<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold>Sumario: I. Breve reseña histórica. I. 1. Introducción. I. 2. La responsabilidad de la “clase” de los comerciantes. I. 3. Las vías concordatarias. II. La unificación entre civiles y comerciantes. II. 1. Una serie de diferencias insalvables. II. 2. La situación de los civiles, hoy consumidores. III. La globalización y su impacto en el derecho concursal. III. 1. La reformulación del esquema preventivo. III. 2. El principio de conservación de la empresa. IV. Los consumidores. IV. 1. Las consecuencias del sobreendeudamiento. IV. 2. La necesidad de advertir el enfoque particular del consumidor. VII. 3. Algunas notas particulares del régimen para pequeños deudores. VII. 4. Otros proyectos relativos al consumidor. VIII. Epítome</bold></intro><body><page><bold>I. Breve reseña histórica I. 1. Introducción</bold> Hace casi 30 años, cuando la ley 22917 modificó el régimen concursal regulado por entonces en la ley 19551, y unificó el régimen de comerciantes con los civiles, dicha alternativa jurídica fue vista con beneplácito por la doctrina en general. Hoy puede decirse que las deficiencias legislativas de dicha unificación fueron superadas en gran medida por los jueces en una interpretación de congruencia, pero que aún han quedado aspectos totalmente contradictorios como lo son las llamadas “quiebras de papel”, cuando se trata del sobreendeudamiento de particulares. Resulta un lugar común recordar que la quiebra <header level="4">(1)</header> fue el primer procedimiento de naturaleza concursal que conoció la humanidad y que su carácter de ejecución colectiva estaba limitado a los comerciantes, es decir, a quienes comprometían hasta su propia libertad personal mediante el ejercicio del comercio. Así, el derecho concursal como integrante del derecho mercantil tuvo su origen en las célebres comunas de la Edad Media, que dio nacimiento al derecho estatutario pues los comerciantes aglutinados en los burgos reclamaron de los señores feudales las libertades de comercio y de sus propias instituciones. Tal como recuerda Satanovsky <header level="4">(2)</header>, los deudores insolventes comprometían su persona o su trabajo, a título vitalicio o temporario, como colonos o en condiciones análogas a la “<italic>nexum</italic>” del derecho romano primitivo. Sin perjuicio de la compulsión personal sobre el deudor como forma de satisfacción de los créditos, en la Edad Media el procedimiento de ejecución colectiva que implicaba la quiebra era concebido ante todo como un instituto esencialmente punitivo, desde que el arresto, el bando de destierro, la infamia, la incomunicación eran algunas de las sanciones a las que podía ser sometido el fallido. A esos fines, Heredia <header level="4">(3)</header> cita que la “banco-rotto” y sus consecuencias patrimoniales y personales pueden extraerse de la lectura del Estatuto de Vercelli de 1241, del Estatuto de Piacenza, de 1245, y posteriormente del Estatuto di Firenze, de los años 1322-1325. En general, a juzgar por sus características, la quiebra –enmarcada en el “<italic>ius mercatorum</italic>” y como instituto de protección del comercio– fue el resultado de la combinación de tres instituciones del derecho romano: la “<italic>datio in solutum</italic>”, que implicaba el desapoderamiento del deudor por la autoridad; la “<italic>missio in rem possessionem</italic>”, que hacía que los acreedores concurrieran al cobro de su crédito en un pie de igualdad, y el “sequester”, que evitaba la dispersión de los bienes. De este modo nacieron los estatutos de las distintas ciudades; allí se establecían los derechos de los comerciantes, a su propia jurisdicción y, por ende, a darse sus propias instituciones, entre ellas, el derecho falencial que se caracterizaba entonces por constituir la ejecución colectiva del comerciante que cesaba en sus pagos, y que dio lugar al estatus de “fallido”, y de allí el famoso proloquio “<italic>fallitus, ergo fraudator</italic>” <header level="4">(4)</header>. El famoso brocardo pone de relieve la