidad de las penas, deberá eliminarse la centralidad que posee la cárcel, dejándola para aquellos delitos más graves, y siendo deseable –por otra parte– que se transformen en penas principales aquellas que hoy están como alternativas en el ámbito de la ejecución penal. Todas estas medidas permitirían devolver gran parte de su significado al principio de legalidad penal y restaurar, de tal modo, la ya olvidada legitimidad del derecho penal, ausente desde el momento en que éste dejó de cumplir con su rol de minimización de la violencia y se convirtió –cada vez más– en una herramienta clasista, desigualitaria y represiva, empleada en perjuicio de los más débiles. Finalmente, no obstante su trascendencia y el consecuente tratamiento autónomo brindado por nuestro cuerpo legal a las siguientes “directrices” en materia de ejecución penal, entendemos que los sub–principios abajo nominados se derivan como consecuencias del Principio de Legalidad Ejecutiva, a saber: 1. El Sub–Principio de Reserva, por el cual el penado puede gozar de todos aquellos derechos que no se encuentren afectados por el ordenamiento jurídico o por la sentencia condenatoria, reafirmando así su condición de sujeto de derecho, conforme surge del art. 19, CN y art. 2, LEP. 2. El Sub–Principio de Humanidad, por el cual se pone de resalto la obligación erga omnes de respetar la dignidad humana del penado y promover una política penitenciaria centrada en la atención de la persona, a quien se le debe garantizar que la ejecución de la pena impuesta estará exenta de tratos crueles, inhumanos o degradantes, estableciéndose la responsabilidad penal del funcionario público o particular que tuviere participación en supuestos de tales características, conforme lo indica el plexo normativo internacional derivado del art. 18, CN, en concordancia con los Tratados de Derechos Humanos con jerarquía constitucional incorporados con la reforma de 1994 (art. 5 inc. 1 y 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos– Pacto de San José de Costa Rica) y receptado por los arts. 3, 2° parte y 9, LEP. 3. Incluimos también como derivado del Principio de Legalidad Ejecutiva, al Sub–Principio de Igualdad ante la ley, en virtud del cual se prohíbe cualquier tipo de discriminación durante la ejecución de la pena por cuestiones de raza, sexo, idioma, religión, ideología, condición social o cualquier otra circunstancia, excepto aquellas que resultaren consecuencia del tratamiento penitenciario individualizado observado por el interno de acuerdo con sus condiciones personales, ello conforme lo consagrado por el art. 16, CN y receptado por el art. 8, LEP. 4. Nos encontramos asimismo con el Sub– Principio de Progresividad del Régimen Penitenciario, receptado en el art. 6, LEP, mediante el cual se establece que el Estado deberá utilizar dentro del régimen penitenciario todos los medios necesarios y adecuados en pro de la reinserción social (entre ellos, el ofrecimiento al penado de un tratamiento interdisciplinario), y que dicho régimen se basará en la progresividad, esto es, que la duración de la condena impuesta resultará dividida en fases o grados con modalidades de ejecución de distinta intensidad en cuanto a sus efectos restrictivos, etapas a las que el condenado irá accediendo gradualmente de acuerdo con su evolución en el régimen (y en su caso en el tratamiento voluntariamente asumido) y procurando la incorporación del interno a establecimientos penales abiertos basados en el principio de autodisciplina y, en su momento, su egreso anticipado al medio libre a través de los institutos penitenciarios previstos (semilibertad, libertad condicional, libertad asistida, etc.). b) Principio de Inmediación en la Ejecución Penal Entendemos que este principio reviste gran importancia debido a que su observancia permitirá arribar a resoluciones más justas al evitar la intromisión de factores ajenos a la valoración o la incorporación de informes técnico–criminológicos no ajustados a la realidad, que devienen en la mayoría de los casos puestos en consideración judicial, en decisiones de mérito que vulneran derechos penitenciarios y atentan contra el objetivo primero de las normas de la ejecución penal. Se encuentra plasmado en nuestra Constitución Nacional, en el art. 1, al sentar nuestra forma democrática de gobierno, la cual exige que, previo a una resolución judicial, se observen una serie de