<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic>SUMARIO: 1. Introducción. 2. El caso. 3. La sentencia de la Cámara de Apelaciones. 3.a. El voto de la minoría. 3.b. El voto mayoritario. 4. El concepto de consumidor y usuario en el derecho nacional. 5. Derecho transitorio. 6. Colofón</italic></intro><body><page><bold>1. Introducción</bold> La imperiosa necesidad de mantener a buen recaudo bienes valiosos fue satisfecha desde antaño por el contrato de depósito. Pero aquella antiquísima figura ha ido evolucionando en el tiempo y, en la actualidad, el negocio más utilizado para custodiar bienes imperecederos pese a su compleja configuración, su aún inacabado perfil y su reciente e insuficiente incorporación al CCCN, lo constituye el contrato de cajas de seguridad(1). El recelo con el que tradicionalmente se ha visto a las cajas de seguridad haciendo posible la guarda de bienes que el propietario no quiere dar a conocer a terceros y que permite eludir el control fiscal(2), ha generado condiciones generales de contratación manifiestamente abusivas, que van desde la radical exoneración de responsabilidad del guardador a otras que, bajo el barniz de una apariencia diferente, esconden en realidad cláusulas lesivas, como la reducción a cifras irrisorias de los montos a restituir en caso de pérdida, extravío o robo, las limitaciones en los valores de los objetos que pueden introducirse en la caja, la obligación del cliente de contar con un seguro que garantice las contingencias a que puede verse expuesto el contenido, etc., todas ellas abusivas a la luz de los ordenamientos de protección de consumidores y usuarios. Tema de gran actualidad, recurrencia y debate, sobre todo en países como el nuestro, sumidos en una creciente inseguridad general, lo constituye el robo o hurto del contenido guardado y la discusión acerca de si entraña éste un supuesto de caso fortuito o fuerza mayor que conlleve la indeseable liberación bancaria. Doctrina y jurisprudencia han vacilado sobre el carácter imprevisible del robo o hurto de los cofres –pese a su frecuencia–, al elevado valor material o espiritual de los bienes guardados, y a la invariable promesa del guardador de garantizar al cliente la inmunidad de los efectos entregados a su custodia. Y no solo la sustracción de los bienes confiados puede desatar esa responsabilidad, sino también su deterioro o pérdida, pues la entidad bancaria asegura la inmunidad de los objetos custodiados. La reparación de los daños sufridos –se ha dicho con acusada insistencia– debe ser integral reconociendo tanto los daños materiales como los extrapatrimoniales, pues éstos pueden aparecer íntimamente ligados a la desaparición o destrucción de los bienes que pueden tener elevada valía afectiva para el cliente (fotografías de familia, colecciones, antigüedades, premios, etc.). Así, el contrato de cajas de seguridad, llamado inicialmente a regular intereses económicos de secundaria relevancia, debe hoy superar la encrucijada de delicadas y difíciles discusiones en el plano conceptual, en materia de naturaleza jurídica, de causa, de reconducción tipológica y de régimen legal aplicable, pese a su reglamentación en el nuevo CCCN que ha dejado puntuales lagunas sin colmar. La interpretación de la figura requiere entonces detenerse en las profundas modificaciones que a lo largo del tiempo han sufrido los intereses de las partes en la conclusión del contrato, en el progresivo decaimiento del interés del banco en un negocio que no le brinda ganancias considerables y en el incremento de los riesgos conectados a la explotación de un servicio frecuentemente afectado por la sofisticación de los medios utilizados para vulnerar la custodia e intangibilidad de los bienes confiados al guardador. El caso que traemos al comentario, uno más de los que habitualmente llegan a los estrados judiciales con motivo de la acción resarcitoria del damnificado por robo de los bienes alojados en el cofre, presenta sin embargo una inusitada particularidad referida a la discusión planteada con relación a la naturaleza del