<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> Para el Gobierno, el derecho y la ética parecen haberse transformado en ideologías vacías, en meras entidades formales, como tales sujetas a la ocurrencia del Príncipe. Durante los últimos años, el protagonismo de la Justicia Penal tributaria en el país viene en franco crecimiento. Pero ese crecimiento sólo se tradujo en la cantidad de causas y no en la calidad de los procesos. La realidad demuestra que tras la fachada del Estado de Derecho se ha desarrollado un infraestado clandestino, con sus propias reglas, donde el accionar de la AFIP denota un alto grado de autoritarismo. Esta tiranía no muchas veces es limitada por el accionar de la Justicia que, salvo honrosas excepciones, aparece como demasiado ligada al accionar del Fisco nacional. En este contexto, los fundamentos del Derecho Penal liberal, de por sí inconsistentes con el Programa Procesal Penal federal –Ley Nº 23984–, confluyen en una profunda inconsistencia entre el sistema normativo de las garantías y el funcionamiento efectivo de las instituciones punitivas. Existe, como consecuencia inevitable de lo manifestado, una pérdida de toda legitimación política del Estado en la aplicación de la ley penal, cuadro que a su vez es alimentado por la tendencia del poder político a liberarse de los controles jurídicos. No hay mejor caldo de cultivo para la corrupción y el arbitrio. Por su parte, el Poder Judicial tiende a “comprar” lo que le vende la DGI, justificándose en la falta de certeza, oscuridad y dificultad de conocimiento del derecho tributario sustantivo, lo que por esta vía favorece de igual modo una adicción al ilegalismo difuso y a veces forzoso en ese contexto, restándole credibilidad y eficacia a la acción penal y erosionando no sólo las garantías constitucionales sino también los fundamentos axiológicos de la jurisdicción. No en pocas oportunidades observamos, con mucha tristeza, que los requerimientos fiscales de instrucción son textuales reproducciones de las denuncias penales que formula la Dirección General Impositiva, lo que conduce a otro déficit de legitimación de la judicatura. Es así que percibimos, ya sin asombrarnos, que nuestro derecho penal y procesal penal se convierte parcialmente de “dominador” en “dominado”. Desde esa perspectiva, lejos se encuentra la ley 24769 de ser un eficaz medio moralizador, aun cuando desde la política penal se enarbole esa virtud. <bold>II. La propuesta de un Derecho Penal mínimo y una función garantista de la jurisdicción penal</bold> Existe un vínculo indisoluble entre las garantías de los derechos fundamentales, la división de poderes y la Democracia. En esa inteligencia, la propuesta de un derecho penal mínimo y una refundación garantista de la jurisdicción penal son hitos necesarios para encontrar, desde todos los sectores públicos y privados donde el problema concierne, las alternativas democráticas a esta crisis que sacude al sistema, afectando la razón jurídica y el Estado de Derecho. Sólo un derecho penal reconducido exclusivamente a las funciones de tutela de bienes y derechos fundamentales puede, en efecto, conjugar garantismo, eficiencia y certeza jurídica. Y sólo un derecho procesal que, en garantía de los derechos del imputado, minimice los espacios impropios de la discrecionalidad judicial, puede ofrecer a su vez un sólido fundamento a la independencia de la magistratura y a su rol de control de las ilegalidades del poder. En conclusión, sólo un efectivo pluralismo institucional y una rígida separación de poderes pueden garantizar la rehabilitación de la legalidad en la esfera pública según el paradigma del Estado democrático de derecho. No es ilegítimo que la Dirección General Impositiva formule la denuncia penal. Pero lo que sí es inexplicable e ilegal es que la acusación pública –vía Ministerio Público Fiscal– dependa más o menos directamente del Poder Ejecutivo. En la práctica, esta situación atenta contra la división de poderes y la independencia de la magistratura, que en su formulación clásica descansa en el principio de que todo poder, si no resulta limitado por otros poderes, tiende a acumularse en formas absolutas, degenerando la democracia. <bold>III. La antítesis “libertad - poder”</bold> Suele proclamarse, con razón, que cuanto mayor es la libertad, menor es el poder y viceversa. En un Estado democrático, el poder debe ser limitado a fin de permitir a cada uno gozar de la máxima libertad. Derecho Penal Mínimo frente a Derecho Penal Máximo. Organismos de control tributario, versus organismos de persecución