pasos que se sintetizan en un proceso oral y público. Compartimos con el Dr. Guillamondegui que el principio bajo análisis, en el campo de la ejecución penal, implica que el juez de Ejecución Penal debe tomar contacto directo con los penados y con los agentes penitenciarios –lo que implica visitas periódicas al instituto penitenciario(3)– conocer su expediente penal, su legajo criminológico, revisar si el procedimiento sancionatorio es respetuoso de las garantías procesales y constitucionales; revisar las calificaciones trimestrales de conducta y concepto y valorar la incidencia de las sanciones sobre aquellas; en supuestos de conflictos carcelarios (manifestaciones colectivas o motines) observar la actuación de los penados, etc. c) Principio de Judicialización de la Ejecución Penal Expresado en los arts. 3 y 4, ley 24660, establece que la ejecución de la pena privativa de la libertad, en sus distintas modalidades, estará sometida al permanente control judicial, lo que significa que toda decisión en la etapa de ejecución penal que implique modificar las condiciones cualitativas de cumplimiento de la pena impuesta (vg.: tipo de establecimiento en el que se alojará el interno o su ubicación en el régimen progresivo una vez calificado por el organismo criminológico, aplicación de sanciones disciplinarias que importen privaciones de derechos, avances y retrocesos en el régimen progresivo, obtención de derechos penitenciarios –salidas transitorias, semilibertad, libertad condicional, alternativas para situaciones especiales–, etc.) conforme las prescripciones de la ley penal, debe ser tomada o controlada por un juez en el marco de un proceso que respete las garantías propias del procedimiento penal. En consecuencia, aparece la figura del Juez de Ejecución Penal como “un órgano personal judicial especializado, con funciones de vigilancia, decisorias y consultivas, encargado de la ejecución de las penas y medidas de seguridad de acuerdo al principio de legalidad y del control de la actividad penitenciaria, garantizando los derechos de los internos y corrigiendo los abusos y desviaciones que puedan producirse por parte de la administración penitenciaria”(4). Su arribo se vinculó en parte a recomendaciones de congresos internacionales, pero también en virtud de su implementación en países europeos (Alemania, Italia, Francia, Portugal –aunque se reconoce que el primero en regularlo fue Brasil en 1924), con funciones que antes correspondían al ámbito penitenciario y a los tribunales de sentencia. El instituto también llegó a nuestro país: primero en el ámbito provincial (Salta, 1986), luego en el federal (1991) y posteriormente se extendió al resto de las provincias (Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza, Chaco, Catamarca). d) Principio de Resocialización En virtud del cual la finalidad de la ejecución penal será “lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social”, con lo que se establece así cuáles son los objetivos que debe perseguir el Estado durante la ejecución de la pena privativa de la libertad y a los que debe estar orientada la actividad de los operadores penitenciarios y judiciales, según lo determina el art. 1, LEP, en consonancia con los postulados de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos (art. 10 apart. 3, PIDCP y art. 5 apart.6, PSJCR). Vemos así que la ejecución de una pena privativa de libertad persigue fines de prevención especial positiva, postura asumida por la moderna doctrina penitenciaria que considera que el objetivo fundamental de la resocialización del penado se circunscribe a que éste respete la ley penal y que se abstenga de cometer delitos en el futuro. Asimismo, adherimos a un concepto de reinserción social conforme los llamados programas de readaptación social mínimos, en virtud de los cuales, el alcance dado al concepto de readaptación social se vincula con el respeto formal de la ley, como antes se dijo. A modo de ejemplo, resulta esclarecedora la reflexión de los profesores Muñoz Conde y García Arán: “(…) la aplicación de una pena de prisión a un delincuente fiscal no debe aspirar a (…) inculcarle conciencia tributaria, sino simplemente a que en el futuro se comporte como si la tuviera”. III. Resocialización: Crisis de su vigencia y perspectivas de futuro No obstante lo dicho en cuanto a la resocialización como fin de la pena y a su vez como fin de la ejecución