<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>Los pronunciamientos jurisdiccionales conforman un silogismo dialéctico cimentado en opiniones que –paralelamente– se nutren y reposan en argumentos. Esto es: como las sentencias consisten en una argumentación para convencer o persuadir acerca de la exactitud de la decisión, por ser legalmente correcta, valiosa y coherente con el sentido común, deviene indispensable que en su construcción se acate el deber de motivar. Así es como los imperativos constitucionales y de las normativas rituales exigen de los jueces la resolución de las causas sometidas a su conocimiento con fundamentación lógica y legal. La transgresión a esta manda se conmina con la nulidad del acto decisorio; sanción procesal que resulta consecuente armónico de la priorización del derecho de defensa en juicio al funcionar como factor excluyente de resoluciones irregulares, en tanto la debida motivación exterioriza desde un enfoque endoprocesal el mecanismo descriptivo y justificante que, sobre la base de una argumentación racional y jurídicamente válida, sustenta la decisión propiciada<header level="4">(1)</header>. Esa perspectiva endoprocesal o interna va dirigida a asegurar a las partes el mejor ejercicio del derecho a impugnar la sentencia, al hacerles conocer los motivos de la decisión que ella expresa y que causa agravio, y facilitar el control sobre el decisorio recurrido<header level="4">(2)</header>. Pero también desempeña una función extraprocesal, que no es otra que asegurar el control del comportamiento funcional del órgano jurisdiccional en el ejercicio del poder que le es propio, dentro del ámbito mayor del principio de controlabilidad que distingue la noción moderna del Estado<header level="4">(3)</header>. En similar sentido se ha precisado que constituye una garantía constitucional de justicia fundada en el régimen republicano de gobierno que, al asegurar la publicidad de las razones que tuvieron en cuenta los jueces para pronunciar sus sentencias, permite el control del pueblo– del cual en definitiva emana su autoridad– sobre su conducta<header level="4">(4)</header>. Como síntesis puede decirse que la debida motivación encorseta el máximo cometido de los jueces (juzgamiento y resolución del conflicto intersubjetivo de intereses), desde que para éstos importa el ineluctable impedimento para un ejercicio errático de sus potestades decisorias, del cual –en ausencia de ella– podría derivarse una lesión al derecho de defensa. Ahora bien: la innegable trascendencia de esta regla no parece (no debe, nos adelantamos a calificar) admitir excepciones en orden al componente subjetivo destinatario de su observancia. Y decimos que no debe (o debería) existir margen que posibilite la mengua al acatamiento del deber de motivar cuanto más cerca nos encontremos de la cúspide jurisdiccional, porque el arribo a un resultado justo a través de la faena de los órganos preconstituidos por el Estado sólo se concibe garantizado mediante el tránsito por las instancias ordinarias y extraordinarias locales, cuyo agotamiento recién habilitará la competencia extraordinaria del Órgano Cimero de la Nación, sin perjuicio de los supuestos que engastan en su competencia originaria (arts. 116 y 117, CN). Así, entonces, nos enfrentamos con un acceso restringido de contiendas judiciales a esa Alta Sede, sea por las particularidades inmanentes del recurso extraordinario federal, sea por la propia naturaleza de las causas que por ley facultan su intervención. La sociedad –entonces– se halla con puertas usualmente cerradas para innúmeros temas judiciales (de lo que no escapan las pretensiones resarcitorias) y franquearlas representa un desafío que necesita técnica y una buena dosis de suerte. El mayor protagonismo de la CSJN en la materia que concita nuestro interés –sin que ello haya importado desnaturalizar el carácter excepcional de su intervención– no puede escindirse de la justicia que reclama el legitimado que ante ella acude, como tampoco puede desentenderse de las consecuencias sociales que se proyectan de sus actos decisorios. Esa nueva identidad se ha trabajado merced a una declinación de formalidades exacerbadas, una consideración auténtica y apoyada en la búsqueda de la verdad jurídica objetiva, un llamado a criterios de razón, equidad y experiencia que