<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold><italic>SUMARIO: 1. Introducción. 2. Antecedentes históricos. 3. La causa en el Código Civil Argentino. 4. Relaciones entre ambos conceptos. 5. La frustración del fin. a. Precedentes doctrinarios y legales. b. Integración y proyección en nuestro sistema jurídico</italic></bold></intro><body><page><bold>5. La frustración del fin a. Precedentes doctrinarios y legales</bold> El contrato es un instrumento técnico de valiosa utilidad para la consumación de operaciones jurídico-patrimoniales, que se apoya en tres presupuestos ideológicos que le sirven de sustento: la libertad de los contratantes, en cuanto seres independientes para obligarse; la libertad contractual, que entraña la facultad de fijar un contenido negocial intrínsecamente equitativo; y su fuerza obligatoria, que como colorario de los dos anteriores, constriñe a las partes a honrar el compromiso asumido. La autonomía privada, que supone la facultad de disponer de los propios intereses, genera así un instrumento normativo o reglamentario al que las partes deben adecuar su conducta, pues el ordenamiento jurídico las obliga a respetar escrupulosamente lo convenido al tiempo que concede efectos jurídicos al contenido libremente acordado. En ello consiste la llamada fuerza obligatoria del contrato, que Vélez Sársfield, inspirado en Marcadé, consagró en el art. 1197 del Código Civil. Desde esa óptica, el contrato es la expresión más sublime, amplia y genuina de ejercer aquella autonomía, y constituye una categoría ideal para brindar seguridad jurídica a las transacciones, aportando certeza a las obligaciones en la medida que el derecho puede procurarla. Empero, cuando se trata de relaciones duraderas, ese reglamento normativo nacido tiempo atrás y cuya vigencia se pactó prolongada, puede por diversos factores perder su equilibrio, su sentido, su razón de ser o justificación. Analizada superficialmente, esta contingencia estrechamente vinculada al principio de pleno reconocimiento de la voluntad que elaboró el consensualismo y a la validez y eficacia de sus cláusulas, inspira a todos defender la vigencia del contrato en homenaje a la palabra empeñada y a la seguridad jurídica, valores que, por escasos, son cada vez más preciados en los tiempos que corren. Pero si la observación se realiza en profundidad y con cierta cuota de realismo, pronto se advierte que las consecuencias derivadas de un mantenimiento a ultranza de las cláusulas otrora convenidas puede constituirse en una carga difícil de soportar o en una prestación tardía o inútil, para alguno o para todos los contratantes. Se plantea entonces una inevitable colisión entre dos principios que gozan de antiguo reconocimiento en el derecho: el respeto fiel e incondicional a las convenciones libremente pactadas y su fuerza obligatoria –que rescató el aforismo latino <italic>“pacta sunt servanda”</italic>–, y el condicionamiento de esa fuerza obligatoria a que persistan idénticas circunstancias a las existentes al momento de contratar, que resumió la fórmula apocopada en el bocárdico <italic>“rebus sic stantibus”</italic>. Es que la vieja regla de antiguo linaje según la cual los contratos nacen para cumplirse, en modo alguno puede ser absoluta, y de hecho ha sido relativizada con acusada frecuencia si hechos inesperados dificultan o imposibilitan el cumplimiento de las obligaciones, como ocurre con imposibilidad sobrevenida, el caso fortuito o los vicios del consentimiento, admitidos casi invariablemente por la legislación en general. Este elenco puede incrementarse con otros, cuando sorpresivas circunstancias alteran el equilibrio de las prestaciones o imposibilitan alcanzar la finalidad perseguida por los contratantes, especialmente en negocios de larga duración, siempre más proclives a verse afectados por eventos capaces de dejar sin provecho y sentido lo previsto y querido. Y aunque resulta indudable que los sujetos contratan conscientes del riesgo sobre sus expectativas, sobre la entidad de beneficios y sacrificios emergentes del pacto concluido, es