penal en sí, entendemos que el mentado principio, aunque consagrado desde el mismo espíritu de la ley 24660, se halla inmerso en una profunda crisis. Al respecto, si bien la LEP establece como objetivo la modificación de la conducta del interno mediante regímenes progresivos, es evidente que su rigidez, verticalidad y limitados espacios concedidos al interno son algunos de los obstáculos que hacen que la finalidad resocializadora devenga utópica. Si a ello le agregamos la prolongada duración de las penas, la prohibición de beneficios penitenciarios y servicios penitenciarios deficitarios, no podemos llegar a otra conclusión de que lo único que se persigue es el cumplimiento de la pena por el mal causado (mal por mal), enfocándonos en un retribucionismo que dista mucho de la finalidad planteada e inclusive no se vislumbra como una relación de proporcionalidad entre el mal causado y el mal sufrido, ya que este último es mayor, por decirlo de alguna manera, al pactado en la condena, con lo cual podría hablarse de un retribucionismo agravado. Concretamente nos referimos a que resulta acuciante el carácter estructural de la violación a los derechos humanos, considerando, por ejemplo, que las tasas de hacinamiento carcelario vigentes en nuestro país son críticas, razón por la cual los organismos internacionales han calificado a las prisiones de la región como un “desastre humanitario”, en el marco del cual el cumplimiento de condenas queda asimilado a una “pena degradante” (conforme lo establece la Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes, ratificada por nuestro país en 1986). De modo tal que todos los principios rectores de la ejecución penal y de la pena (necesariedad, proporcionalidad, humanidad) se enfrentan con la cárcel, en tanto dentro de ella una pena lícita en su origen deviene ilícita en su ejercicio, ensanchándose la separación entre la condena impuesta y la efectivamente sufrida, que resulta “empeorada” por la realidad carcelaria. Otro aspecto que coadyuva a la crisis actual es el desinterés social por el problema de las prisiones. Apatía que no se limita al ámbito carcelario común, sino que –lo que es mucho más grave– se extiende a la sociedad toda y a quienes tienen a cargo la conducción del Estado. En conclusión, el discurso criminológico tradicional lleva dos siglos afirmando la regeneración del preso, cuando en realidad surge que los delincuentes reinciden, demostrando que la cárcel es un medio altamente degradante, poco terapéutico y difícilmente restaurador. Es contrario a todo modelo educativo, porque estimula la individualidad. El régimen de “privaciones” tiene efectos negativos sobre la personalidad y contrarios al fin educativo del tratamiento. Este sistema reproduce y agudiza las desigualdades sociales; padece cada vez más la superpoblación, la violencia (física, psíquica y sexual), la drogadicción, males que hacen de las cárceles ambientes de estigma, de inadaptación, de metástasis social, en donde se envilecen la personalidad, se destroza la privacidad, se vulnera la dignidad, se destruye la identidad social, se acentúa la inseguridad, en un ejercicio continuo de despotismo y degradación por parte del personal administrativo y de la masa carcelaria. Por otra parte, la palabra “reinserción” implica un proceso por el cual el individuo vuelve a introducirse en la sociedad, lo que supone que, antes de su actuar delictivo, se encontraba inserto “en el sistema”, pertenecía a la sociedad que lesionó y luego del cumplimiento de la pena es dable esperar que retorne a ella. Ahora bien, aparece como evidente que, en su mayoría, quienes habitan nuestras cárceles aun antes de su actuar “antisocial” no se encuentran insertos en el sistema. Queremos decir que, dejando de lado los llamados “delincuentes por vocación” o “de profesión” (terroristas, narcotraficantes), la gran masa de la población carcelaria está compuesta por grupos marginales ya excluidos de la sociedad a la cual se espera sean reinsertados. ¿Es quizás por ello que resulte demasiado alta la noble meta de reinsertar, de reeducar a quienes nunca estuvieron insertos o fueron educados? En consecuencia de lo dicho, no podemos eludir la reflexión acerca de si la privación de la libertad y la cárcel son en sí mismos los medios idóneos para alcanzar la finalidad resocializadora, o si, por el contrario, se ha atribuido tradicionalmente al encierro