refuerzan los resultados de la jurisdicción y un permanente rescate al deber de motivar cuya inobservancia es denunciable por tacha de arbitrariedad. Pero como ocurre con Jano, si todo lo recién expuesto representa una de sus caras, la otra queda delineada no sólo con la institución del <italic>certiorari </italic>(art. 280, CPCN) sino también con la licencia que –de manera más o menos disimulada– utiliza el Máximo Tribunal al dictar sentencias con “sumaria” motivación que, en nuestra opinión, resultan incursas en arbitrariedad conforme los propios argumentos que en su oportunidad generaron la creación pretoriana de esa causal extraordinaria. No es baladí advertir acerca del riesgo cierto que entraña la producción del precepto individual –el fallo, creación por antonomasia de los magistrados judiciales– que, mediante las dos vías precitadas, se convierte en un acto discrecional inmerso en una política jurisdiccional errática y –por ello mismo– arbitrario por su carencia de motivación. Tengamos presente que aun con la letra de ley y de actuación dentro de sus límites objetivos, puede ocultarse la contravención a los fines que ella tuvo en cuenta al reconocer las facultades; esto es, que la manifestación externa del acto se desentienda del servicio para el que nació (ejercicio abusivo, art. 1071, CC). En lo que a nuestro tema atañe, consideramos que la máxima judicatura del país en numerosas ocasiones incurre en “desvío” al adoptar una actitud de exceso en la apreciación de las exigencias formales de la impugnación sin otra argumentación que “el recurso extraordinario es inadmisible (art. 280, Cód. Procesal)” o cuando incursiona en las órbitas del fenómeno resarcitorio a las que luego juzga sin mayor argumentación sustentatoria. Ambos supuestos provocan incertidumbre y desasosiego porque nos posicionan frente a un órgano que batalla entre un oficio que cumple de modo solemne, estricto e irreductible y –a veces– con aquel otro que ejerce no exento de entusiasmo por vía –en especial– de la arbitrariedad, sin perjuicio de los supuestos que habilitan su competencia originaria. La cuestión es –en nuestra opinión– que tal labor por parte de la CSJN debe concretarse con los mismos recaudos que gobiernan la actividad decisoria de todos los órganos jurisdiccionales, no sólo porque no existe soporte normológico alguno que amerite su apartamiento, sino a fin de no contravenir el axioma “<italic>venire contra factum proprium non valet</italic>”. Nos parece razonable que el Máximo Órgano de Justicia de la Nación ante el cual se discuten los temas sociales más sensibles para la población, cuente con un mecanismo que, a modo de compuerta, evite su propio colapso por exceso de causas. Lo que no nos resulta tan razonable es que el uso de esa herramienta procesal repose en voluntades subjetivas o carentes de fundamentación, supuesto que vuelve sobre sus pasos para encontrar su punto basilar en la sola autoridad de quien decide. Menos razonabilidad encontramos cuando de lo que se trate es que, una vez superado el examen de admisibilidad formal, el acertamiento final de la contienda se presente huérfano de la debida motivación, la que –por su propia naturaleza– exige la presencia de la racionalidad, razonabilidad e integración clara de los argumentos. En esta línea coincidimos en que una sentencia de la CSJN también puede violentar garantías constitucionales como el debido proceso y la defensa en juicio y que el cenit de la preocupación radica en que “como decía un viejo artículo de Miguel Ángel Rosas Lichtschein, ‘<italic>Quid custodiam custodiet?</italic>”, ¿quién custodia al guardián?<header level="4">(5)</header>. Ahora bien, en un terreno como el del Derecho de Daños, de inobjetable sensibilidad cuando el objetivo resarcitorio se vincula a la vida humana (y no sólo y exclusivamente en ese ámbito mencionado sino en el universo de intereses que compromete), es preciso tener en cuenta que la no admisión por demasía en el número de causas en las que el Tribunal pueda conocer se traduce en una clara absolución de instancia (denegación de justicia) que sólo es dable concebir frente al real impedimento humano y material de hacerlo con escrupulosidad. Pero el ejercicio de la facultad emergente del art. 280, CPCN, que estrecha el ingreso del torrente de causas a la CSJN, debe ir acompañado