policial. Ese es el debate en que nos encontramos. En tiempos actuales, rebasando la ley formal y sustancial, el ente recaudador llega a impedir el libre tránsito de los ciudadanos dentro y fuera del país amenazando con la Ley Penal tributaria, la ley de lavado de dinero, el régimen penal cambiario, etc., etc. Lo que otrora era una garantía constitucional, ha pasado a ser un decisionismo inadmisible. Hemos pasado, sin advertirlo, del “Gobierno de las Leyes” a la “Tiranía del Rey”. Cambiamos “democracias” por “autocracia”. Formalismo que todo lo justifica, ante sustancialismo que debiera trazar la senda a transitar. El derecho del más débil, frente al derecho del más fuerte. Arbitrio, en lugar de garantías. Arbitrio que además ha sido consagrado legalmente en la ley 24769 donde el organismo recaudador es el encargado de determinar el monto de la presunta evasión, de formular la denuncia penal, la cual –además– no suspende ni impide la sustanciación y resolución de los procedimientos tendientes a la determinación y ejecución de la deuda tributaria o de los recursos de la seguridad social, ni la de los recursos administrativos, contencioso-administrativos o judiciales que se interpongan contra las resoluciones recaídas en aquéllos; donde asimismo el organismo recaudador se encuentra habilitado para solicitar al juez penal competente las medidas de urgencia y toda autorización que fuera necesaria a los efectos de la obtención y resguardo de aquéllos; donde dichas diligencias son siempre encomendadas al organismo recaudador, que actúa en tales casos en calidad de auxiliar de la Justicia, juntamente con el organismo de seguridad competente, etc. Traducido este accionar en la práctica forense, ha de concluirse que se cumple sólo con el principio de legalidad, pero estamos ante un legalismo obtuso, mecánico, que no reconoce la exigencia de la equidad, donde el problema de la justicia está separado del de la legitimación interna del ordenamiento legal. Como consecuencia de ello, convivimos con una teoría antiliberal de las relaciones entre individuo y Estado, conforme a la cual primero viene el Estado y después viene el individuo. El Estado ha perdido como fin el de ser un medio que tiene como propósito la tutela del ciudadano, de sus derechos fundamentales de libertad y seguridad colectiva, pasando a ser un fin en sí mismo. La contraposición entre la concepción técnica y la concepción ética del Gobierno y de todas sus instituciones políticas es axiomática. Estas instituciones, no por mera casualidad, contravienen los principios de un derecho penal garantista. <bold>IV. La alternativa entre garantismo y autoritarismo</bold> La distancia entre principios constitucionales y legislación, y entre legislación y jurisdicción, ha alcanzado en la República Argentina proporciones alarmantes, resolviéndose en el vaciamiento de hecho de gran parte de las garantías y en el desarrollo incontrolado del arbitrio. Nuestra legislación penal y procesal penal deslucen ante el programa fundacional adoptado desde la cuna misma del constitucionalismo moderno, los Estados Unidos de Norteamérica. Tal es así, que yendo al funcionamiento concreto de las instituciones penales, la ley adjetiva federal reserva la posibilidad del plenario o juicio oral para unos pocos privilegiados, soslayando, por esa vía, la garantía del debido proceso. Bajo esta condición, todo derecho debe tener como contenido necesario la facultad de la propia defensa, pues de otra manera no sería un derecho sino una irrisión. Con el transcurso de los años, especialmente desde la década del 90 en que fuera instaurado por primera vez el régimen penal tributario en nuestro país, esta oposición entre la Constitución nacional y la ley 23984 –Código Procesal Penal de la Nación–, no sólo no se ha atenuado sino que en algunos aspectos se ha agravado, ya que haciendo uso y abuso de la prisión preventiva se ha transformado a ésta en un nítido anticipo de punición, muy lejos de la función cautelar a que debiera estar reservada. Cada vez hay más presos y cada vez hay menos procesos justos. Y también cada vez es posible visualizar los crecientes márgenes de discrecionalidad del derecho penal en la fase prejudicial de las investigaciones preliminares, sustentada en las generosas atribuciones que las leyes le asignan al Fisco nacional, y a partir de la ley 26735, también a los fiscos provinciales. El paradigma verdadero consiste en traducir si la Constitución ha quedado desplazada por imperio de las leyes 11683, 24769 y 23984 <header level="4">(2)</header>. Las antinomias existentes entre