afirmación de Satanowsky <header level="4">(5)</header> en el sentido de que el comerciante ponía en juego no solamente su responsabilidad patrimonial, sino también personal; por ello, la existencia en aquellas épocas de la “prisión por deudas”. <bold>I. 2. La responsabilidad de la “clase” de los comerciantes</bold> El estudio de los estatutos de las principales ciudades demuestra que la quiebra era considerada un “delito económico” e implicaba el arresto del fallido, lo que llevaba a la declaración jurídica de insolvencia y, por ende, se ordenaba el desapoderamiento y se disponía la liquidación del patrimonio, con la finalidad de satisfacer a los acreedores con su producido. De esta forma, la quiebra constituyó el proceso judicial donde entró a jugar en plenitud el principio, hoy indiscutido, de que “el patrimonio del deudor constituye la prenda de los acreedores”. Va de suyo que desde siempre la sentencia de quiebra traía aparejados no solamente efectos patrimoniales, como el desapoderamiento y la consiguiente incautación a los fines de la liquidación patrimonial, sino también efectos personales como la inhabilitación del fallido. En este sentido, los efectos personales, que en la Edad Media tenían carácter vejatorio, se fueron suavizando, pero durante mucho tiempo se entendió necesario calificar la conducta del fallido y aplicar sanciones en sede concursal. De este modo, se dejó de lado la “prisión por deudas” pero se siguió juzgando la conducta del comerciante y disponiendo que sólo podía requerir el concurso preventivo aquel que no fuera culpable de su insolvencia. Este régimen fue superado en Europa por la legislación francesa de 1848 y posteriormente por la introducción en Bélgica del concurso preventivo, incorporado en la legislación patria mediante la sanción de la ley 4156, que dejó de lado el sistema falimentario del Código de Comercio de Vélez. A partir de dicha ley, el concurso preventivo siguió requiriendo como condición de homologación el análisis de la conducta del deudor y, lentamente, la doctrina fue humanizando el procedimiento y separando la conducta del empresario de la suerte de la empresa propiamente dicha. Tal como dijimos, los últimos años del siglo XIX marcan la franca aparición de una nueva solución concursal, es decir, el incipiente convenio preventivo judicial, que se suma al convenio solutorio conocido desde la época estatutaria, y se conocen en España desde 1985 y luego en Bélgica desde 1987 bajo el nombre de “suspensión de pagos”. Por su parte, Francia siguió igual camino en 1889 articulándolo como una eventualidad posible dentro del procedimiento liquidatorio judicial, que posibilitaba una solución entre acreedores y deudor previniendo la declaración de la quiebra. Ahora bien, tal como dijimos, la solución preventiva era concebida por las distintas legislaciones únicamente para el “comerciante bueno, pero desafortunado”, y así surgía del Código de Comercio español de 1889, de la legislación francesa, de la belga, de la italiana y de la alemana, todas las cuales reseñaban al instituto fundado en el principio del <italic>favor debitoris </italic>en la medida que existiese posibilidad de satisfacción de los acreedores sin una imprescindible liquidación. De tal modo, en la legislación patria, la calificación de la conducta del deudor era la alternativa de investigación del quehacer comercial, que se mantuvo en la ley 11719 y en el régimen de la ley 19551, todo lo cual motivó fuertes debates en torno a la eficacia del instituto. Ahora bien, siempre quedó absolutamente en claro que lo que se calificaba era la conducta del comerciante y/o empresario y no de las personas civiles, que no desarrollaban actividad mercantil y, consecuentemente, si llegaban al estado de insolvencia lo era por aspectos ajenos al ejercicio del comercio. <bold>I. 3. Las vías concordatarias</bold> En este sentido, con la evolución del tiempo y con la superación de la visión del comerciante individual por la articulación de la empresa como centro de la actividad mercantil, nace la necesidad de