contrato, a la legitimación para demandar de quienes han alojado bienes en la caja, y a la aplicación en el tiempo del derecho contractual, cuyas singularidades reflejan aquí mayor trascendencia que en el resto del derecho privado. <bold>2. El caso</bold> El 7 de abril de 2003, Julio Carlos Rodríguez vendió a Terra Nostra SRL representada por Carlos Alberto González una fracción de terreno de 232 hectáreas en la suma de ciento cincuenta mil pesos ($ 150.000), suscribiendo la escritura pública Nº 60 en una sala dispuesta por el BBVA Banco Francés SA, sucursal de Rivadavia y Rosario de Santa Fe de la ciudad de Córdoba. Acto seguido, ese mismo día, el hijo del vendedor, Luis Humberto Rodríguez, celebró con el banco un contrato de servicio de caja de seguridad donde su padre habría guardado el producido de la venta. Dos días después, el 9 de abril de 2003, el titular del contrato rellenó en presencia de un funcionario del banco un formulario preimpreso por medio del cual instituyó “representante” a su padre, Julio Carlos Rodríguez, autorizándolo a “abrir y disponer del contenido que hubiere en la caja nº 386 y actuar en su nombre dentro de las facultades que confiere el reglamento del banco para la locación de cajas de seguridad que el representante conoce, y de cuyos actos se hace responsable…”. El autorizado hizo varias visitas al cofre alquilado, sin advertir problema alguno, la última, el 29 de diciembre de 2005; pero en la siguiente, el 9 de junio de 2006, constató que faltaban ciento noventa y seis mil dólares estadounidenses (US$ 196.000) que se hallaban allí alojados –según sostuvo al demandar– desde la operación de venta. Comunicó el hecho al banco. La falta de vestigios de forzamiento o daños en la caja hacía presumir que un empleado infiel de la demandada era el autor del atraco. Rolando José María Ferreyra, empleado del BBVA Banco Francés SA, fue investigado pero sobreseído en sede correccional por hurto calificado. Pese a ello, Julio Carlos Rodríguez inició demanda ordinaria de resarcimiento de daños y perjuicios en contra del BBVA Banco Francés SA reclamándole ciento noventa y seis mil dólares estadounidenses (US$ 196.000) en concepto de daño material, sesenta mil pesos ($ 60.000) por daño moral, ciento tres mil seiscientos ochenta pesos ($ 103.680) por pérdida de chance y veinte mil pesos $ 20.000 por honorarios que pagó a los abogados que lo patrocinaron en la causa penal contra el ladrón. El juez de primera instancia y 9.ª Nominación en lo Civil y Comercial de Córdoba rechazó la excepción de prescripción liberatoria y la falta de legitimación activa opuesta por la demandada, y acogió parcialmente el reclamo del actor, condenando al banco a abonar US$ 196.000 por daño material y $30.000 por daño moral. Rechazó el resto de los rubros indemnizatorios y distribuyó las costas en 70% al accionado y 30% actor. Ambas partes apelaron. La demandada insistió en la falta de personería del actor (<italic>legitimatio ad causam</italic>) indicando que quien demandaba no era el titular del contrato, y en la prescripción de la acción, al sostener que el reclamo se inició fenecido el plazo de dos años que el art. 4037 del Código de Vélez –vigente entonces– fijaba para articular las acciones por daños extracontractuales. Agregó que resultaba absurdo el reintegro de US$ 196.000 por daño material, si el actor no había demostrado tener esa suma en la caja de seguridad, ni se diligenció prueba que pudiera sustentar ese faltante del cofre. El actor, por su parte, cuestionó la reducción del daño moral y el rechazo del reintegro de los emolumentos que abonó a sus letrados por su actuación en sede penal. Ninguna queja le mereció el rechazo de la pérdida de chance que quedó firme y no ingresó al nudo litigioso que dirimiría la Cámara de Apelaciones. <bold>3. La sentencia de la Cámara de Apelaciones</bold> El 7 de diciembre de 2017, la Cámara 1.