<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold> <italic>SUMARIO: 1. Introducción. 2. Antecedentes históricos. 3. La causa en el Código Civil argentino. 4. Relaciones entre ambos conceptos. 5. La frustración del fin. a. Precedentes doctrinarios y legales. b. Integración y proyección en nuestro sistema jurídico</italic></bold> </intro><body><page><bold> 1. Introducción</bold> La causa es uno de los temas más controvertidos de la literatura jurídica. Inagotables consideraciones doctrinarias se han vertido intentando desentrañarlo. Un lector desprevenido se siente frecuentemente seducido por las diversas posturas de los profusos antecedentes que existen sobre esta materia(1). Y ello se debe a que diversas situaciones son frecuentemente reducidas a un concepto único, pese a responder a realidades diversas y nociones heterogéneas. “Causa” es, sin dudas, un término multívoco. Señalaba Genaro Carrió(2) que “El significado de las palabras puede presentarse, según una clásica comparación, como un haz de luz proyectado sobre una superficie. Habrá una parte claramente iluminada en el centro, y en sus alrededores seguirá reinando la oscuridad. Pero entre claridad y oscuridad habrá un cono de penumbras, en cuyo ámbito el objeto iluminado será menos visible. Del mismo modo y para cada palabra, existe un conjunto central de casos a los que el nombre resulta aplicable, es decir, se puede asignar ese vocablo a varias situaciones y habrá un infinito número de casos en el entorno a los que no aplicaríamos esa palabra en modo alguno. La polisemia o ambigüedad vuelve confuso el lenguaje jurídico cuando una situación o hecho puede predicarse a través de diferentes vocablos”. De la causa pueden, al menos, predicarse dos conceptos esenciales y bien diferenciados: el primero referido a la causa “fuente”, hecho generador de donde emana o procede algo; el segundo relativo a la causa “fin”, motivo determinante, que impele al sujeto a celebrar un acto jurídicamente relevante. <bold> 2. Antecedentes históricos</bold> En el Derecho Romano, tanto en la época clásica como en la imperial, las fuentes utilizaron el vocablo 'causa' y 'causalidad' con disímiles significados, sin elaborar una construcción general y abstracta de los conceptos de causa y obligación, lo que parece lógico en un sistema eminentemente pragmático alejado de aspiraciones teóricas(3). Aquella suprema escisión que formularon los romanos entre obligaciones nacidas del contrato y del delito, sostenía que las primeras sólo tenían eficacia jurídica si respondían a una tipicidad prefijada, a un modelo inexorable, fuera del cual las convenciones eran incapaces de engendrar consecuencias jurídicas para la vida en relación. Los moldes romanos, que crearon así un sistema <italic>numerus clausus,</italic> eran insuperables, y fuera de ellos, los pactos eran estériles, impropios para engendrar obligaciones exigibles. Con el paso del tiempo el número limitado de causas susceptibles de originar obligaciones, siempre encasillado en aquellos moldes inexorables, se tornó un elenco demasiado reducido, insatisfactorio para atender a las variadas necesidades que imponía el cada vez más complejo mundo negocial. El derecho canónico medieval, ampliando el concepto, reconoció efecto vinculatorio a las simples promesas, aunque se apartaran de los modelos clásicos, fundándolas en el deber ético de veracidad y en el respeto a la palabra empeñada. La teología moral fijó así la obligatoriedad de las promesas, generando un concepto unitario y general del contrato que incorporó también a las convenciones y a los pactos, defendiendo la idea de que es el consentimiento –nacido de la voluntad libremente expresada– lo que obliga, y no las puras formas de los modelos, principio que luego receptó el derecho natural. Debieron pasar varios siglos hasta el advenimiento de la primera construcción moderna de la causa, una concepción que ha devenido clásica y que tuvo filiación francesa. Jean Domat(4) la construyó en el siglo XVII abandonando tanto la construcción reduccionista del derecho