buscar alternativas reorganizadoras que impidan la liquidación de aquellas como unidades productivas útiles para la comunidad. En esta línea, Ripert<header ·4> (6)</header>, citado por Heredia <header level="4">(7)</header>, observa que el neoliberalismo ha admitido que la formación de una empresa ha dejado de ser un asunto de carácter privado, y es evidente que una sociedad comercial que explota una empresa importante, que emplea un gran número de obreros y empleados y debe a muchos acreedores, es un aspecto en donde se encuentra interesada la política del Estado. En consecuencia, a comienzos del siglo 20 nace el proceso preventivo, llamado por entonces “convocatoria de acreedores”, que en nuestra legislación fue introducido por la ley 4156 de 1902 y tomó carta de ciudadanía definitiva en la ley 11719. Va de suyo que la finalidad de este “llamamiento” que el deudor hace a sus acreedores tiene por objetivo superar la insolvencia y evitar la liquidación mediante un acuerdo de reestructuración de las relaciones creditorias que se hiciera extensivo a todos los acreedores, tal como lo estructuraron tanto la ley 19551 como el actual régimen de la ley 24522. En esta inteligencia, en el derecho patrio pero también en el derecho comparado, se consagran los dos procedimientos clásicos como son el concurso preventivo y la quiebra, sin perjuicio de otros procedimientos anexos, según la modalidad de cada país –que no es propósito de este trabajo abordar–. En una palabra, en las primeras épocas los procesos articulados en las leyes de bancarrota se enderezaban a reglar la superación de la insolvencia del comerciante individual o social, y recién con posterioridad a la ley 19551 se produce la unificación entre civiles y comerciantes, en una serie de reformas “aluvionales” que dejaron subsistente una serie de inconsistencias e incoherencias que aún hoy subsisten en el cuerpo del estatuto concursal. <bold>II. La unificación entre civiles y comerciantes II. 1. Una serie de diferencias insalvables</bold> Desde esta perspectiva, cuando se produce muchos años después la unificación entre civiles y comerciantes, no se alcanza a advertir las enormes diferencias entre el quehacer mercantil y la actividad de los civiles, y ello trae aparejadas asincronías indudables. Así, basta pensar en los requisitos de apertura del concurso preventivo para advertir que estuvieron enderezados a reglar la situación de los comerciantes o sociedades regulares que tenían que cumplir con las exigencias propias del estatuto mercantil. En esta línea, conviene recordar que el estatuto del comerciante, aplicable también a las sociedades, requería fundamentalmente una contabilidad uniforme y regular siguiendo la manda de los artículos 43 y siguientes del Código de Comercio, y arts. 61 y siguientes de la ley 19550. Estos recaudos se reflejaban en los requerimientos que aún hoy mantiene el artículo 11 de la ley 24522 con la finalidad de obtener la apertura del concurso preventivo y dotar al juez concursal y a la sindicatura de la información necesaria para la convocación de los acreedores, como así también para conocer las causas de la insolvencia y analizar el quehacer empresario que justificara la propuesta de acuerdo tendiente a lograr la conformidad de los acreedores y la superación de la insolvencia. A poco de andar se advirtió que los civiles no podían cumplir con los recaudos contables, propios de la actividad mercantil, y la jurisprudencia se vio obligada a morigerar las exigencias relativas a la apertura del concurso preventivo de una persona que no ejercía el comercio, y que, por ende, no estaba obligada a llevar contabilidad ni formular balances. A su vez, en la quiebra, atento el carácter liquidatorio de la ejecución colectiva, las diferencias tomaron más tiempo en descubrirse, en la medida que el fallido tuviese bienes para liquidar y repartir entre sus acreedores. Ahora bien, la actividad mercantil requiere de un fondo de comercio, es decir, de una empresa enderezada a la producción de bienes y servicios, por lo que, salvo los