decir, asumiendo el “alea normal” del negocio, no puede desconocerse que cuando advienen acontecimientos que desbordan ese albur previsible, resulta inexorable resolver sobre el mantenimiento o la resolución de las cláusulas convenidas. Durante largo tiempo la mayoría de los ordenamientos, apegados a principios surgidos de la codificación, han negado la existencia del problema o lo han silenciado dejando en manos de los tribunales la adopción de la solución más justa para cada caso particular. Los jueces, constreñidos a dirimir la contienda, han echado mano a diversos remedios no siempre bien seleccionados. Principios como la buena fe, el abuso del derecho, la equidad o el enriquecimiento sin causa; vicisitudes como la imprevisión, la lesión o la ruptura del equilibrio contractual, y vicios como el error, han servido de abono a novedosas teorías que desde mediados del siglo XIX intentaron solucionar los problemas desatados como consecuencia de la alteración de las circunstancias que originariamente reinaban al momento de contratar. Estos auxilios doctrinarios no siempre tuvieron generalizada aceptación ni consagración legislativa por considerárselos un atentado a la seguridad jurídica, un inadmisible apartamiento de la voluntad o una peligrosa sustracción al cumplimiento de las obligaciones. Los defensores del carácter restrictivo de las excepciones al principio de obligatoriedad señalaron que si el contrato es un instrumento hábil para favorecer la circulación de bienes y servicios, vital en una economía de intercambio, lo es precisamente porque las personas contratan animadas en la certeza que genera la ligazón nacida del acuerdo. Pero el pensamiento jurídico ha evolucionado considerablemente desde aquella concepción decimonónica del contrato. Los vertiginosos cambios que la sociedad experimentó desde entonces pusieron a prueba la solidez de aquellos pilares supuestamente inclaudicables. El llamado dogma de la voluntad cedió terreno a doctrinas defensoras del principio de conservación del contrato, de preservación de la economía negocial y de su permanente renegociación, para reajustar el contenido si circunstancias sobrevenidas provocan dificultades en el cumplimiento. Doctrinarios y jueces vacilaron entre mantener inconmovible el contenido del negocio, resolverlo por aplicación de diversas teorías o, según lo propugnado por las tendencias más avanzadas, preservar su vigencia por adecuación con el objeto de rescatar la vida del acuerdo. Ello condujo a una opción de hierro: asumir una postura enormemente restrictiva defensora de la fidelidad del contrato y en consecuencia segura pero inicua; o bien abrazar una tolerante de valoración de las circunstancias sobrevenidas y de su incidencia en la vida negocial, que se cierne como una solución arbitraria e insegura. En medio de estas ambivalencias doctrinarias, se ha sacado a la luz un nuevo instituto de ineficacia sobreviviente: la frustración del fin del contrato, como una excepción más al principio de vinculación contractual. Aquel apotegma clásico que intentó sustraer los contratos del zarandeo provocado por el flujo y reflujo de eventos sobrevenidos, se mostró excesivamente rígido e injusto en situaciones de excepción, cuando alteraciones del equilibrio originario desembocaban en prestaciones diferentes de las inicialmente pactadas o en otras carentes de sentido. El instrumento más destacado para relativizarlo proponiendo adecuar sus consecuencias a una más equitativa distribución de las secuelas contractuales lo constituyó la cláusula <italic>rebus sic stantibus(1)</italic>, que pese a no estar consagrada orgánicamente en el Derecho Romano(2), apareció en opiniones de Cicerón(3) y Séneca, en la Gran Glosa de Acursio(4), en las Decretales de Graciano(5), en Tomás de Aquino(6) y de toda la doctrina escolástica, por obra de los canonistas medievales, defensores de la soluciones de equidad si circunstancias sobrevenidas contrariaban la moral cristiana permitiendo el enriquecimiento de uno a expensas de otro. Giuseppe Osti, el autor italiano que ha estudiado