<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>Introito. Las normas procesales y el Código Civil</bold> Con base en nuestro sistema de organización “federal” y lo expresamente dispuesto en el art. 121 de la Constitución Nacional, las Provincias conservan todo el poder que no ha sido delegado a la Nación; por tanto, el sistema jurídico argentino está condicionado por las normas que fluyen de los artículos 5; 75 inc. 12; 116 y 117, entre otros. Dicho condicionamiento constitucional ha tenido diversas razones histórico–políticas. Una de las más importantes fue la necesidad de contar –en vista de las enormes distancias– con un mecanismo que permitiera adecuar los procedimientos a las realidades culturales y económicas de los lugares donde las leyes debían ser aplicadas. Evidentemente, la realidad económica y cultural del Santiago del Estero de mediados del siglo XIX no coincidía con la de Buenos Aires o Córdoba. Otra razón era el hecho de que desde la vigencia de nuestra Constitución Nacional (1853/60) hasta el dictado de los Códigos de fondo (v.gr. la ley 340 de sanción del Código Civil en el año 1871 (1862, el de Comercio; 1869, el Penal), hay un período de transición en el cual rige de hecho una legislación española no muy sistematizada en nuestras tierras, que mezclaba el derecho de fondo con el derecho denominado “de forma” <header level="4">(1)</header>. Esos condicionantes (distancia, razones económicas, existencia de una especie de “legislación local”) fueron la semilla para que germinara en cada una de las provincias la necesidad de separar claramente el derecho de fondo que llegaba de Buenos Aires, de las normas que propenden a su realización. Así, cada provincia dicta sus propios Códigos procesales, como el caso de Córdoba, que para distinguirse de la Nación no toma como fuente directa el viejo Código de la Capital sino la Ley de Enjuiciamiento Civil Española de 1853, con su gran reforma de 1881. Comienza así una tradición procesal que tiene más de cien años y que constituye uno de los principales obstáculos para lograr la unificación de la legislación procesal en nuestro país. Cada provincia defiende sus fueros. Todavía se recuerda en Córdoba el “caluroso” debate previo a la sanción de la ley 8465 (Código Procesal Civil y Comercial de la Provincia de Córdoba), cuando el Dr. Juan Carlos Palmero replica la propuesta del Prof. Mariano Arbonés de adoptar el Código de Procedimiento Civil y Comercial de la Nación, con un argumento emotivo, localista, de defensa de un pasado “sin duda heroico”, al decir de Borges, que dio lugar a un intenso aplauso e inclinó la balanza a favor de continuar con un código propio; pero que olvida o deja de lado el hecho de que el progreso impone grandes cambios pues requiere adaptación a las nuevas realidades. Y la realidad de hoy, con el avance en las comunicaciones, en el intercambio de bienes y servicios, implica que hablar en distinto idioma procesal cada cuatrocientos kilómetros afecta, sin duda, la garantía de defensa en juicio de los ciudadanos. El dinamismo de la economía impone hoy la necesidad de salir de aquel esquema localista. Coincidimos con el Dr. Palmero en que la solución no pasa por adoptar el Código de Procedimientos Civil y Comercial de la Nación, ya que este ordenamiento es obsoleto, demasiado extenso y aún mantiene –innecesariamente– una enorme cantidad de procedimientos especiales, los efectos de los recursos son engorrosos, entre muchas otras cuestiones negativas. Hoy se impone que las Provincias se sienten en la mesa de discusión para intentar buscar coincidencias básicas en las instituciones procesales, desde lo sencillo (sistema de notificaciones, regulación de medidas previas y disposiciones comunes sobre medidas cautelares) a lo más complejo, como sería el efecto de los recursos o los medios impugnativos ordinarios y extraordinarios. Pues bien, advertimos hoy con satisfacción que el nuevo Código Civil sienta las bases para la tan ansiada uniformación de instituciones procesales, ya que regula distintos aspectos generales que deben observarse en el trámite de todo proceso judicial, cualquiera sea la jurisdicción, tales como las facultades del juez en la dirección del proceso, las conducta de las partes, la carga de la prueba, la utilización de medios de prueba, atribuciones para la declaración de oficio, el carácter preventivo del proceso judicial, entre muchas otras. <bold>El principio dispositivo y la función del juez como director del proceso</bold> Desde un tiempo a esta parte ha retomado vuelo la discusión doctrinaria sobre la función que le compete al juez en la dirección del