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El discurso de la “inseguridad” y sus riesgos . La creación de efectivas medidas de seguridad eliminatorias tras la sanción de las leyes 25892 y 25948. Una contradicción legalizada

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Sumario: I. Introducción: Presentando la cuestión y su diseño de análisis. II. La Pena. Esquema analítico acerca de su fundamento y sus fines. III. Los Paradigmas de la Readaptación Social. ¿Aspirando a una reforma moral del delincuente o a su acatamiento de la legalidad? IV. Consecuencias jurídicas eliminatorias: características y reflexiones acerca de su procedencia. Aproximación al problema planteado. V. Las leyes 25892 y 25948. Exposiciones legislativas en torno a su sanción. El discurso de la Inseguridad como justificante de la Inconstitucionalidad. VI. Breve conclusión. El peligroso juego de las inconsistencias normativas
I. Introducción: Presentando la cuestión y su diseño de análisis
La seguidilla de hechos explícitamente “violentos” ocurridos en el conurbano bonaerense a lo largo del año 2004, representaron, materializados en la muerte del joven Axel Blumberg, un punto exacto de convergencia entre los temores e inseguridades latentes en la comunidad toda y la inminencia de una nueva política criminal, que, curiosamente, fueron canalizados a través de la “incorporada” necesidad de “afianzamiento de la seguridad social”.
Claro está que, en un país supuestamente enrolado en el respeto por el federalismo pero donde priman intereses capitalinos, e imbuido por los reflejos y apariencias de lo verdaderamente dañino, es muy sencillo ocultar tras la benevolencia de leyes populares, intereses particulares. Del mismo modo, no resulta complejo, a la luz de este entramado social, manipular las necesidades y emociones que, en definitiva, terminan por decantar en la legitimación de la ilegalidad.
Lo verdaderamente preocupante del asunto se devela cuando estas ilegalidades consentidas no son más que palmarias violaciones a los postulados en los cuales se asienta nuestro Estado de Derecho liberal y, consecuentemente, el mayor documento normativo que nos rige: la Constitución Nacional.
La sanción, hacia el referido año, de las leyes 25892 y 25948 determinó una sustancial modificación en cuanto a los requisitos para acceder a institutos de liberación anticipada tales como Libertad Condicional, Libertad Asistida, Prisión Discontinua, Semilibertad y Salidas Transitorias (beneficios contemplados en el Código Penal y en la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad 24660).
En el presente trabajo buscaremos reflejar que estas transformaciones en el sistema no han hecho más que autorizar la concreción de “verdaderas” medidas de seguridad eliminatorias, que si bien existían literalmente antes de la reforma, encontraban claros límites (legales) al momento de su materialización.
Para ello será preciso primero individualizar la pena dentro de la Teoría de las Consecuencias Jurídicas, resaltando su fundamento y fines y, con respecto a éstos, el modelo al que actualmente adhiere nuestro ordenamiento normativo penal.
Luego, particularizando más el análisis, focalizaremos la atención sobre las medidas de seguridad eliminatorias y la adecuación de su carácter de perpetuidad con los postulados base del mencionado ordenamiento.
Con respecto a la modificación legislativa y a fines de posibilitar un análisis reflexivo de ésta, hemos optado por resaltar especialmente el debate parlamentario suscitado en atención a las referidas leyes.
A lo largo de las deliberaciones transcriptas podrán advertirse algunos juicios de valor motivados por la evidente falta de sujeción y el grosero desconocimiento que, hacia nuestra Carta Fundamental, parecieran tener algunos (la mayoría) integrantes del poder legisferante.
El sistema se ha endurecido, pero no ha sido éste el único efecto producto de la novel normativa: develar las demás consecuencias ocasionadas en nuestro régimen penal es otro de los objetivos del presente trabajo.

II. La Pena. Esquema analítico acerca de su fundamento y sus fines
Coincide gran parte de la doctrina penal en que el fundamento y el fin sobre el cual reposa y hacia el cual apunta la pena(1) como una de las consecuencias jurídicas previstas por el sistema penal, responde eminentemente al modelo de Estado que se busca sustentar.
El fundamento atiende a los cimientos sobre los que se asienta la pena, es decir, aquello que de alguna manera explica la razón de su existencia; el fin (o los fines) es el objetivo que con ella se persigue alcanzar. Se trata, pues, de dos conceptos íntimamente ligados, puesto que lo que da base al instituto debe guardar coherencia con el propósito perseguido; del mismo modo, este último no debe ser inconsistente con relación al referido fundamento.