con mayor profundidad el asunto, afirma que fueron los posglosadores Bartolo, Baldo y especialmente Alciato(7), los primeros que expresaron la noción en términos precisos al sostener que “el mismo acto cumplido en circunstancias distintas, puede y a veces debe, corresponder a una voluntad también distinta”, sustentando la idea de que el contrato sólo obliga mientras las circunstancias permanezcan en el mismo estado en que se hallaban cuando se perfeccionó el negocio. Recogida por el derecho natural en los siglos XVII y XVIII, la cláusula fue objetada en la centuria posterior por obra de la codificación, como generadora de gravísimos males(8): inseguridad jurídica; desconfianza económica por atentar contra la validez misma del vínculo obligacional; y arbitrariedad judicial, en cuanto deja a los jueces sin base firme para resolver con seguridad y exactitud cuando un hecho o circunstancia tiene entidad suficiente para hacer claudicar al contrato. La generalidad e indeterminación del instituto selló su suerte a finales del siglo XVIII y la reprobación se mantuvo hasta bien avanzado el siglo XIX siendo reemplazada por variadas teorías, hecho en los que algunos han creído ver un renacimiento de la cláusula. Justificar la derogación del principio cardinal de la fuerza obligatoria dejó al descubierto innumerables y engorrosos escollos que, surgidos del derecho positivo, generaron campo fértil para una profusa obra doctrinaria. Aparecieron teorías subjetivistas que potenciaron el dogma de la voluntad; objetivistas, que rescataron los presupuestos que dan nacimiento al acuerdo; o mixtas, que intentaron amalgamar elementos de las anteriores. Y hasta es posible encontrar algunas sustentadas en figuras afines, como el error, el enriquecimiento injusto, la buena fe, la equidad, el abuso del derecho, el riesgo imprevisible, etcétera(9). Aunque la enumeración sería vastísima, por la importancia de su construcción y la incidencia que tuvieron en la elaboración de la teoría de la frustración del fin creemos que merecen citarse tres esenciales: las teorías de la imprevisión, de la presuposición y de la excesiva onerosidad de la prestación. La teoría de la imprevisión tiene linaje francés pese a que el Código Napoleón consagró la inmutabilidad de los contratos en su art. 1134 disponiendo que las convenciones legalmente formadas tienen fuerza de ley para los celebrantes y no pueden ser revocadas sino por mutuo consentimiento o por las causas que la ley autoriza. Así, la regla <italic>pacta sunt servanda </italic>se tradujo en la expresión concreta de la concepción voluntarista del contrato, y éste, interpretado como un acto de previsión, debía celebrarse en vista a eventuales variaciones económicas, sociales o políticas, y las partes, en consecuencia, debían ser capaces de prever cualquier cambio que pudiera gravitar sobre sus intereses, pues si no lo hacían, soportarían las secuelas de su propia negligencia, y su error, si existiera, sería inexcusable. La Corte de Casación de París(10), aun en épocas de enormes transformaciones socioeconómicas, mantuvo la férrea rigidez del principio de inmutabilidad, consagrado en el recordado antecedente del Canal de Craponne, declarando que “la regla del art. 1134 es general, absoluta y rige los contratos cuya ejecución se extiende a épocas sucesivas o a los de cualquier naturaleza”. Este temperamento se mantuvo inalterable hasta 1916, cuando el Consejo de Estado, máximo Tribunal Administrativo, apartándose de la doctrina judicial de la Corte de Casación, desarrolló la teoría de la imprevisión si un hecho imprevisto, ajeno a la voluntad de las partes, provocara un trastorno en la economía del negocio ocasionando perjuicios desproporcionados a la contraprestación recibida. Así, se puso en escena por vez primera que no todos los aconteceres pueden preverse por agudas que sean las aptitudes del contratante o elevada su preparación intelectual, y se precisó la entidad que debe tener la alteración fáctica para que ceda la ligazón negocial. Generalizada dos años más tarde para todos los contratos