una misión que intrínsecamente no puede cumplir, por no ser inherente a su esencia. Es decir, ¿por qué habríamos de afirmar que el solo hecho de apartar a quien delinque del resto de la sociedad puede servir para que, luego de cumplido un tiempo determinado de segregación (condena), pueda incorporarse al medio social de una mejor forma, en el sentido de comprometerse aunque sea de manera formal al respeto hacia bienes y personas? Al respecto no hacen falta profundas investigaciones científicas para observar los daños que deja la cárcel en quien la vivió. Por ello creemos necesario un sincero replanteo en este sentido, a fin de permitirnos pensar críticamente si le corresponde a la pena privativa de la libertad contener o brindar medios y oportunidades que permitan la reinserción social dentro de un marco que respete la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad. IV. Conclusiones y propuestas de solución En primer lugar es necesario acordar que la pena privativa de libertad, como última herramienta del Estado para mantener el orden y la paz social, es indispensable, y, en cuanto tal, siempre es preferible que sea socializadora y no retributiva. Por otra parte, renunciar a la socialización, excluyéndola del sistema penal, importaría degradar a la persona y al mismo derecho penal. Creemos que es indispensable analizar y reformular el alcance de la resocialización, sin ignorar las limitaciones a la que está sometida. Entendemos que actualmente vivimos “un eclipse de la resocialización tradicional”, que debe ser revisada, en un doble sentido: 1º) Redefiniendo el ámbito de libertad del penado, de modo tal que se respeten al máximo la voluntad y los derechos del interno en prisión, afectando a éstos en la mínima medida necesaria para el cumplimiento de la pena, tratando al preso como sujeto de derecho que recibirá sólo el tratamiento que voluntariamente acepte y desvinculándonos así de concepciones que ven en él a alguien a quien corregir y moldear para que el producto final sea un ser socialmente válido. 2º) Exigiendo que el Estado brinde, aun dentro de la misma prisión, las herramientas básicas para mantener al preso alejado del delito, a saber educación y trabajo, con lo que habrá de generarse así la posibilidad de que, si es su voluntad, el preso pueda acceder a ofertas que le permitan revertir las circunstancias que lo condujeron al delito, ayudándolo a vivir mejor dentro de la cárcel, para después poder vivir mejor fuera de ella. A su vez, también es importante asumir que toda posible solución involucra, desde el principio, diversos ámbitos y autoridades, con la debida consideración de factores presupuestarios, planificación e implementación gradual. Entendemos que nuestra realidad exige una nueva política penitenciaria que logre alterar la dramática situación de gran parte de nuestras prisiones, albergando, tal vez, una recreación del sistema de ejecución penal. “La reintegración social del condenado no deber ser abandonada sino reinterpretada y reconstruida sobre una base diferente. Esto implica por lo menos dos órdenes de consideraciones: Uno está relacionado con el concepto sociológico de reintegración social. La reintegración social del condenado no puede perseguirse a través de la pena carcelaria, sino que debe perseguirse a pesar de ella, o sea, buscando hacer menos negativas las condiciones que la vida en la cárcel comporta en relación con esta finalidad. Desde el punto de vista de una integración social del autor de un delito, la mejor cárcel es, sin duda, la que no existe. Ninguna cárcel es buena y útil para esta finalidad, pero hay cárceles peores que otras. Hasta que los muros carcelarios no sean por lo menos simbólicamente derribados, las oportunidades de resocialización del condenado seguirán siendo mínimas. No se pueden segregar personas y pretender al mismo tiempo reintegrarlas”(5). Debemos elaborar una filosofía de “trato humano reductor de la vulnerabilidad”. Ésta se diseña como guía, aspiración o fundamento teórico que implica incorporar nuevas estrategias penitenciarias “aptas”, capaces de hacer desaparecer paulatinamente las líneas divisorias que separan al preso de la sociedad, con la consecuente transformación de la conciencia social sobre el tema, e idóneas para alcanzar los fines que las justifican; donde la relación entre los sujetos no se sustente en el binomio celador – recluso sino