Dentro de las Teorías del Fundamento y Fin de la Pena pueden discriminarse básicamente las siguientes:
-Teorías absolutas o retributivas
-Teorías relativas o preventivas
-Teorías mixtas

A su vez y con respecto al segundo grupo de teorías, cabe destacar que podemos referir a Prevención General y a Prevención Especial, las que pueden tener un enfoque negativo o uno positivo. Veamos, pues, qué contempla cada una de estas posturas.

Teorías absolutas o retributivas
Desde este enfoque, la pena se orienta hacia el pasado como una respuesta al delito cometido y, por ello, agota su fin en sí misma; esto es, debe aplicarse dicha consecuencia como respuesta y negación ante el mal implicado en el delito.
Enrique Buteler(2) rescata, entre los fundamentos filosóficos de dicha postura, los lineamientos ofrecidos por la corriente kantiana y por la corriente hegeliana.
Para la primera, la sanción penal es un imperativo categórico, esto es, una incondicionada exigencia de justicia, rehusando de este modo la utilización del hombre para conseguir un fin (se visualiza aquí una contrapartida de las teorías preventivas). Hegel, por su lado, encuentra a la pena como la síntesis que supone la relación entre la tesis representada por el ordenamiento jurídico penal y la antítesis contemplada en el delito.
Como puede advertirse, la visión es absolutista, esto es, la pena por la pena misma, y retributiva: devolución de un mal por otro mal causado, que se valora como más gravoso.

Teorías relativas o preventivas
Desde estas postulaciones, la pena se enfoca hacia el futuro (idea de prevención), es decir, no admiten como fundamento de la existencia de aquélla la respuesta a un mal causado (lo pasado, pasado está), sino que con dicha consecuencia jurídica se busca evitar la ocurrencia de nuevos delitos, ya sea dirigiéndose a la sociedad en su conjunto (prevención general), o particularmente al autor de la conducta reprochada (prevención especial).
La Prevención General, y tal como señalábamos líneas arriba, puede adquirir un perfil negativo o uno positivo.
Destaca el autor de referencia(3) que la Prevención General Negativa tiene origen en las elaboraciones de Feuerbach, en que, mediante la aplicación de la pena, se busca demostrar a la comunidad entera los efectos “indeseados” del obrar delictivo, frenando de este modo los impulsos criminales que todos los individuos integrantes del conjunto social poseen y, que por lo tanto, los convierten en potenciales infractores del sistema.
Se visualiza aquí la finalidad ejemplificativa que se persigue, lo cual retrotrae, de algún modo, a los espectáculos públicos de castigo que Michael Foucault pone de resalto en su obra “Vigilar y Castigar. Nacimiento de la Prisión”. En efecto, se lee desde el inicio: “Damiens fue condenado, el 2 de marzo de 1775, a pública retractación ante la puerta principal de la Iglesia de París, adonde debía ser llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano, después, en dicha carreta, a la plaza de Gréve, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio(4), quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento (…) Aseguran que aunque siempre fue un gran maldiciente, no dejó escapar blasfemia alguna; tan sólo los extremados dolores la hacían proferir horribles gritos (…) Todos los espectadores quedaron edificados de la solicitud del párroco de Saint-Paul, que a pesar de su avanzada edad, no dejaba pasar momento alguno sin consolar al paciente”.
De modo inverso, la Prevención General Positiva no pretende, por medio de la aplicación de la pena, generar en la comunidad un sentimiento de temor ante la eventual comisión del delito por parte de cada uno de sus integrantes, sino reafirmar la permanencia e inviolabilidad del ordenamiento normativo, generando así, en el grupo social, la confianza hacia éste.
Tanto la corriente funcionalista moderada representada por Claus Roxín, como la extrema, encabezada por Günther Jakobs, adscriben a esta postura, sea por el aprendizaje, la confianza y la pacificación social que se genera con la aplicación de la sanción –Roxín–, sea por la permanencia de la norma como modelo a seguir para la realización de los contactos sociales –Jakobs–.
La Prevención Especial, como parte integrante de las Teorías Preventivas, también busca evitar la comisión de nuevos delitos (visión futurista), pero para ello centraliza su actuar en la persona del delincuente. Así, o convierte a la pena en una herramienta para eliminar de la sociedad al elemento pernicioso (delincuente) –Prevención Especial Negativa–, o la utiliza para lograr el reingreso (resocialización, readaptación, rehabilitación (5)) de éste a dicho grupo –Prevención Especial Positiva–.