esta legislación y la Carta Magna son irrefutables. Y, para peor, los principios normativos de nivel supralegal han cedido frente a normas y prácticas de nivel inferior, so pretexto la declamación de “cierto grado de inefectividad” del sistema de persecución tributario y penal, si estas garantías constitucionales son respetadas a rajatabla. No sería tan grave si esta abjuración no incidiese directamente sobre la tutela de los derechos fundamentales de los ciudadanos, cuyo disfrute, por parte de todos, debiera constituir la base sustancial de la democracia. Es necesario recordar a nuestros gobernantes, de nuevo, que el garantismo no tiene nada que ver con el mero legalismo o formalismo, excepto que entre ellos se plasme un nexo indisoluble, característico del Estado de Derecho, donde las garantías constitucionales, la legitimación política y las formas legales puedan concebirse dentro de la esfera de actuación de una democracia sustancial y no meramente simbólica. Sobre estos aspectos, no podemos dejar de lado la existencia, dentro de la ley penal especial, de figuras ambiguas que pueden llegar a transformar en penalmente relevante cualquier hipótesis indeterminada de desviación. Vaya como ejemplo el actual artículo 15, en su inciso (b), de la ley Nº 24769, cuando dispone que será reprimido con un mínimo de cuatro (4) años de prisión, el que “concurriere con dos o más personas para la comisión de alguno de los delitos tipificados en esta ley”. Como se observa, no estamos aquí ante un comportamiento empírico determinado, exactamente identificable como tal, al que a su vez podamos adscribir asimismo con trascendencia apodíctica a la culpabilidad del potencial sujeto activo. En ese orden de ideas, en la medida en que el modelo penal no se satisface en el plano legislativo, se abren en el plano judicial espacios inevitables de discrecionalidad dispositiva que comprometen tanto el carácter cognoscitivo del juicio como su sujeción “sólo” a la ley. Estos espacios, no huelga añadir, pueden llegar a conferir un carácter irremediablemente utópico al modelo penal garantista que dice regir en el país. <bold>V. Crisis de legitimidad del actual sistema penal</bold> Con profunda tristeza observamos en estos últimos tiempos que el Gobierno de turno se vale de la ley penal para “poner en vereda” a quienes considera sus insurrectos, lo que nos obliga a realizar una profunda reflexión sobre la crisis de legitimidad que embarga al actual sistema penal. No entra en duda, bajo este examen, que el legislador de la ley Nº 24769 haya descuidado los fundamentos filosóficos, políticos y jurídicos que la inspiraron. Sin embargo, las prácticas antiliberales a las que hacíamos antes referencia han alimentado un caldo de cultivo para conductas anticonstitucionales, propias de Estados fascistas, donde los fundamentos básicos del Derecho Penal no sólo son insatisfechos, sino que además aparecen olvidados y aplastados por orientaciones eficientistas y pragmáticas, las cuales, en más de una ocasión, son enderezadas a la vindicta pública, en una suerte de despotismo punitivo. En esa orientación, las garantías constitucionales son percibidas a menudo como embarazosos obstáculos antifuncionales. La justificación de los medios por los fines. Desde otro ángulo, las denuncias que formulan los ciudadanos contra los miembros del poder público, por diversos artilugios legales, van a parar generalmente a tribunales “amigos”, donde la justicia pasa casi inadvertida. En esta perspectiva, el modelo penal garantista ya sí parece equivaler a un sistema de minimización del poder y de maximización del saber judicial, lo que debería suceder en todos los casos. Mientras, por sendas paralelas transitan verdaderas aberraciones represivas, donde la voluntad del Príncipe –o de La Reina, si se prefiere–, sustituye más o menos completamente a la ley. Como en el siglo XV, erramos por un período de absolutismo político, habiéndonos conformado con la razón de Estado como engañoso fundamento del derecho de castigar, pero por la vía “selectiva”: definiendo a quién, cómo y cuándo se le aplicará la reprimenda de la ley penal. En este período, caracterizado por el régimen absoluto o “de policía”, como dicen los alemanes, todo criterio de garantía individual es eliminado por efecto del arbitrio administrativo –también policiaco–y la omnipotencia del Estado, quien, en el mejor de los casos, de mala gana se aviene a reconocer a los individuos algunos derechos frente a él. Las actuales administraciones tributarias, vaya a saber por qué influencias, ha confundido la función