casos de pequeños comercios, la ausencia de activo debiera ser una excepción. <bold>II. 2. La situación de los civiles, hoy consumidores</bold> Por el contrario, los civiles, léase: empleados, operarios, jubilados, etc., penden de un salario o haber que en caso de sobreendeudamiento impide hablar de un patrimonio desapoderado en sentido estricto, pues, aun cuando tuvieran una vivienda, es muy probable que ésta se trate del bien de familia, y va de suyo que los salarios tienen carácter alimentario <header level="4">(8)</header>. Ahora bien, la sociedad de consumo implica la proliferación del crédito y la bancarización del sistema de pagos, con campañas publicitarias agresivas que imponen su impronta y la venta a plazo aparejando la compra casi compulsiva de objetos del hogar, todos tendientes a un mejor estándar de vida. Esta modalidad propia de la globalización trajo aparejados los negocios en masa y el nacimiento del consumidor que, a la postre, muchas veces resulta endeudado más allá de sus posibilidades reales de pago y que no encuentra en el proceso concursal ninguna respuesta viable. En consecuencia, aparece con meridiana claridad la absoluta inconsistencia de la vía concursal –tal como está reglada en la actualidad– para dar respuesta a este tipo de problemática y, en el caso de falencia, la imposibilidad de contar con bienes que permitan enfrentar las deudas que gravan al deudor sobreendeudado. Es así que aparece en la sociedad de consumo la realidad del “consumidor”, es decir, la persona que adquiere bienes no en ejercicio del comercio sino como destinatario final, para su núcleo familiar y, consecuentemente, sin ninguna finalidad de lucro. En rigor, esta problemática, tal como se ha dicho, aparece como un fruto del proceso de globalización y del nacimiento del estatuto del consumidor, aspectos sobre los que volveremos. Mientras tanto, también la globalización impactó en el derecho concursal poniendo a la empresa como centro de la tutela de las alternativas preventivas y reformulando el esquema legal en orden a asegurar diversas vías de recuperación y reorganización empresaria. Así, en nuestro país, el viejo acuerdo preconcursal tomó carta de ciudadanía en los arts. 69 a 76, bajo el actual “acuerdo preventivo extrajudicial”, cuya característica concursal como tipo autónomo fue defendida por Truffat <header level="4">(9)</header>, superando la visión contractualista que rigiera en el anterior régimen. Por nuestra parte, señalamos que el instituto aparece con un nuevo perfil jurídico que le otorga efectos similares a los del concurso preventivo y que constituye una eficaz herramienta para el saneamiento empresario. Por otro lado, además del concurso preventivo clásico, el “salvataje” o “intervención de terceros”, reglado en el art. 48 de la LC, introduce una nueva alternativa de reorganización empresaria mediante la transferencia del paquete accionario a aquellos interesados que obtengan el beneplácito de los acreedores y paguen el valor de las participaciones societarias, tal como lo establece la aludida norma. Desde otro costado, las alternativas “rehabilitadoras” de la quiebra tienen un punto de inflexión relevante en el régimen de salvataje de las entidades deportivas, reglada en la ley 25284. En una palabra, el legislador concursal se ha preocupado por la tutela de la gran empresa y también de algunas personas jurídicas en especial, como son las entidades deportivas, por el impacto social que éstas tienen en la comunidad. Ahora bien, las economías familiares no han merecido el abordaje legislativo necesario para tutelar la situación de los pequeños emprendimientos, y mucho menos se ha tenido en cuenta la situación del consumidor, pese a que la globalización establece relaciones asimétricas en el mercado que no pueden ser ignoradas a esta altura de las circunstancias. <bold>III. La globalización y su impacto en el derecho concursal III. 1. La reformulación del esquema preventivo</bold> Desde esta perspectiva, la evolución de los negocios en masa, propios de la globalización, y la