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Respecto a las críticas y a las apoyaturas, no hubo términos medios entre denuestos y congratulaciones al poder, y ello es lógico porque su “cuna” no fue jurídica o sociológica sino meramente política y especulativa: la creencia –infundada por cierto– de que el Ing. Blumberg tenía peso electoral y, con el inocultable designio de captarlo, se decidió la aceptación de una de sus tantas sugerencias; así afloró la ley 9182, que no es inconstitucional sino anticonstitucional, ya que una cosa es estar en colisión con dispositivos concretos de la Ley Fundamental, y otra violentarlos conscientemente.
El fallo en comentario ha fijado, con una prolijidad elogiable, todos los “tropiezos” –para usar un eufemismo– constitucionales en que ha incurrido el nuevo régimen, sin entrar –prudentemente– en el terreno político o sociológico, que también genera serios y contundentes reparos.
No es el caso reproducir lo que con toda claridad ha hecho el tribunal desde una perspectiva jurídica, en impecable análisis, pero sí explayarnos brevemente sobre los otros aspectos del problema que, en definitiva, es parte de uno mayor: la importación de institutos que se aplican –o se aguantan– en pueblos que tienen distinta idiosincrasia que la nuestra.
Todo comenzó con la reforma –o deformación– del sabio Código de Procedimiento Penal del egregio jurista y “padre académico” de muchos de nosotros, don Alfredo Vélez Mariconde –fundado en la neta separación entre el órgano acusador y el decisorio en la etapa instructoria– de lo que se produjo una mezcolanza de roles que contraría las reglas de oro de todo sistema procesal: el equilibrio y el contradictorio, trocándose –aun a nivel de legislaciones de fondo también– por una concepción “negocial” del proceso penal reñida con nuestro atávico concepto romanista de la “
Si bien es cierto que el viejo Código de Vélez Mariconde y Sebastián Soler fue influenciado por la doctrina italiana en boga a la época de su sanción, no por ello constituía una fuente exótica, ya que también era heredo-romanista, y aunque nosotros hemos señalado alguna vez las falencias del sistema oral de instancia única
–sin embargo de considerarlo el mejor sistema para la investigación, producción y recepción de la prueba–, no hemos escatimado críticas a las dificultades que depara en su aplicación práctica para cierto tipo de delitos de media y alta tecnicidad, como son los que corresponden al ámbito de lo penal económico o técnico-científico
o sea la modalidad delictiva antes que el hecho en sí. Para esos casos hemos propiciado la constitución de los tribunales con “jurados técnicos”, uno o dos a lo sumo.
Se me ha objetado diciéndome que para qué queremos los jurados técnicos si se cuenta con los peritos, y la respuesta es, precisamente: son necesarios dichos técnicos para que los peritos no se transformen en jueces de la causa; pero de allí a admitir los jurados legos, hay una gran distancia.
El sistema que se ha implantado en Córdoba no tiene relación alguna con el anglosajón. Es un “invento indiano”.
En los países en que se aplica dicho régimen, el órgano jurisdiccional está escindido. El jurado vota sobre los hechos y decide la responsabilidad por “íntima convicción” (
Por otra parte, el proceso penal anglosajón considera al imputado un testigo y le recibe declaración bajo juramento; lo cual es impensable entre nosotros: aquí tiene “derecho” a mentir, a guisa de “defensa”.
Los tejes y manejes de los jurados, en EE. UU., por ejemplo, se han puesto de manifiesto con toda crudeza en la película “Tribunal en fuga”, con Gene Hackman y Dustin Hoffman (Fox, 2003), que mejor hubiera sido titulada “Justicia en fuga” y calificada como película de terror.
El costo y el desgaste jurisdiccional que significa llegar a conformar un jurado es descripto –también para nosotros en términos terroríficos– por Henry Dencker en su obra “A la sombra de la Justicia”, Edit. Emecé, Bs. As., 1975 (título original en inglés “A place for the mighty”), con el examen de 347 miembros potenciales (pág. 192) y después de tres semanas haber reunido sólo diez como consecuencia de una catarata de impugnaciones.
Ya lo dije antes y lo repito: “El juicio por jurados es una ‘desmesura institucional’ y sólo posible en países con una ‘desmesura económica”.
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Nosotros, dentro de nuestra precariedad de medios, estamos acostumbrados, por herencia ancestral, a la heterocomposición pública de nuestros diferendos, a la figura y a la autoridad de los jueces letrados, tan arraigado como el hábito de “tomar mate” y, sin intención hilarante, debemos entender que se trata de una costumbre profundamente nuestra; cambiarla abruptamente como lo ha hecho la ley 9182 constituye un vuelco traumático, difícil de “digerir”, una agresión comparable a la instalación de las papeleras en las costas del río Uruguay.
Por otra parte: ¿qué garantías tiene el imputado sometido a la opinión de legos condicionados por las opiniones –que no sólo las noticias– sobre el hecho en que deban pronunciarse?… La condena o la absolución ya están fijadas de antemano
, y si a ello se suman las “barras bravas” que pretenden presionar decisiones en uno u otro sentido, el juicio, que debe ser una “misa laica”, pasa a ser un sainete.
Cuando se pretende abordar cambios, mala postura es la estridencia, y si bien la imaginación es una de las virtudes del político en la faz operativa, la intuición sobre los apeteceres del pueblo es lo que conduce a la solución equilibrada por la prudencia y la esperanza de un fundado consenso. Por ello cobra permanente vigencia la respuesta de Solón cuando se le preguntó si habíales dado las mejores leyes a los atenienses y dijo: “De las que podían recibir, las mejores”.
Esperamos que este trance nos dé una lección y las cosas lleguen a buen puerto por aquello de “
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