de un serio compromiso social que ésta debe asumir y para cuyo cumplimiento debe reclamársele que en sus resoluciones respete las mismas reglas cardinales a las que acude cuando descalifica los actos decisorios de los tribunales inferiores. Con mayor razón cuando no puede prescindirse de que su jurisprudencia, por provenir del más Alto Cuerpo de la Nación, si bien no tiene impuesto legalmente valor vinculante, se distingue por elementales razones de economía procesal que “sugieren” a los tribunales inferiores el acatamiento de la doctrina por ella sentada en tanto no aparezcan motivos que, inmersos en el margen de discrecionalidad de los jueces, justifiquen apartarse de dicha línea jurisprudencial. Y a ello cabe anexar otro motivo: la jurisprudencia es fuente formal y material del derecho con la que se perfecciona y completa la ley con alcance lógico y epistemológico. En la intervención de la Corte en materia de daños –como ya hemos expuesto– ha impactado el forcejeo por reducir la exclusión de áreas que por referirse a cuestiones de hecho, prueba y de derecho común, estaban inveteradamente relegadas. Lo ha hecho a través del conducto de la arbitrariedad, atendiendo a que lo decidido afecta de modo directo e inmediato garantías constitucionales (art. 15, ley 48) y de esa forma ha procurado la adecuada y justa composición de los conflictos que le ha sido asignada como un integrante más del servicio judicial. No puede hacerse caso omiso a que en el Derecho de Daños la especial caracterización del interés tutelable se deriva de la fragilidad y vulnerabilidad de la persona humana, y todo ello se encuentra particularmente acentuado por la cada vez más variable gama de riesgos que pueden afectarla y cuya injusticia esta rama del Derecho está llamada a conjurar. El área de protección que por su conducto se extiende reposa en el respeto al ser humano apreciándose que “Ha habido un movimiento pendular: desde la estrictez en los presupuestos de la responsabilidad (era regla la culpa) hasta una sensiblería jurídica (distinta de sensibilidad) que en algunos casos propicia la exageración en las pretensiones por daños”<header level="4">(6)</header>. El tema es que la lectura de algunos de sus fallos ofrece algunas curiosidades y da lugar a algunas preguntas. A modo de ejemplo –y en lo que no es menor que corresponda a un caso de competencia originaria en los términos de los arts. 116 y 117, CN– cabe citar el precedente dictado <italic>in re</italic> “Camargo, Martina y otros v. Provincia de San Luis y otra- Daños y Perjuicios” (***), en el que se analizaron las cuestiones vinculadas con la reparación del daño emergente, daño moral y lucro cesante. La curiosidad –dentro de los límites que proponemos para este trabajo– está representada en que los únicos fundamentos expuestos en los votos de los ministros de la Corte son los vinculados a la definición de la integridad física como rubro –<italic>per se</italic>– independientemente indemnizable y a la innecesariedad de recurrir a criterios puramente matemáticos o a los porcentuales fijados por la Ley de Accidentes de Trabajo (salvo como parámetros meramente referenciales), reparando –en cambio– en las circunstancias personales del damnificado, la gravedad de las secuelas, los efectos que éstas puedan tener en el ámbito de su vida laboral y de relación o en cuanto a las condiciones de procedencia del reclamo en concepto de daño moral. Ahora bien: existe consenso acerca de que para la valoración, valuación y cuantificación del daño resarcible, es menester reparar en las particulares condiciones de la víctima y su contexto (principio de individualización del daño) y sus circunstancias de tiempo y lugar. También concurre criterio unívoco acerca de la eficiencia que debe revestir la reacción jurídica contra el perjuicio injusto, cierto, personal y subsistente que constituye el objetivo resarcitorio. Así es como se arribará en el pronunciamiento judicial a la reparación plena o integración de los daños patrimoniales (sin perjuicio de las excepciones legales) y a la reparación justa y suficiente de los daños morales. Si todo ello es así, consideramos que la argumentación sentencial que del caso particular mencionamos, peca de insuficiencia, no sólo en la definición de los rubros indemnizables, sino –y en especial– en punto al juzgamiento de