relevancia de la empresa fueron cada vez más notables, y todo ello impactó derechamente en el derecho concursal que fue abandonando la quiebra como proceso relevante, para profundizar las alternativas preventivas. En esta inteligencia, a la par del concurso preventivo nacieron los acuerdos preconcursales, de carácter extrajudicial, que sólo se exteriorizaban en el ámbito jurisdiccional cuando se pretendía su homologación por parte del juez concursal en el caso concreto. En una palabra, este tipo de acuerdos tuvo como fundamento la necesidad de adelantar la alternativa concordataria antes de que el estado de cesación de pagos se instalara en el patrimonio de una persona y que, consecuentemente, las fórmulas de reorganización empresaria y reestructuración del pasivo pudieran articularse al instalarse la crisis de la empresa. En este sentido, en el derecho comparado se han buscado diversas alternativas de flexibilización del presupuesto objetivo, es decir, de la insolvencia, mediante fórmulas como la “amenaza de insolvencia”, “sobreendeudamiento”, “crisis de la empresa”, que denotan justamente la necesidad de que la reorganización empresaria se haga en tiempo oportuno. <bold>III. 2. El principio de conservación de la empresa</bold> Desde esta perspectiva, aparece el principio de conservación de la empresa, atento la relevancia de las unidades productivas como creadoras de riqueza y también como dadoras de empleo, otorgando a los trabajadores un rol que hasta entonces no había tenido la importancia que hoy se le reconoce. De tal modo, así como desde la perspectiva de la empresa los acuerdos preconcursales y las alternativas de salvataje se fueron reelaborando, también desde la atalaya de los trabajadores su rol en los procesos concursales fue ganando protagonismo. Ahora bien, no nos interesa en esta oportunidad introducirnos en estos aspectos tan relevantes, sino señalar que la globalización dio también nacimiento a un nuevo sujeto que, en realidad, siempre había estado presente, pero que adquirió un nuevo perfil: el consumidor. Así, en la sociedad liberal del siglo XX, las relaciones contractuales eran de carácter paritario y, por lo tanto, el incumplimiento de las obligaciones aparejaba la responsabilidad consiguiente y la posibilidad de cobro por parte del acreedor. En esta inteligencia, en el caso de insolvencia, los civiles también quedaron sometidos al régimen concursal y se sometían al régimen de la legislación mercantil, sin advertir las asimetrías que ello significaba. En efecto, cuando los negocios en masa pusieron en crisis el régimen obligacional y contractual dando nacimiento al derecho del consumidor, se advirtió que la aplicación de la legislación concursal a los civiles devenía absolutamente inconsistente, y lo que en su momento había aparecido como un avance, hoy demuestra sus graves contradicciones. <bold>IV. Los consumidores IV. 1. Las consecuencias del sobreendeudamiento</bold> Tal como venimos explicando y hemos expuesto en otras oportunidades <header level="4">(10)</header>, en las últimas décadas, como parte integrante del proceso de globalización, hemos presenciado uno de los fenómenos que ha afectado las distintas clases sociales, sin distinción: el consumo. Este proceso es fomentado por todos los medios y se incentiva y enaltece cualquiera fuere la capacidad de pago del sujeto consumidor. El hábito de recurrir al crédito se ha instalado en la sociedad de consumo de una manera patente y éste se ha convertido en un producto más de adquisición. Dicho gráficamente por Truffat <header level="4">(11)</header>, las personas exhiben sus lujosos bienes para que pongan “la ñata contra el vidrio” del consumo. De tal modo, el consumo y su consecuente endeudamiento no distingue entre consumidores de buena o mala fe, es decir, entre aquellos que han recurrido al crédito por razones de necesidad o simplemente por el “afán” de obtener un nivel social, cualquiera sea la capacidad de pago. Esta realidad, su manifestación, tiene un campo de acción concreto en los jubilados, agentes de