ª de Apelaciones en lo Civil y Comercial de la ciudad de Córdoba dictó la sentencia Nº 143 que resolvió por mayoría rechazar el recurso de apelación de la demandada y hacer lugar al recurso de apelación por adhesión interpuesto por la actora, elevando el resarcimiento por daño moral a $60.000 y acogiendo el reintegro de los honorarios de los letrados del actor en sede correccional. a. <bold>El voto de la minoría</bold>: El Dr. Julio Sánchez Torres, que vota en primer término, analiza con detenimiento la primera defensa articulada por el banco demandado cuestionando la falta de legitimación activa del actor, que –obvio es decirlo– resulta dirimente en la suerte del reclamo, pues si prospera, torna innecesario el estudio de las restantes. En ese entendimiento, sostiene que la posición en que se encuentran las partes en este negocio jurídico les otorga la facultad de disponer de los intereses que emergen del contrato celebrado. Desde esa perspectiva, como sólo ellas están investidas de esa facultad, resulta obvio que si el actor no reviste la calidad de parte del contrato sino de mero representante del titular de la caja, no puede reclamar por sí los eventuales daños sufridos por el hurto. Desde otro ángulo, y sin perjuicio de admitir que se trata de un contrato de consumo –aspecto consentido por todos a lo largo del proceso–, el voto remarca que la LDC imperante a la fecha del evento dañoso no brindaba protección al accionante, al que no puede considerarse consumidor conforme la previsión del art. 1º de ese reglamento tuitivo. El actor al demandar y al expresar agravios aduce la calidad de usuario de la caja, y el juez de primera instancia le asigna equivocadamente tal carácter para dejarlo a cubierto de las normas protectorias de la LDC. Así, el voto minoritario resalta que a la fecha del evento dañoso (2006) e inclusive a la de interposición de la demanda (2008), el art. 1° de la LDC no contemplaba al usuario como integrante del elenco de sujetos alcanzados por la protección. De allí entonces que propusiera al acuerdo recibir la defensa de falta de legitimación activa. Luego aborda el régimen legal aplicable al caso sometido a decisión acudiendo al art. 7, CCCN, que sustancialmente recepta el mismo imperativo categórico del art. 3 del Código de Vélez, que sigue las enseñanzas de Roubier y dispone: “Eficacia temporal. A partir de su entrada en vigencia las leyes se aplican a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes. Las leyes no tienen efecto retroactivo, sean o no de orden público, excepto disposición en contrario. La retroactividad establecida por la ley no puede afectar derechos amparados por garantías constitucionales. Las nuevas leyes supletorias no son aplicables a los contratos en curso de ejecución, con excepción de las normas más favorables al consumidor en las relaciones de consumo”. Aplicando esa norma de derecho transitorio, advierte que la regla general supone la inmediata aplicación del CCCN a las relaciones y situaciones jurídicas constituidas con posterioridad a su vigencia, y a los efectos de las situaciones y relaciones jurídicas constituidas con anterioridad a su entrada en vigor, pero que se produzcan con posterioridad ella. Sin embargo, señala que en este caso en particular, al momento de interponerse la demanda la relación jurídica ya se había agotado quedando atrapada por la ley 24240 vigente entonces, que no contemplaba al usuario dentro de los sujetos protegidos. Aun cuando esa figura sea de aplicación inmediata a situaciones o relaciones jurídicas existentes, no puede hacerse valer retroactivamente, pues ello desconoce el principio general de la irretroactividad legislativa que consagra el mentado art. 7. Por el mismo motivo, declara inaplicable el art. 1413 del CCCN que otorga al usuario el carácter de parte del contrato de cajas de seguridad, extendiendo esa calidad a todos que estén autorizados a acceder al cofre, como pretendía el accionante. Y a modo de colofón, por si tales argumentos no fueran suficientes, el voto minoritario repara en que, aun soslayando la irretroactividad legislativa en protección del actor, no puede pasar por alto que este era solo un “autorizado” para abrir y disponer del contenido o actuar en nombre