Nuestro ordenamiento penal vigente, en cuanto a la ejecución de la pena, se enrola en una concepción preventivo-especial positiva, lo cual se observa claramente cuando se analizan los lineamientos que plantea el sistema de ejecución penal. En efecto, el artículo 1º de la ley 24660 (Ejecución de la pena privativa de la libertad) determina: “La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad. El régimen penitenciario deberá utilizar, de acuerdo con las circunstancias de cada caso, todos los medios de tratamiento interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad enunciada”.
En el siguiente apartado, el análisis se centralizará –precisamente– en el Modelo o Paradigma asumido por nuestro Estado de Derecho democrático en cuanto a los cimientos y objetivos de la ejecución penal.
Previo a ello, es necesario reseñar brevemente el contenido del tercer grupo de teorías destacado más arriba: las Teorías Mixtas.
Aquí encuentran cabida, precisamente, aquellas teorías que tratando de superar los inconvenientes implicados en las teorías puras, intentan ligar conceptos de una y otra. Ello puede hacerse mediante una base eminentemente retribucionista, pero con un grado de complementariedad librado a la prevención; o con un fundamento preventivo que utilice la retribución para impedir la aplicación de penas superiores a las merecidas atento la entidad del hecho típico cometido.

III. Los Paradigmas de la Readaptación Social. ¿Aspirando a una reforma moral del delincuente o al acatamiento de la legalidad?
En este punto, resulta útil la distinción que plantea Daniel J. Cesano(6) en cuanto a los Paradigmas sobre los que se erige la perseguida resocialización o readaptación social.
Resalta el autor que en lo atinente al tema se presentan básicamente dos posibilidades: o se busca la readaptación a través del respeto a la legalidad o, no siendo ello suficiente para el logro de dicho objetivo, se persigue además la adopción de una determinada concepción de la vida social, la cual, en su caso, es impuesta por el propio Estado. La primera corriente responde a un Paradigma de Readaptación Social Mínima; la segunda, a un Modelo de Máxima Readaptación Social.
Al respecto, explica Cesano que la incorporación a nuestra Constitución Nacional de una serie de tratados internacionales sobre derechos humanos con igual rango que aquélla, producto de la última reforma constitucional, suscitó una especie de debate doctrinario en cuanto a los paradigmas en que se sustenta la ejecución penitenciaria. En efecto, a lo previsto por la última parte del art. 18 de la Constitución Nacional (7), cabe aditar ahora lo dispuesto por un par de tratados que junto con la Parte Dogmática vienen a constituir el llamado “bloque de constitucionalidad federal”.
La lectura conjunta de algunas disposiciones del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos –PIDCP, art. 10 ap. 3–, y de la Convención Americana de Derechos Humanos –CADH, art. 5 ap. 6–, permite inferir que el objetivo que se persigue por medio de la ejecución de la pena privativa de la libertad es la “readaptación social del condenado”.
La opinión mayoritaria –a la cual suscribe al autor que venimos glosando– entiende que de esta lectura armónica se desprende la adhesión por parte de nuestro Estado Democrático a un Programa de Reinserción Social Mínima. No puede ser de otro modo en un modelo de Estado auspiciante de un sistema de Derecho que exige la admisión de la diversidad de valores, el respeto por la autonomía individual y la no violación del Principio de Dignidad Humana.
La pregunta que se impone es: ¿cómo llegar a este resultado?, lo que responden reconocidos juristas en los siguientes términos: “Ofreciéndole al interno, a través del tratamiento penitenciario, una ayuda que le permita comprender los condicionamientos individuales o sociales que provocaron o facilitaron su delincuencia, sin que –con ello– se altere, coactivamente, su escala de valores morales, cuya mutación constituiría, sí, una auténtica trasformación de su personalidad que atentaría contra el derecho de su dignidad”(8).