seguridad, empleados públicos, todas personas que comprometen sus sueldos a futuro ante una sociedad que reclama el consumo. En una palabra, se apunta a un mercado concreto de consumidores, que ve afectado su sueldo en función del crédito proveniente de entidades financieras, bancos y mutuales y, en la actualidad, el conflicto llega a su máxima expresión cuando, como consecuencia del concurso de acreedores primero y la quiebra posterior o directamente la petición de quiebra propia, peligra la continuidad laboral de un sinnúmero de empleados públicos. <bold>IV. 2. La necesidad de advertir el enfoque particular del consumidor</bold> De tal modo, el debate sobre el consumidor sobreendeudado puede ser analizado desde dos enfoques diferentes. Por un lado, en cuanto a su ausencia de previsión legal en la normativa concursal, ya que la ley 24522 tiene virtualmente un único modelo de concurso preventivo o liquidativo para toda clase de deudores. De tal modo, el proceso concursal, ni en su faz preventiva ni mucho menos en la liquidativa, aparece como un vehículo idóneo para que el consumidor intente renegociar con sus acreedores, pues resulta patente que con el sueldo no puede enfrentar la totalidad del pasivo. De allí la necesidad de la existencia de una mediación que articule una alternativa de saneamiento viable para rehabilitar a la persona física e impedir que los embargos le imposibiliten las condiciones de una vida digna. Por el otro, tratándose concretamente de empleados públicos, el “concursamiento o declaración falencial” suele engastar en causal de cesantía del trabajador y, consecuentemente, deviene la pérdida de la fuente laboral. <bold>IV. 3. El vacío legal: la ausencia de un esquema propio del consumidor</bold> Hemos señalado que el primer valladar con el que se enfrenta el consumidor está puesto en la ausencia de previsión legal para este tipo de deudores. En efecto, más allá de la distinción que efectúan los arts. 288 y 289 de la LC con relación a los denominados “pequeños concursos”, la realidad es que se trata de un intento frustrado de simplificación del proceso único, y desde ninguna perspectiva se contempla la situación de la persona física consumidora. De tal modo, el sistema de pequeños concursos es absolutamente insatisfactorio y no marca ninguna diferencia cualitativa, al grado tal que Osvaldo Maffía <header level="4">(12)</header> afirma con toda claridad que “es un procedimiento especial, sólo que sin procedimiento especial”. En una palabra, el régimen de pequeño concurso nada aporta a la problemática planteada sobre la insolvencia de las personas físicas y, por el contrario, se sigue recurriendo al actual esquema falimentario que, al no realizar distinción alguna ante el sujeto consumidor, se traduce en una solución “inconsistente”. Tal como explica Truffat <header level="4">(13)</header>, la concursalidad, privada de su antigua autonomía jactanciosa, ha entrado en crisis en lo atinente al tratamiento de los pequeños deudores al concurrir con la temática de la tutela del consumidor. Así, el autor citado enseña que la inmensa mayoría de los concursos mínimos lo son de pequeños consumidores individuales, y el problema no queda únicamente en la saturación de trabajo para los tribunales sino en la insuficiencia del sistema que se muestra absurdo por exceso y por defecto. <bold>IV. 4. Las incoherencias del sistema</bold> A esta altura de las circunstancias, cabe puntualizar que la persona física consumidora sobreendeudada que es declarada en quiebra deviene inhabilitada por imperio del art. 234 de la LC. Ahora bien, a poco que se lean los efectos que apareja la inhabilitación y que se derivan del art. 238, se advierte que el régimen está pensado solamente para comerciantes y administradores de sociedades comerciales, y no resulta congruente para quienes se endeudan “para vivir”. La situación de sobreendeudamiento no es una cuestión que afecte solamente a los particulares, sino que trasciende la esfera privada para entrar en la cuestión del orden público económico, que hace a las