mercantiles a través de la ley Falliot, fue criticada de excesivamente subjetivista y apartada por los tribunales franceses, facilitando la aparición de cláusulas de adaptación, como las<italic> hardships </italic>que permiten liberarse de los efectos perniciosos de una modificación de circunstancias, mitigando el rigor del art. 1134. Sin embargo, la doctrina gala más reciente, entre ellos, Ghestin(11), defienden la necesidad de receptar la imprevisión como modo de armonizar el derecho interno al comunitario y al mercado único europeo. La teoría de la presuposición fue obra de la escuela pandectística alemana que a partir de la segunda mitad del siglo XIX comenzó a estudiar de modo sistemático el contenido psicológico de la voluntad y las representaciones mentales de las partes al momento de contratar. Estas ideas –que trascendieron el derecho alemán influyendo en el español e italiano– evolucionaron hacia un destino objetivista, dando paso a elaboraciones recogidas por los causalistas para defender la base del negocio como un aspecto dinámico de la función económico-social del contrato. Con el vocablo alemán <italic>“Voraussetzung”</italic> (presuposición), Bernard Windscheid, ya hacia 1850 definía la presuposición como una expectativa o creencia sin la cual quien emite una declaración de voluntad desistiría de formularla(12). El negocio no es sólo lo dicho o “puesto” en el acuerdo por los declarantes, sino también lo “presupuesto”. Se manifiesta sólo aquello en lo que se está de acuerdo o en lo que se puede disentir ahora o mañana, expresado del modo más claro posible, tratando de evitar disensos futuros. Pero por debajo de todo lo que se expresa o piensa en el momento del perfeccionamiento, hay algo que no se piensa siquiera y que, sin embargo, anida en la raíz más profunda de la voluntad humana. Esta sagaz distinción entre lo “puesto” y lo “presupuesto” constituye el genial aporte de Windscheid. La presuposición es “una condición no desarrollada o virtual”, una autolimitación a la voluntad –como el cargo y el plazo– que no ha logrado alcanzar el desarrollo suficiente para que se le pueda considerar una verdadera condición inserta en el acto jurídico. El agente se propone que el efecto solamente exista en vista de un cierto estado de hecho relativo a circunstancias presentes, pasadas o futuras, positivas o negativas que no alcanzan a ser una condición, pues mantiene la certeza de aquello con lo que cuenta –presume que existe, que aparecerá o persistirá– y no se plantea la incertidumbre propia de la condición. Por ello la presuposición es un término medio entre el simple motivo irrelevante para el derecho y el motivo elevado a condición. Ahora bien, como no se supedita la existencia del acto a ese estado fáctico sobreentendido –circunstancia que sí se da en la condición–, habría que concluir que si éste resultare fallido, los efectos del acto tendrían que perdurar. Pero ello no se compadece –afirmaba Windscheid– con la verdadera voluntad del autor. De ese modo, si bien desde el punto de vista formal está justificada la subsistencia del efecto jurídico, no hay sustancialmente razón que la justifique, por eso el negocio debe claudicar. Apasionadamente discutida por todos, fue desechada por la Comisión Examinadora del Proyecto de 1900, impidiendo su consagración legislativa por las vivísimas críticas que le formuló Otto Lenel(13), quien advirtió que no puede constituir un tercer término, y presenta una alternativa irreductible: o es una condición propiamente dicha o es un puro motivo irrelevante en la suerte del negocio. Por ello, el texto final del Código Alemán descartó la teoría y caracterizó al contrato como un hecho consumado y definitivo, salvo que la obligación se tornare absolutamente imposible por caso fortuito o fuerza mayor. Pero las graves perturbaciones económico-sociales provocadas por la Primera Guerra Mundial pusieron en duda el dogma de la obligatoriedad favoreciendo un replanteo de la teoría de la presuposición(14) elaborado por Oertmann(15) que actualizó los postulados windscheidnianos