proceso civil. Pareciera que en la medida que el juez tenga mayores facultades de dirección material y adjetiva del proceso, menores serán los poderes de las partes en cuanto a la disponibilidad material o procesal del objeto de la litis. Saber cuál es el principio predominante (dispositivo o de oficialidad) importa obtener una “regla de interpretación” que permita a los sujetos procesales conocer los límites de su actuación. Hasta hace pocos años, ninguna duda había sobre la vigencia absoluta del principio dispositivo en el proceso civil, que limitaba considerablemente las facultades directivas del juez relegándolo al lugar de mero espectador en la sustanciación de la litis. Ahora, por en contrario, existe una tendencia doctrinaria y legislativa, de otorgarle al juez el carácter de “director del proceso”, restringiendo las facultades dispositivas de los litigantes. Contra esta tendencia, parte de la doctrina denuncia que el juez director se convierte en “juez dictador”, atentando contra la esencia misma del proceso civil. El nuevo Código Civil parece inclinar la balanza hacia la primera de las posiciones doctrinarias dándole a juez civil el carácter de un verdadero director del proceso, pero obliga a fundar sus resoluciones de manera razonable (arg. art. 3), lo que excluye la arbitrariedad. <bold>La conducta de las partes en el proceso civil</bold> El nuevo ordenamiento no sólo establece facultades al juzgador, sino que también impone reglas de conducta a las partes en el proceso judicial, al exigir la buena fe en el ejercicio de sus derechos (art. 9, CC) y proscribir el abuso de derecho, dentro del ámbito de proceso judicial (art. 10, CC, “...El juez debe ordenar lo necesario para evitar los efectos de ejercicio abusivo o de la situación jurídica abusiva...”). Recordemos que muchos autores consideraban hasta hoy que no es posible aplicar la teoría del abuso del derecho al campo del procedimiento civil, donde se sanciona la inconducta en el proceso, esto es, la litis temeraria, y no el ejercicio abusivo del derecho de acción. Ello así, porque el primero de los institutos es objetivo y funcionalista, en cambio el segundo, es subjetivo (requiere la mala fe). El nuevo ordenamiento deja zanjada esta discusión y se pronuncia de manera clara en aplicar las reglas del abuso del derecho en el marco del proceso judicial. Ello importa que el querulómano, el inventor de pleitos, el que litiga sin razón valedera, pueda ser sancionado por el tribunal con una multa –esto es, más allá de la mera imposición de costas generadas por el rechazo de la demanda– a pesar de que su conducta en la sustanciación del proceso haya sido procesalmente correcta. <bold>El orden público y la actuación oficiosa del tribunal</bold> El artículo 12, CC, hace una referencia directa al instituto del orden público; pero resulta necesario destacar que la noción de orden público siempre ha sido difícil de definir y que el legislador muchas veces ha hecho uso y abuso de ese instituto. Recordemos que durante la presidencia del Dr. Menem y estando el Lic. Cavallo como ministro de Economía, la mayor parte de las leyes impulsadas por el Ejecutivo terminaban con la frase: “La presente ley es de orden público y deroga toda aquella que la contradiga...”, circunstancia poco feliz y que generó una suerte de caos al no poder determinar con precisión qué normas quedaban vigentes y cuáles abrogaba la nueva ley. En ese esfuerzo por precisar los conceptos, Rafael Bielsa es quien realiza un interesante análisis comparativo entre la noción de Orden Público y la de Interés Público, dándole al primer concepto un carácter negativo (todo lo que no se puede hacer) y al segundo, un carácter positivo (todo lo que se puede hacer) y concluye que ambos institutos se relacionan con las facultades de disposición de las partes, por lo que aquello que sale del ámbito de disposición de las partes ingresa, sin duda, en el campo del denominado “orden público”. Y la actuación de oficio, si bien no se identifica totalmente con la idea de orden público, se encuentra próxima e interrelacionada. Corresponde aclarar que ambos conceptos “orden público” y “actuación de oficio” no se implican recíprocamente pese a su proximidad, pues se trata de dos territorios conceptuales no exactamente superpuestos. Sin embargo, en el marco del proceso civil podemos decir que la implicación entre ambos conceptos sólo se daría en el caso de que una norma expresa de la ley dispusiera la intervención oficiosa del juez. De modo que aunque toda intervención de oficio se basa en el orden público, no siempre el orden público autoriza la actuación de oficio. Un