los montos indemnizatorios que se ordenan. Esta falencia en modo alguno puede concebirse intrascendente tan pronto se advierta que la mentada cuantificación no es producto del acuerdo unánime de los integrantes del cuerpo colegiado sino de una decisión mayoritaria. Incluso, lo que ahonda el demérito de falta de motivación suficiente en la inteligencia de la doctrina de la arbitrariedad, es el notorio distanciamiento de la cuantía resarcitoria que “sobre la base de pautas” que son producto de la definición de los diferentes <italic>ítems</italic>, se establecen en las sumas totales de $389.650, $110.000 y $100.000 para los tres codemandantes, con más intereses (del voto de los Dres. Eduardo Moliné O'Connor, Antonio Boggiano, Guillermo A. F. López, Adolfo R. Vázquez y según su voto, Julio S. Nazareno), mientras que en los votos disidentes se estiman en $179.650, $20.000 y $30.000, respectivamente, con más los intereses (votos Carlos S. Fayt, Augusto C. Belluscio, Enrique S. Petracchi, Gustavo A. Bossert). La pregunta surge espontáneamente aun para la persona más alejada de la actividad forense: ¿se ha cumplido –al menos en el aspecto que tratamos– con la exigencia de la debida motivación que tantas veces proclama el Órgano Cimero para justificar anulaciones de actos sentenciales dictados por los tribunales inferiores? La respuesta es pura obviedad. Porque de lo que se trata no es –siquiera– de motivación aparente o de pautas de excesiva latitud (igualmente deficitarias en el temperamento que debe inspirar la tarea judicial), sino de total orfandad argumental que deja a la providencia vacía de sustentación que la valide. ¿Acaso tal exención autoconcedida no resulta incompatible con el rol institucional que le compete a la CSJN, más aún cuando –y aquí con autorización legal– posterga la tutela de ciertas causas que no califican en la normativa adjetiva y constitucional que fija su competencia? Si tantas veces la Corte ha señalado que el ejercicio de una facultad discrecional no constituye eximente del deber de fundar el pronunciamiento, y ello ha generado la anulación de actos jurisdiccionales en los que el Tribunal no dio razones plausibles para fijar las sumas de la pretensión resarcitoria, ¿por qué se considera al margen del requerimiento cuando es ella la que actúa? ¿La sabiduría que encierran los dichos populares nos llevará a concluir que la cuestión se resume en el simple “Haz lo que yo digo y no lo que yo hago” y aceptarlo como un axioma? Acaso la definición funcional que –de todas formas– consideramos plausible deba seguir cumpliéndose sobre la base de la fiscalización prudente del terreno de los hechos, la prueba y la justicia del caso, pero sin desatender los principios monitores que impregnan la labor jurisdiccional encomendada a todos y cada uno de los tribunales y, en especial, un apotegma afianzado: el deber de motivación de los actos sentenciales. Porque nadie desconoce que la Corte Suprema es el órgano jerárquicamente superior y que esa primacía es la que la obliga (o debe obligarla) como la más fiel de los servidores de la ley; al fin de cuentas “se predica con el ejemplo” &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">*) Trabajo presentado en el marco de la Diplomatura en Derecho de Daños: “La acción resarcitoria. Su ejercicio em sede civil y penal” dictada en el año 2004 en la Escuela de Posgrado de la Universidad Empresarial Siglo 21, bajo la dirección del Dr. Ramón Daniel Pizarro.</header> <header level="3">**) Abogada. Miembro de la Relatoría de la Sala Civil del TSJ Cba.</header> <header level="3">1) TSJ Sala CyC. “Peralta Jorge Alejandro – Quiebra Propia – Cuerpo II – Recurso de Casación”, AI Nº 6 del 15/2/99, entre muchos otros precedentes.</header> <header level="3">2) Frondizi, Román Julio, La sentencia civil, Librería Editora Platense SRL, La Plata, 1994, p.40.</header> <header level="3">3) Frondizi, Román Julio, op. cit. p. 44.</header> <header level="3">4) De la Rúa, Fernando, El recurso de casación en el derecho positivo argentino, Víctor P. de Zavalía Ed., Bs. As., 1968, p. 151.</header> <header level="3">5) Chiappini, Julio, “Aspectos indeseables del certiorari”, JA – 1998- II, pp. 662/664.</header> <header level="3">6) Zavala de González, Matilde, Actuaciones por daños, Ed. Hammurabi, p. 34.</header></page></body></doctrina>