romano, como la abarcativa del iusnaturalismo que identificó al contrato con los simples pactos o convenciones. Descartada así la tipicidad romana, la razón de ser de las obligaciones que nacían de un contrato se encontró en la causa y, para ello, se echó mano de la clasificación de los contratos. Así se dijo que en los onerosos la obligación de una de las partes es el fundamento de la obligación de la otra; en los gratuitos, que la obligación del que procura la ventaja tiene su fundamento en cualquier motivo razonable o justo, o en la mera filantropía o el deseo de hacer el bien; y que en los contratos reales la causa de la obligación de restituir radicaba en la previa de entregar la cosa para que el negocio se perfeccionara. Estas ideas de Domat también seguidas por Pothier(5) lograron consagración legislativa en el art. 1108 del Código Napoleón, que incluyó la causa como un requisito esencial para la validez de los contratos, caracterizada de manera objetiva, abstracta, e invariable, idéntica en cada clase de negocio y definida como la razón de ser por la cual se asume la obligación al contratar. Pero esta causa final, advertía el comentarista Demolombe(6), no debe ser confundida con la causa impulsiva constituida por los simples motivos que impelen a las partes a consumar el acuerdo. Estos móviles concretos, personales y variables, son intrascendentes para el derecho, constituyen un elemento extrínseco y exterior, mientras que la causa final es siempre intrínseca y constitutiva de la obligación. Durante el siglo XIX la concepción clásica de la causa fue objeto de duros cuestionamientos doctrinarios y jurisprudenciales, que la desconocieron como un requisito de validez del negocio sosteniendo que aparecía confundida con otros requisitos, como el objeto y el consentimiento. Ya en 1826, Erns, Prof. de Lieja, opinaba que debía desaparecer del Código Civil francés toda referencia a la causa, bastando con afirmar que el contrato se perfecciona con el simple consentimiento de las partes sobre un objeto lícito. Laurent(7) y Baudry Lacantinerie(8) se sumaron a la posición anticausalista, y Planiol(9) le asestó la estocada final llegando a calificarla de falsa e inútil. Falsa, porque no es cierto que en los contratos sinalagmáticos la obligación de una de las partes sea la causa de la otra, pues en realidad ambas nacen simultáneamente; en los reales, la entrega de la cosa no puede constituir la causa final puesto que es la que genera la obligación de restituir; y en los gratuitos, la intención liberal no puede separarse de los motivos puramente subjetivos, lo que impide considerarla un elemento específico del contrato. Además –afirmaba– es inútil, porque en los contratos onerosos si la causa de la obligación de cada una de las partes es lo que la otra debe, se termina confundiendo con el objeto y de nada sirve sostener conceptos idénticos de dos elementos separados; en los gratuitos, si la intención liberal se confunde con el consentimiento, esta razón es más que suficiente para sostener que el negocio no se perfeccionó; y finalmente, en los reales, si la cosa no se entregó, no es que falte la causa sino que no existe el contrato. En otro ámbito, la jurisprudencia francesa, movida por un espíritu ejemplificador de justicia, reiteró la tradición canonista de la causa fundada en criterios de moralidad y llegó a anular contratos cuando eran ilícitos o inmorales los móviles que habían llevado a las partes a contratar (por ejemplo, nulificando donaciones hechas a hijos incestuosos o adulterinos porque se reprobaba el móvil que las animaba, o las celebradas entre concubinos cuando las liberalidades se hacían para iniciar, continuar o sufragar las relaciones personales)(10). La invalidación judicial de este tipo de negocios sólo resultaba admisible si a la causa clásica –ese elemento abstracto, objetivo e inmutable– se le sumaban los motivos personales que impulsaron a las partes a contratar, y que habían sido erradicados por la doctrina clásica. Estas decisiones jurisprudenciales obligaron a la doctrina francesa a