<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>Con el tiempo, acaso pueda nacer la idea, y la impresión, de que todos los esfuerzos teóricos –algunos valiosos y otros no tanto– no siempre resolvieron ni pudieron resolver de una manera terminante y convincente los asuntos relativos a la culpa y al dolo. Particularmente, la diferencia que media entre la culpa y el llamado dolo eventual. Para sortear las dificultades, la culpa fue clasificada o dividida en culpa sin representación y culpa con representación, para concluir de este modo que tanto en la culpa con representación como en el dolo eventual, el agente se representó el resultado. La diferencia se encontró en el aspecto volitivo, porque mientras en el dolo eventual al resultado se lo acepta o se lo asiente, en la culpa ello no ocurre. Este asunto se dio así por finalizado. Más allá de que pueda ser cierto, en estas elaboraciones, que tanto el intelecto como la voluntad integran cada estructura, parece también cierto que una sentencia no podrá ser fundada en teoría alguna sin correr el riesgo de resultar nula por no hallarse fundada en ley. Los esfuerzos teóricos, por más ponderables que fuesen o que hayan sido, no son más que la exposición de razones que tienden a justificar y dar validez al punto de partida. Puede, sea cierto, que una forma de la culpa fuese con representación y la otra no; y puede ser cierto que las dos formas del dolo, o una de ellas, requieran esta exigencia dirigida al intelecto. La cosa es preguntarse qué dice la ley acerca de lo que se pretende conocer. ¿Cuántas teorías se formularon en los últimos cuarenta o más años? ¿Recuerda acaso el lector aquello de la no exigibilidad de otra conducta? Y estuvo de moda. ¿Recuerda acaso que el dolo importaba querer el tipo? Y estuvo de moda. Nada se diga de la culpa a la que el finalismo no pudo dar sino respuestas insatisfactorias. Hasta podría decirse, hoy por hoy, que quienes adhirieron fervientemente a esta teoría, le pusieron punto final; se replegaron hace años a segundos, o a terceros frentes, y guardaron desde allí un prudente silencio. ¿Se acuerda alguien de Herr Welzel? Es que después de la moda, es decir de su teoría, surgieron otras teorías, y otras modas vistieron a quienes optaron por ya no ser lo que habían sido. La equivocación resultó, así, de querer interpretar la ley por medio de teorías; acomodar la ley a la teoría. Es posible que los teóricos puedan tener la virtud de iluminar a quienes se ocupan de sancionar la ley; pero no pueden, aun con su sabiduría, iluminar a la ley misma. Es principio aceptado que a la ley se la interpreta desde ella, es decir intra legem, y no desde fuera de ella, es decir extra legem. Esto dio lugar, también, a que muchos de los intérpretes se convirtieran, quizás sin saberlo e insospechadamente, en verdaderos legisladores. Y esto no fue bueno, ni será bueno. Para construir un concepto jurídico de dolo es necesario, pues, prescindir de toda teoría y tener en cuenta que esta forma que asume la culpabilidad tiene un presupuesto, cuya inobservancia podría conducir a ciertas confusiones. Dicho presupuesto es el hecho voluntario; esto es, el que al momento del acto es practicado con discernimiento, con intención y con libertad (C. Civil, art. 897), de manera tal que sin la presencia de los tres elementos que lo componen, ya el hecho no se podrá imputar por dolo. Desde luego, y como los hechos lícitos no son culpables, ni lo pueden ser, la búsqueda del dolo únicamente podrá ser válida, si se halla encaminada, orientada y vinculada sólo con respecto a los hechos ilícitos. No podríamos entender así que un hecho justificado por la ley pudiera, todavía, ser doloso, ni podríamos entender que un contrato cuyo objeto fuese autorizado por la ley podría ser un hecho culpable. Podríamos entender, en todo caso y conforme al sistema, que ambos fueron hechos voluntarios. El citado art. 897 deja ver en su contenido un segmento que se refiere al intelecto, y otro, a la voluntad. Quien carece de discernimiento, vale decir del uso de la razón, no puede obrar con dolo ni con culpa; ello, porque el hecho se torna involuntario. No se ve de qué manera se podría imputar dolo o culpa a un enfermo mental que estuviera imposibilitado, por dicha causa, de comprender la naturaleza, el sentido de lo que hace o de lo que hizo. En este caso, el hecho no será voluntario porque el autor careció