buen punto de partida –respecto del orden público– es la estimación del concepto del abuso del derecho en el marco del proceso judicial. Ello, sin duda, habilita con mucha frecuencia la actuación oficiosa del tribunal en aspectos tales como las medidas cautelares, circunstancia que, hasta hoy, estaba casi vedada para los jueces. Efectivamente; se ha sostenido que las medidas cautelares están inspiradas en el propósito de salvaguardar el <italic>imperium iudicis</italic>, porque, como decía Calamandrei, tienden a impedir que la soberanía del Estado, en su más alta expresión que es la Justicia, se reduzca a una tardía e inútil expresión verbal o a una vana ostentación de lentos mecanismos destinados, como los guardias de la ópera, a llegar siempre demasiado tarde. También el nuevo ordenamiento civil dispone la actuación oficiosa del tribunal para la declaración de invalidez del acto jurídico, en el caso de que ésta se presente manifiesta al momento de dictar sentencia. <bold>La acción preventiva</bold> Desde el ordenamiento anterior se infiere que para intentar una acción como para contradecirla es necesario un interés como condición necesaria para poner en juego la actividad jurisdiccional. La doctrina, haciendo una elaboración más compleja de las palabras de la ley, le denomina derecho subjetivo, y realiza una clasificación por grados y con relación a su mayor intensidad o fuerza los escala en: 1) Derecho Subjetivo; 2) Interés Legítimo y 3) Interés Simple. Y a partir de esa clasificación, elabora tres principios que podríamos enunciar así: a) sin interés no hay acción; b) el interés es la medida de la acción y c) la acción se agota con su ejercicio. Empero, desde el Derecho Procesal conocíamos otras categorías, clasificaciones o cualificaciones de los intereses. Así, tenemos el interés para obrar o el interés en la pretensión u oposición para la sentencia de fondo o mérito, el interés para accionar, el interés para contradecir, el interés para obrar de los terceros intervinientes, el interés sustancial en la causa, etc. Ahora encontramos que el nuevo ordenamiento civil (art. 1712) reconoce legitimación sustancial a quienes acrediten un interés razonable en la prevención del derecho amenazado. Como puede advertirse, de ahora en adelante va ser necesario “sincronizar” conceptos o, al menos, delimitar dogmáticamente las categorías de legitimación para obrar, legitimación en la causa, legitimación procesal (o ad processum o capacidad procesal), etc., a la luz de esta nueva legitimación preventiva. Sobre todo teniendo en cuenta que aún hoy, la noción jurídica de “derecho subjetivo” no es clara o es por lo menos ambigua. Borda <header level="4">(2)</header> nos dice que bajo el calificativo común de “subjetivos” cabe establecer distintas categorías; así: a) el derecho subjetivo como facultad de exigir de otra persona el pago de una obligación; b) el derecho subjetivo como facultad de goce de una cosa; c) el derecho subjetivo como poder de formación jurídica; d) los derechos de la personalidad (v.gr. el derecho a la vida, al honor, a la libertad, a la integridad física) y e) los derechos subjetivos de carácter público (v.gr. el derecho a elegir y ser electo). En definitiva, podría usarse para encuadrar estas categorías la definición de Ihering de “interés jurídicamente protegido” o el concepto de Ennecerus–Kipp–Wolff de “poder concedido por el ordenamiento jurídico, que sirve para la satisfacción de intereses humanos”. <bold>La legitimación es un tema de fondo y no un tema procesal</bold> El estudio del fenómeno jurídico que se identifica con la palabra <italic>legitimación </italic>se inició desde la constatación de lo que puede calificarse anormal (o extraordinario o especial) y acabó cuestionando lo que se estima normal (u ordinario). Pero esa vía de cosas ha llegado a que en la actualidad las verdaderas discrepancias doctrinales no residan en lo anormal sino que se centren en lo normal. Respecto, pues, de la legitimación ordinaria o directa, creemos que son dos las concepciones que cabe resaltar: a) Para unos, se entiende hoy por legitimación la cualidad de un sujeto jurídico que consiste en que se halla, dentro de una situación jurídica determinada, en la posición que fundamenta, según el derecho, el reconocimiento a su favor de una pretensión que ejercita (activa), o la exigencia, precisamente respecto de él, del contenido de una pretensión (pasiva). Las posiciones jurídicas activa y pasiva suelen referir a la titularidad de un derecho subjetivo privado o de un deber u obligación, respectivamente. Los derechos subjetivos privados no se pueden hacer