mediante la teoría de la base del negocio, tratando de superar las críticas infligidas por Lenel. Precisó que “base del negocio” es “la representación mental de una de las partes en el momento de la conclusión del acuerdo, conocida en su totalidad y no rechazada por la otra, o la común representación de ellas sobre la existencia o aparición de ciertas circunstancias, en las que basaron la voluntad negocial”(16). Si luego de celebrado el convenio las circunstancias iniciales no existen, sin haberse asumido el riesgo de su desaparición, la parte perjudicada tiene derecho a resolver el contrato o a denunciarlo si es de tracto sucesivo. La tesis de Windscheid se supera con esta presuposición “bilateral” si está elevada, expresa o tácitamente, a elemento integrante del negocio. Pese a su avance se le cuestionó su naturaleza psicológico-subjetivista, se dijo que la elevación del motivo de uno de los contratantes a fundamento del negocio todo se basaba en un juicio lógico practicado a posteriori según criterios subjetivos, que deja irresuelto el problema de la tutela de la confianza de la otra parte, y se le criticó no especificar cuándo y cómo una parte hace suya la presuposición del contrario. Así, la crítica que Lenel formulaba a Windscheid en el ejemplo del padre que compraba el ajuar para su hija próxima a contraer matrimonio y que no podía desobligarse de su declaración pese al fracaso de la boda, debía mantenerse en pie no obstante el aporte efectuado por Oertamann, pues aunque el padre hubiera comunicado sus motivos al vendedor, éste los hubiera aceptado o hubiera conocido la poca seriedad del prometido, la solución no podría variar. Es que tal aquiescencia no puede considerarse como aceptación de la presuposición paterna, que eleve la representación del padre a la categoría de propósito mutuo o base del negocio todo. Seguía sin precisarse el <italic>tertium genus </italic>entre motivo y condición. Surgieron entonces concepciones más objetivas elaboradas por Kaufmann(17), Kruckmann(18), Locher(19) o Lehmann(20), hasta que Karl Larenz reformuló la teoría de la base del negocio, e intentando superar las doctrinas anteriores distinguió la base subjetiva de la objetiva que refieren a diferentes supuestos de hecho, producen diversas consecuencias jurídicas y merecen, por tanto, un tratamiento distinto. Por “base subjetiva” entiende Larenz(21) la común representación mental de los contratantes, de la que parten al concluir el negocio y que influye decisivamente en ambos al fijar el contenido del acuerdo. Y es posible distinguir dos hipótesis: la inexacta representación de situaciones presentes o pasadas que se presuponen, o bien, la variación sobrevenida de circunstancias existentes al momento de contratar. Cuando esa representación común no se realiza, y por ello la base subjetiva falta o desaparece, las partes han incurrido en un error en los motivos, generador de un vicio en la voluntad que lleva a la ineficacia del acto. La “base objetiva”, en cambio, es un conjunto de circunstancias y estado general de cosas cuya existencia o subsistencia es objetivamente necesaria para que el contrato, según la intención de las partes, pueda subsistir como una regulación dotada de sentido. La interpretación de un contrato, dice Larenz, no depende exclusivamente de las palabras utilizadas o de su significado literal, sino también de las circunstancias en medio de las cuales fue celebrado y a las que las partes se ajustaron. Si posteriormente se produce su transformación, puede ocurrir que el contrato, de ejecutarse bajo las nuevas condiciones imperantes, pierda por completo su sentido originario y tenga consecuencias absolutamente diferentes a las proyectadas. Ello ocurre: cuando la relación de equivalencia entre las prestaciones se destruye generando supuestos de imprevisión, o bien, cuando la común finalidad objetiva del negocio, expresada en su contenido, resulta inalcanzable, comprensiva de los supuestos de hecho que Krückmann(22) calificó como de “imposibilidad de conseguir el fin”. Admitida en la doctrina y jurisprudencia