del titular, por lo que en modo alguno resultaba un destinatario final como lo exigía la ley 24240 al conceptualizar al consumidor y como lo exige la ley 26361 al equipararlo al usuario. b. <bold>El voto mayoritario</bold>: En segundo y tercer lugar opinan los Dres. Tinti y González Zamar, que disienten del preopinante y forman mayoría en el acuerdo. Como los argumentos utilizados son equivalentes, pueden resumirse en una única narración. Se afirma que la legitimación sustancial del actor surge indisputable desde cualquier punto de vista, y que la acción contra el BBVA Banco Francés SA tiene fundamento en el art. 505 del CC vigente al momento de los hechos. En primer lugar, porque el actor es damnificado directo y víctima del incumplimiento del deudor y del ilícito en cuya producción se hallaba involucrado un dependiente del banco accionado. Y, en segundo término, porque la documentación arrimada a la causa acredita la vinculación contractual que el actor tenía con el BBVA Banco Francés SA, pues el formulario preimpreso lo autoriza a introducir valores a la caja y correlativamente al banco a proporcionarle la custodia correspondiente, asumiendo una obligación de seguridad frente a ambos, tanto al titular como al autorizado. Esta vinculación entre Julio Carlos Rodríguez y el BBVA Banco Francés SA –se afirma– es hija del contrato celebrado con Luis Humberto Rodríguez y generadora de una relación de consumo a la luz de los arts. 1 y 2 de la 24240 y sus modificatorias. Desde otro ángulo y en lo atinente a las normas de derecho transitorio, opinan que el art. 7 del CCCN dispone la vigencia inmediata de la norma que resulte más favorable al consumidor y, en consecuencia, son aplicables al caso las disposiciones de los arts. 1413 y 1415 del nuevo ordenamiento sustancial que otorgan al usuario el carácter de parte en el contrato sin restringir esa calidad solo al titular de la caja. Acto seguido ingresan al análisis de los restantes capítulos de la apelación referidos a la prescripción de la acción, que resuelven aplicando el término trienal del art. 50 de la LDC y al <italic>quantum</italic> del daño a resarcir, aspectos en los que media coincidencia entre los vocales del segundo y tercer voto, pero que no merecieron tratamiento en el primero por considerarlos abstractos al proponer la admisión de la defensa de falta de personería en el actor. De allí entonces que el nudo litigioso más rico para el comentario sea el referido al punto central de la disidencia, esto es, la naturaleza jurídica de la relación del autorizado con el banco demandado y su legitimación para accionar el resarcimiento por el daño causado. <bold>4. El concepto de consumidor y usuario en el derecho nacional </bold> Las sociedades modernas han comprendido que el derecho debe solucionar los complejísimos problemas que traen aparejadas las condiciones sociales y económicas en que se desenvuelve el consumo en el sistema de mercado. Hoy nadie discute la evidente disparidad con que empresarios, profesionales o proveedores, por un lado, y consumidores, por el otro, interactúan en el ámbito de comercialización de bienes y servicios habitualmente desfavorable para los últimos. Las medidas de protección para atemperar esa desigualdad y en algunos casos evidente vulnerabilidad en que se encuentran inmersos unos a expensas de otros, ha sido acometida por normas protectorias creadoras de un microsistema que ha dado en llamarse derecho del consumidor o de defensa de los consumidores y usuarios. Esa construcción jurídica, que en verdad es de fecha relativamente reciente, ha debido abordar dos conceptos básicos inherentes a los vínculos jurídicos que ambos polos de intereses contrapuestos suponen: el de consumidor y el de proveedor. En el caso que hemos traído al comentario, el primero adquiere especial relevancia pues se erige en punto central en orden a precisar si el actor se hallaba investido de la facultad de reclamar daños y perjuicios contra la entidad crediticia. Precisamente debe determinarse si era consumidor o usuario. La República Argentina