La LN Nº 24660 contiene una serie de principios que se dirigen al logro del modelo de readaptación social perseguido por nuestro sistema de ejecución penitenciaria (Readaptación Social Mínima). Siguiendo a Cesano pueden discriminarse los siguientes principios:
I- Principio de Democratización: Mediante éste se prevé la participación del interno en la formulación de su tratamiento, que como tal y a diferencia del régimen, debe ser voluntario (art. 5, ley 26660). De este modo se regulan cauces de participación mediante diferentes vías y en variadas oportunidades, por ejemplo: al momento de efectuársele al interno los estudios técnico-criminológicos que requiere el período de observación, o permitiendo su intervención activa en el trabajo y la producción.
II- Principio de Reserva: Reflejando lo dispuesto en el art. 19 de la Constitución Nacional, el art. 2 de la ley 24660 establece: “El condenado podrá ejercer todos los derechos no afectados por la condena o por la ley y las reglamentaciones que en su consecuencia se dicten y cumplirá con todos los deberes que su situación le permita y con todas las obligaciones que su condición legalmente le impone”. Se establece así la prohibición de injerencia por parte del Estado, a través de la ejecución de la pena privativa de la libertad, en todos aquellos derechos del recluso que no se han visto trastocados por la condena impuesta.
III- Principio de Legalidad: De acuerdo con lo establecido por el transcripto artículo 2 de la ley 24660, las limitaciones a los derechos del interno pueden derivar no sólo de la ley sino también de las reglamentaciones que se dicten en torno a la ejecución, afectándose con ello la garantía constitucional de legalidad de la ejecución; cierto es que al lado de la ley se erige un reglamento específico que rige la vida del recluso y cuyo dictado se encuentra en manos de la esfera provincial. De todos modos, estas reglamentaciones no se hallan prohibidas, y su aplicación es incuestionable siempre que mediante ellas no se legitimen intervenciones restrictivas que afecten el mencionado principio de legalidad.
IV- Principio de Control Jurisdiccional Permanente: El art. 3, ley 24660, determina que: “La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, estará sometida al permanente control judicial. El juez de ejecución o juez competente garantizará el cumplimiento de las normas constitucionales, los tratados internacionales ratificados por la República Argentina y los derechos de los condenados no afectados por la condena o por la ley”. He aquí, pues, el control jurisdiccional permanente al que alude este principio. Si bien existen debates en cuanto a quién debe ser el encargado de este rol, el juez de la causa o un juez especializado en la ejecución, se impone la segunda opción. Ocurre que un magistrado con competencia específica garantiza, a más de una dedicación exhaustiva y exclusiva, una actuación despojada de eventuales imparcialidades. Para ejercer el mencionado control, dicho operador cuenta con múltiples funciones que autorizan su injerencia, entre ellas: funciones de tutela, funciones decisorias, funciones de control y funciones de mero conocimiento.
V- Principio de respeto a la dignidad del interno: A los fines de lograr el objetivo de la ejecución penitenciaria, el cual, como oportunamente se destacara, persigue únicamente el acatamiento de la norma por parte del interno, la contrapartida será, pues, la contemplación en su máxima expresión de la dignidad de éste.
VI- Principio de no marginación: Estrechamente vinculado con el anterior, este principio considera particularmente el aislamiento y la pérdida de contacto con el mundo exterior que supone para el recluso su vida intramuros; por ello, las modernas legislaciones penitenciarias –entre ellas nuestra ley 24660– incorporan a su preceptiva un elenco de alternativas que permiten aminorar dichos efectos generados; pueden destacarse: la permisión de visitas –dirigidas a la conservación de los lazos afectivos–, los regímenes de salidas transitorias y semilibertad, la prisión discontinua y la prisión domiciliaria(9).
Cierto es que basta con una mera observación superficial para advertir la incongruencia de nuestro actual sistema de Ejecución Penitenciaria –cuestión coyuntural por cierto– con los postulados en que debe apoyarse; incoherencia ésta que no responde precisamente a una desarmonía legal sino a una deficiente operatoria administrativa. Sin embargo, independientemente de la crisis que nuestra política criminal en su conjunto atraviesa, las formulaciones normativas a las que debe ceñirse la referida ejecución nos devuelven el ideario de Pena Privativa de la Libertad que se persigue, modelo donde la persecución de la eliminación del delincuente no puede encontrar cabida alguna.
Pero, ¿qué implica precisamente esta idea de eliminación? ¿Existe en nuestro ordenamiento penal alguna consecuencia jurídica que contemple esta posibilidad? De ser así, ¿cómo podríamos clasificarlas y encastrarlas en un sistema constitucional, que, como el nuestro, se proclama ampliamente respetuoso de los derechos humanos? ¿Estamos en presencia de una verdadera inconsistencia normativa? En lo que sigue, intentaremos dar respuesta a estos interrogantes.