germanas con posterioridad a la construcción de Larenz, la doctrina de base del negocio mereció consagración en la reforma integral de 2002 modificando el § 313 del texto originario del BGB. En Italia, los descalabros generados en los profundos cambios socio-económicos provocados por la Gran Guerra del 14 rescataron del olvido la cláusula <italic>rebus</italic>, con variada suerte en tribunales inferiores pero con acusado rechazo en la Corte de Casación de Roma(23), siguiendo las enseñanzas de Vivante, Brugi u Osilia(24). La tendencia se modificó por opiniones de Osti, Giovene y Dusi(25) que influyeron de manera decisiva para la consagración de la doctrina de la excesiva onerosidad de la prestación consagrada en los arts. 1467 a 1469 del Código renovado de 1942 que fue receptada con variados matices en algunos sistemas jurídicos europeos y latinoamericanos como el nuestro. Luego de la década del 50 del siglo pasado, al afianzarse los primeros signos de recuperación económica, la doctrina se hizo más cauta en su admisión, y desde finales de los ‘60 la mayoría opina que las referidas normas del Código peninsular son insuficientes para superar los variados inconvenientes derivados de la alteración de las prestaciones por circunstancias sobrevenidas. Scognamiglio, Bessone, Roppo, Sacco y Di Nova(26) sostienen que la inadecuación no se suple mediante soluciones ablativas que liberen al deudor por resolución, sino mediante otras de más eficaz protección de los intereses implícitos de las partes en el negocio que, sin eliminarlo, despejen el defecto que lo aflige, adecuándolo a través de remedios que mantengan la relación contractual. La <italic>sopravvenienza</italic> italiana entraña supuestos de error sobre situaciones de hecho que no existían en la realidad y que fueron presupuestas por las partes al contratar, o que existiendo, vinieron a menos o desaparecieron luego de la celebración, sustentadas en una condición tácita o en la doctrina del error, que justifican una adecuación para ajustar el negocio y salvarlo, haciéndolo flexible y evitando la rigidez e irreversibilidad de la resolución. Desde otra perspectiva, el maestro Francesco Galgano(27) sostiene que el art. 1467 debe interpretarse no como una norma excepcional sino como la expresión de un principio general, que permite solucionar además de los supuestos allí expresamente consagrados, otros que se presentan si se destruye el sinalagma funcional, como ocurre con la presuposición. Este temperamento, recogido incluso por la Corte de Casación de Roma, campea en la actual doctrina italiana defendiendo la vinculación de esas normas del Código con la noción de causa del contrato. Así, la excesiva onerosidad se plantea como un vicio funcional de la causa, un defecto parcial sobrevenido de aquélla, pues en los contratos conmutativos debe existir adecuación entre los sacrificios patrimoniales de los involucrados, único modo de legitimarse la modificación de la situación preexistente que el negocio provoca. La elaboración italiana superó la construcción subjetivista de la cláusula rebus y la teoría de la imprevisión de cuño francés, pero dejó sin resolver supuestos en los que se torna inalcanzable la finalidad objetiva del contrato, en los que las prestaciones pierden sentido aunque se mantenga la proporcionalidad de las cargas, es decir, cuando se ha operado la frustración del fin del contrato. Un apretado análisis de los fundamentos teóricos de la figura que hemos estudiado no puede soslayar una referencia al derecho anglosajón, no solo por su recepción jurisprudencial sino por que muchos han creído encontrar aquí su matriz de origen. Su principio fundamental(28), compadecido en este aspecto al derecho continental, era el respeto incondicional a las obligaciones libremente asumidas, aun en supuestos de imposibilidad de cumplimiento frente al cambio de circunstancias. Si la ley generaba una obligación que luego no podía irremediablemente cumplirse, aquella podía liberar al deudor, pero si la carga emanaba de un contrato libremente acordado, la regla era absoluta