<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>Repasando doctrina judicial en materia de empleo doméstico hace un tiempo, advertimos la existencia de un fallo que animó nuestra atención sobre dos aspectos interesantes del asunto resuelto y, al propio tiempo, nos ha impulsado a expresar nuestro punto de vista sobre lo que apreciamos es el eje central del pronunciamiento o al menos sobre uno de aquellos aspectos: el resarcimiento por la extinción del vínculo. Se trata de la causa “Barroso, Susana Gladis c/ Suc. de Irma Zorzenón, Claudia M. Roasenda y Víctor H. Roasenda y/o Representante Legal – Diferencia de haberes y otros”, fallada por la Excma. Cámara del Trabajo de San Francisco mediante sentencia Nº 58 del 11/9/07. La decisión citada indica que “…La obligación de indemnizar al trabajador no queda sujeta al caso de despido dispuesto por el empleador sin justa causa, contemplado específicamente por el art. 245, LCT, sino que la fórmula legal es mucho más amplia, comprensiva de “ruptura…por parte del empleador”, lo que autoriza a sostener que la norma del art. 9º del decr. ley 326/56 se está refiriendo ya no sólo al despido incausado, sino también a la extinción por otras causas reputables al empleador (falta de trabajo no imputable, quiebra inculpable o –como en el presente caso– su propio fallecimiento). En caso de muerte del empleador, siendo éste el único componente del grupo al que se prestan servicios domésticos, se impone el pago de la indemnización por antigüedad que prescribe esa misma norma estatutaria; es decir: “…medio mes de sueldo por cada año de servicio o fracción superior a 3 meses” (art. 9, decr. ley 326/56)…” <header level="4">(1)</header>. Discrepamos respetuosamente con el temperamento que documenta la sentencia citada, y de seguido justificamos la disidencia que, adelantamos, pretende contribuir sólo al debate sobre el tema y no a confrontar con el criterio que ha guiado el razonamiento de los señores jueces actuantes, ciertamente ponderable, aunque no compartido por quien suscribe. A saber: En realidad, salvo el caso de extinción de la relación de empleo en el supuesto de enfermedad inculpable, contemplada en el art. 6, decr. regl. 7979/56, el Estatuto del Servicio Doméstico 326/56 –cuya imperiosa actualización hemos propiciado desde estas mismas páginas <header level="4">(2)</header>– contempla expresamente tres formas de extinción del vínculo: el despido causado, el despido incausado y el despido indirecto. En los tres casos –todos liquidativos–, interviene en modo determinante la conducta de una de las partes, que es la que asume la decisión de ponerle fin al vínculo. En la hipótesis particular que nos convoca, entendemos que la norma del art. 9, decreto 326/56 alude –sin hesitación alguna– a la determinación unilateral del empleador de finiquitar la relación de empleo, sin necesidad de invocar ni de probar justa causa para ello. En el actual régimen legal, el empleado doméstico goza de una estabilidad relativa o impropia, porque puede ser despedido sin motivo (como ocurre en general con el trabajador atrapado en la LCT), con el agravante de que si lo es dentro del año de comenzada la vinculación (servicio continuado), ni siquiera será acreedor a la ‘precaria’ indemnización por antigüedad que el estatuto y su reglamentación consagran. Cuesta creerlo, pero es así (¡un año!!). Por ello, o el sistema se moderniza para racionalizarlo y ponerlo a tono con las corrientes humanistas que guían el Derecho del Trabajo, o bien puede ocurrir que los dispositivos de que se trata sean declarados inconstitucionales en causa concreta. Empero, si no ocurre ni una cosa ni la otra, la letra de la ley es clara y debe aplicarse sin forzar interpretaciones que, a nuestro ver, la desnaturalizan, porque, en rigor, se le hace decir a la norma lo que la norma no dice. De manera que la disposición del art. 9 sólo contempla el ‘despido directo incausado’, pues el vocablo ‘ruptura’ utilizado en el precepto citado no hace sino alusión directa a la cesación del vínculo por ‘voluntad’ del empleador. El texto aludido es claro y no admite, en nuestra opinión, ninguna vacilación. En tal entendimiento, esa previsión no puede hacerse extensiva – en rigor, su derivación reparatoria– a otras formas de extinción de la relación de trabajo doméstico no contempladas en el Estatuto y que, en verdad, si bien ocurren en la praxis cotidiana (aunque huérfanas de legislación específica), no pueden atribuirse a la ‘decisión’ del empleador. El caso paradigmático es, precisamente, el fallado (al parecer) en dicho precedente: el de la muerte del empleador. En tal hipótesis, el contrato se extingue, sin duda, por el fallecimiento de éste y no por su voluntad. En consecuencia, no hay derecho a