valer sino por sus titulares activos y contra los titulares de las obligaciones correlativas, y por eso la legitimación no es un presupuesto del proceso sino un presupuesto de la estimación o desestimación de la demanda o, si se prefiere, no es un tema de forma sino de fondo. Los temas de forma o procesales condicionan el que se dicte una sentencia sobre el fondo del asunto; el tema de fondo condiciona el concreto contenido de la sentencia. Si falta un presupuesto procesal, como es la capacidad, no se dicta sentencia sobre el fondo, sino en lo meramente procesal; si falta la legitimación, sí se dicta sentencia sobre el fondo, denegándose en ella la tutela judicial pedida. Desde bases no sustancialmente distintas se ha señalado “que si el poder de conducción del proceso se considera derivación procesal del poder de disposición del derecho civil, en principio, legitimados como partes lo están los sujetos de la relación jurídico–material deducida en juicio; es decir, el que tiene el derecho tiene, como secuela, la facultad de disponer de él, y el ejercitarlo en juicio no es sino hacer uso de ese poder. Ahora bien, sucede que precisamente lo que trata de averiguarse por medio del proceso es si existe o no el derecho del actor y si existe precisamente contra el demandado, que es lo que habrá de decidir la sentencia, y por ello la legitimación no toma en cuenta la relación jurídico–material en cuanto existente, sino sólo en cuanto deducida; esto es, la legitimación activa no depende en la acción reivindicatoria de que la cosa sea del actor, sino de que éste la reivindique como suya” <header level="4">(3)</header>. Recordemos que Gómez Orbaneja define la acción desde la concepción concreta de ésta, como el derecho a obtener una sentencia de contenido favorable. b) Desde la consideración de que la legitimación no toma en cuenta la relación jurídico–material en cuanto existente, sino en cuanto deducida en el proceso, hasta la consideración de que la legitimación no atiende a la titularidad del derecho y de la obligación, sino simplemente a la afirmación que de ellas hace el actor en la demanda, hay sólo un paso. Allorio se ha manifestado en ese orden de ideas si lo que toma en cuenta la legitimación es la relación jurídico-material en cuanto deducida en juicio, bastando la mera afirmación de una relación jurídica como propia del actor o del demandado para fundar suficientemente la legitimación y para generar todo el conjunto de expectativas y cargas en que el proceso se resuelve, tanto que de esta noción podría perfectamente prescindirse en el estudio del derecho procesal. El que una persona sea o no titular del derecho o de la obligación es algo que sólo resultará de la sentencia que ponga fin al proceso, pero no puede saberse inicialmente. Es más, tras la sentencia, las supuestas relaciones previas existentes entre las partes quedarán conformadas en los términos que traiga la propia sentencia. Poco importa que una persona afirme antes ser titular de un derecho, pues en adelante lo que valdrá es el pronunciamiento de la sentencia. También en esta segunda concepción la legitimación es un tema de fondo que sólo puede resolverse en la sentencia, quedando excluida la posibilidad de ser tratada <italic>in limine litis</italic> como un presupuesto procesal, con lo que puede afirmarse que, en la concepción actual, la legitimación es un tema de fondo y debe resolverse en la sentencia. <bold>La sentencia preventiva</bold> En el nuevo ordenamiento sustantivo se delimitan los criterios para el dictado de la sentencia con finalidad preventiva (art. 1713), a saber: el tribunal debe distinguir –a pedido de parte o de oficio– en su resolución, entre la tutela definitiva que surge de un proceso autónomo cuya finalidad es únicamente la prevención, de aquellos en los que la tutela es provisoria. Y como una excepción al principio de congruencia, puede oficiosamente, según el caso, ponderar los criterios de menor restricción posible y de medio más idóneo para asegurar la eficacia en la obtención de la finalidad preventiva. A los fines de compeler a su cumplimiento efectivo, el juez puede, a petición de parte interesada, imponer una sanción pecuniaria disuasiva utilizando un criterio de discrecionalidad (libre y prudencial). El destino de la multa también es establecido por el tribunal en su resolución de manera fundada (arg. art. 1714 <italic>in fine</italic>). <bold>La prueba en el proceso civil</bold> En materia probatoria es donde se advierte mayor influencia de la legislación fondal sobre la adjetiva. Con relación a la prueba documental, introduce la noción de “instrumentos