humano–humano y en el que los centros penitenciarios se presentan como “talleres de mejoramiento humano”. Puntualmente, en lo relativo a lineamientos concretos de solución o propuestas superadoras de la resocialización clásica, creemos fundamental, por ejemplo, tener en cuenta las siguientes exigencias/sugerencias: • Que el denominado principio de “democratización”, según el cual es necesario y conveniente obtener la participación voluntaria del interno en los programas resocializadores, sea una de las ideas inspiradoras de una política penitenciaria progresista. • Que se capte al recluso como sujeto del tratamiento educativo voluntario y eslabón fundamental entre la pena y dicho tratamiento, el cual estará basado en un sistema penitenciario progresivo. • Que se arbitren programas sociales con la finalidad de generar una apertura a un proceso de comunicación e interacción entre la cárcel y la sociedad, entendiendo a la primera como integrante de la segunda. • Que se valore la personalidad del recluso. • Que se disponga de personal penitenciario idóneo. • Que se aseguren las condiciones de vida dentro de la prisión. • Que se profundice el perfil de los asesores públicos, sobre todo en lo relativo a planteos sobre ejecución de la pena y, a su vez, que se dé participación al defensor técnico del preso en todas las cuestiones vinculadas al ámbito disciplinario (en especial las relativas a sanciones disciplinarias). • Que se articulen y vinculen los Servicios Penitenciarios de las distintas provincias entre sí, a fin de unificar el historial de cada preso (legajo criminológico) e impedir disgregaciones que obstaculicen su avance a través del régimen progresivo. • Que, en consecuencia, se genere un clima y ambiente de superación, o sea, que se dote a la cárcel de medios para que el preso pueda ejercitarse en el “uso” responsable de la libertad. Un programa concebido sobre esta base ius–filosófica tendría un objeto claro y posible: maximizar esfuerzos para que la cárcel tenga efectos deteriorantes mínimos, tanto para los reclusos como para el personal. Finalmente, estas ideas superadoras deben ser completadas con las diez alternativas propuestas por el jurista Baratta en su ponencia, anteriormente referenciada, en donde establece a modo de síntesis lo siguiente: 1) Asimetría funcional de los programas dirigidos a detenidos y ex detenidos y de los programas dirigidos al ambiente y a la estructura social. Se debe trabajar a los fines de crear condiciones más idóneas para el núcleo familiar originario del recluso, su ambiente y estructura de las relaciones sociales a las cuales el detenido regresa. Cuando aparezca oportuno, se deben promover oportunidades de reinserción “asistida” en otro ambiente distinto al original. 2) Presunción de normalidad del detenido. Los programas de reintegración deben ser elaborados sobre el presupuesto teórico de que no existen características específicas de los detenidos en cuanto tales. La única anomalía específica que caracteriza a toda la población carcelaria es la condición de detenido. Ella se debe tener en cuenta en los programas y en los servicios que tienen en parte la finalidad de reducir la dañosidad. El detenido no es tal porque sea diverso, sino que es diverso porque es detenido. 3) Exclusividad del criterio objetivo de la conducta en la determinación del nivel disciplinario y la concesión del beneficio de la disminución de pena y de la semilibertad. Irrelevancia de la supuesta “verificación” del grado de resocialización o de “peligrosidad”. Los criterios de decisión deben ser objetivos y “judiciables”. Pueden concernir sólo a la verificación y valoración de la conducta. Se deben evitar criterio “subjetivos” correspondientes a la valoración de posiciones mentales del condenado y a la “peligrosidad”. 4) Criterios de reagrupación y diferenciación de los programas independientemente de las clasificaciones tradicionales y de diagnosis “criminológicas” de extracción positivistas. 5) Extensión simultánea de los programas a toda la población carcelaria. Independencia de la distinción entre condenados y detenidos en espera de juicio. 6) Extensión diacrónica de los programas. Continuidad de las fases carcelarias y poscarcelaria. Si los programas y servicios son independientes del contexto punitivo–disciplinario, su contenido no necesita ni admite divisiones rígidas ni soluciones de continuidad relativas a la condición detenido o ex detenido de sus usufructuarios. 