políticas de sanidad y el bienestar general, tal como lo explica Anchaval <header level="4">(14)</header>. En esta línea, el autor citado, parafraseando la conocida opinión de Joaquín Sabina recuerda que: “Menos piadosas que las del corazón son las mentiras de la diosa razón; yo sólo te conté media verdad al revés”. De tal modo, aplicado dicho pensamiento a la problemática del consumidor sobreendeudado, cabe sostener que se ha demostrado que el “abuso de la quiebra” o el aumento de las tasas de presentación de éstas no responden al “abuso del sistema” sino que se encuentran ligadas a cuestiones estructurales o macroeconómicas, no imputables al deudor, como consumidor, y a menudo buscar explicaciones puramente relativas “a la cuestión moral” puede resultar cómodo pero no explica ni mucho menos soluciona la raíz del problema. De tal modo, la verdad es que vivos, vivillos, explotadores y usureros abundan de un lado y del otro, y muchísimas veces ni siquiera se usan los préstamos para adquirir bienes sino como un sobresueldo de una sociedad que insiste en “consumir”. Desde otra perspectiva, atento a que la persona física no comerciante, es decir, el civil o consumidor, no tiene obligación alguna de llevar contabilidad, le resulta muy difícil acceder al concurso preventivo por no contar con medios económicos para enfrentar un plan de pago de los créditos; consecuentemente, la quiebra es la alternativa que, a la postre, luego de un año de descuento de un porcentaje del salario como única vía de obtener fondos, culmina mediante el cese de la inhabilitación, de conformidad con el art. 236 de la ley concursal que le permite liberarse de un pasivo muchas veces “acrecido” como consecuencia de la misma debilidad económica que lo lleva a endeudarse. <bold>V. Las inconsistencias de la inhabilitación de las personas físicas V. 1. La habilitación del trabajo en relación de dependencia</bold> De todas formas, como la ley concursal habilita el trabajo en relación de dependencia y el ejercicio de la profesión, pues nunca podría volverse al sistema de la “muerte civil”, violando garantías constitucionales contenidas en los arts. 14 y 14 bis de la CN, resulta patente que el estatuto del comerciante no le es aplicable y que las sanciones del art. 238 de la ley concursal no estuvieron nunca pensadas para quien no ejerce el comercio. Dicho de otro modo, la consecuencia de la inhabilitación o –mejor dicho– sus efectos son justamente que el inhabilitado no puede ejercer el comercio por sí o por interpósita persona, ser administrador, gerente, síndico, liquidador o fundador de sociedades, asociaciones, mutuales y fundaciones. Tampoco podrá integrar sociedades o ser factor o apoderado con facultades generales de aquellas. En una palabra, los efectos del art. 238 estuvieron siempre enderezados al quehacer comercial y, en su caso, denotan una visión “represiva” propia de la quiebra que hoy parece inadmisible, máxime cuando se trata de un consumidor. Dicho derechamente, en la actualidad cabe cuestionar la inhabilitación del art. 238 por su carácter punitivo dentro del ámbito de la actividad comercial y, con mayor razón, cuando se trata de civiles sobreendeudados, verbigracia: el consumidor. De todas formas, en el actual sistema legal, el fallido queda desapoderado de sus bienes hasta su rehabilitación, pero ésta se produce automáticamente al año y permite la “liberación” de las deudas anteriores con el nuevo patrimonio que adquiera, lo que puede resultar una solución que no siempre sea justa cuando existan deudas alimentarias o gastos producidos por el propio proceso jurisdiccional. <bold>V. 2. El cese de la inhabilitación</bold> En esta inteligencia, hemos puntualizado <italic>supra</italic> que la inhabilitación cesa automáticamente al año de la quiebra, y en consecuencia nace una nueva masa frente a los nuevos acreedores, y los eventuales bienes desapoderados son los que quedan afectados al pago por título anterior al pago o a la falencia. Este aspecto también se encuentra impropiamente reglado en la ley, que no establece