oficiales” como una especie dentro del género de los “instrumentos públicos”, estableciendo de antemano su valor convictivo (art. 312), y señala que el valor probatorio de las actas se circunscribe a los hechos que el notario tiene a la vista, a la verificación de su existencia y estado y la identificación de las personas intervinientes. Ello se traduce en que sólo hace plena prueba (prueba tasada) sobre esos hechos relacionados más arriba, los que para ser desvirtuados por la parte afectada deberá acudirse a la redargución o a la querella de falsedad. En cambio, el resto de las alegaciones que estén contenidas en el acta labrada por el oficial público pueden ser desvirtuadas por cualquier medido de prueba. Con relación a los instrumentos privados, entendemos que el nuevo Código Civil recepta como prueba documental únicamente a aquellos que contengan una atestación escrita, por la que se expresa algo referente a un hecho o a un acto capaz de producir efectos jurídicos, emanado de una de las partes en juicio. Una fotografía, una cinta de video o magnetofónica no constituye para el legislador prueba documental. Los “emanados de terceros” serían una especie de prueba testimonial escrita y no prueba documental. Una factura de compra, el presupuesto de un taller, debe introducirse como testimonial y citarse al tercero que lo emitió para que lo reconozca en la audiencia testimonial pertinente. Entendemos que existen tres clases de documentos, a saber: a) documentos habilitantes de la instancia; b) documentos fundantes de la pretensión y c) documentos justificantes de la pretensión (aunque es necesario aclarar que no existen tipos puros y que a veces se confunden y entremezclan, pues el documento habilitante de instancia puede a su vez ser fundante de la pretensión del actor). a) Los documentos habilitantes de la instancia son aquéllos en los que el derecho se manifiesta y sin los cuales no puede requerirse su apertura, v. gr., la partida de defunción en una declaratoria de herederos, o en la reivindicación, el título pertinente. Sin esos documentos, la habilitación de la instancia no podrá prodigarse. b) Los documentos fundantes de la pretensión son los que comprueben todo lo relativo a la causa de pedir y a las defensas opuestas, v.gr., el mutuo en una acción por incumplimiento de contrato; el contrato de locación en un cobro de alquileres, etc. c) Los documentos justificantes de la pretensión son aquellos generalmente emanados de terceros y por tanto no constituyen entonces prueba documental sino “testimonial escrita”, y debería ofrecerse de acuerdo con el régimen de aquella prueba, v.gr., una factura de compra, el presupuesto de un taller, etc. Con relación a los instrumentos particulares, el nuevo Código Civil prescribe sobre las pautas de apreciación que debe seguir el juez (art. 319), ponderando entre otras –a través del sistema de la sana crítica– la congruencia entre lo sucedido y narrado, la precisión y claridad técnica del texto, los usos y prácticas del tráfico, la relaciones precedentes y la confiabilidad de los soportes utilizados y de los procedimientos técnicos que se apliquen. En cuanto a la carga de la prueba, se han incluido una serie de directivas dirigidas al juez para resolver en el caso de ausencia de prueba sobre los hechos concretos de la cuestión llamada a resolver. Con relación a la prueba del pago, el art. 894 establece reglas sobre el <italic>onus probandi </italic>señalando que en las obligaciones de dar y de hacer, la prueba corresponde a quien invoca el pago y en las obligaciones de no hacer, la fatiga probatoria recae sobre el acreedor que invoca el incumplimiento. En materia de factores de atribución de la responsabilidad y sus eximentes, el <italic>onus probandi</italic>incumbe a quien los alega, pero en algunos casos particulares, por ejemplo, por dificultad probatoria o con relación a la prueba de la culpa o de haber actuado con la diligencia debida, el juez puede ponderar cuál de las partes se halla en mejor situación para probar (cargas probatorias dinámicas) y debe el tribunal señalar a las partes quién debe probar a fin de no afectar el derecho de defensa. El nuevo ordenamiento civil postula lo que la doctrina denomina el “sistema de atribución de responsabilidad probatoria” regulado por el Derecho Canónico y que será de muy difícil aplicación en los ordenamientos adjetivos que prescriben que la prueba debe ser ofrecida en los escritos de las postulaciones (demanda y contestación) bajo sanción de caducidad, como es la regulación del juicio abreviado de daños y perjuicios que hace el ordenamiento mediterráneo.Con relación