de discernimiento (C. Civil, art. 921; C. Penal, art. 34, inc. 1). Pero como todavía se puede perder el discernimiento de modo transitorio por falta de conciencia, es decir cuando se carece de la posibilidad de darse cuenta con exactitud de lo que se dice o de lo que se hace (C. Civil, art. 921; C. Penal, art. 34, inc. 1), quien en dicho estado ejecuta el hecho ilícito no obrará con dolo ni con culpa, salvo cuando la pérdida de la conciencia le fuese imputable (C. Civil, art. 1070; C. Penal, art. 34, inc. 1). Es preciso, ahora, que el intelecto no experimente vicio alguno, en razón de que para obrar con dolo se debe, en primer término, saber lo que se hace; y para que ello suceda, se debe obrar a sabiendas. El estado de las cosas debe ser conocido ciertamente, para que con discernimiento se pueda saber qué es en realidad lo que se hace, qué sentido tiene lo que se hace. Toda vez que no se conozca el verdadero estado de las cosas, es decir, cómo y de qué manera son las cosas, entonces el dolo ya no se podrá imputar porque el autor habrá dejado de obrar a sabiendas, y entonces no habrá podido captar el sentido de lo que hizo o de lo que dejó de hacer. El error habrá impedido que aquel conocimiento fuese cierto, y el autor habrá ignorado así el sentido del hecho. Captar el sentido de lo que se hace o se deja de hacer es comprender su naturaleza (C. Civil, art. 924; C. Penal, art. 34. inc. 1). En este aspecto, el cocinero creyó agregar una sustancia alimenticia a la comida; por error se equivocó y agregó una sustancia tóxica. Creyó que agregaba un alimento, pero ignoró, al mismo tiempo, que agregaba algo dañoso. El error de hecho conduce a creer que se hace una cosa determinada y a ignorar que se hace otra cosa determinada. Diremos que el error de hecho impidió al cocinero que conociera el verdadero estado de las cosas (C. Civil, art. 929; C. Penal, art. 34, inc. 1), y le impidió obrar a sabiendas. De esto se puede deducir que cuando se obra en error, o con error, las consecuencias en orden a la culpabilidad son unas, y que cuando se obra a sabiendas las consecuencias serán otras. Desde el punto de vista del intelecto, la base de la culpa se halla en el error de hecho; por el contrario, la base del dolo, y desde idéntico punto de vista, se halla en conocer el verdadero estado de las cosas; es decir, obrar a sabiendas (C. Civil, art. 1071; C. Penal, art. 34, inc. 1). El cocinero sabe, ahora, que a los alimentos le agrega una sustancia tóxica. Será imposible admitir que quien obra a sabiendas pueda, simultáneamente, ignorar lo que hace; ello, porque el intelecto no padece de vicio alguno que le hubiese hecho creer que las cosas eran distintas. Obrar a sabiendas importa conocer lo que es verdadero; obrar con error o en error importa no conocer lo que es verdadero; importa creer que se conoce lo verdadero y, además, importa ignorar que se conoce con falsedad o equivocadamente. A esta altura podemos decir que obra con dolo el que, a sabiendas, comete el hecho ilícito (C. Civil, art. 1072; C. Penal, art. 34, inc. 1). Con ello, el elemento intelectual de esta forma de la culpabilidad quedará fundado en ley. Veamos si únicamente el intelecto puede conocer sólo a ciencia cierta, o si todavía cabe otra posibilidad. Ahora, aquel cocinero no sabe bien si la sustancia que inmediatamente agregará a los alimentos es sal, o si es algo distinto que daña la salud de las personas. Sabe efectivamente que la sal forma parte de la alimentación y sabe también que el veneno es perjudicial para el bienestar. Lo que no sabe a ciencia cierta es si la sustancia que agrega a la comida es sal o es veneno. No conocerá con certeza si es lo uno o lo otro. Diremos, entonces, que conocerá inciertamente; diremos que habrá dudado. Una persona desconoce, no sabe si el arma de fuego que tiene en la mano se halla cargada o descargada. Si para gastar un chiste la disparara contra un tercero y lo hiriera, ¿será dolosa su conducta? Por de pronto, digamos que el verdadero estado de las cosas no fue conocido y que, por lo tanto, aquella persona no obró a sabiendas; no obró a ciencia cierta, pero tampoco creyó que el arma se hallaba descargada. Su conocimiento fue incierto. Es intuitivo –por lo menos así se percibe– que el hecho es doloso; pero habrá que saber, qué dispone la ley al respecto para que, entonces, la sentencia del juez pueda quedar fundada en ley. Es posible