remozar la concepción tradicional para corregir su estrechez y justificar la incorporación de los motivos en el concepto de causa. Enrolado en esa última postura, Capitant(11) consideró que la causa es el fin perseguido por los contratantes, parte integrante de la voluntad creadora de la obligación y un medio para alcanzar el fin. Afirmó que en los contratos sinalagmáticos, la causa de la obligación asumida por una de las partes no es la obligación de la otra, sino la representación intelectual y psicológica de la ejecución de esa obligación. Esa connotación psicológica, relacionada con la voluntad del sujeto interviene no sólo en la celebración del acuerdo sino que influye hasta su definitiva ejecución, pues, si falta, desaparece el sustento que justifica exigir el pago. Este análisis psicológico obligó a Capitant a dar trascendencia a los motivos, aunque distinguiéndolos de la causa fin, pues aquellos no forman parte del acto volitivo, son anteriores al acuerdo de voluntades y permanecen en el fuero interno de cada individuo; en cambio, la causa fin se proyecta hacia el futuro, pues el contrato se celebra para alcanzarlo. Ahora bien, si las partes conceden al motivo la importancia de un elemento estructural del negocio, es decir, lo convierten en causa eficiente del acto, éstos adquieren –según el jurista francés– relevancia jurídica y forman parte de la noción causa. Josserand(12) va más allá y sin eufemismos admite la validez de todos los móviles en general, sosteniendo que ellos son los resortes de la voluntad que dan vida al negocio y de los cuales aquella no puede separarse, especialmente si son ilícitos o inmorales, comunicándole a la operación ese estigma y afectándola de nulidad. Este pensamiento neocausalista se ha convertido en la tendencia dominante actual en Francia desdoblando el concepto en dos nociones diferentes: la causa objetiva y la causa subjetiva. La primera se asocia al pensamiento tradicional, en el que la causa se identifica con el equivalente querido o con la contrapartida que se tiene en mira, se refiere a la obligación, tiene su aplicación práctica en los contratos onerosos e importa la mera comprobación objetiva de la inexistencia de la contraprestación de la obligación, pues si ésta falta, el negocio carece de causa. La segunda identifica a la causa con los motivos, cuando estos móviles son ilícitos, determinantes y comunes invalidando al negocio en defensa del orden público o las buenas costumbres. Con esta escisión la doctrina gala fracasó en su intento de mantener la unidad del concepto de causa y reducir en una noción única los supuestos de falta de causa y de causa ilícita(13). Al interrogante de por qué el deudor asume la obligación nacida del contrato, la tesis clásica francesa contestó señalando el fin que induce a obligarse; pero esta respuesta, advirtieron los italianos, supone que como en el contrato hay varias partes y por lo tanto varios fines, deberían reconocerse varias causas. Mirabelli(14) sostenía que si se quiere evitar esa conclusión, hay que buscar la causa en algún <italic>quid </italic>que pertenezca objetivamente al negocio y no a la determinación de los contratantes, impulsados a negociar. Ese desiderátum inspiró a los relatores del Código Civil italiano de 1865, que hicieron residir a la causa en el resultado que persigue el negocio, en su función social, en la razón económico-práctica que lo justifica y que lo legitima para ser merecedor del amparo legal. Según esta concepción objetivista, la voluntad privada no tiene trascendencia jurídica por sí misma; sólo interesa porque es socialmente importante y porque tiende a realizar intereses que el orden jurídico considera dignos de tutela. El derecho no reconoce eficacia a cualquier voluntad de los particulares que se exteriorice, ni presta su apoyo al puro capricho individual, sino solo a expresiones de la autonomía que cumplan funciones merecedoras del amparo legal. Esa función económico-social que el negocio debe cumplir (por ejemplo, la circulación de los bienes en la compraventa, la guarda en