penal con la función de policía, relegando que entre una y otra media un abismo. Al incluir la ley Nº 24769 la función de policía en manos de la DGI, se originó una gran confusión de ideas, y se abrió el camino al arbitrio en detrimento de la justicia. Como decía el Prof. Carrara en 1859, en el ateneo pisano, “En la organización de las naciones siempre se observa el fenómeno de que bajo los gobiernos despóticos la función de policía se mezcla con el derecho punitivo, y de que bajo los regímenes libres tanto aquélla como éste se mantienen celosamente aparte. Al menos racionalmente debía ser así. Y si ello no ocurre bajo gobiernos que se jactan de régimen libre, ello quiere decir que esa jactancia es hipocresía. Y todo el que pretenda compartir esta verdad, debe confesarla sin ambages” <header level="4">(3)</header>. Enraizada profundamente dentro de este contexto, la Administración Federal de Ingresos Públicos ha pasado a convertirse en la República Argentina en una de las más grandes y poderosas organizaciones del país, que en el ámbito de la ley 24769, actúa como una formación casi “paramilitar”. Por estos tiempos, y asimilando a la S.S. de la Alemania nazi, el Administrador General y los inspectores operan como un ejército regular que responde a las órdenes del Poder Ejecutivo Nacional. Faltaría tan sólo asignarles sus propias insignias y uniformes. La DGI parece tener, también por estos días, una organización para funcionar como un manto de protección para la actual conducción política nacional, con sus propios “departamentos de tormentos” y “secciones de asalto”, emulando a las “Sturmabteilung” instauradas por Adolf Hitler <header level="4">(4)</header>. <bold>VI. Reflexiones finales</bold> La función penal debe ser protectora y no violadora del derecho. No es, pues, verdad que el derecho penal restrinja la libertad humana, sino que éste debe ser su principal protector. Dijo Cicerón: <italic>“Servi sumus ut liberi esse possimus”</italic>: “Somos esclavos de la ley para ser libres”. Si el Estado ético actual no madura, difícilmente la opinión colectiva consienta su accionar, aunque éste, de modo aparente, se ajuste a lo que dice la ley penal. Repugna admitir la utilidad de la ley penal especial como un imaginario derecho de venganza e intimidación mediante el ejemplo <header level="4">(5)</header>. No se trata aquí de admitir o rechazar la incriminabilidad de un determinado hecho, ni de medir o juzgar la intervención espontánea y necesaria de la reacción estatal por ellos, sino que, además, el propósito debe conducirnos a hacer eficaz y apreciable el precepto jurídico. La ciencia criminal, desde esa perspectiva, tiene por misión moderar los abusos de la autoridad en la prohibición, en la represión y en el juicio. No dudamos en aseverar que en materia de prohibiciones, el legislador ha trasvasado los límites del desatino, particularmente a través de las reformas a la ley Nº 24769 por medio de las leyes Nº 25874 y 26735. En la represión, las desviaciones no son menos significativas, ya que continuamente la persecución penal se ha dirigido a sectores en pugna con el Poder Ejecutivo. Y en vinculación al juicio, basta con revisar la situación actual de la prisión preventiva, la escasa cantidad de sentencias y los minúsculos procesos donde el ciudadano pueda ejercer en plenitud su defensa, esto es, en el ámbito del debate oral y contradictorio. Sobre la prisión preventiva, nos enfrentamos, sin lugar a dudas, frente al instituto con mayor capacidad lesiva a los derechos fundamentales. Ya pasaron más de dos lustros desde que se sancionara la primera ley penal tributaria en la Argentina, en el marco de consolidación de la Democracia, y desde entonces no se ha materializado ningún cambio en materia de legislación procesal penal, lo que alimenta que algunos tribunales apliquen este instituto con un amplio margen de discrecionalidad y por fuera de los principios que deben asegurar su determinación: un mínimo de prueba de culpabilidad, excepcionalidad, gradualidad, interpretación restrictiva, proporcionalidad, subsidiaridad en la aplicación, provisionalidad y <italic>“favor libertatis”.