que el encargado de la respuesta sea el mismo C. Civil. ¿Qué espera la ley frente a una situación de duda? Espera que no se haga lo que se está por hacer; ante la duda, abstente! Precisamente, esto es lo que dispone el art. 2771 cuando establece el deber jurídico de no hacer. Dice con suficiente energía que será considerado de mala fe quien compró la cosa hurtada o perdida y lo hizo a persona sospechosa que no acostumbra a vender cosas semejantes, o que no tiene capacidad o medios para adquirirla. Sea suficiente con señalar que si frente a la sospecha, es decir frente a la duda, se hace lo que la ley manda no se haga, y si la ley establece que al autor lo considera de mala fe, es porque el hecho que describe es doloso. El cuadro que pinta el art. 2771 es, en verdad, una hipótesis del delito de encubrimiento, por lo que cabe decir que el conocimiento incierto conduce al dolo. Es que la sospecha no equivale a creer; es decir, a tener un conocimiento que por error se estima verdadero y se ignora simultáneamente, que se conoce con falsedad. En todo caso, el conocimiento que se adquiere por error representa una convicción; equivocada, pero convicción al fin. En la duda no hay convicción equivocada; hay sospecha. Diremos, en consecuencia, desde el punto de vista del intelecto, que obra con dolo el que conoce ciertamente el estado de las cosas, como aquel que a dicho estado lo conoce inciertamente. No basta ni es suficiente decir, entonces, que obra con dolo el que obra sin error. Si aquel cocinero dudó y no se abstuvo, habrá cometido el hecho dolosamente, aunque no hubiese conocido con certeza que a los alimentos les agregaba veneno. Es ladrón el que se apodera de la cosa ajena sabiendo que es ajena; y también es ladrón el que dudando que la cosa fuese ajena, igualmente la pasa a su poder. Para que un hecho pueda ser voluntario es preciso que sea cometido con intención, según el ya recordado art. 897 del C. Civil. Si el dolo requiere que el hecho deba ser voluntario, es de suyo que para obrar con dolo el autor debe cometer el hecho con intención. No se concibe un hecho doloso carente de intención. Puede decirse que obra con intención el que dirige su voluntad hacia algo determinado. Mientras el hecho no fuese un hecho ilícito, lo que se haga o se deje de hacer será nada más que un hecho voluntario, así fuese típico. Quien obra en el legítimo ejercicio de su derecho o en el cumplimiento de una obligación legal (C. Civil, art. 1071; C. Penal, art. 34. inc. 4), ejecuta un hecho típico que no es doloso ni culposo; es nada más que un hecho voluntario que, como tal, debe ser ejecutado con intención, según el art. 897 del C. Civil. De manera que cuando el hecho ilícito fuera ejecutado con intención, será un hecho doloso. Vemos así que la intención es un elemento constitutivo del hecho voluntario y del dolo. Y si nos preguntamos en qué se traduce la intención en la culpabilidad dolosa, diremos que ella consiste en querer dañar a la persona o a los derechos de otro o de otros (C. Civil, art. 1072). Aquel cocinero sabía que agregaba veneno a la comida y tuvo intención de hacerlo; la mala intención de hacerlo. La mala intención no es otra cosa que querer dañar a la persona o a los derechos ajenos. Diremos así, que obra con dolo el que ejecuta el hecho ilícito a sabiendas y lo hace con intención. Pero como el estado de las cosas se podía conocer inciertamente, y quien frente a la duda no debía obrar, diremos que también obra con dolo el que, ante la duda, no se abstiene. En esta hipótesis, el hecho no dejará de ser intencional, porque la voluntad estuvo dirigida a poner en práctica la duda misma. En todo caso, el resultado igualmente se habrá querido, porque la única forma de no quererlo era abstenerse de obrar. Recordemos que, conforme lo establece el art. 2771, quien frente a la duda no se abstiene, obra de mala fe. Y esto no es otra cosa que obrar con dolo, porque la buena fe sólo es compatible con el error. Contrariamente a lo que ocurre en el dolo, es verificable que en la culpa ya no hay intención, porque el autor no tiene el propósito de dañar ni a la persona ni a los derechos de otro. Si el error consiste en creer que algo es cuando no lo es, o creer que algo no es cuando lo es, no se podrá decir aún que el estado de las cosas pueda ser conocido con certeza o con dudas. Pero cuando el desconocimiento del estado de las cosas proviene