el depósito) constituye su causa, es la que justifica la pérdida y legitima la adquisición de un derecho, esto es, la modificación de la situación preexistente que el negocio entraña o provoca. Así presentada, la causa, pese a ser un elemento común a las partes, es un <italic>quid </italic>impersonal, diferente de ellas, que compromete al negocio todo. El elemento se traslada entonces de la obligación al contrato afectándolo íntegramente. Se examina la causa con relación al negocio entero y no desde la perspectiva de cada parte involucrada. Y como no cualquier expresión de la voluntad merece apoyo del derecho, sólo si la función desempeñada por el negocio justifica el cambio operado, la causa será válida. Así, la causa se presenta como el fundamento, la<italic> ratio legis </italic>de la norma que autoriza, reconoce y asigna efectos a la autonomía privada. Esa función del negocio, el fin práctico que está destinado a realizar, es lo que permite distinguir a un tipo de otro, diferenciarlos entre sí, y si hubiere afinidad de causas, será posible identificar diferentes categorías negociales. En los negocios típicos, la causa es fijada por la ley, y en los atípicos cuya paternidad pertenece a los contratantes, la tutela sólo se brinda si ellos están encaminados a un interés digno de protección jurídica –art. 1322 del Codice Civile–, pues el derecho no reconoce eficacia a un consentimiento incoloro, vacuo o vacío, aunque fuere lícito, porque la licitud es condición necesaria pero no suficiente para justificar el reconocimiento del derecho en las figuras atípicas(15). Esta concepción, que incorpora un <italic>quid </italic>objetivo al negocio, extraño a él, prefijado por la ley o por las partes si es digno de tutela, prescinde del propósito negocial concreto, de la intención de las partes al concertarlo, del fin que las anima a contratar, y no puede escapar a la crítica que la tildó de noción abstracta e infecunda(16). En la doctrina italiana más moderna, Luigi Ferri(17), por ejemplo, ha intentado superar la diatriba haciendo residir la causa no en la función social sino en la función individual de un negocio determinado, en los fines prácticos perseguidos <italic>in concreto </italic>por los otorgantes de un contrato. El concepto de causa tuvo una evolución completamente distinta en el derecho alemán, pues la doctrina de la escuela pandectista que influyó en la redacción del BGB se elaboró sobre la base de las fuentes romanas, sin reparar en las concepciones de Domat y Pothier, por lo que la causa no apareció consagrada en el Código Civil de 1900. En el derecho alemán esta noción sólo se utiliza para distinguir los negocios causales de los abstractos y para consagrar el enriquecimiento sin causa(18). Como el negocio es apto para producir modificaciones en las esferas jurídicas patrimoniales, se denomina atribución patrimonial al negocio por cual una persona procura a otra una ventaja, un enriquecimiento realizado a través de un acto dispositivo, que entraña para ella la pérdida, transferencia o modificación de un derecho. Los negocios dispositivos, que producen los efectos que acabamos de señalar, deben diferenciarse de los creadores de obligaciones, que aunque generan vínculos jurídicos, no producen la pérdida, transferencia o modificación de un derecho, limitándose simplemente a preparar esos efectos. Así ocurre, por ejemplo, con la compraventa, donde las partes asumen la obligación de entregar la cosa y pagar el precio pero no dejan modificado el patrimonio de las partes mientras no exista la efectiva consumación de la tradición y el pago del precio. Esta diferenciación es esencial en el derecho germano, porque los negocios dispositivos son abstractos –carecen de causa– y, por tanto, están desvinculados del acto creador de la obligación que les sirve de fundamento. Esa independencia implica, por ejemplo, que la nulidad o la resolución del acto creador de la obligación no obste la validez del acto dispositivo, que de todos modos produce la modificación patrimonial en las esferas de las partes