a los medios probatorios, el nuevo ordenamiento sustantivo se inclina por el sistema de la libertad de medios, tanto en lo referente a la prueba del pago (art. 895), como la novedad con relación a la prueba de los contratos (art. 1019), los cuales pueden ser acreditados por cualquier medio de prueba, incluso la testimonial (arg. arts. 1019 y 1020). Esto significa que ordenamientos tales como el Código Procesal de la Nación, que adhiere al sistema de precalificación de prueba, en que el juez tiene facultades para pronunciarse sobre la pertinencia del medio probatorio ofrecido por las partes antes del dictado de la sentencia <header level="4">(4)</header>, deberán readecuar su regulación a este nuevo ordenamiento. <bold>La tercería de mejor derecho a la cosa</bold> El proceso judicial, tal como lo conocemos actualmente, ha sido concebido como una estructura bifronte de confrontación o choque de intereses particulares contrapuestos entre dos sujetos: actor <italic>(primus)</italic> y demandado <italic>(secundus)</italic>, los que juntamente con el tribunal <italic>(iudex) </italic>constituyen la clásica trilogía romana que da origen a la teoría de la relación jurídica procesal. La parte actora o la parte demandada puede estar integrada por uno o más sujetos (litisconsorcio), pero siempre son dos partes. La intervención en el proceso judicial de un tercero <italic>(tertius)</italic>, de cualquier forma que sea, esto es, intervención de terceros (voluntaria o coactiva) o tercerías (de dominio o de mejor derecho), complican su propia estructura y hacen más compleja su tramitación. La jurisprudencia había admitido de manera pretoriana para un caso en particular, en que ante la ejecución de un inmueble se presenta el adquirente por boleto de compraventa de fecha anterior al embargo trabado e impetra tercería, no de dominio porque el boleto de compraventa no es título suficiente para reivindicar la cosa, ni de mejor derecho, porque no pretende un pago preferente, sino que esgrime un derecho preferente a la cosa misma. Hoy el nuevo Código Civil dispone que el boleto de compraventa de inmuebles da un derecho al comprador que tiene prioridad sobre el derecho de los terceros que hayan trabado cautelares sobre el inmueble vendido, en determinadas condiciones; introduciendo, quizá sin quererlo, esta nueva especie de tercería. <bold>La relación de consumo</bold> El concepto contractualista pregonado por la LDC a partir de la utilización del vocablo “contratan a título oneroso” –art. 1, 1º párrafo, de la LDC– posteriormente ampliado a las realizadas a título gratuito, según se desprende de la reglamentación –art. 1 inc. a) del Dec. Regl. Nº 1798/94 <header level="4">(5)</header>–, hoy superado por el actual y vigente texto legal <header level="4">(6)</header>, tuvo como antesala la decidida intención del convencional constituyente al referir que “Los consumidores y usuarios de bienes y servicios tienen derecho en su relación de consumo...” –art. 42 de la CN–. Esta relación de consumo es definida por el nuevo Código Civil en su artículo 1092 como “el vínculo jurídico entre un proveedor y un consumidor”. En lo que respecta al trámite del proceso judicial originado en una relación de consumo, nada dice el nuevo ordenamiento civil, por lo que se mantiene la remisión que hace el art. 53, LDC, al juicio más breve que regula el ordenamiento local. <bold>Los procesos colectivos</bold> En los últimos años los juristas han comenzado a debatir, con mucha frecuencia, sobre el proceso colectivo, ello a pesar de que nuestro país no cuenta con normas de avanzada sobre el tema ni existe una sistematización de doctrina o jurisprudencia relacionada a la tutela jurídica de los mal denominados intereses difusos, colectivos o individuales homogéneos. La dura realidad en cuestiones de impacto ambiental ha puesto a nuestros jueces a resolver casos legalmente complejos y de gran trascendencia social, sin contar con una legislación (sustancial y procesal) adecuada, estando éstos –por imperativo legal <header level="4">(7)</header>–, obligados a sentenciar. Hermann Kantorowicz <header level="4">(8)</header> ha descalificado esta prescripción legal denominándola “manía de grandeza de la jurisprudencia” que pretende dar respuesta a todo caso que se le presente <header level="4">(9)</header>. La demanda judicial, sabemos, constituye la materialización del derecho a la acción, que el Estado debe satisfacer abriendo una instancia y obligándose a decidir sobre la pretensión que constituye el objeto material o jurídico de la acción.Y como el Estado ha asumido el monopolio de la decisión jurisdiccional, ha