y no podía invocarse ninguna excepción, ni siquiera en supuestos de caso fortuito o fuerza mayor. Esta inflexibilidad funcionó como una garantía de cumplimiento íntegro y oportuno, y aseguró el resarcimiento de los daños provocados, salvo convención expresa en contrario. El caso prototípico es “Paradine vs. Jane”, resuelto en 1647, que obligó a un locatario a pagar la renta pese a que el uso del inmueble se había vuelto imposible a consecuencia de la ocupación del predio por fuerzas enemigas del reino, al no haberse previsto esa causa de exoneración. Con el decurso de los siglos se advirtió que la rígida regla de los contratos absolutos conducía a flagrantes injusticias y se intentó mitigarla, como es costumbre en el sistema anglosajón, por vía jurisprudencial, a través de métodos empíricos aplicados a cada caso particular sin formular preceptos generales. La <italic>frustration of contract </italic>se presenta en el derecho inglés como un concepto general, referido a diferentes supuestos de ineficacia sobrevenida, que tornan el cumplimiento ilegal, imposible o estéril, comercial o económicamente. William Anson(29) ha citado variados fundamentos doctrinarios para esta moderación, como las teorías de los términos implícitos, la solución justa y razonable, la desaparición de la base del negocio o el cambio de las obligaciones; y su reseña jurisprudencial incluye supuestos en los que los tribunales ingleses declararon la ineficacia contractual por la destrucción de la cosa o su inaptitud sobrevenida para cumplir la misión económica, la destrucción del riesgo mercantil natural, o cambios en la legislación que transformaban en ilegal la prestación bajo el imperio de un nuevo ordenamiento. Pero los más frecuentemente citados son aquellos en los que el negocio se conviene bajo una condición implícita no expresada y ésta no se cumple como consecuencia de la desaparición o no verificación de un estado fáctico con el que se contaba, como ocurrió en los celebérrimos “casos de la coronación”, resueltos en 1903, en los que la Corte de Londres y la Cámara de los Lores resolvieron sobre la frustración de dos contratos de locación que rentaban una ventana sobre una arteria céntrica por donde pasaría el cortejo real durante la coronación de Eduardo VII, y los efectos del arrendamiento de un buque para realizar una revista naval programada por los fastos reales(30). El aporte más significativo de la <italic>frustration</italic> inglesa consistió en determinar la ruptura inmediata del contrato y eliminar sus efectos futuros, obligando solo al cumplimiento de las prestaciones con vencimiento anterior a la ocurrencia del hecho frustrante, pero no a las exigibles a posteriori. En 1942, la Cámara de los Lores, al resolver “Fibrosa vs. Fairbairn” morigeró ese temperamento, receptado al año siguiente por el Parlamento al sancionar la Law Reform, que facultó al tribunal a recomponer las relaciones económicas entre las partes declarando recuperables las sumas pagadas con anterioridad al hecho frustrante, los gastos incurridos para el cumplimiento y la compensación de los beneficios obtenidos con la prestación cumplida antes del malogro. <bold>b. Integración y proyección en nuestro sistema jurídico</bold> Nuestro Código Civil, fiel intérprete de la corriente individualista, participó de una posición ortodoxa con relación a la eficacia de los contratos fundada en la autonomía de la voluntad, descartando remedios como la lesión, la imprevisión o el abuso del derecho. Son harto conocidas las consideraciones que hizo nuestro Codificador en la nota final al Título I, Sección 2ª, Libro Segundo, para sostener la inutilidad de legislar sobre la lesión y muy elocuentes resultan sus palabras finales: “Dejaríamos de ser responsables de nuestras acciones, si la ley nos permitiera enmendar todos nuestros errores o todas nuestras imprudencias. El consentimiento libre, prestado sin dolo, error ni violencia y con la solemnidad requerida por las leyes, debe hacer irrevocables los contratos”. El férreo apego de Vélez a la intangibilidad contractual