involucradas. Sin embargo, esta falta de causa del acto creador de la obligación vuelve necesario para restablecer el equilibrio que la ley conceda al autor de la atribución –que se ha empobrecido sin recibir nada a cambio–, la acción por el enriquecimiento sin causa, que tiene aquí una amplísima aplicación, mucho más vasta que la que le asigna nuestro derecho. Ahora bien, aunque los negocios obligacionales sean causales y los dispositivos no, el derecho alemán no ha erigido a la causa en una condición o requisito de validez autónoma del contrato; al contrario, la ha descartado como un modo de proteger la libre circulación de los bienes y robustecer la seguridad jurídica, preservándolos de los ataques que puedan afectar su validez. <bold>3. La causa en el Código Civil Argentino</bold> El Título I de la Sección III del Libro II del Código de Vélez no menciona a la causa como elemento del contrato, probablemente por influjo de Freitas, que en su Esboço omitió deliberadamente toda referencia a la causa fin, asumiendo una posición claramente anticausalista. Siguiendo esa orientación, nuestro Código no contiene la exigencia de una causa lícita en la obligación como requisito de validez de los contratos que las generan, a diferencia que lo que prescribe el art. 1108 del Code francés. Sin embargo, al tratar las obligaciones, Vélez incluyó los arts. 500 a 502 que reproducen los arts. 1131 a 1133 del modelo francés de 1804, la expresión más refinada de estirpe causalista. Esta ambivalencia ha dado pábulo a una airada polémica en nuestro país referida a la interpretación que debe darse a los arts. 500 a 502 de nuestro Código. Los anticausalistas, como Salvat(19), Galli(20), Llambías(21) o Boffi Boggero(22), entienden que los arts. 500 a 502 solo pueden estar referidos a la causa fuente o generadora de la obligación y que la noción de causa no tiene ningún significado autónomo dentro de nuestro orden jurídico porque aparece confundida con otros elementos del acto como el objeto o la intención. Los causalistas, por su lado, piensan que esas normas emplean el término causa en el sentido de fin a semejanza del modelo francés. Dentro de ellos, militan quienes entienden la expresión causa a la manera del causalismo clásico –Videla Escalada(23)–, y quienes abrazan la concepción correctora del neocausalismo subjetivista francés, como Colmo(24) o Lafaille(25), entendiéndola como la finalidad o razón del ser del acto. Esta última doctrina mayoritaria llamada “dualista” es el resultado de adicionar a la causa categórica, el fin jurídico inmediato perseguido por las partes, los motivos psicológicos cuando son jurídicamente trascendentes, esto es, comunes y determinantes, como señaló en su momento la concepción neocausalista francesa y más tarde la doctrina germana de la base del negocio. Ahora bien, este debate entre causalistas y anticausalistas locales se ha planteado en el derecho de las obligaciones, en particular en aquellas derivadas de un contrato y fundamentalmente debido a la utilización de la fuente francesa –los ya referidos arts.1131 a 1133 del Code de 1804– que señala como requisito esencial para la validez de una convención “la causa lícita de la obligación”. Sin embargo, como bien apuntan entre nosotros Pizarro-Vallespinos(26) y Aparicio(27), este enfoque del derecho francés intentando asignar fines a las obligaciones derivadas de un contrato como un elemento inexorable de su configuración, no puede trasladarse al derecho argentino porque los fines son perseguidos por las partes en el acto jurídico, generador de dichas obligaciones, y no las obligaciones en sí. Estas en sí mismas consideradas no responden a un fin determinado, solo existen o no existen, en la medida que las engendre un hecho idóneo. Es que las obligaciones pueden derivar de actos lícitos, como los contratos, pero también de actos ilícitos como los delitos civiles, y en estos últimos no podría predicarse que las partes persiguen un fin determinado. No queda entonces más remedio que coincidir con la mayoría de la doctrina nacional y afirmar que a