IV. Consecuencias jurídicas eliminatorias: características y reflexiones acerca de su procedencia. Aproximación al problema planteado
Explica Ana. M. Cortés de Arabia que “Las leyes penales establecen como consecuencia del hecho delictivo, al lado de la pena, las medidas de seguridad aplicables a sujetos en los cuales la amenaza contenida en aquella no los detiene en su acción. Es una de las formas por medio de las cuales el Estado ejerce el control social”(10).
No obstante ello, destaca la autora que esta consecuencia jurídica sustitutiva de la pena, pese a no ceñirse al Principio de Culpabilidad –en la mayor parte de los casos–, lo que sí sucede con la pena, debe respetar los Principios de Legalidad (art. 18, CN) y de Reserva Penal (art. 19, CN), focalizando sus fines en la Prevención Especial.
El fundamento de las medidas de seguridad reposa en el concepto de peligrosidad, concepto éste íntimamente ligado a una concepción de Derecho Penal de Autor y no de Acto, como al que adhiere nuestro sistema de Derecho Penal.
Con respecto a la noción de peligrosidad, María Florencia Heglin(11) destaca un interesante análisis acerca de la distinción que al respecto han efectuado la Psiquiatría y la Psicología, caracterización que también ha sido adoptada por la Criminología.
De este modo, existe por un lado la “peligrosidad social”: referida específicamente al campo jurídico, sólo se pone de manifiesto ante una conducta del individuo que causa perjuicio a la sociedad y se encuentre tipificada como delito; esto es, un acto externo del hombre que la comunidad haya acordado expresamente como perjudicial. Desde esta noción, la calificación de peligrosidad queda estrictamente reservada al juez, sin perjuicio de la colaboración que psiquiatras y psicólogos puedan brindarle al respecto.
Por otro lado, aparece la concepción de “individuo socialmente peligroso”, referida a un sujeto que probablemente pueda cometer un delito, es decir a la peligrosidad potencial del individuo.
Atento a esta distinción, la Escuela Positiva Italiana de Ferri diferenció la peligrosidad criminal del delincuente de la peligrosidad social; en el primer caso se trata del peligro de la reincidencia, que da lugar a la defensa social represiva; en el segundo, es el peligro del delito concreto lo que interesa, lo que da lugar con ello a la defensa preventiva.
Ligando ambas manifestaciones del concepto de peligrosidad podrá advertirse que en nuestro ordenamiento normativo las “medidas de seguridad” responden –como estímulo de aplicación– al ideario de peligrosidad social; pero luego sostienen su permanencia conforme a la idea de individuo socialmente peligroso. En efecto, como expresa Claus Roxín: “Sólo partiendo de la peligrosidad y de la defensa social, es posible la aplicación de ciertas sanciones a los inimputables y a ciertos imputables”(12).
Ahora bien, ¿qué sucede con las medidas de seguridad del tipo que aquí interesan (eliminatorias)?
Nuevamente, siguiendo a Cortés de Arabia (13), este tipo de consecuencias jurídicas para imputables, a diferencias de aquellas que se aplican a inimputables (tutelares y curativas), sí responden al Principio de Culpabilidad, puesto que aquí el elemento subjetivo del delito como tal se encuentra intacto, ya que la capacidad para efectuar el reproche penal (imputabilidad) no está alterada por la falta de madurez o de salud mental. De todas maneras, a esta culpabilidad, como parte de su fundamento, se agrega además la peligrosidad, obviamente desde su enfoque individual, la que, por otro lado, justifica la durabilidad de la medida.