inició la construcción legislativa del estatuto del consumidor(3) por vía de la ley 24240 de 1993 en cuyo art. 1º se adelantaba el <italic>desideratum</italic> que la animaba: “Esta ley tiene por objeto la defensa de los consumidores o usuarios”, esto es, quienes “contratan a título oneroso para su consumo final o beneficio propio o de su grupo familiar o social”. El carácter tuitivo se acentúa con su autodeclarada imperatividad, reputándose de orden público en el art. 65. Ello suponía que sus disposiciones no podían enervarse por cláusulas convencionales que desprotegieran al contratante vulnerable, so pena de estigmatizárselas, como si no hubieran sido incorporadas al texto del acuerdo. La reforma constitucional de 1994 incorporó los llamados derechos de tercera generación inspirados en la solidaridad, de alcance colectivo o supraindividual, también conocidos como derechos de incidencia colectiva. Dentro de ese marco el art. 42, abrevando en antecedentes del derecho comparado(4), impuso a los poderes públicos la obligación de sancionar normas que consagren que “Los consumidores y usuarios de bienes y servicios tienen derecho, en la relación de consumo, a la protección de su salud, seguridad e intereses económicos; a una información adecuada y veraz; a la libertad de elección y a condiciones de trato equitativo y digno…”. Pero esta generosa amplitud con que la CN de 1994 reconocía derechos a los consumidores, colisionaba con la estrechez del referido art. 1º de la ley 24240, que limitaba su alcance a los consumidores contratantes(5). Además, era una conceptualización eminentemente economicista que identificó al consumidor con el destinatario final de bienes y servicios, situándolo en el punto terminal del circuito de comercialización vinculado al proveedor por vía de un contrato de cambio, paradigma de los negocios onerosos. Los casos atrapados en la norma estaban restringidos a tres supuestos: a) la adquisición o locación de cosas muebles; b) la prestación de servicios, o c) la adquisición de inmuebles destinados a vivienda, incluidos los lotes de terrenos adquiridos con igual fin si la oferta era pública y dirigida a personas indeterminadas. El decreto reglamentario 1789/94 en su art. 1° elastizaba la noción incorporando a quienes, en función de la eventual contratación a título oneroso, reciban a título gratuito cosas o servicios (por ejemplo, muestras gratis). Una acusada mayoría doctrinaria tildó a la noción de consumidor de la ley 24240 de ‘insuficiente’, propiciando su sustitución por otra que alcanzara a toda relación de consumo, expresión del texto constitucional, abarcativa de un ámbito mucho más amplio que desborda al contrato, incluyendo los actos unilaterales y los hechos jurídicos. Este enfoque, unido al deber de seguridad que asume quien incorpora un bien o servicio al mercado, sirvió de fundamento a una corriente jurisprudencial que permitió extender el alcance del art. 40 de la ley 24240 a situaciones de riesgo creado respecto de no contratantes, como ocurrió en el célebre caso “Mosca” resuelto por la CSJN en 2007(6). Al sancionarse en abril de 2008 la ley 26361, se modificó el art. 1° de la ley 24240 sustituyéndoselo por el siguiente: <italic>Objeto. Consumidor. Equiparación. La presente ley tiene por objeto la defensa del consumidor o usuario, entendiéndose por tal a toda persona física o jurídica que adquiere o utiliza bienes o servicios en forma gratuita u onerosa como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social. Queda comprendida la adquisición de derechos en tiempos compartidos, clubes de campo, cementerios privados y figuras afines. Se considera asimismo consumidor o usuario a quien, sin ser parte de una relación de consumo, como consecuencia o en ocasión de ella adquiere o utiliza bienes o servicios como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social, y a quien de cualquier manera está expuesto a una relación de consumo.