de una negligencia culpable del autor, entonces, y aunque el daño causado fuese sin intención, dicho daño será imputable por culpa. Luego de revisar el arma de fuego, se concluyó que carecía de proyectiles; mas ocurrió que como el examen fue incompleto, todavía guardaba en su interior un último disparo. Si en esas circunstancias se emplease el arma y se causara la muerte o lesiones a otro, el resultado delictuoso será imputable; no por dolo, sino por culpa (C. Civil, art. 929; C. Penal, art. 34, inc. 1). El único error de hecho que no constituye la base de un obrar culposo es el error invencible; vale decir, el que es insuperable (C. Civil, art. 929 contr. sensu, y C . Penal, art. 34, inc. 1, en igual sentido). ¿En razón de qué es posible asegurar que cuando hubiese mediado error, el resultado se produce sin intención, es decir sin quererlo el autor? Sencillamente, porque el art. 922 del C. Civil, así lo ordena. El que obra en error de hecho, aunque el error fuese vencible, carece de intención de dañar a la persona o a los derechos de otro; es que el daño ocurre sin querer, fue sin querer. Existe, sin embargo, aun la posibilidad de que en la culpa el autor conozca, en efecto, el verdadero estado de las cosas y que el hecho no resulte doloso. Es posible, todavía, que quien obra pueda creer, conforme a sus condiciones personales y a las circunstancias, que el resultado no ocurrirá porque será capaz de impedirlo o de evitarlo. Hasta se podría decir que el autor cree tener el poder de operar un desvío de la causalidad en relación o con relación a una conducta imprudente puesta en práctica por él. Un experto en el tiro de armas de fuego hizo que el proyectil diera en el objeto que alguien sostenía en lo alto, y de dicho modo evitó que quien lo sostenía resultase muerto o herido. Mas si las cosas hubieran sido distintas, el resultado no hubiese sido doloso, sino culposo, porque en todo caso, al experto le hubiera asistido razón para creer que al efecto, al resultado, lo podía impedir o que lo podía evitar. Es claro, por otra parte, que no cualquiera podrá alegar este error. Diremos que obra con culpa el que con error de hecho no conoce el verdadero estado de las cosas, toda vez que su ignorancia se debiera a una omisión negligente que le hubiera permitido conocerlo ( C. Civil, art. 929: C. Penal, art. 34, inc. 1). También el resultado es culposo cuando se obra imprudentemente y se cree, con razón, que se lo pudo evitar o impedir. Pero es necesario tener en cuenta, en todo caso, que el acto en sí mismo imprudente no siempre conduce de modo necesario a la imprudencia. Sólo será imputable por imprudencia quien observó una conducta imprudente, pero estimó con fundamento, que al resultado lo podía evitar. Por eso es que si aquel experto tirador hubiese causado heridas o la muerte a quien en lo alto sostenía el objeto, hubiera cometido el hecho con culpa y no ya con dolo. El último elemento del hecho voluntario enunciado por el art. 897 del C. Civil es la libertad. El hecho será involuntario toda vez que el autor fuese intimidado por injustas amenazas, que debieron causarle una fuerte impresión; es decir, un temor fundado de sufrir un mal inminente y grave en su persona, honra o bienes ( C. Civil, art. 937; C. Penal, art. 34, inc. 2, seg. p). Quien no pudo dirigir libremente sus acciones no obra con dolo, porque el hecho carece de intención, según lo establece el art. 922 del C. Civil. Ya hemos señalado que si el hecho es involuntario, no puede ser doloso, no obstante fuera un hecho ilícito. Diremos, entonces, que el hecho contrario a la ley habrá sido ejecutado con dolo cuando el autor, por conocer el verdadero estado de las cosas, dirigió libremente su voluntad y tuvo intención de dañar a la persona o a los derechos de otro. Diremos igualmente que el hecho ilícito será cometido con dolo cuando el autor, por conocer inciertamente el estado de las cosas, no se abstuvo de obrar. Diremos, por último, que obra con culpa el que pudiendo hacerlo omitió una diligencia que era necesaria; por ello, creyó conocer el verdadero estado de las cosas y causó, sin querer, un daño a la persona o a los derechos de otro. Diremos también que obra con culpa el que por observar una conducta imprudente, causó un daño, cuando, con razón, creyó podía evitarlo. ¿Será necesario ir a buscar al dolo y a la culpa en alguna teoría ? &#9632;</page></body></doctrina>