</italic> Entre todas estas exigencias hay una conexión lógica e indeclinable que no puede ser sesgada so pretexto de necesidades de urgencia, falta de infraestructura o de personal capacitado. Un reciente informe del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales, difundido en el mes de febrero de este año 2012, ha observado como común denominador: a) criterios rígidos que interpretan a la prisión preventiva como adelanto de pena (“delitos inexcarcelables”); b) imposición del encierro preventivo de oficio (jueces de instrucción o fiscales de instrucción); c) ausencia de ámbitos adecuados para garantizar el derecho de defensa (inexistencia de audiencias públicas previo a la aplicación del encarcelamiento); d) tiempos prolongados en la duración de la medida; e) aplicación sistemática de la prisión preventiva ante determinados supuestos; f) ausencia de mecanismos de revisión periódica; h) carencia de determinación judicial del plazo de duración; i) inexistencia de mecanismos alternativos al encierro cautelar. De esta forma, con base en esas características, la discusión sobre la aplicación de una medida de coerción se limita a la dicotomía “cárcel o libertad” o “adelanto de pena vs. impunidad”, sin que se plantee un catálogo de medidas diferentes para cumplir los mismos fines. En la práctica, esto supone concebir al encierro como la única alternativa y la solución más adecuada ante determinados casos, influenciado muchas veces por los medios masivos de comunicación. Se ignora así algo básico, que el derecho es libertad, y que, por lo tanto, el derecho penal tributario bien entendido debiera ser el supremo código de esta libertad, el que nos libere, de una vez por todas, del ascetismo y de las veleidades políticas del Estado. Muy por fuera de ese marco, la idea fundamental del derecho penal tributario argentino debe hallarse en la tutela jurídica. Todo exceso no es protección, sino violación del derecho; todo exceso es abuso y tiranía, y toda deficiencia es traición a la tarea impuesta a la autoridad. Recordar y aplicar la Constitución Nacional a los procesos penales tributarios no es benignidad, sino justicia. El uso de la fuerza, aun con fines de defensa social, debe estar garantizado contra la arbitrariedad del Estado; además, los ordenamientos legales necesariamente deben ser revisados y conciliados con un accionar responsable, dirigido a cumplir con lo que establece la ley, lejos de transformarse en instrumento de venganza. Estricta legalidad, estricta legitimidad y estricta jurisdiccionalidad. A su lado, un derecho penal y procesal penal compatibles con las garantías constitucionales, que fulminen con la discrecionalidad administrativa que pulula en lo que aparenta ser “su propio subsistema”, el de la ley Nº 11683 y en de las normas infra-constitucionales de la ley Nº 24769. Con respecto a los contribuyentes como “sociedades de riesgo”, respecto de las cuales se justifica prácticamente todo, no puede seguir pasando inadvertido para los ciudadanos argentinos que el modelo actual reproduce en gran medida el del régimen nazi del “tipo normativo de autor” (Tatertyp) y el estalinista del “enemigo del pueblo”, donde el presupuesto general de la ley penal no es, en efecto, la comisión de un delito, sino una simple cualidad personal determinada con criterios puramente potestativos: la cualidad de “sospechoso” o de “peligroso”. Al cabo, es más que evidente que nuestro país reclama una rápida democratización de su justicia tributaria&#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Profesor de Derecho Penal Tributario. Designado consultor para la Reforma del Código Penal argentino</header> <header level="3">2) Ingresando al ámbito de las penas incorporadas en la ley Nº 11683, aquí también el presupuesto de la pena debe ser la comisión de un hecho unívocamente descripto y denotado como delito no sólo por la ley de procedimientos tributarios mencionada, sino también por la hipótesis de la acusación formulada por la División Jurídica de la AFIP, de modo que resulte susceptible de prueba o confutación jurisdiccional, según la fórmula nulla poena et nulla culpa sine iudicio. Al mismo tiempo, para que el proceso por ante el Tribunal Fiscal de la Nación no sea apodíctico, sino que se base en el control empírico, es necesario también que las hipótesis acusatorias, como exige la segunda condición, sean concretamente sometidas a verificación y expuestas a refutación, de modo que sean convalidadas sólo si resultan apoyadas por pruebas y contrapruebas según la máxima del nullum iudicium sine probatione. No puede dudarse, a estas alturas, que ello no sucede cada vez que el Tribunal Fiscal reencuadra “de oficio” las conductas, bajo el pretexto de no permitir la impunidad de quien no pudo ser castigado bajo la modalidad dolosa. Eso es una falacia que ignora las garantías del debido proceso y el derecho de defensa. Este aserto no puede ser interpretado como una negación al poder de comprobación probatoria o de verificación fáctica del