</italic> La ley 26361 intentó así ampliar su cobertura, ensanchando la esfera de legitimación activa para invocar la protección que reglamenta y superar el reduccionismo contractualista de la ley 24240. La doctrina había propiciado seguir la fórmula brasilera de la ley 8078 de 1990 que establece un sistema preciso y claro para indicar las personas que tutela: en su art. 1° enuncia un concepto genuino y directo de consumidor como toda persona física o jurídica que adquiere o utiliza productos o servicios como destinatario final. Luego dispone que se equipara a los consumidores a la colectividad de personas, aunque fueren indeterminadas, si han intervenido en la relación de consumo. Se trata de una universalidad de un mismo grupo o clase de consumidores relacionados con determinados productos o servicios, perspectiva relevante que sirve para precisar los intereses de incidencia colectiva. Y, finalmente, aborda la situación de los extraños <italic>stricto sensu</italic> de la relación de consumo, denominados <italic>bystanders</italic>, a quienes protege únicamente de los daños causados por los vicios de los productos o servicios que adquieren los consumidores propiamente dichos. Esta última caracterización ha sido de gran utilidad para fijar y disponer la función preventiva del daño que emerge del Código de consumo brasilero, cuando este es provocado por prácticas desleales en el mercado que la ley reprocha de modo expreso. Pese a ese antecedente tan próximo y tan acertado, la ley 26361 se apartó del modelo y desarrolló una fórmula que ha despertado generalizadas críticas por su brumosa redacción al no diferenciar claramente la variedad de sujetos alcanzados por su protección. La vaguedad e imprecisión de sus términos lleva a que la mayoría de los vínculos contractuales dentro de una economía de mercado queden alcanzados por su protección, y allí radica el motivo por el cual suelen hacerse interpretaciones tan laxas del concepto de consumidor y/o de las personas cobijadas a la sombra de ese microsistema de protección. La correcta conceptualización de la noción de consumidor no es un asunto baladí, no se trata de una cuestión eminentemente teórica; por el contrario, es profusa en consecuencias prácticas. Atribuirse la condición de consumidor en una relación jurídica habilita un abanico de facultades legales de protección del derecho obligacional del acreedor que refuerza o potencia por mucho a las “clásicas” que asigna el derecho común (art. 505 del CC, hoy 730 del CCCN), entre otras: a) posibilidad de demandar solidariamente a todos los miembros del proceso productivo y con factor objetivo de atribución (art. 40, LDC); b) facultad de exigir el cumplimiento forzado de la obligación, aceptar otro producto equivalente o resolver el contrato (art. 10, LCD); c) ventajas en cuestiones de competencia (art. 36, LDC); d) solicitar la imposición de daños punitivos (art. 52 bis, LDC); e) presumir integrantes de la oferta los términos de la publicidad (art. 8, LDC); f) aplicación del principio<italic> in dubio pro consumatore</italic> ante cualquier controversia (art. 3 <italic>in fine</italic>, LDC); g) beneficio de justicia gratuita (art 53<italic> in fine</italic>, LDC), etc.(7). La ley 26994 que puso en vigencia el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación a partir del 1° de agosto de 2015 incorporó en el art. 1092(8) una disposición que en su primer párrafo replica casi al pie del <italic>litere</italic> el art 1° la de la ley, salvo observaciones puntuales: a) la noción de consumidor aparece precedida por la de relación de consumo definida como el vínculo jurídico entre el consumidor y el proveedor; b) sustituyó la expresión persona física por la de persona humana, más compatible con las normas de su Libro I, Título 1; c) suprimió la referencia a la adquisición de derechos en tiempo compartido, clubes de campo, cementerios privados y figuras afines, eliminándose así una explicitación innecesaria y sobreabundante de la ley pues esos negocios están indudablemente incluidos en la noción general que los precede; y, finalmente, d) suprimió la inclusión de quienes de cualquier manera estén expuestos a una relación de consumo (<italic>bystanders</italic>). En el segundo párrafo del art. 1092 del CCCN se reproduce casi textualmente el tercer párrafo del art. 1º de la ley 26361, brindando protección a los llamados consumidores equiparados o indirectos que, sin ser parte en una relación de consumo, como consecuencia o con motivo de ella, también adquieren o utilizan bienes o servicios como destinatario final en beneficio propio o de su grupo familiar o social. Los equiparados son aludidos de modo genérico e indefinido dejando librado al intérprete la determinación del supuesto concreto en que es dable brindarles protección. Suelen mencionarse como hipótesis a los contratos a favor de terceros, como sucede con el beneficiario de un seguro de vida, con el conductor autorizado en un seguro de responsabilidad civil, o con los familiares que consumen los alimentos adquiridos por el padre o la esposa. La mayoría ha entendido que, en estos supuestos, a diferencia del consumidor <italic>stricto sensu</italic>, a quien resulta aplicable el pleno del plexo normativo de tutela, solo le es concedida protección cuando participen de la “utilización” de bienes o servicios adquiridos por el “consumidor” y sufran un perjuicio efectivo. En realidad, el art. 40 de la ley 26361 sólo autoriza al consumidor a reclamar el resarcimiento contra todos los obligados solidarios que provocaron el daño, sin incluir a los equiparados del 2º. párrafo del art. 1092 del CCCN, ni tampoco a los meros sujetos circunstantes o expuestos, aludidos con la expresión inglesa <italic>bystanders</italic>(9). Sin perjuicio de ello, y pese que el aludido art. 1092 eliminó a estos últimos, el art. 1096 que fija el ámbito de aplicación de las normas de protección contra las prácticas abusivas en el mercado de bienes y servicios, las declara aplicables a todas las personas expuestas a las prácticas comerciales, determinables o no, sean consumidores o sujetos equiparados conforme lo dispuesto en el art. 1092. Las conductas desleales del proveedor a través de procedimientos o mecanismos para fomentar la circulación de bienes o servicios que persigue colocar en el mercado, pueden quedar alcanzadas por esta normativa aun en supuestos en que no se concrete una relación de consumo, como modo efectivo de evitar un potencial resultado dañoso de carácter colectivo o difuso. De cualquier modo, y a los fines de la subsunción de nuestro caso al derecho que le resulta aplicable, no hay duda ninguna que, al momento de celebrarse, ejecutarse y hasta extinguirse la relación contractual entre las partes efectivamente vinculadas –todos hechos acaecidos entre el 7/4/2003 y el 9/6/2006–, la normativa aplicable surgía de la originaria ley 24240 de 1993 que no mentaba al usuario, a la relación de consumo –recién aparecida en el texto del art. 42 de la CN de 1994– ni a los terceros expuestos a ella. Surge evidente, entonces, que el baremo legal existente a aquella data para precisar al protegido, no comprendía a sujetos que como el actor resultaban tangencialmente vinculados al contrato de consumo. Por más esfuerzo interpretativo que en sentido contrario se haga en el voto mayoritario, lo cierto es que la ley vigente entonces no contemplaba en su texto situaciones como la que quedó sometida a su decisión. <bold>5. Derecho transitorio</bold> El otro aspecto que cobró especial transcendencia en la solución jurisprudencial dada al caso que anotamos es el referido a la aplicación de la ley en el tiempo. Específicamente se ha discutido en la especie si al contrato de consumo que sustentaba el vínculo jurídico que dio origen al reclamo por resarcimiento de daños correspondía aplicar las disposiciones de la ley 24240 o las incluidas en la ley 26361 y el nuevo CCCN. El voto de la minoría, como vimos, postulaba la primera solución; el de la mayoría, la segunda. Cada vez que el legislador sanciona nuevas normas, presume que contemplará de una manera más justa la realidad social y que su tarea redundará en beneficio del ordenamiento que reforma o sustituye. Esta presunción conlleva el deseo de inmediato