los límites de la “liberación”, pues parece totalmente injusto que cualquier comerciante o empresario –e incluso un consumidor– pueda quedar exento de pagar deudas alimentarias o los propios gastos del proceso que su quiebra ha aparejado. En una palabra, el esquema relativo al concurso o falencia del consumidor no tiene ningún tipo de respuesta en el actual estatuto concursal. De tal modo, este “nuevo comienzo” puede ser una solución positiva o negativa según la situación de la persona fallida y, concretamente, con relación al consumidor no existe respuesta legislativa concreta. Así, cuando el deudor “sobreendeudado” se presenta a pedir su propia quiebra, se plantean diversas soluciones jurisprudenciales <header level="4">(15)</header> y doctrinarias <header level="4">(16)</header> que ponen en “tela de juicio” los criterios de interpretación del actual sistema concursal. Desde esta perspectiva se cuestiona el derecho a peticionar la propia quiebra cuando el consumidor carece de patrimonio y se advierte que el objetivo final del proceso es obtener el levantamiento de los embargos del sueldo y, por último, limpiar el pasivo mediante la rehabilitación que procede al año de su declaración, de conformidad al art. 236, LC. Ahora bien, el debate planteado va mucho más allá que la ansiada “rehabilitación del fallido”, pues frente al régimen del empleado público, de nada vale “limpiar el pasivo” si, en definitiva, la relación de dependencia laboral se encuentra “pendiendo de un hilo” y la cesantía es la consecuencia de tal declaración. <bold>VI. El sueldo como garantía de los acreedores VI. 1. La falta de tutela del endeudamiento del consumidor</bold> Desde esta perspectiva, cabe destacar que el abuso de la quiebra o el aumento de las tasas de presentación no responden mayoritariamente a conductas reprochables, sino que se encuentran fuertemente ligadas a cuestiones estructurales macroeconómicas. Así, el ingreso regular y la estabilidad laboral constituyen la garantía que los acreedores tienen en miras al momento de otorgarle un crédito al consumidor. En efecto, hemos dicho que es lógico que hoy las personas deseen tener acceso a bienes de uso cotidiano e, incluso, imprescindibles para mejorar la calidad de vida. En consecuencia, para evitar el sobreendeudamiento del consumidor, tanto en el derecho comparado como en nuestro país, se advierten dos niveles de respuesta absolutamente imprescindibles que cabe ponderar brevemente. Desde esta perspectiva, el legislador debe tener en cuenta un esquema de prevención del sobreendeudamiento tendiente a evitar la concesión irrestricta del crédito, así como también y en segundo lugar, una alternativa de tutela, sea judicial o extrajudicial, que habilite la posibilidad de reestructurar el pasivo de la persona física, eliminando los efectos dañosos de la quiebra. En esta línea, se torna necesaria la articulación de un sistema particular que permita la renegociación de las deudas y la superación de la insolvencia, aspecto ausente del actual esquema concursal, y que lleva consigo la necesidad de resolver previamente si esta alternativa debe mantenerse en la jurisdicción concursal o, por el contrario, es propia del estatuto del consumidor. <bold>VI. 2. El abuso del crédito</bold> Desde esta atalaya, cabe prevenir lo que se ha denominado “la industria del crédito” atento a que puede distinguirse entre el crédito “<italic>prime</italic>”, común, corriente; el crédito “<italic>subprime</italic>” de alta tasa, lícito, dirigido a un mercado diferente; y el “crédito predatorio”, que produce un grave daño y que persigue simplemente el consumo a determinados bienes sin preocuparse por la capacidad de pago de las personas <header level="4">(17)</header>. Así, un ámbito de tutela relevante debe enderezarse a asegurar que los préstamos se concedan previo estudio de solvencia, y no se permita el descuento por planilla de porcentajes que afectan el carácter alimentario del salario. Desde esta perspectiva, más allá de la ausencia normativa sobre el tópico planteado y los asp