A propósito de cuanto refiere a la extensión de este tipo de medidas, el artículo 52, CP, establece que: “Se impondrá reclusión por tiempo indeterminado como accesoria de la última condena, cuando la reincidencia fuere múltiple en forma tal que mediaren las siguientes penas anteriores: 1. Cuatro penas privativas de libertad, siendo una de ellas mayor de tres años; 2. Cinco penas privativas de libertad, de tres años o menores. Los tribunales podrán, por una única vez, dejar en suspenso la aplicación de esta medida accesoria, fundando expresamente su decisión en la forma prevista en el artículo 26”. De la lectura de esta norma puede caracterizarse a la medida impuesta como sine die, en tanto la reclusión por tiempo indeterminado aditada a la última condena se torna temporalmente ilimitada. Ahora bien, en un ordenamiento normativo penal como el nuestro, en el que la prevención especial positiva constituye el objetivo que persigue nuestro sistema de consecuencias jurídicas, las cuales, desde su expresión punitiva, suscriben a un Programa de Readaptación Social Mínima, la indeterminación y perpetuidad no pueden ser admitidas sin contradecir tales fines. De este modo, el artículo 53, CP, soluciona la eventual problemática planteada por su precedente, y determina: “En los casos del artículo anterior, transcurridos cinco años del cumplimiento de la reclusión accesoria, el tribunal que hubiere dictado la última condena o impuesto la pena única estará facultado para otorgarle la libertad condicional, previo informe de la autoridad penitenciaria, en las condiciones compromisorias previstas en el artículo 13, y siempre que el condenado hubiere mantenido buena conducta, demostrando aptitud y hábito para el trabajo, y demás actitudes que permitan suponer verosímilmente que no constituirá un peligro para la sociedad. Transcurridos cinco años de obtenida la libertad condicional el condenado podrá solicitar su libertad definitiva al tribunal que la concedió, el que decidirá según sea el resultado obtenido en el período de prueba y previo informe del patronato, institución o persona digna de confianza, a cuyo cargo haya estado el control de la actividad del liberado…”.
Como se advirtió en la Introducción, la violencia social puesta de manifiesto durante la última década de nuestra historia nacional, y los consecuentes reclamos por “mayor seguridad” en los cuales la comunidad en su conjunto canalizó las sensaciones que este fenómeno “multicausal” generó, dieron lugar durante el año 2004 a una serie de debates parlamentarios. La tarea legislativa se concentró, primordialmente, en el endurecimiento del sistema frente a determinado elenco de delitos, de lo que se obtuvo –entre otros–, la reforma de varios artículos del Código Penal y de la ley 24660, a través de las leyes 25892 (5/5/04) y 25948 (20/10/04) respectivamente.
En lo que aquí interesa y a los fines del presente trabajo, mediante la reforma se impusieron estrictos límites a la obtención del beneficio implicado en ciertos institutos de liberación anticipada.
Así, en los casos de penas privativas de la libertad perpetuas, los veinte años de cumplimiento efectivo de la condena como requisito temporal para acceder a la Libertad Condicional exigidos por el artículo 13, CP, fueron elevados a 35 años (artículo 1º, ley 25892).
Por otro lado, a la imposibilidad de acceder a la Libertad Condicional para reincidentes impuesta por el artículo 14, CP, se añadió dicha privación para los autores de los delitos previstos en los artículos 80 inc. 7º (Homicidio Criminis Causa); 124 (Abuso Sexual seguido de muerte); 142 bis anteúltimo párrafo (Privación ilegítima de la libertad para lograr un propósito seguida de muerte); 165 (Homicidio en ocasión de Robo) y 170 anteúltimo párrafo (Secuestro extorsivo seguido de muerte). Como puede advertirse, el elemento común en todos estos delitos está representado por la muerte de la víctima –art. 2º, ley 25892–.
Ahora bien, la pena prevista en el artículo 80 inc. 7º es la reclusión o prisión perpetua; igual sucede con respecto al artículo 124 (conf. ley 25893 -26/5/2004-); 142 bis anteúltimo párrafo (conf. ley 25742 -20/6/2003-) y 170 anteúltimo párrafo (conf. ley 25742 – 20/6/2003-); el único que escapa a este tipo de condena es el Homicidio en ocasión de Robo, que prevé una pena de 10 a 25 años de reclusión o prisión.
Por su lado, y como consecuencia de esta reforma legislativa, mediante la ley 25948 se incorporó a la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad (24660), el Capítulo 2 Bis, y dentro de éste, el artículo 56 bis, que prohíbe el acceso a los beneficios comprendidos en el Período de Prueba, la Prisión Discontinua o Semidetención y la Libertad Asistida, para los individuos condenados por los delitos precedentemente enumerados.
De este modo, el razonamiento se impone: excepto el artículo 165, el resto de los preceptos descriptos disponen una pena (¿o medida?) que, atento las consecuencias de las mencionadas reformas, se torna “literalmente” perpetua, es decir, indefinida.