pese a su ubicación, cuando nuestras normas tantas veces citadas aluden a la causa fuente, refieren al acto jurídico idóneo para generar las obligaciones, y cuando refieren a la causa fin están mentando al negocio jurídico contractual, que se vincula con los fines inescindiblemente unidos a la voluntad de los autores, pues son ellos quienes pretenden alcanzar fines prácticos tutelados por el derecho. Desde esa perspectiva teleológica en que se construye la noción de contrato, se exige una dirección particular a la voluntad, alcanzar un resultado, ese resultado que las partes descuentan al contratar y que produce determinados efectos jurídicos. Esos dos aspectos, fines prácticos de la voluntad y efectos jurídicos del negocio, son inseparables como las dos caras de una medalla. Los fines prácticos perseguidos por las partes que conforman la intención negocial dan cuerpo al negocio, sirven para individualizarlo y se traducen en la función que está destinado a cumplir desde un punto de vista económico-social: un cambio de prestaciones, un intercambio de ventajas o atribuciones, un enriquecimiento sin contraprestación, una actividad conjunta en vistas a un fin común, etcétera. En resumen, para la concepción dualista que predomina en nuestra doctrina, la causa se integra con dos elementos: por un lado, el fin jurídico inmediato y abstracto, idéntico en todos los contratos típicos de la misma naturaleza, la función que objetivamente el negocio tiene, y que como tal el ordenamiento reconoce y sanciona (causa-fin inmediata u objetiva); por otro, los motivos o móviles subjetivos, individuales, variables en cada negocio, que impulsan a las partes a contratar, si son jurídicamente relevantes (causa-fin mediata subjetiva). Amén de ello, también tienen trascendencia los móviles cuando configuran lo que la doctrina germana llamó la base del negocio, esto es, los motivos que se bilateralizan, se causalizan, al ser compartidos por ambas partes, permitiendo, en definitiva, alcanzar el propósito perseguido en el acuerdo celebrado. Esta amplia concepción de la causa que predomina en el derecho nacional es el resultado de la simbiosis de combinar, como dijimos, el neocausalismo subjetivista de cuño francés con la teoría de la base del negocio desenvuelta en Alemania a partir de los postulados de Oertmann, que completara Larenz. Así integrado el concepto de causa, la frustración del fin del contrato aparece como una especie inherente al género. <bold>4. Relaciones entre ambos conceptos</bold> Una de las objeciones más trascendentes que debe superar una nueva institución jurídica en camino a la consagración definitiva que permita asignarle autonomía, es su eventual superposición con otras ya reguladas por el ordenamiento jurídico. El reparo es a todas luces justificado, pues la admisión de un nuevo instituto exige no sólo que se presente intrínsecamente justificado, sino que además se refiera a supuestos no regulados por otros ya existentes, pues de lo contrario la pretendida nueva especie aparecería ostensiblemente innecesaria. La frustración del fin no puede escapar a ese examen de identidad respecto de otras figuras afines. Dentro de ese elenco, la causa constituye, sin dudas, el tópico más estrechamente ligado a la frustración del fin del contrato(28). Resulta indiscutible que, debido a la frecuentísima invocación que se hace de la causa como sustento de aquella, se impone precisar esta vinculación marcando semejanzas, diferencias y un eventual deslinde respecto de este controvertido tema de la literatura jurídica(29). Dentro de la concepción amplia de causa a la que se aludido anteriormente, la frustración del fin del contrato aparece como una especie inherente al género, una hipótesis de frustración de la causa, de malogro del interés negocial por defecto funcional de la causa(30). Los sostenedores más conspicuos de esta tesis amplia han llegado a simplificar el concepto de causa al punto de identificarlo con la presuposición bilateral de cuño germano(31). Por nuestra parte, no negamos la estrecha vinculación que puede