reconoce una única excepción en la imposibilidad del pago, consagrada en el art. 888 y concordantes supuesto que por aislado no debe pasar inadvertido. En el mismo temperamento, los proyectos de reforma de 1936 y 1954 no receptaron la figura de la frustración del fin ni tampoco lo hizo la reforma introducida en 1968, pese a regular en el art. 954 la lesión objetivo-subjetiva y en el art. 1198, la teoría de la imprevisión. Hubo que esperar los recientes proyectos de última generación para contar con previsiones expresas de la figura que han recibido fundadas críticas. El estrecho margen brindado por el Código de Vélez no impidió a la doctrina, sin embargo, encontrar cauces propicios para la revisión o resolución si durante la ejecución del contrato adviene una mutación de las circunstancias que malogren el propósito contractual. Quienes niegan autonomía a la vicisitud(31) consideran que los supuestos de hecho a los que puede aplicarse encuentran cobijo y solución en normas generales del Código Civil, por ejemplo los arts. 500 a 502 relativos a la causa-fin; 513 y 514 que regulan el caso fortuito; 926, si el error afecta la causa principal del acto o la cualidad de la cosa; y 2164 y ss., que permiten la resolución del acuerdo o una adecuación del precio si defectos ocultos de la cosa la hacen impropia para su destino; o bien en normas específicas que reglamentan contratos típicos como el art. 1522, que permite la rescisión del contrato o la cesación del pago de la renta si la cosa locada no puede usarse o no sirve para el objeto de la convención; el art. 1604, incs. 3, 4 y 6, que declara la conclusión por pérdida de la cosa, imposibilidad de darle el destino convenido, o caso fortuito que impida continuar los efectos del acuerdo; el art. 1638, que en la locación de obra faculta al dueño a desistir del proyecto; y el art. 1772. que declara extinguida la sociedad civil si el ente pierde la propiedad o el uso de la cosa constitutiva del fondo con el cual obraba, imposibilitando alcanzar el fin para el cual fue constituida. A la objeción particular de innecesaria, estos autores agregan otra de carácter general: la frustración del fin resulta inconveniente por constituir un factor de relajación de la fuerza obligatoria. Ahora bien, estas normas pueden sustentar la noción de frustración del contrato en sentido amplio, pero no son suficientes para fundamentar un concepto estricto, que otorgue al instituto perfil propio y características que lo diferencien de otros. La expresión “frustración del contrato”, heredera de la concepción anglosajona y utilizada por vez primera al resolverse “Taylor v. Caldwell” en 1863, comprendía variadísimos supuestos. Frente a esta concepción tan vasta, el derecho continental europeo forjó una noción más restrictiva, que se compadece más exactamente en la expresión “frustración del fin del contrato”(32), y que entraña la dificultad o entorpecimiento de cumplimiento de la prestación por cambio de las circunstancias objetivas existentes al momento de la celebración, que, como enseñó Larenz, configuran la base objetiva del negocio, ese <italic>statu quo </italic>que el mundo exterior ha de conservar para que el negocio se mantenga equilibrado y dotado de sentido. Desde esta perspectiva, la frustración en sentido estricto, como ha señalado –entre otros– Brebbia(33) con acierto, puede aludir a dos diversas hipótesis: una relativa al desequilibrio prestacional acaecido por excesiva onerosidad sobreviniente; la otra referida al malogro del fin del contrato por desvanecimiento del interés del acreedor. Circunscriptos a esta última noción, debe advertirse que el fin con trascendencia jurídica es el inmediato, que otorga fisonomía propia al negocio, que lo distingue de otros haciéndolo singular. Los móviles personales o mediatos que impelen a las partes a consumar el acuerdo carecen de importancia, salvo, claro está, que el contrario los haga suyos y fueren de tal trascendencia para determinar el contenido del negocio, que aunque no se consignen en su texto, pueda presumírselos incluidos. En este c