contraído, consecuentemente, la obligación de dirimir los conflictos que le sean sometidos por los particulares, aunque no encuentre en la legislación positiva la solución al caso que le sea llevado a resolución. El nuevo Código Civil fija pautas procesales siguiendo las directivas de la CSJN en el caso “Halabi” (Fallos: 332:111); reconoce la categoría de derechos de incidencia colectiva (art. 14) e introduce diversos criterios que tienen por finalidad armonizar la regulación de los derechos individuales con los metaindividuales o colectivos mediante la figura del abuso del derecho (arg. art. 14) y el ejercicio compatible con la sustentabilidad (arg. art. 240), imponiendo que cualquiera sea la jurisdicción en que se ejerzan estos derechos, los tribunales deben respetar la normativa sobre presupuestos mínimos que resulten aplicables (art. 241). <bold>La prescripción liberatoria por vía de acción</bold> El art. 2551 del nuevo ordenamiento permite ahora impetrar la prescripción liberatoria por vía de acción. Nada dice con relación al trámite, pero entendemos que debe ser el de la acción mere declarativa. <bold>Uniformación de criterios sobre aspectos procesales en materia societaria</bold> Con relación a las sociedades, el nuevo Código Civil introduce reglas generales con el objetivo de disminuir la litigiosidad y propone unificar en todo el país el procedimiento aplicable. Introduce el arbitraje optativo, impone como obligatorio el arbitraje en caso de venta de acciones, cuando exista restricción contractual a su transferencia, entre otras reglas adjetivas. <bold>Colofón</bold> Muchos son los aspectos procesales que regula el nuevo Código Civil, que no hemos podido abordar pues excede el marco de este trabajo. Sin embargo, a manera de conclusión, podemos decir que es encomiable el esfuerzo del legislador por establecer reglas y principios uniformes en materia de procedimiento, a fin de que un país con tantos ordenamientos adjeivos diferentes no termine siendo una torre de Babel, sino que las diferentes provincias que componen la Nación se comuniquen en el mismo idioma &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Si bien en España se sanciona en el año 1853 la Ley de Enjuiciamiento Civil, esa legislación, que constituye la fuente de la mayor parte de los Códigos Procesales provinciales, nunca fue aplicada en nuestro territorio, en función de que la declaración de nuestra independencia data del año 1816.</header> <header level="3">2) Borda, Guillermo, Tratado de Derecho Civil Argentino, Parte General, Tº I, 5a. ed., Ed. Perrot, Bs. As, 1970, pp. 34 y 35.</header> <header level="3">3) Gómez Orbaneja, Derecho Procesal Civil, Tº I, Madrid, 1945, pp. 142 y 143.</header> <header level="3">4) Este sistema ha sido introducido por la ley 24573 (ley de Mediación) al texto actual del art. 360, CPCN, que establece “a los fines del artículo precedente el juez citará a las partes a una audiencia que se celebrará con su presencia bajo pena de nulidad, en la que 1) fijará por sí los hechos articulados que sean conducentes a la decisión del juicio sobre los cuales versará la prueba y desestimará los que considere inconducentes... 3)declarará en dicha audiencia cuales pruebas son admisibles de continuarse con el juicio ...”.</header> <header level="3">5) La norma reglamentaria precisa: “Artículo 1º: a) Serán consideradas asimismo consumidores o usuarios quienes, en función de una eventual contratación a título oneroso, reciban a título gratuito cosas o servicios (por ejemplo: muestras gratis)...”. </header> <header level="3">6) El actual texto legal refiere “Artículo 1º (según ley 26361). Objeto. Consumidor. Equiparación. La presente ley tiene por objeto la defensa del consumidor o usuario, entendiéndose por tal a toda persona física o jurídica que adquiere o utiliza bienes o servicios en forma gratuita u onerosa como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social…” </header> <header level="3">7) Art. 15, Cód. Civil: “Los jueces no pueden dejar de juzgar bajo el pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de las leyes”.</header> <header level="3">8) Kantorowicz, Hermann, La definición de derecho, Edit. M. de la Vega, Madrid, 1964, pág. 12.</header> <header level="3">9) El astrónomo, el filósofo, el historiador, el esteta, saben que sólo pueden dar respuestas a un número limitado de interrogantes que se le presentan; en cambio, la jurisprudencia –en su manía de grandeza– quiere dar la solución a absolutamente todos los casos que se le plantean y exige esa cualidad, incluso al último de sus jueces novatos.</header></page></body></doctrina>