relevo del derecho antiguo y la aplicación de la nueva ley a las relaciones jurídicas pendientes y a los efectos que ellas generan. Es generalizada la creencia de que siempre es conveniente una rápida adaptación al nuevo sistema, pero la transición no puede ser tan brusca que vulnere la seguridad jurídica, lo que supone que se apliquen los viejos dispositivos a situaciones que se forjaron al amparo de la ley anterior. De allí entonces que resulte indispensable en estos casos contar con normas de derecho transitorio que hagan posible en la práctica el anhelo del legislador de imponer el cambio legislativo de manera inmediata, sin vulnerar el principio cardinal de irretroactividad de la ley. Es que cuando una ley nueva reemplaza a otra anterior que se abroga, si hay hechos que se encuentran colocados en las fronteras o límites que separan la persistencia de una y el comienzo de la vigencia de otra, no puede perderse de vista el principio general de no retroactividad de la ley, que se erige como una norma de consagración universal. Ya el legislador de 1968 al reformar el Código de Vélez mediante la ley 17711, reestructuró nuestro sistema de derecho transitorio modificando el art. 3 que se ha proyectado en el art. 7 del nuevo CCCN, siguiendo las enseñanzas de Roubier(10). El jurista francés construye su programa sustentándolo en el concepto de situación jurídica y distingue los hechos constitutivos o extintivos de la situación, por una parte, y los efectos o consecuencias por la otra. Postula el principio de aplicación inmediata de la nueva ley a todo hecho constitutivo, modificatorio o extintivo de situaciones jurídicas que se produzcan con posterioridad a su vigencia y también a los efectos o consecuencias posteriores de situaciones jurídicas ya constituidas; en cambio, para respetar el principio de la irretroactividad de la ley, los hechos constitutivos o extintivos de situaciones jurídicas acaecidos con anterioridad a la vigencia de la nueva ley y los efectos ya agotados, se juzgan por la ley que entonces se encontraba en vigor, es decir, por la ley antigua que se reemplaza. Es la solución que adopta el art. 7 del CCCN como norma de conflicto de carácter permanente(11), que en nada altera el sistema anterior del art. 3 del Código velezano salvo por el pequeño agregado final vinculado a las relaciones de consumo, cuando expresa: “…Las nuevas leyes supletorias no son aplicables a los contratos en curso de ejecución, con excepción de las normas más favorables al consumidor en las relaciones de consumo”. En realidad ese agregado no modifica el funcionamiento de la norma, y como acertadamente señaló Moisset de Espanés(12), era innecesario y hasta superfluo desde que las normas protectorias del consumo no son nunca supletorias sino imperativas, pues integran el orden público social o de protección. Cuando se sanciona una nueva ley que procura proteger al consumidor, no se incorporan normas supletorias sino imperativas, pues, de lo contrario podrían ser dejadas sin efecto por convención de partes, que es lo que impide casualmente una ley imperativa (13). Una nueva norma supletoria jamás podría ser más favorable al consumidor. De allí que el agregado al párrafo final del referido art. 7 sólo se justifica en el <italic>desideratum</italic> de la tutela a ultranza del consumidor, tarea que el legislador nunca da por enteramente cumplida (14). Pero aun admitiendo que las nuevas normas supletorias pudieran ser más beneficiosas para el consumidor, y que por lo tanto deban aplicárseles a los contratos de consumo en curso de ejecución, debe hacerse una aclaración fundamental para colocar al precepto en su quicio. A contramano de lo que algunos autores han pensado, la última parte del art. 7 del CCCN antes transcripto no consagra la aplicación retroactiva de ley más benigna al consumidor, sino solamente su aplicación inmediata. En este supuesto también tiene plena vigencia el principio de irretroactividad de la ley consagrado por el párrafo 2do. de ese precepto, por lo que, en definitiva, entraña una excepción al efe