7) Relaciones simétricas de roles. Es muy importante promover las condiciones para que la relación usuario–operador se desarrolle como interacción entre sujetos y no entre portadores de roles simétricos. 8) Reciprocidad y rotación de roles. Todos, en formas diversas, son condicionados negativamente en su personalidad por las contradicciones de la cárcel: sobre todo por la contradicción fundamental entre “tratamiento” pena y “tratamiento” resocialización. La salud mental de los operadores no está menos amenazada que la de los detenidos. Desarrollar en todas sus consecuencias el principio de la simetría en las relaciones entre los roles de usuario y de operador es la premisa para crear condiciones aptas para la reciprocidad y para la rotación de los roles. Reciprocidad de los roles significa que la interacción entre sus portadores se transforma de funciones institucionales en oportunidad de auténtica comunicación, de aprendizaje recíproco y por tanto también de alivio de la perturbación y de liberación de los frecuentes síndromes de frustración. Rotación de los roles significa valorar, más allá de las competencias profesionales y de las estructuras jerárquicas de la organización, las competencias y los aportes de cada actor detenido, operador, administrador, a la solución colectiva de los conflictos y perturbaciones. 9) De la anamnesis criminal a la anamnesis social. La cárcel como oportunidad general de conocimiento y toma de conciencia de la condición humana y de las contradicciones de la sociedad. El malestar general, los conflictos que caracterizan el microcosmos carcelario reflejan fielmente la situación del universo social. El drama carcelario es un aspecto y un espejo del drama humano. Sólo una sociedad que resuelva o por lo menos en un cierto grado los propios conflictos y que supere la violencia estructural puede afrontar con éxito el problema de la violencia individual y del delito. La cárcel puede transformarse en laboratorio de producción del saber social indispensable para la emancipación y el progreso de la sociedad. 10) Valor absoluto y relativo de los roles profesionales. Valorización de los roles técnicos y “destecnificación” de la cuestión carcelaria. Destecnificación significa algo compatible con los roles técnicos. Ella se refiere a la multiplicación de los roles profesionales y no profesionales requeridos por la estrategia de reintegración social propuesta, a la extensión potencialmente universal de las competencias de los actores en la realización de esta estrategia. Todos pueden y son llamados a participar. Porque el lugar de la solución del problema carcelario es toda la sociedad. Ahora bien, para hacer esto posible, debemos pensar si nuestra política criminal trabaja sobre estereotipos o si realmente tiene un espíritu de eficacia para resolver el problema. En este caso, creemos que la primera exigencia es transparentar lo que pasa intramuros, de modo tal que la teorización deje de dar la espalda a la realidad de la cárcel. Entonces, lo primero será hacer un estudio o análisis de su vulnerabilidad y, mediante una mínima intervención, reducir el daño con el cual de por sí, el individuo ingresa a prisión, disminuir la vulnerabilidad en vez de acrecentarla, de forma tal que finalmente se abra la posibilidad de reinserción, intentando, por sobre todas las cosas, que el cumplimiento de la pena no culmine en peores condiciones de socialización que las que presentaba antes de ingresar. En conclusión, es tiempo de archivar el discurso del tratamiento resocializador fundado en la criminología etiológica y comenzar una elaboración de una filosofía de un “trato más humano reductor de la vulnerabilidad”. Esto es así ya que, a nuestro parecer, la resocialización es esencialmente compatible con el pleno ejercicio de los derechos humanos y como tal debe seguir siendo inexcusable punto de referencia. Por último, compartimos el pensamiento de Schall–Schreibauer: “Una sociedad que quiere mantenerse en un Derecho Penal respetuoso de la individualidad y de los derechos fundamentales de la persona, también debe respetar al delincuente, y concederle la posibilidad de una resocialización cierta; para ello debe estar dispuesta necesariamente a soportar un riesgo para la seguridad de la colectividad”(6). V. 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