indemnización, porque las normas de la LCT devienen inaplicables (aun con la reforma actual de su art. 9, ley 26428) y el régimen especial no contempla derecho resarcitorio alguno en este caso. Del mismo modo debe acontecer cuando se presenta, verbigracia, la hipótesis de falta de trabajo no imputable al empleador (otro de los ejemplos citados en el fallo), por cuanto también en ese supuesto, la disolución del vínculo opera con independencia de la voluntad del empleador. En el primer caso, es el hecho mismo del deceso el que genera la ruptura, salvo, claro, que existan beneficiarios de la tarea que continúen con la relación. O sea, que no se trate de empleador único. En el segundo, es la ausencia de trabajo lo que lleva a liquidar el contrato, no la decisión del principal. El art. 9, decreto 326/56, atrapa –insistimos– únicamente la liquidación del vínculo por la sola voluntada incausada del empleador, y de allí que se prevea a favor del trabajador una indemnización del tipo (no del monto) de la prevista para el empleado militante en la LCT (art. 245) que, nótese, tanto para el supuesto de muerte del empleador como para la extinción por falta o disminución de trabajo, fija un parámetro indemnizatorio menor: la mitad de la indemnización común, prueba suficiente de que no se equiparan situaciones de suyo distintas, porque cuando es la voluntad del empleador la que determina la ruptura, o su propia determinación, y ello sucede sin motivo que la legitime, nacerá en cabeza de aquél un deber resarcitorio, cumplidas las demás condiciones del caso. Ahora, cuando no puede atribuirse la extinción del vínculo a esa decisión sino a una circunstancia diferente, la hipótesis ya no es la misma y, a la falta de previsión normativa específica e imposibilidad de aplicar analógicamente los institutos de la LCT, art. 2 (tal como está literalmente regulados allí), mal que nos pese, no puede haber derecho indemnizatorio a favor del empleado doméstico. Ciertamente que predicamos la reforma del Estatuto para contemplar este tipo de situaciones que generan –a no dudarlo– inseguridad jurídica, así como –por caso– las del acuerdo disolutorio tácito o el expreso; o bien el del abandono de trabajo. Nótese que ni la renuncia está contemplada en el decreto 326, sin perjuicio de lo cual, aun con las críticas que alguna vez esbozamos en torno al vacío legislativo, se la admite (debe imperiosamente admitírsela) como modo de liquidación del vínculo de empleo, porque si la Constitución Nacional garantiza el derecho de toda persona a trabajar (art. 14), mal puede impedirse que quien trabaja pueda dejar de hacerlo. Luego, en el caso del acuerdo disolutorio tácito (aunque –insistimos– debiera legislarse), nada impide su operatividad, porque, como sucede con la renuncia, y con igual razonamiento que el expuesto, en verdad (y sucede), si una de las partes voluntariamente deja de prestar servicios y nada reclama, y la otra no requiere que el trabajo efectivamente se preste, transcurrido un tiempo prudencial de ello no puede sino juzgarse que el vínculo ha quedado resuelto. El acuerdo disolutorio expreso –‘por voluntad concurrente de las partes’– tampoco puede vedarse, y los argumentos son similares a los expresados <italic>supra</italic>, pues si las partes quieren voluntariamente poner fin a un negocio jurídico –contrato de trabajo– sería inconstitucional impedírselo por la sola circunstancia de no estar legalmente reglamentado. Empero, todas esas situaciones requieren ser normativizadas en un nuevo Estatuto no para permitirlas, en sí mismas, sino para despejar la incertidumbre y las vacilaciones que producen cuando suceden, porque en el régimen doméstico, tal como está hoy, cabe preguntarse, por caso, si la renuncia debe reunir (o no) los requisitos –para su validez– que pide el régimen general (LCT, arts. 240 y 241) que aunque no sea de aplicación directa, al igual que para el acuerdo disolutorio expreso los impone y, con el objetivo protectorio de prevenir al trabajador contra los eventuales efectos negativos de su voluntad siempre condicionada <header level="4">(3)</header>. De otro costado, el abandono de trabajo es causal de despido dentro del marco de la injuria al interés del empleador, o de la trasgresión grave a la prestación contratada (art. 6). Empero, también hay que interrogarse si el emplazamiento previo es necesario o no lo es. De modo que la reforma del sistema especial del servicio doméstico es impostergable, porque se trata de un colectivo de trabajadores olvidados, más allá de las mejoras salariales últimamente conseguidas. Finalmente, el antecedente jurisprudencial que glosamos incorpora un tópico nada sencillo (es su segundo aspecto relevante): tal el de la persona del empleador, para señalar que: “…es quien