tribunal especializado, sino la única respuesta ante un marco normativo que no prevé la existencia de hipótesis acusatorias alternativas. El pasaje más conocido y emblemático que expresa esta concepción mecanicista de la jurisdicción, es el de Beccaria sobre el “silogismo perfecto”: “En todo delito debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. Pondráse como mayor la ley general, por menor la acción conforme o no con la ley, de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez, por fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre. No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común que propone por necesario consultar al espíritu de la ley. Es un dique roto al torrente de opiniones”. Citado por Luigi Ferrajoli, en “Derecho y razón”, Ed. Trotta, quinta edición, año 2001, p. 75. Si en efecto, el proceso en el Tribunal Fiscal de la Nación es de naturaleza jurisdiccional, la conclusión no puede ser otra a la que venimos propiciando hace ya décadas en distintas publicaciones, muy puntualmente en nuestra obra sobre “Garantías Tributarias en el Derecho Tributario”. Recordemos que “juris-dicción” designa un procedimiento de comprobación de los presupuestos de la pena que se expresa en aserciones empíricamente verificables y refutables. Por ende, cualquier actividad punitiva expresa o tácitamente contraria a este esquema, es “algo distinto” a la jurisdicción. Precisamente, estaríamos ante una actividad sustancialmente “administrativa”, o, si se quiere, “política” o “de gobierno”, caracterizada por formas de discrecionalidad que, al afectar a las garantías individuales, puede inevitablemente desembocar en situaciones injustas y hasta en el abuso. </header> <header level="3">2) Ingresando al ámbito de las penas incorporadas en la ley Nº 11683, aquí también el presupuesto de la pena debe ser la comisión de un hecho unívocamente descripto y denotado como delito no sólo por la ley de procedimientos tributarios mencionada, sino también por la hipótesis de la acusación formulada por la División Jurídica de la AFIP, de modo que resulte susceptible de prueba o confutación jurisdiccional, según la fórmula nulla poena et nulla culpa sine iudicio. Al mismo tiempo, para que el proceso por ante el Tribunal Fiscal de la Nación no sea apodíctico, sino que se base en el control empírico, es necesario también que las hipótesis acusatorias, como exige la segunda condición, sean concretamente sometidas a verificación y expuestas a refutación, de modo que sean convalidadas sólo si resultan apoyadas por pruebas y contrapruebas según la máxima del nullum iudicium sine probatione. No puede dudarse, a estas alturas, que ello no sucede cada vez que el Tribunal Fiscal reencuadra “de oficio” las conductas, bajo el pretexto de no permitir la impunidad de quien no pudo ser castigado bajo la modalidad dolosa. Eso es una falacia que ignora las garantías del debido proceso y el derecho de defensa. Este aserto no puede ser interpretado como una negación al poder de comprobación probatoria o de verificación fáctica del tribunal especializado, sino la única respuesta ante un marco normativo que no prevé la existencia de hipótesis acusatorias alternativas. El pasaje más conocido y emblemático que expresa esta concepción mecanicista de la jurisdicción, es el de Beccaria sobre el “silogismo perfecto”: “En todo delito debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. Pondráse como mayor la ley general, por menor la acción conforme o no con la ley, de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez, por fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre. No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común que propone por necesario consultar al espíritu de la ley. Es un dique roto al torrente de opiniones”. Citado por Luigi Ferrajoli, en “Derecho y razón”, Ed. Trotta, quinta edición, año 2001, p. 75. Si en efecto, el proceso en el Tribunal Fiscal de la Nación es de naturaleza jurisdiccional, la conclusión no puede ser otra a la que venimos propiciando hace ya décadas en distintas publicaciones, muy puntualmente en nuestra obra sobre “Garantías Tributarias en el Derecho Tributario”. Recordemos que “juris-dicción” designa un procedimiento de comprobación de los presupuestos de la pena que se expresa en aserciones empíricamente verificables y refutables. Por ende, cualquier actividad punitiva expresa o tácitamente contraria a este esquema, es “algo distinto” a la jurisdicción. Precisamente, estaríamos ante una actividad sustancialmente “administrativa”, o, si se quiere, “política” o “de gobierno”, caracterizada por formas de discrecionalidad que, al afectar a las garantías individuales, puede inevitablemente desembocar en situaciones injustas y hasta en el abuso. </header> <header level="3">3) Francesco Carrara, Programa de Derecho Criminal, Parte General, Volumen I, Ed. Temis Bogotá, p. XXI.