existir entre ambos conceptos, causa y frustración del fin, máxime si al primero se lo concibe en tan vasta dimensión como la señalada. Sin embargo, no creemos que el último pueda encontrar su acabada configuración en esa identificación, esto es, que la frustración del fin constituya una hipótesis de frustración de la causa(32), simplemente porque ésta incluya los motivos personales, que, malogrados, generen la vicisitud. Este evento sobrevenido es un tanto más complejo y no está directamente equiparado a la causa. Es un tópico que requiere inexorablemente precisar de modo categórico qué debe entenderse por “fin del contrato”, concepto que no puede confundirse con el de causa-fin, si pretendemos asignarle autonomía conceptual y científica a la contingencia frustrante que afecta el acuerdo. Tal premisa es ineluctable para separarla de los pantanosos meandros por donde discurre la causa, uno de los conceptos más debatidos y polémicos de la literatura jurídica. El “fin” del negocio integra su contenido, se refleja en su sinalagma genético y debe permanecer inalterable durante toda la vida del contrato, incluyendo su fase de ejecución (sinalagma funcional). Si desaparece o se malogra en esta última etapa, se consuma la contingencia de la frustración. Por tanto, la figura exige una finalidad que está ínsita en la voluntad manifestada de ambas partes, que la integra, que forma parte de ella. Si se malogra, el acuerdo se aparta de lo convenido y queda desprovisto de su sentido o razón de ser originarios. Por tanto, la frustración del fin se apoya fundamentalmente en el respeto a la autonomía privada –art. 1197, CC–, en las convenciones libremente acordadas y en la obediencia incondicional al contenido que las partes asignaron al acuerdo. Si por circunstancias sobrevenidas el propósito práctico que animó a las partes a contratar se torna inasequible, el negocio necesariamente no puede mantenerse como regulación dotada de sentido. La frustración del fin, lejos de constituir un supuesto de relajación del principio pacta sunt servanda, según nuestra opinión, constituye una confirmación y aplicación de esa regla de tan vieja prosapia. Es que cuando el fin del negocio se frustra, se lastima la voluntad negocial, el acuerdo se aparta de lo convenido y, consecuentemente, se produce su ineficacia funcional. (Continuación en el próximo Semanario Jurídico Nº 1980)&#9632; <html><hr /></html> *) Profesor Adjunto de Contratos, Fac. Derecho y Cs. Sociales, UNC. 1) Aparicio, J., Contratos, Tomo II, Hammurabi, Bs. As., 2001, p. 275 y ss. 2) Carrió, G., Notas sobre derecho y lenguaje, Abeledo Perrot, Bs. As., 1965. 3) Betti, E. voz “Causa (Diritto Romano)”, en Novissimo Digesto Italiano, Utet, Torino, 1967, tº VI, p. 30; De Castro y Bravo, F., El negocio jurídico, Civitas, Madrid, 1971, p. 169 y ss. 4) Domat, J., “Les lois civiles dans leur ordre naturel”, en Oeuvres complétes, 9me. edition, Paris, 1835, tº I, Sección I, 5, p. 123. 5) Pothier, R., “Traité des obligations”, en Oeuvres de Pothier. Contenant les traités du droit francais, Parte I, Capitulo I, p. 24. 6) Demolombe, C. , Cours du Code Napoleon, Durant L’Hachette, Paris, 1868, tº XXIV, p. 331. 7) Laurent, F., Principes de droit civil francais, Christophe Bruylant, Bruselas-Paris, 1876, tº XVI, p. 150. 8) Baudry-Lacantinerie, G. - Barde, L. , Traité théorique et practique de droit civil, Sirey, Paris, 1906, tº XII, Des obligations, p. 373. 9) Planiol, M., Traité eléméntaire de Droit Civil, Paris, 1903, tº II, nº 1037 y ss. 10) Véanse las enjundiosas consideraciones de Aparicio, J. , Contratos…, ob. cit., p. 282 y ss. 11) Capitant, H., De la causa de las obligaciones, traducción y notas de Eugenio Tarragato y Contreras, Góngora, Madrid, 1922, p. 41 y ss. 12) Josserand, L., Los móviles en los actos jurídicos de derecho privado. Teleología jurídica, traducción de E. Sánchez Larios y J.M. Cajica, J.M. Cajica, México, 1946, p. 12 y ss. y especialmente p. 142 y ss. 13) En la doctrina francesa más moderna, señala estos cuestionamientos Ghestin, J., Traité de droit civil. Les obligations. Le contrat, Librairie Génerale de Droit et Jurisprudence, Paris, 1980, p. 555 y ss. 14) Mirabelli, G., Dei contratti in generale, Utet, Torino, 1980, p. 159. 