¿Cómo lo compatibilizamos con los postulados que proclama y en los que se sustenta, en lo referente a la ejecución penal, el bloque de constitucionalidad federal? ¿Cómo juegan los objetivos de prevención especial positiva, la resocialización mínima del delincuente y los derechos humanos en que éstos reposan, en un sistema que, para algunos casos, dispone la “real eliminación” del individuo de la sociedad? ¿Advirtieron esta inconsistencia normativa nuestros legisladores?
En el apartado siguiente se destacarán algunas de las exposiciones suscitadas en torno al debate parlamentario surgido a raíz de las referidas leyes reformatorias. Ello permitirá, en alguna medida, responder a los interrogantes aquí planteados y arribar finalmente a la conclusión demostrativa del problema propulsor del presente trabajo.

V. Las leyes 25892 y 25948. Exposiciones legislativas en torno a su sanción. El discurso de la Inseguridad como justificante de la Inconstitucionalidad
El 5 de mayo del año 2004, durante su 9ª reunión y 7ª sesión ordinaria, la Honorable Cámara de Senadores aprobó por amplia diferencia de votos positivos el proyecto de ley que había tenido origen en dicha Cámara Alta el 7 de abril del mismo año; previo a ello, en sesión especial del 29 de abril de 2004, la Cámara Baja había ratificado la propuesta de Senadores.
De este modo, se daba origen a la ley 25892, concreta materialización de los reclamos sociales que emergieron, principalmente en la provincia de Buenos Aires, luego de una serie de hechos violentos que tuvieron como resultante la muerte de varias personas.
Así, dentro de un “particular” concepto de seguridad, la mencionada norma vino, entre otras cosas y tal como hemos resaltado oportunamente, a “endurecer” los requisitos exigibles a los fines de la concesión del beneficio de la Libertad Condicional para aquellos sujetos condenados por un elenco de delitos calificados como aberrantes.
Durante la sesión ordinaria que tuvo lugar en legisladores, a raíz de la presentación del proyecto que decantaría en la ley (5ª reunión, 3ª sesión), merecen destacarse algunas exposiciones al respecto.
El senador Agúndez manifestó: “Hace tiempo que la inseguridad en nuestro país ha traído la intranquilidad y el miedo a la familia argentina. Por ello, como lo veníamos diciendo en reiteradas oportunidades, considero que el Poder Legislativo tiene que brindar su aporte cada vez que hay una situación de crisis, dando respuestas e instrumentos para la actuación correcta por parte de la Justicia (…) La sociedad quiere percibir tres cosas fundamentales. En primer lugar, que toda persona que cometa un delito tiene que estar y tiene que ser aprehendido. En segundo término, que toda persona aprehendida que cometió un delito debe ser condenada. Y, por último, una vez que ha sido condenada, tiene que cumplir su pena(…)Hoy tenemos a una Argentina distinta de aquella en la que se sancionó el Código Penal; no se conocía el conurbano con la cantidad de habitantes que lo ocupan en la actualidad(…) Es una Argentina de muchos más habitantes que la que había en la época en que se hizo el Código Penal. Es una Argentina en donde, seguramente, no podemos responder —como se lo hacía en esa época— de un modo más general al problema básico de la criminalidad. Por eso, debemos repensar qué filosofía le vamos a poner a la reinserción social del delincuente, ¿vale o no la pena?, ¿qué vamos a hacer con eso? Esto de garantista y mano dura es un insulto a la interpretación de lo que necesita la sociedad. La sociedad quiere que el Estado proteja sus vidas, sus bienes y todos los derechos y garantías que la Constitución Nacional les brinda. Además, tenemos que empezar a discutir qué sistema penitenciario queremos en la Argentina…”.
De manera coincidente, el senador Capitanich expuso: “La seguridad pública hoy es un tema extremadamente complejo que está instalado en la agenda social de la República Argentina. Es una política que puede denominarse transversal porque, efectivamente, abarca a todos los sectores sociales (…) Desde 1990 hasta la fecha los delitos que se denunciaban en el país eran 500.000 y pasaron a cerca de 1.500.000. Esa es la proyección que tenemos para el año 2004. O sea, un incremento de aproximadamente tres veces en las cifras que teníamos hace catorce años (…) Estamos frente a un conflicto de una magnitud extraordinaria y ante una fuerte demanda social –una gran movilización social– y, por supuesto, debemos trazar una agenda de cumplimiento de una serie de cuestiones…”.
A lo que el senador Bussi aportó: “…he visto con alarma cómo eso que se denomina “garantismo” ha

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