ordena la prestación beneficiándose y haciéndose cargo de ella en orden a las responsabilidades que genera, independientemente del inmueble en sí, el cual poco importa para quienes en él viven, que sea detentado en calidad de propietario, inquilino, comodatario o simple tenedor, ya que no es el inmueble (mera cosa). Son beneficiarios las personas que en él habitan y quienes tienen la potestad de decidir sobre la contratación…” <header level="4">(4)</header>. El asunto –como adelantamos– no es de fácil resolución y, en alguna medida, también sus inconvenientes emergen de la ausencia de regulación específica a diferencia de lo que acontece en la LCT. Por de pronto, el primer interrogante que se nos presenta es si solamente una persona física puede revestir la calidad de empleador del servicio doméstico. ¿Podrá serlo una persona jurídica? Se nos ocurre el caso, por ejemplo, de una sociedad civil, simple asociación, fundación o sociedad comercial que resultara propietaria de un inmueble en el cual se desempeñe un ‘casero’ (con tareas de tal), y el bien no forma parte del giro comercial ni de la actividad propia de entidad de que se trate, lo cual significa ausencia de lucro. ¿Hay o no hay empleo doméstico en este caso? Nuestra respuesta es, en principio, positiva. Luego, el régimen del servicio doméstico no consagra la solidaridad en lo concerniente al empleador. Por ello es que habría que acudir aquí, en protección de la parte más débil de la relación, a los principios generales del Derecho del Trabajo en esta materia. Bien. En general, la situación –la más común y extendida– es la de un grupo familiar en que más allá de la registración del vínculo (<italic>rectius</italic>, si media inscripción, de quien ‘figure’ o ‘aparezca’ como empleador <header level="4">(5)</header>) si el servicio se presta a favor de los integrantes del núcleo y cualquiera de ellos tiene la potestad (y la actúa) de dar órdenes que el dependiente debe cumplir; o fijar horarios; o impartir instrucciones que deben acatarse; o pagar el salario y controlar la labor, en realidad estamos ante un caso de ‘empleador múltiple’, donde varios sujetos, haciendo las veces de tales (o sea, de empleadores lisos y llanos) y beneficiarios directos de la prestación subordinada deben responder en forma solidaria <header level="4">(6)</header>. Lo mismo puede ocurrir cuando no se trata de un grupo familiar, unido por lazos parentales (grupo no familiar; parejas convivientes; etc.). También puede suceder que un miembro no conviviente contrate a una persona como empleado doméstico para que preste labor a favor de otra (el padre al hijo o viceversa); en este caso también debiera mediar solidaridad entre quien contrata y quien recibe directamente la labor, cualquiera fuere su variante. La excepción en todos los casos debieran ser las personas que no tengan capacidad, por su edad, para ser verdaderos empleadores (o para contratar en sentido jurídico). Va de suyo que, en caso de empleador único, grupo conviviente, la situación no presenta ninguna complejidad. El sistema actual del servicio doméstico ha sido modificado recientemente, pero esa mutación no gravita en el tópico analizado <header level="4">(7)</header> &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Fallo citado. En rigor, la indemnización por antigüedad se liquida con base en la reglamentación del art. 12, decreto 7979/56, que no toma la mejor remuneración mensual, normal y habitual, sino el promedio de los dos últimos años o del percibido durante el periodo de servicios cuando fuere menor.</header> <header level="3">2) Vide, nuestro “La impostergable necesidad de reformular el Estatuto del Servicio Doméstico (algunos aportes para un colectivo de trabajadores olvidados)”, Semanario Jurídico Laboral y Previsional, L-VI, 1/7/08. Tº III, p. 161.</header> <header level="3">3) Vide, Ley de Contrato de Trabajo, Tomo IV, Jorge Rodríguez Mancini – Director, La Ley, p. 274.</header> <header level="3">4) Fallo citado.</header> <header level="3">5) Suele suceder algo similar en el ámbito de los trabajadores (y otros) gobernados por la LCT, donde aparecen registrados a nombre de una sola persona como supuesto empleador, pero resulta que en los hechos prestan servicios, en el mismo establecimiento, para otros más, quienes dan órdenes, imparten instrucciones, pagan el sueldo, y se conducen y obran como verdaderos empleadores y son, también, beneficiarios directos de la tarea subordinada.</header> <header level="3">6) Hay aquí una posición diferente pero con similar consecuencia, en la obra de José María Reviriego: Trabajadores del servicio doméstico, Ed. Astrea, Bs. As., 2a. ed., 2004, pp. 64/65.</header> <header level="3">7) Ley 26390, arts. 14 y 15. </header></page></body></doctrina>