</header> <header level="3">4) Las Sturmabteilung o «SA» (que se puede traducir literalmente por «Departamento de tormenta» o «Secciones de asalto») funcionaron como una organización paramilitar del NSDAP, el partido de los nazis alemanes. A los miembros de las SA se les conocía como «camisas pardas», por el color de su camisa y uniforme, para distinguirlos de las «SS», que llevaban uniformes negros y camisa blanca, a diferencia de los camisa negra italianos. Las SA fueron el primer grupo paramilitar nazi que creó títulos y rangos pseudo-militares para sus miembros; posteriormente, los rangos de las SA fueron adoptados también por otros grupos del NSDAP. Las SA jugaron un importante papel en el ascenso al poder de Adolf Hitler en los primeros años de la década de 1930, hasta que fueron completamente desarticuladas en 1934 e integradas en las SS. En el momento de su desarticulación contaban con aproximadamente 4 millones y medio de hombres en sus filas. El término Sturmabteilung viene originalmente de las tropas de asalto especializadas de las que disponía el Imperio Alemán en 1918, durante la Primera Guerra Mundial, de acuerdo con las tácticas de infiltración desarrolladas por el general Hutier. En el otoño de 1920 Hitler creó el Ordnungsdienst («servicio de orden»), un cuerpo de soldados con experiencia en el campo de batalla y con una preparación física excelente, a quienes asignó la función de seguridad en las conferencias, discursos y reuniones del NSDAP de posibles ataques de los socialdemócratas o de los comunistas y para mantener el orden en los mismos. El 4 de noviembre de 1921, el NSDAP realizó un mitin público en Múnich al que asistió una gran cantidad de personas. Después de que Hitler hablase durante algún tiempo, la euforia de los presentes hizo necesaria la actuación de las “fuerzas de orden” creadas precedentemente. Después de este mitin el servicio pasó a llamarse oficialmente Sturmabteilung bajo las órdenes del capitán Ernst Röhm. La importancia de las SA aumentó dentro de las estructuras de poder nazis, llegando a estar integrada por cientos de miles de miembros. En 1922 el NSDAP fundó la Jugendbund, una sección para jóvenes de entre 14 y 18 años. La sucesora de esta sección, las Juventudes Hitlerianas, permaneció bajo el mandato de las SA hasta mayo de 1932. Desde abril de 1924 hasta febrero de 1925, las SA se ocultaron bajo el nombre de Frontbann para evitar la ilegalización temporal del NSDAP. Las SA llevaron a cabo numerosos actos violentos contra grupos izquierdistas durante los años 20, normalmente en pequeñas trifulcas callejeras llamadas Zusammenstöße («colisiones»).</header> <header level="3">5) Han tomado trascendencia pública, al ser transmitidas inclusive por cadena nacional, las repercusiones del accionar de la AFIP (DGI) contra algunos ciudadanos que se animaron a expresar sus críticas al Gobierno, o que, sin llegar a “tanto”, se lamentaron por la caída en su actividad empresarial. Recuérdese, para ejemplos, el caso del llamado por nuestra señora Presidenta como “el abuelito amarrete” y el del productor inmobiliario que se quejaba por la caída en sus ventas. Sobre ellos recayó, de inmediato, la vindicta pública, representada en la intervención urgentísima de la DGI. Esto equivale, casi, a castigar los pensamientos, fórmula común para designar el apogeo de la tiranía. De aquí en más, el paso siguiente sería que los pensamientos, vicios y pecados, aun cuando no turben el orden público, pasen a ser declarados delitos, como sucedió con las Leyes de Nuremberg en el Tercer Reich. Esto es intolerable y nos puede llevar a convivir con las figuras más nefastas del moderno oscurantismo penal, entre las cuales aún se recuerdan la concepción positivista - antropológica del “delincuente natural”, la doctrina nazi del “derecho penal de la voluntad” o del “tipo de autor”, y la estalinista del “enemigo del pueblo”. La tentación común a todas estas técnicas de atenuación o disolución de la estricta legalidad penal es en realidad castigar no quia prohibitum, sino quia peccatum; y, en consecuencia, perseguir no tanto “por lo que se ha hecho”, sino, sobre todo, “por lo que se es”. Lo que en tiempos modernos es conocido como el famoso “derecho penal de autor”. </header> </page></body></doctrina>