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Cuando el agredido se defiende, y cuando el ladrón se defiende

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Vamos a partir de un episodio que entre nosotros es bastante común, y que puede dar lugar a varias hipótesis de hecho y de derecho.
Una persona es asaltada en la vía pública y, tras hacerse de la cosa, el ladrón se da a la fuga; como el poseedor puede recobrar la posesión sin intervalo de tiempo, haciéndolo en legítima defensa (C. Civil, art. 2470), consigue despojar al malviviente y de esa forma continuar en el estado anterior, que perdió durante el tiempo en que aquél se constituyó en el nuevo poseedor del objeto que robó. Si, como consecuencia del empleo de fuerza, resultaran lesiones en la persona del agresor, dicho efecto quedará comprendido dentro de la defensa legítima en razón de que el ladrón debe, jurídicamente, soportar un daño en su persona o en sus derechos, siempre que la reacción del defensor quedase comprendida dentro de los límites establecidos por la ley. La defensa será racional y, por lo tanto, no excesiva.
Puede ocurrir, dentro de estas suposiciones, que el poseedor, para recuperar la cosa, empleara un arma de fuego y así la usara, pero ahora, en vez de lesiones, causara la muerte al que con el producto del delito se daba a la fuga. En una palabra, causara la muerte mientras el hecho se hallaba aún en flagrancia. Se puede decir que esta defensa no será legítima, sino que, por el contrario, ilícito será su carácter. Sea suficiente tener en cuenta, y al respecto, que nadie está obligado a perder la vida cuando lo que defiende el poseedor es precisamente la posesión y nada más que la posesión.
Nos parece oportuno, aunque lo anterior no sea un punto de vista equivocado, señalar que en estos casos la defensa no es legítima en virtud de que el ladrón, con el solo hecho de robar la cosa y darse a la fuga, no puso en peligro la vida del titular y, por ello, no le hizo nacer la necesidad de defender su vida. En estos casos, la defensa es –por lo menos a nuestro juicio– una defensa excesiva, y por lo tanto punible de acuerdo con el art. 35, C. Penal. Habrá que convenir que cuando se defiende la vida que fue puesta en peligro por la agresión, es lícito causar la muerte; y que cuando lo que se defiende es la posesión, no es lícito reaccionar como si en vez de hallarse en peligro un derecho, se hallase en peligro la propia existencia. No hay necesidad de defender la vida cuando el agresor no hace otra cosa que poner en peligro un derecho que, como tal, no o da lugar a la defensa propia, sino y nada más, que a la defensa de un derecho. Debe tenerse especialmente en cuenta que –y de acuerdo con lo que establecen el C. Civil y el C. Penal– la defensa no es absoluta sino una defensa racional. Si así no fuese, debería concluirse que es conforme a derecho la muerte del ladrón toda vez que se defendiera la tenencia o la posesión de un objeto.
Las cosas se pueden ir poniendo más complejas en la medida en que, precisamente, el titular ya no defendiera racionalmente su derecho sino que lo hiciera de un modo absoluto; que al hacerlo, pusiera en peligro la vida del ladrón y que, por lo tanto, le hiciera nacer la necesidad de actuar, ahora, en defensa de su vida, y reaccionar en contra de la defensa excesiva del titular. Lo curioso de todo esto es que de agresor se habrá convertido en defensor.
Para sintetizar la cuestión, diremos que aun por su defensa de carácter absoluto, aquel titular seguirá siendo víctima de una agresión ilegítima, que daba lugar a una defensa racional mas no a una defensa absoluta. Su reacción ya no estará situada dentro de los límites de la letra b), del inc. 6º del art. 34, sino dentro de los límites del art. 35. Ello porque se excedió. A su vez, el ladrón seguirá siendo el agresor ilegítimo, pero habrá actuado en defensa propia, con motivo del exceso del agredido. Si en estas circunstancias diera muerte a la víctima del robo, su defensa, aunque imperfecta, seguirá siendo defensa. En estos casos, asume su función la letra c), del inc. 6º y deberá ser considerado, además, como un provocador suficiente con respecto a una defensa excedida. El problema es saber si el homicidio de la víctima del robo se debe ubicar dentro del homicidio doloso del art. 79, o si el hecho debe ser regulado también por el art. 35. Debemos reparar, en todo caso, que el ladrón defendía racionalmente su existencia y no de modo absoluto. Nos parece que, a pesar de ser un agresor ilegítimo y un provocador suficiente, todavía cabe aplicar para él el art. 35.
Cabe la posibilidad de construir la hipótesis siguiente: si la víctima del robo defendiera racionalmente su derecho, el ladrón se resistiese al acto defensivo y en estas circunstancias diera muerte al agredido, ¿será aplicable el exceso? No, ya no, porque la defensa del poseedor no será nada más que un hecho lícito y, por ser tal, la resistencia a dicho acto asume carácter doloso, y entonces el título a aplicar será el de homicidio.
En suma, el agredido que se defiende racionalmente se halla justificado y puede, por su acto de defensa, causar daños en la persona o en los derechos del ladrón, quien estará obligado jurídicamente a soportar o a tolerar dichos daños. Si el agredido se excede, su defensa ya no será perfecta, y por ello su acto será regulado por el art. 35.
El ladrón, que no pierde su carácter de agresor ilegítimo, puede obrar en defensa propia, derecho que nacerá como consecuencia de un acto ilícito, cual es la defensa excedida de quien fue agredido ilegítimamente en su derecho. Pero deberá ser considerado, además, provocador suficiente.
Aun cabe, si se quiere, otra hipótesis. Si el defensor excedido, que por ello puso en peligro la vida del agresor fuera quien y a su vez, se defendiera de la resistencia violenta del ladrón, y así diera muerte a éste, ¿será autor de un homicidio doloso? Las cosas no cambiarán, y su conducta seguirá siendo regulada por el art. 35.
¿Querrá decir todo esto que el defensor nunca podrá cometer un homicidio doloso? Mientras se encuentre fuera de los límites de la defensa justificada y dentro de los límites del exceso, lo aplicable para él será el art. 35. Sin embargo, puede su conducta ubicarse dentro de los límites del homicidio doloso en la medida en que su acto fuese, ahora, un acto de venganza, lo que supone que ya no es aplicable el exceso■

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