<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>e acuerdo con lo que dispone el Código Penal, es posible que el acto de defensa pueda ser perfecto o imperfecto. Ocurre lo primero, cuando la reacción del agredido reúne todas las circunstancias exigidas por la ley. Ocurre lo segundo, cuando el mismo acto de defensa no se sitúa dentro de los límites que la ley impone. Se puede decir, entonces, que cuando la defensa es perfecta, los daños causados por el agredido en la persona o en los derechos del agresor son daños de carácter lícito. Cuando la defensa es imperfecta, esos daños resultan de carácter ilícito y, por ello, el agredido que se defendió responderá penal y civilmente. En un caso, la defensa es legítima; en el otro, es una defensa no permitida y punible con la pena establecida para el delito culposo. Ello, porque la ley considera que fue una defensa excesiva. Pero se trate de una defensa perfecta o de una defensa imperfecta, el instituto supone en todo caso, y necesariamente, una agresión, ya que sin ella nadie puede reaccionar en defensa de lo que no se ha agredido ni corrido peligro. En consecuencia, la agresión debe crear un riesgo determinado y crear actualmente la necesidad de impedir o de repeler el ataque o acometimiento. Desde luego que si la agresión debe crear un peligro, nada se podrá defender cuando la agresión no se hubiese manifestado o cuando, manifestada, ella cesó. Si la agresión cesa, cesa el peligro y cesa la necesidad de defensa. ¿Qué sucede si se defiende la vida o la libertad porque la agresión lleva peligro de muerte o el peligro de quedar sometido al poder de otro? La ley penal considera que en estos casos quien reacciona habrá ejecutado el hecho en defensa propia. No comete un hecho ilícito el que para seguir con vida causa la muerte a quien le quería matar. Y tampoco comete un hecho contrario a la ley quien es víctima de un secuestro y que para recuperar su estado anterior da muerte a quien lo redujo a dicho estado. A pesar de que el derecho a la vida sea el derecho de máxima jerarquía, obra justificadamente aquella persona que en defensa de su libertad sexual causa la muerte al que intentara violarla. Pero como la legítima defensa no consiste sólo en obrar en defensa propia, en defensa de la propia persona, sino también en obrar en defensa de los derechos, es posible que los derechos patrimoniales puedan ser codiciados por manos ajenas y, por lo tanto, ser objeto de hurto o de robo. Mientras la agresión se limite a estos derechos, la reacción quedará limitada a la defensa de esos derechos, es decir, a impedir mediante el acto de defensa el triunfo del ladrón o a recuperar de inmediato lo que fue objeto de de un apoderamiento ilegítimo. Pero, ¿qué ocurre si en defensa de la propiedad de la cosa, el defensor causa ahora la muerte del ladrón? Es intuitivo, al menos, que la ley no declarará que dicha muerte sea, todavía, un hecho justificado. Pero, ¿cuál es la razón de ello? Lo que sucede es que al distinguir la ley entre defensa propia y defensa de los derechos, ha establecido límites distintos y efectos jurídicos también distintos. Llegado a este punto, es posible se haga presente el exceso, que si bien no consiste en cometer un delito fuera de todo acto de defensa, importa, sin embargo, el ejercicio absoluto de ese derecho. El dueño de la cosa que impide al ladrón consumar el hurto y lo hace causándole la muerte, hace dos cosas: por un lado, defender lo que es suyo, pero haciéndolo de tal modo, como si su vida hubiese estado en peligro. Dicho en otras palabras, habrá dejado los límites de la defensa del derecho e introducido, por salto, en los límites de la defensa propia. Y estará en exceso, porque el ladrón no puso en peligro su vida ni creó la necesidad de defenderla. La defensa será, pues, una defensa imperfecta y punible. A esta defensa, la ley penal la castiga con la pena establecida para el delito culposo(2). Y así como no existía puente alguno entre la defensa de los derechos y la defensa propia, no hay puente alguno entre la defensa excedida y el homicidio común, reprimido con prisión entre 8 y 25 años. Sin embargo, todavía es posible, además, que el agresor haga nacer, simultáneamente, peligro para la persona del agredido y peligro para sus derechos. Cuando esto ocurra, la reacción del agredido será en defensa propia y será, dicha reacción, en defensa de los derechos. No se puede interpretar bien la ley toda vez que se prescinda del elemento subjetivo al que hace referencia la fórmula legal. El aspecto relativo al intelecto es captado por la expresión “necesidad racional del medio empleado”, porque si la agresión debe importar peligro, dicho peligro debe ser percibido por quien se defiende, y valorar, de acuerdo con las circunstancias de persona, modo, tiempo y lugar, los riesgos inminentes que se ciernen sobre el derecho acometido. En una palabra, es el intelecto el encargado de conocer, de saber sobre el estado de las cosas para obrar en consecuencia. Incluso, para no ejercer el derecho de defensa y adoptar otra actitud. En todo caso, es también válido aquello de que las armas de la liebre son los pies. Pero como el intelecto se puede equivocar, es posible que perciba mal, y entonces, en vez de percibir tal cual son las cosas, crea como verdadero lo que es falso. Nada impide que en estos asuntos pueda intervenir el error de hecho, que hace ver equivocadamente. El agresor había desistido de consumar su intento de hurto, pero el dueño de la cosa creyó lo contrario. Lo que ignoraba era que la agresión había cesado, y por ello creía que su propiedad se hallaba aún en peligro. El error le impidió conocer el verdadero estado de las cosas y le impidió, al mismo tiempo, saber que conocía mal. Y llegado a este punto, es posible, nuevamente, que el exceso reclame su atención, porque en todo caso será necesario saber de qué forma éste operó en la emergencia. Es cierto sí que quien obra en error carece de malas intenciones, pero también es cierto que aun con buenas intenciones, se puede causar daño en la persona o en los derechos de quien había hecho cesar su agresión. La regla en estos casos es la siguiente: cuando el error fuese invencible o insuperable, la culpabilidad culposa quedará eliminada, y dicho exceso será no punible porque ya no se podrá aplicar la pena del delito culposo. Por el contrario, cuando el error fuese superable o vencible, es decir, imputable al defensor, el hecho será punible porque la defensa resultará imperfecta y aplicable, ahora, la pena del delito culposo. Con relación al error, acaso sea posible descubrir en el Programa de Francesco Carrara, el siguiente ejemplo: Si yo veo a mi enemigo venir en actitud hostil hacia donde yo estoy, apuntándome con un arma de fuego, estaré en legítima defensa si yo, más rápido, disparase primero causándole la muerte. Y estaré –agrega Carrara–en legítima defensa, si más tarde se descubriera que el arma de aquél estaba descargada. Se trata de un caso de error invencible, porque dadas las circunstancias, no era posible practicar las diligencias necesarias para saber si el arma se hallaba con tiros o sin ellos. Por último, y a los fines de esta publicación, diremos que la justificante exige que la reacción sea oportuna, porque quien se defiende debe hacerlo aquí y ahora, de manera que esa defensa no debe ser ni precipitada ni tardía. Si llegase a ser precipitada, ocurrirá que el defensor se habrá convertido en agresor, y si fuese tardía, quizás el derecho que pretendía ejercer ya no se podría ejercer porque ya podría estar muerto&#9632; <html><hr /></html> 1 ) Véase, Claudio Gleser, “Cuando la defensa se convierte en delito”, La Voz del Interior, Córdoba, 12/10/17, p. 4 2) Nuevamente recomendamos la lectura del voto de Sebastián Soler, que se publicara en la revista Jurídica La Ley, T. 6, pág. 842, en el caso “Takahasi". </page></body></doctrina>