15) Betti, E. ,voz “Causa del negozio giuridico”, en Novissimo Digesto Italiano, tº III, p. 39; Galgano, F., El negocio jurídico, traducción de Blasco Garro y Prats Albentosa, Tirant lo Blanch, Valencia, 1992, p. 108. 16) Aparicio, J., Contratos…, ob. Cit., tº II, p. 297. 17) Ferri, L., La autonomía privada, Madrid, 1969, p. 431. 18) Ennecerus, L. – Niperdey, H. ,Tratado de Derecho Civil. Parte General, Bosch, Barcelona, 1947, tº III, p. 80 y ss.; Lehmann, H., Tratado de Derecho Civil. Parte General, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1956, p. 232 entre muchos otros. 19) Salvat, R. – Galli, E., Tratado de Derecho Civil Argentino. Obligaciones en general, Tea, Buenos Aires, 1956, tº I, p. 54. 20) Galli, E. “El problema de la causa y el Código Civil Argentino”, en AA.VV., Estudios en homenaje a don Dalmacio Vélez Sársfield, Imprenta de la Universidad de Córdoba, 1936, p. 149. 21) Llambías, J., Tratado de Derecho Civil. Obligaciones. Tº I, nº 35 y ss. 22) Boffi Boggero, L., Tratado de las obligaciones, Buenos Aires, 1973, tº II, p. 39. 23) Videla Escalada, F., La causa final en el derecho civil, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1968, pp. 99 y 179. 24) Colmo, A., De las obligaciones en general, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1961, p. 7. 25) Lafaille, H., Derecho Civil. Tratado de las Obligaciones, Ediar, Buenos Aires, 1947, tº I, p. 40. 26) Pizarro, R. – Vallespinos, C., Instituciones de derecho privado. Obligaciones, Hammurabi, Buenos Aires, 1999, tº I, p. 180. 27) Aparicio, J., Contratos…, ob. cit. tº II, p. 320 y ss. 28) A tal punto llega la afinidad, que las XIII Jornadas Nacionales de Derecho Civil declararon por mayoría: “I.1. La frustración del fin del contrato es un capítulo inherente a la causa entendida ésta como móvil determinante, razón de ser o fin individual o subjetivo que las partes han tenido en vista al momento formativo del negocio”. 29) Sobre el posible fundamento causal de la frustración del fin, la cláusula rebus y la excesiva onerosidad sobrevenida, puede consultarse: Beltrán de Heredia y Castaño, J. El cumplimiento de las obligaciones, Tecnos, Madrid, 1956, p. 324 y ss.; Cian, G. - Trabucchi, A. Comentario breve al Codice Civile, Cedam, Padova, 1987, p. 1259 y ss.; De Castro y Bravo, F. El negocio jurídico, Civitas, Madrid, 1985, p. 313; Díez Picazo y Ponce de León, L., Fundamentos de Derecho Civil Patrimonial, Civitas, Madrid, 1996, Tomo I, pág. 882, Larenz, K., Base del negocio jurídico y cumplimiento de las obligaciones, trad. de Carlos Fernández Rodríguez, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1978, p. 80; Pino, A., La eccesiva onerositá della prestazione, Cedam, Padova, 1952, p. 127 y ss.; Tartaglia, P., Onerositá sopravenuta, Enciclopedia del Diritto, Giuffré, Milano, 1980, p. 159 y ss. En la doctrina nacional, por todos, Zannoni, E., comentario al art. 502, en Belluscio A. C. (Dir.) - Zannoni, E.A. (Coord.), Código Civil y leyes complementarias. Comentado, anotado y concordado, Tomo II, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1982, N° 9, págs. 560 y ss. 30) De Amunategui Rodríguez, C., La cláusula rebus sic stantibus, Tirant lo Blanch, Valencia, 2003, p. 132 y ss., manifiesta que el decaimiento de la causa impide la realización del resultado al que se dirigía el contrato, rompe su equilibrio, que sólo puede restablecer el juez; Espert Sanz, V., La frustración del fin del contrato, Tecnos, Madrid, 1968, p. 111, lo ha dicho con términos muy claros: “[...] la teoría y la problemática de la frustración del fin del contrato, no es del todo ajena, no está del todo desconectada de la teoría de la causa, y de sus problemas, que incluso en algunos puntos o momentos, parecen coincidir o identificarse. En algunos puntos y momentos en que la causa, es considerada como el propósito o fin práctico que los contratantes se propusieron